Cuando quiero llorar no lloro, de Miguel Otero Silva

16/ 12/ 2012 | Categorías: Capítulos de novelas

Hoy cumple Victorino 18 años
Victorino Pérez

Son las 4 en punto de la mañana, Victorino lo sabe con transparente precisión, aunque no tenga reloj ni haya escuchado el metal entreabierto de una campana. El goteo de la noche le ha acompasado el pulso como si su sangre alimentara una ampolla destilante de medir minutos, como si sus latidos animaran el vaivén de una péndola colgada del silencio, como si sus nervios fueran las lombricillas en espiral que regulan el avance de los secundarios.

No hubo preso ni ordenanza en este penal que no brindara su colaboración, que no le arrimara el hombro a la fuga, LA INTRÉPIDA EVASIÓN DE VICTORINO PÉREZ, EL ENEMIGO PUBLICO NUMERO UNO DE NUESTRA SOCIEDAD, así lo titularán los periódicos. Los dos maricas que duermen en el patio (no se han atrevido a meterlos en ningún calabozo, igual peligro entraña darles compañía de su mismo sexo que del contrario) se fajarán en una pelea devoradora a las 4 y 30 minutos en punto, uno de ellos conserva un reloj de pulsera que se salvó de las requisas por un milagro del Nazareno. El guardia correrá a separarlos, a imponerles la autoridad y el silencio de cualquier modo, para eso le pagan puerco salario de esbirro. En ese instante estallará la gritería de las cuatro ninfas que están encerradas en el calabozo del fondo y que han sido traídas a esta cárcel de machos por perturbadoras del orden público y por un navajazo barriguero que una de ellas (no pudieron sacarles en los interrogatorios, se pusieron duras, cuál fue la que manejó el chuzo) le dio al camarero de El Vagón. El guardia embestirá berreando, a investigar qué pasa, a insultar a las mujeres, a meterlas en cintura. Victorino debe estar entonces fuera de su calabozo, encogido para saltar como un gato a la celda de enfrente, ahí se hallan incomunicados los seis menores del asalto a la farmacia, ellos ya habrán descerrajado el cangrejo de la puerta para abrirle paso, ya tendrán lista una tronera en el techo después de una noche de envergado trabajo. Usando como peldaños las manos y los hombros de los seis menores, Victorino subirá hasta el hueco donde titila la madrugada, lo demás corre por cuenta de mi buena leche, de la velocidad de mis talones, del temple de mis timbales, un plan rinquincalla, incubado sin la ayuda de nadie en el moropo de Victorino Pérez, el choro más firmeza y más comecandela de esta ciudad de Caracas, capital de la República y cuna del Libertador, ese soy yo.

A las 4 y 25 los apremiantes siseos de Victorino han despabilado al guardia, lo han arrancado de los cabeceos que conciliaba envuelto en su cobija barcina, abandona la silla de cuero y se acerca arrastrando los brodequines, de mala gana y ofensivamente hediondo a despertar de policía.

—¿Qué te pasa, negroemierda?—

Frente a su mirada Victorino se cimbrea como una mujer con dolores de parto, los dedos de ambas manos entrecruzados sobre el obligo en un rictus trepidante. Me muero, jipea. Se está muriendo a velas desplegadas, con los ojos de vidrio y los labios salpicados por un hervor de espumas. No alcanza a expresar su agonía sino a través de un gruñido sobreagudo, desgarrador, de lechón magullado por un camión de carga, que asusta (no es suficiente asustarlo, es imprescindible que abra el candado con la llave que le cuelga del cinturón) al guardia. Súbitamente arrecia el ataque, un temblequeo rígido sacude las extremidades del preso, sus espaldas retumban una y otra vez pesadamente sobre los ladrillos del calabozo, su cabeza golpea en tumbos de badajo contra las paredes. El guardia abre el candado a las 4 y 30 en punto.

—¡Bandida, hija de mala madre, te voy a desquiciar la dentadura por pérfida y calumniadora!— vocifera Rosa de Fuego, el marico más feo que ha inventado Dios, con ese pelo colorado de barbas de maíz y esa nariz papuda de zanahoria.

— ¡Atrévete conmigo y te sacaré las pupilas, malparida!— responde el alarido de Niña Isabel, el otro parguete, y le dispara un arañazo a la cara que va de veras y le escupe un salivazo verdoso que le deshonra la frente.

El guardia vacila dos segundos, inicia el ademán de cerrar nuevamente el candado, se lo obstruye el cuerpo de Victorino caído entre convulsiones, la mitad fuera del calabozo, las piernas pataleando allá adentro como émbolos enloquecidos. El guardia lo deja morir de mengua y acude hecho un basilisco a reprimir el zipizape de los sodomitas. Lleva enarbolado un retaco garrote blanco, presto a descargarlo sin contemplaciones sobre las cabezas entigrecidas de ambos gladiadores.

Ahora le toca a ellas, estalla en las tinieblas del trasfondo el zafarrancho de las prostitutas, un contrapunto a cuatro voces, indescifrable porque las cuatro eructan al unísono el interminable catálogo de insolencias que han atesorado en su accidentada carrera, los nombres y sobrenombres de aquellas partes del cuerpo humano y de aquellas secreciones que intervienen en el acto sexual o en el remate de las funciones digestivas. Sus gritos son limones podridos que se estrellan contra las paredes de la cárcel. El guardia abre los brazos, desenfrenado:

—¡A callarse, putas del carajo!—

Y abandona a su destino la reyerta de los sodomitas, galopa hacia las destempladas, apremia al pito furiosos chiflidos intermitentes, acuden en su refuerzo los cuatro guardias de la prevención, vienen toalla al pescuezo y peinilla en mano. Los cinco forajidos subalternos se coaligan para emprenderla a cintarazos contra las magdalenas indefensas.

Este último y doloroso episodio se le escapa a Victorino. Desde el primer aullido de Rosa de Fuego se incorporó de sus fingidos padecimientos en un rebote de ardilla, cruzó en cuatro zancadas el espacio que lo separaba del cubil de los menores, entró en ráfaga por la puerta de antemano fracturada, cayó en medio del grupo que lo esperaba convertido en estatuario y alerta equipo de circo.

Victorino mete el pie sin vacilar en el estribo que le brindan las manos trenzadas del ratero más chiquito, la intensidad del impulso lo aupa hasta los hombros de los dos más altos, de un nuevo salto engarza su mano derecha al cuello de una viga que ha sido respetada por los punzones destructores, en balanceo de simio atrapa con la mano izquierda otro rincón de la misma viga, los puños asociados de los menores empujan sus talones hacia arriba, asciende como un fardo izado por una grúa, su cabeza entra por una garganta caliza, por un embudo húmedo de lluvia y filtraciones, pasan también sus hombros ajustadamente, ya está en el techo, eleva el tórax a pulso sobre la superficie combada de las tejas, el resto del cuerpo sube en la maniobra de su flexión gimnástica, ahora sí está en el techo, la curvatura de las canales moldea su deslizamiento ondeante hacia el alero, el alero se asoma a la negrura de un callejón solitario, en el encontronazo del descolgamiento se le tuerce un tobillo, si le duele o no le duele es asunto para averiguarlo más tarde, corre encorvado para ofrecer el menor blanco posible, jockey a escape sobre un caballo imaginario, su trayectoria en zig zag rumbea hacia los matorrales que demarcan el curso del río, a sus espaldas suena un tiro, tal vez una descarga.

Habrá que esperar la tarde para conocer la suerte (la escuchará en la radio) de los dos menores que planearon fugarse en su compañía, utilizando la misma escala de manos y hombros, el mismo boquete untado de amanecer y rocío. El primero tuvo ocasión de salir detrás de Victorino, no así el segundo, al segundo se le derrumbó la manpostería malherida por los chuzos, cayó estrepitosamente por los ladrillos del calabozo, a merced de los guardias que en ese instante entraban en tromba maldiciente. En cuanto a aquel primero, el que logró calcar fielmente la mecánica de su fuga, ese corría jadeante en pos del rastro de Victorino, a unos diez metros de distancia, le entró por las costillas el plomo glisante de un balazo, quedó aquietado por un áncora de sangre (así lo retratará la última página de un diario) sobre las piedras de un callejón.

A la cabeza del cortejo, mantenido en alto y transportado por ocho puntos negros, avanza el marchito cadáver de una araña. El convoy fúnebre, y con él la penitente romería que lo persigue, han cruzado desfiladeros de tusa, trepado cordilleras de adobe, escalado glaciares de vidrios rotos, vadeado lagunazos de flema, esguazado riachuelos de orines. No todos los seguidores acompañan con los lomos vacíos, los más robustos portan hojas diminutas, pequeñas moscas muertas, granos de arroz hervido. La vanguardia topa repentinamente con la oscura muralla que erige frente a su trayectoria el pie derecho del niño, presencia y tufo humanos que detienen en angustia a los peregrinos. Abandonan con precauciones su difunto en tierra, se arremolinan en festinada conferencia, tres o cuatro oficiales de la retaguardia apresuran el paso para entreverarse en la consulta. Finalmente el cónclave de los cabecillas decide esquivar el obstáculo sin abandonar el punto de mira, es decir, sin abandonar la ruta perseguidora de la grieta hospitalaria que conduce a la cueva. Se han desviado un palmo hacia el oeste, en engañosa estrategia. El niño permanece inmóvil, agazapado en su mimetismo de inmensa tapia negra, como si no las estuviera mirando, a las hormigas. Sin embargo, cuando ellas presumen haber sorteado el peligro, cuando la procesión retoma el rumbo norte sur que traía, el pie se traslada en un preciso deslizamiento, por segunda vez una oscura muralla imprevista brota ante la marcha de la caravana. Se repite el afanado debate alrededor del botín, acuden en reincidencia los consejeros retrasados, de nuevo determinan alterar astutamente el derrotero, alejarse una cuarta de aquel viviente acantilado, replegarse a la base del quicio sobre el cual Victorino está sentado. No lo logran. Estalla el desenlace, Gulliver desarticula el juego, asesta un talonazo que convierte en cenizas la araña muerta y aniquila un escuadrón de sepultureros, el ejército de hormigas sufre más de sesenta bajas, huyen las sobrevivientes a la desbandada por entre regolfos de agua sucia y basálticos excrementos de perro, para las fugitivas «el sol se puso negro como un saco de crin», el apocalipsis.

—¿Estás ahí, Victorino?—

No responde porque Mamá sabe perfectamente que está aquí, de piedra, matando hormigas y escuchando el tarareo inquietante de Carmen Eugenia, Carmen Eugenia canturrea un bolero y plancha una camisa en la pieza vecina. Mamá ha soltado la pregunta impensadamente, tal vez para abrirle un agujerito a su soledad, así sea con la punzadura de su propia voz, una soledad amortiguada por la resaca blanca del maíz que amasa. El hijo oye el tintineo de su sudor, ve la calcomanía de su respiración a través de la cortina de cretona que los separa, huele el aroma de café colado que nunca huye de sus cabellos.

A Victorino le revuelve las tripas el vecino de enfrente, un ciempiés huidizo y misterioso. Seguramente llega a acostarse de madrugada, pisando en puntillas, ningún habitante de este pasadizo lo ha visto entrar a su pieza. Salir sí, por entre los ruidos del mediodía, siempre de prisa como si temiera perder una cita importante, como si quisiera eliminar la posibilidad de una conversación, la gente acostumbra pedir favores, indagar sobre la vida ajena. Es un mulato que no se resigna a serlo, de pelo negro y aceitoso, pasa domesticada por pelladas de vaselina; en la cara se le apeñuscan en archipiélagos los barros; usa corbaticas de mariposa o bufandas de un color amarillo carnavalesco. Mamá le profesa un temor supersticioso, evita cruzarse con él en las soledades del largo corredor, suele decir cuando menos se espera (Victorino adivina al vuelo a quién se refiere, ella nunca menciona su nombre, seguramente no lo sabe):

—No me ha hecho ningún daño, ni siquiera me ha dirigido la palabra, Dios me perdone, pero no me gusta ni un poquito.

La alegría del patio, en cambio, tiene su origen y sede en la pieza de la derecha, allí habita el maestro albañil Ruperto Belisario, Victorino le dice don Ruperto, en compañía de su mujer, dos hijas y un loro. Se comenta que todos (menos el loro) duermen en el mismo catre, no obstante los aparentes impedimentos morales que van a continuación:

a) don Ruperto no es casado con su mujer;

b) las dos hijas de don Ruperto son mayores de quince años;

c) ninguna de las dos es hija de don Ruperto sino producto de dos maridos anteriores, también sin matrimonio, que la mujer de don Ruperto disfrutó en épocas pasadas.

Así los enumera el padre de Victorino, dedo a dedo, cuando llega a puerto con exceso de tragos en la cabeza, lo cual es pan de cada dos días. Olvida, enredado en su maledicencia alcohólica, que él tampoco está casado con Mamá, como no ha sabido de boda ninguno de los habitantes de esta casa de vecindad, con la excepción inconcebible de la gorda que cobra los alquileres y avizora las incorrecciones a la entrada del pasadizo, en la pieza número 1. La gorda no pierde la ocasión de echar en cara a los demás que ella es «una señora casada por la iglesia y por el civil», como si ese detalle fortuito significara algo en este país.

La alegría nace y reside en la pieza del maestro albañil Ruperto Belisario, no tanto por sus moradores conscientes como por el loro, vivo gramófono encaramado al alambre de tender ropa (a veces se caga una sábana recién lavada y llueven escobazos sobre sus verdores) con quien Victorino ha establecido una amistad indestructible. Le ha enseñado a decir una cortesía desquiciadora: ¡Adiós, hijoeputa!, el saludo origina enconadas trapatiestas, el loro se lo endilga a todo aquel que pasa por su lado, más de cinco visitantes han amenazado con meterle una puñalada a don Ruperto si el animalito insiste en calificarlos de esa manera. Las hijas de don Ruperto sonríen encubridoramente, saben que ha sido Victorino el profesor del mal hablado, jamás lo denuncian ante los energúmenos ofendidos. Victorino está enamorado de Carmen Eugenia, la menor de las hijas de don Ruperto, Carmen Eugenia es una mujer hecha y derecha, le lleva un racimo de años pero uno no manda en sus sentimientos. Se ha valido de las más ingeniosas triquiñuelas imaginables, agujeros abiertos a parsimonioso filo de navaja, escaladas felinas a un tejado tembleque, para tratar de verle algo importante (se conformaría con una teta) cuando ella se baña en la única regadera que existe, allá en los confines del último patio, pasando la cocina común y los fregaderos igualmente comunes. Hasta el presente los ojos de Victorino no han logrado disfrutar sino de sus pies descalzos, pies excitantes de suave azúcar morena, pero están a la vista del público, su contemplación no constituye ningún privilegio ni ningún pecado.

Allá viene Facundo Gutiérrez, el padre de Victorino Pérez, con más de una botella entre pecho y espalda, se le adivina en la tiesura aparatosa, en los saludos de payaso a diestra y siniestra, después se le huele de cerca. Está sin trabajo, ya Mamá y Victorino lo sospechan, al conseguirlo desaparece de estos andurriales, cuenta más tarde que andaba por el interior del país, de camionero. Pero siempre pierde el empleo, es el sino secular de los borrachos, regresa voraz y desvergonzado, se come las arepas que Mamá amasa para venderlas, le decomisa las monedas que ella guarda en una lata vacía de Quaker, se acuesta a dormir con ella, Victorino los oye resoplar y gruñir como animales del monte, y para completar la vaina me pega, es verdad que Mamá también me pega, pero a ella le sobra derecho porque es mi madre, además me pega con la mano abierta, sufre conmigo después de la pela, mientras que Facundo Gutiérrez, así se llama mi papá, se quita con toda su calma la correa, goza con mis chillidos, ni Cristo el milagroso, ni Mandrake el mago me salvan hoy, me escapé de la escuela donde me habían enchiquerado, no pude soportar a los mariquitos vestidos de marineros queme sentaron al lado, Mamá se lo va a contar a Facundo Gutiérrez, no quiere contárselo pero se lo contará al final, no me salva ni Cristo ni Mandrake.

Facundo Gutiérrez apesta a anís y amoniaco, pasa de largo, no se da por enterado de la presencia del niño, levanta de un manotón la cortina de cretona. A los oídos de Victorino llegan palabras borrosas cuyo sentido no capta pero presiente. ¿Qué hace ese muchacho aquí a esta hora, sentado en un quicio como un limosnero, en vez de estar en la escuela?, dirá él. Mamá permanecerá en silencio, atrincherada en la esperanza de que su mente inestable lo desvíe a hablar de otra cosa, salta de tema en tema cuando está así. Eres tú la única culpable, lo tienes amarrado a tus fustanes como perro, como esclavo, te hace los mandados, nunca aprenderá a leer, dirá él. Mamá confesará entonces que Victorino se jubiló de las clases, pero ya lo castigó, le cayó a coscorrones, le metió cuatro cachetadas, lo tiene sentado en el quicio hasta que llegue la hora de volver a la escuela. Y a Facundo Gutiérrez le parecerá una sanción menguada y alcahuete las cachetadas, los coscorrones y el confinamiento al quicio.

—¡Vengacá, Victorino!—

Facundo Gutiérrez lo está esperando, robot de premeditación y castigo, con la hebilla de la correa anudada a la mano derecha, es una correa ancha y sombría, sacada del cuero de una bestia peluda, váquiro o quizás demonio en cuatro patas. Intentar la huida, sacar lances toreros a los cintarazos, son artimañas contraproducentes, lo sabe. Lo más sensato es encajar las mandíbulas entre los hombros como los boxeadores, como Ramoncito Arias; protegerse la paloma y las bolas con ambas manos para librarse de un mal golpe; ofrecer hombros, brazos, piernas, nalgas, lo secundario, al encuentro del látigo. También es aconsejable alargar el calderón de los quejidos, elevar el diapasón a sus vibraciones más altas, se alarma el vecindario, ¡A ese muchacho lo están matando!, se cohibe el verdugo. Esta vez Victorino ha preferido guapear, pujar el sufrimiento sin llorarlo a gritos, para que no se entere Carmen Eugenia de su humillación, ella está en la pieza de al lado, canturreando un bolero y planchando una camisa.

Facundo Gutiérrez no es un fustigador silencioso sino un caifas vociferante, acompaña sus correazos con sermones malignos, injurias personales y siniestras amenazas:

¡Mojón, malagradecido! Te voy a dejar lisiado, ¡esputo de tísico!

Le ha sacudido mayor número de golpes que nunca, el alcohol lo enardece como pinchazo de avispa, sabe Dios cuándo interviene Mamá, suplica que ya es bastante, Facundo Gutiérrez alucinado no la escucha, Mamá se ve obligada a enfrentársele físicamente, lo llama Herodes, le sujeta los brazos para impedir la prolongación del vapuleo, ¡Lo vas a matar!, Victorino huye en carrera.

Ha venido a llorar al corral más lejano, donde nadie lo vea ni lo compadezca. Se ha sepultado de espaldas entre la V de dos peñascos que se abre al pie de un cují corcovado. De los lavaderos desciende una melaza jabonosa, zumo de trapos sucios y peroles grasientos. Facundo Gutiérrez es su padre, no lo niega, pero lo odia con todas las púas de su corazón de negrito rencoroso, no existe debajo de sus costillas otro martilleo tan recio, ni el amor a Mamá, ni el deseo de ver desnuda a Carmen Eugenia, como su odio a Facundo Gutiérrez. En el dorso del terraplén yergue sus líneas, con donaire engreído de ánfora helénica, una bacinilla desfondada, el desgarrón le ha tallado en el peltre una corola de camelia enmohecida. Lo odiaría igual si jamás me hubiera puesto la mano encima. De la hojarasca terrosa que limita con el corral vecino surge una gallinita blanca con una lombriz en el pico, ¿por dónde andará el gallo pataruco de la gorda que recauda los alquileres?, la aplastaría nupcialmente bajo su poderosa pechuga, le daría lo suyo entre una tolvanera de plumas y espeluznos. Facundo Gutiérrez se levantó de la mesa, estaban comiendo, y cacheteó a Mamá en presencia de Victorino, sí señor, en su presencia. Ahora desfilan Carmen Eugenia y su embrujo frente a sus ojos nublados, ella bambolea las caderas para mortificarlo, entra sonriendo sigilosamente al cuarto de la letrina, y él (decepcionado de la vida) violenta su inventiva para imaginarla sentada en la poceta ruin, las pantaletas caídas a media canilla, visión que cura el enamoramiento. Facundo Gutiérrez se paró de la mesa vuelto una fiera, y le dio a Mamá una trompada en mi presencia, sí señor, en mi presencia, juro que.

A ras de tierra irrumpe en el corral un graznido patizambo y verde. Como lo sabe apaleado y doliente, el loro ha descendido del alambre en misión de consuelo. Se detiene familiarmente a la vista del niño abatido, le grita las únicas palabras que puede gritar:

¡Adiós, hijoeputa!

Victorino olvida la amistad que los une, olvida que el animal repite una laboriosa enseñanza suya, olvida todo el pasado afectivo, le arroja una pedrada frenética. De haber dado en el blanco, lo acompañaría hasta la hora de su muerte el espectro emplumado del más inicuo de los crímenes.
Victorino Peralta

Es esta, ¿quién lo discute?, una maquinaria celestial, el carromato de Neptuno, y es éste, ¿quién se atreve a dudarlo?, el día más feliz en la vida de Victorino, el único día de su vida que ha merecido el infeliz epíteto de feliz. Lo ha detenido suavemente, a cincuenta metros de la casa de Ramuncho, en un callejón sin portales, contempla a sus anchas los pormenores del tablero, como un recién casado examina avaramente los pezones y el ombligo y el pubis de su novia tras haberla despojado de los velos y corpinos que ocultaban tales santuarios. Botones, palancas, suiches, agujas sensitivas, anillos de metal, órbitas de vidrio, establecen sobre la madera una ordenación nunca igualable por la más armoniosa obra de arte. 1) Mecanisno que registra la temperatura del agua. 2) Amperímetro. 3) Contador de revoluciones. 4) Graduador de la intensidad de las luces. Ningún miembro de la familia creyó en serio que su padre, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, descendería a la descabellada debilidad de comprarle a Victorino el Maserati que venía mendigando, otras veces reclamando, desde hace catorce meses, ninguno lo creyó, no obstante que Victorino ponía en juego con taimada diplomacia todos sus aceitados resortes de seducción, sus mañas y prerrogativas de primogénito, sus derechos de único hijo varón con tres hermanitas anodinas y enfermizas. 5) Cilindro que regula el aire del carburador. 6) Manecilla que señala el nivel de la gasolina. 7) Tentáculo que hace parpadear los faros. 8) Clavija que deja en libertad la tapa del motor. No entraba dentro de la lógica, al menos dentro de la lógica de los cuerdos, que su padre, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, cediera ante las ambiciosas instancias de Victorino, no precisamente en virtud del costo del Maserati (el ingeniero no se encomienda a Dios ni al diablo cuando se trata de echar por la ventana su parte de la inagotable, de la siempre en proceso de mayor valía herencia que dejó a sus hijos don Argimiro Peralta Dahomey, latifundista por los Peraltas y rentista por los Dahomey, haciendas improductivas que se convirtieron en urbanizaciones de a trescientos bolívares el metro cuadrado, corralones de chivos donde brotaron edificios de veinte pisos, acciones de compañías anónimas que cada año acrecientan su valor, el rey Midas al lado del abuelo de Victorino era un rudimentario alquimista). 9) Llave para poner en movimiento el abanico del parabrisas. 10) Cuentakilómetros parcial. 11) Botón para elevar la antena de la radio .12) Manivela para abrir los postigos que airean los pies del conductor. Al padre de Victorino, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, no lo cohibía la firma de un cheque más sino las presumibles intromisiones de sus compañeros de bridge: «Estás loco de remate, Argimiro, solamente a un hombre que ha perdido la razón puede ocurrírsele el disparate de regalarle un Maserati a un muchacho que no ha cumplido todavía dieciocho años, dos trenes». 13) Encendido de la calefacción (si calefacción se necesitara en el bochorno del trópico). 14) Palanca del freno de mano. 15) El boliche de mango rojo que está a mi derecha es el cambio de velocidades. 16) Reloj infaliblemente suizo. 17) Radio poderosamente alemana, sintoniza las estaciones más fenomenales, Aquí Wollongong, ¿donde quedará esa vaina? 18) Fastuoso rectángulo de una guantera con pretensiones de cofre para guardar diamantes. La circunstancia decisiva en el triunfo de Victorino fue el invalorable refuerzo de Mami, Mami que se había mantenido neutral dijo inesperadamente detrás de su té con limón: «¿Por qué no complaces a Victorino y le compras el Maserati como regalo de cumpleaños, Argimiro?» Gris claro metálico como yo lo deseaba, capaz de llegar (el 220 está estampado en números indiscutibles, a la derecha del registro de velocidades, en el ángulo derecho), capaz de llegar a 220 kilómetros por hora, ¿qué me van a tirar, puretos de mierda? Mami estuvo exquisita esta mañana, entró en el cuarto de Victorino envuelta en la más vaporosa de sus batas de encaje, lo besó en la frente para inaugurar el aniversario y dijo al desgaire, como si hablara de un asunto trivial: «Asómate a la ventana y verás el regalo de cumpleaños que te encargó tu padre». Y aunque Victorino sabía ya de qué se trataba (Johnny, el chofer trinitario no tuvo entereza para guardar el secreto), rugió de felicidad cuando lo divisó, gris claro metálico como él lo fantaseaba, al pie de los chaguaramos del pórtico.

No podía ser otro sino Ramuncho corazón de tigre, pana inseparable de Victorino, el primero en pasear a su lado en el Maserati, orgullo de la industria automovilística italiana, corona roja de tres puntas en campo gris, único ejemplar existente en la Gran Colombia. Ramuncho se desplomó atónito sobre el asiento de piel azul, masticando como chicle obtusas palabras (¡Coño, vale, parece un sueño de James Bond, un sostén de Brígitte Bardot, la morronga de Supermán, una cápsula espacial con la bragueta abierta!) y luego se consagró a escrutar el tablero con reverencias de monaguillo. El Maserati avanza por las avenidas en la cadencia eclesiástica de su mínima velocidad, cruza las esquinas en pomposa andadura de elefante faraónico, atraviesa triunfalmente el asombro de las muchachas en flor, una carcajada de Victorino estría la solemnidad de la ceremonia. Ramuncho, su risa triturada de saxofón, desafina un acompañamiento.

—¡Qué cara puso el pobre matusa!—

La hazaña que celebran sucedió anoche, joda privada de despedida a los diecisiete años de Victorino que concluían en la madrugada. A Victorino le encorajina el alma oír hablar del miedo (en el colegio pretendieron infructuosamente hacerle leer un libro abyecto donde, según adelantó la profesora, el invencible Héctor prefiere huir como un venado antes que enfrentarse a la lanza de Aquiles) como de un estado de ánimo llevadero, como de una enfermedad corriente y curable. Cuando el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, su padre, se siente Bertrand Russell de sobremesa, sostiene ante la familia deslumbrada que el miedo es la fuente primordial de todas las religiones (el creador de Dios, nada menos), la energía motriz de la historia y sus rueditas, la pasión alentadora de los experimentos científicos, el tuétano de la pintura abstracta. Victorino, por su parte, jamás ha sentido en su interior ese derrumbamiento correoso que llaman miedo, ni está dispuesto a sentirlo mientras viva. Lo acosaba, eso sí, la curiosidad de contemplarlo como en el lente de un microscopio, estancado en una superlativa palidez, o en el azogar de unos ojos, convulso en el escalofrío de una voluntad.

Ramuncho lo ha traído a horcajadas en la parrilla de su motocicleta, hasta esta avenida solitaria cuya única luz es la mirada esclerótica de una bombilla pública. Un viejo noctámbulo avanza erguido hacia ellos. No está borracho, opina Ramuncho, se retrasó quizás en una partida de poker, esta no es hora de regresar a sus casas los padres de familia. Justamente cuando su silueta adquiere rasgos en el cono lechoso que mana de la bombilla (de otro modo la oscuridad les impediría saborear a plenitud el espectáculo) Victorino irrumpe de las sombras y le apoya la pistola en el pecho, una Colt virgo de alta potencia que ronroneaba su hastío engavetada en el escritorio de su padre.

—¡Este es un atraco, arriba las manos!—

Detrás de la media negra de mujer que le cubre el rostro, con dos agujeros por ojetes, Victorino atisba la desintegración de aquel pajarraco, una trepidación de mazmorra zangolotea los pellejos, comienza a lloriquear sin darse cuenta, no encuentra en ningún recoveco de su organismo el pequeño impulso necesario para levantar las manos, se ha orinado los pantalones.

—¡Arriba las manos, viejo pendejo, o te metemos dos balazos!— dice Ramuncho despiadado desde la penumbra.

El temblequeo del anciano repercute en el estómago de Victorino, lo pone en los límites del vómito, le asaltan ganas de escupirlo, de patearle el trasero cuando el hombre suplica: —»Por favor, señores, no me maten, tengo cinco hijos y dos nietecitos, no me maten».— El miedo frente a frente no valía la pena mirarlo.

El botín se reduce a una roñosa billetera descosida por el sudor y el roce de los bolsillos. Contiene una fotografía ramplona, tamaño postal, de una familia paliducha en trajes domingueros, y dos desvaídos billetes de a veinte. Victorino cede gustosamente el dinero a Ramuncho, arroja la billetera vacía a la maraña de un matorral, se guarda la fotografía como souvenir.

—¡Qué cara puso!—

El Maserati avanza majestuoso por entre una doble hilera de jabillos, la risa de Ramuncho se extingue en una estridencia agria de saxofones, «ese toro enamorado de la luna», canta la radio.

El juego consiste en permanecer ausente de este mundo el mayor tiempo soportable. Victorino se ve obligado a practicarlo sin compañía, ningún otro niño del barrio, y menos aún los angelotes estrábicos del colegio de monjas, osarían competir con él en esa prolongada sepultura bajo lápidas de frescores azules, en ese sometimiento de la respiración a la batuta de un mandato inquebrantable, en ese ir y venir olvidado de la tierra como los peces, en ese abrir los ojos para enfrentarse impávido a los sables del agua. La cabeza emerge inesperadamente al pie del trampolín, los mechones rubios se le estampillan a la frente, las córneas vibran enrojecidas por el voluntarioso desafío.

Johnny, el chofer trinitario, ha hecho guardia perrunamente al borde de la piscina, no para prestarle ayuda de emergencia a quien no la quiere ni la aceptaría, sino para transmitir una orden que lo ha acompañado escaleras abajo:

—Victorino, dice la señora que—

—Ya sabe lo que dice Mami.— Que hoy es el santo de Gladys (no cree Victorino que haya existido santa ninguna con ese nombre de puta inglesa, pero hay que celebrarle su fiesta a la hermana de todas maneras) que hoy es el santo de Gladys y no debe olvidarlo. Después de Gladys nació Betty, y por último Margaret, y a Victorino, el primogénito, de no ser por la incontrovertible opinión de la abuela (doña Adelaida había hecho formales promesas a un mártir que aparecía en el calendario) le habrían puesto Richard, Ricky, una ignominia. Gladys, Betty, Margaret, son tres libélulas espolvoreadas de azúcar, envueltas en velos y cintajos azules, otras tardes son rosados o amarillos, que desgranan todo el arco iris de los llantos, desde que Dios amanece hasta que las acuestan entre polichinelas y sollozos.

Hoy es el santo de Gladys, ya has pasado más de una hora en la piscina, te vas a resfriar, es tiempo de vestirse para. Una pegajosa tarde de aburrimiento y pendejadas gravita sobre la cabeza de Victorino. Llegarán en tropel las amiguitas de Gladys, zapatitos de tiza, culitos de muselina, acompañadas de nodrizas negras con delantales impolutos que las traen de la mano, nodrizas negras suspirando por bomberos y medias de seda. Vendrá inevitablemente Lucy, le dedicará sus atisbos melancólicos de becerra destetada, le rociará promesas desde el pedestal de su ternura, hasta que él se acerque a llevarle un helado y ella le diga Muchas gracias Victorino, con un dejo empalagoso de te quiero mucho me muero por ti. Una fiesta ridícula, postiza e inaguantable como las óperas italianas o como los animales afeminados de Walt Disney.

También vendrán personas mayores, las amigas de Mami nimbadas de perfumes franceses y efluvios de novelas a medio digerir.

Las amigas de Mami se comunican a través de una jerga entrecortada, impromtu de claves, símbolos y alusiones: «¿Desde cuándo no la ven?, dice una; Muérete que me dijeron, dice la segunda; La otra tarde, dice la tercera; La familia, la ascendencia, dice la cuarta; Y la descendencia, dice la quinta; De espanto, sí señor, de espanto, dice la sexta; Honi soit qui mal y pense, dice la séptima, educada en Londres; La otra tarde los vi desde lejos en el supermercado me puse a preguntar por el precio del fuagrá que estaba marcado claramente en la latica ella se acercó a saludarme era un lunes creo que era lunes, sí era lunes, porque Alfredo había salido de mal humor para la oficina lo peor era que llovía a cántaros, dice la octava, una octava en contrapunto politonal al pizzicato; ¿No les apetece un martini seco?, dice Mami.

No es posible aguantar la tarde entera al relente de miradas almibaradas de Lucy, estalactitas de caramelo le cuelgan a Victorino de la frente, se siente convertido en torta Saint Honoré. Como primera manifestación de antagonismo, Victorino se orina en la gran fuente de tisana, una ponchera de plata mexicana en cuyas ondas de oro (la contribución salina de sus riñones ha mejorado evidentemente el gustillo del menjurje, las niñas repiten con frecuencia, lo paladean extasiadas, Está soñado) navegan cubitos de pina, gajos de naranjas, fresas de Galipán. Como segunda jugada de repulsa se dio maña para introducir un par de sapos vivos en los carrieles charolados de Asunción y Caridad, dos de las negras niñeras endomingadas, chillarán a lo africano cuando los verrugosos salten en recuperación de su libertad. Pero se fastidia y deambula insatisfecho, desfigurado por la chaqueta de terciopelo amaranto que le ha puesto Mami, indumentaria indigna de un futuro cosmonauta.

Se encienden las luces, Victorino se refugia entre los mangos y limoneros del patio, el contacto con la naturaleza lo ayuda a elaborar un plan de verdadera trascendencia. La ventana que da al cuarto de los regalos se ofrece a su vista, arrebujada en los pliegues de una cortina. Una mano, la suya, entrará en la casa y regará con gasolina el sofá llovido del cielo que en la vecindad de la cortina acuna sus almohadones. Luego esa misma mano, la suya, trepada al naranjo que arrima sus ramas a los muros, arrojará un fósforo encendido por entre los barrotes de la ventana, el fuego es el principio explicativo de Heráclito, llamaradas danzarinas recorrerán la superficie del sofá, el fuego es el símbolo del Espíritu Santo, chispas voraces saltarán hasta el mantel de los regalos, yesca reseca será el papel florido de los envoltorios.

La fiesta de Gladys se transforma en una página del Antiguo Testamento. La cólera punitiva de Jehovah siembra el pánico por doquiera, marejadas de niñas de vitrina irrumpen en el patio a grito herido, seguidas por nodrizas negras que bufan y galopan como rinocerontes. El eficiente Johnny organiza en volandas un equipo de criadas extinguidoras que corren a llenar de la piscina sus baldes vacíos, regresan chorrendo agua y murmurando diosmíos hasta los rebenques del fuego. Alguien ha telefoneado a los bomberos y no tardarán en bautizar la noche sus campanas cinematográficas. Gladys, Betty y Margaret lloran rutinariamente, a salvo entre las herramientas y los neumáticos del garage.

Mami ha acaparado el centro de la escena, Medea anhelante, desorientada, fatalista, pálida, desborda en un grito que lo sacia de alegría y de orgullo:

¡Victorino! ¿Dónde está Victorino?

Y cuando lo descubre a su lado, impávido y displicente, la paz retorna al espíritu de Mami como una paloma pródiga, una sonrisa le restaura su primaveral resplandor, asume napoleónica el mando de las acciones, al cabo de cinco minutos está conjurado el siniestro.
Victorino Perdomo

…Y aunque el compañero Belarmino Solís, por supuesto que no se llama Belarmino Solís, por supuesto, responsable de nuestra Unidad Táctica de Combate, opina que todavía no estoy en edad de afeitarme, lo evidente es que se equivoca, me salen unos pelos cimarrones, tan respetables como los cachetes azulosos de los curas españoles, la hojilla fue gillette en su juventud, ahora no pasa de lámina mellada, es la única que tengo, la brocha pierde pelos a simple vista, el espejo está enfermo de lagunas costrosas, llagas que nada reflejan, me he refugiado en esta pensión de mala muerte y peor…

Parado frente al espejo, tras de ensayar en la cama pensamientos y rotaciones de insome desde las tres de la madrugada, Victorino comprueba una vez más en nervios propios que el trance más amargo no se padece durante la acción misma; el trance más amargo es esta corrosiva espera, la sucesión mental de pasos aún no dados pero que van a darse en una hora próxima, los futuros movimientos que es preciso clavarse en la memoria, las futuras reacciones que deben diluirse en el instinto, tú sacas el revólver a las 4 y 27, tú entras por esta puerta a las 4 y 27, tú.

…vida para independizarme del yugo familiar, de la protección paternal, del amor maternal, de las conversaciones hogareñas, pierde pelos la brocha pero finalmente le saco unas barbas artificiales de patriarca, si no me concentro en la trayectoria de la navaja, si no me concentro me buscaré una cortada de esas de yodo y …

Lo más importante es el camino de la huida, repite una y otra vez el comandante Belarmino Solís, responsable de la UTC. Se refiere a la dirección precisa que va a tomar cada uno de ellos, tan pronto esté cumplida la acción. Les ha hecho recorrer paso a paso, en tres friolentas madrugadas de ensayo, esos itinerarios de dispersión de los vehículos y los hombres. Y en los mediodías, aferrado a un plano que él mismo ha dibujado, insiste en señalar, métanselo en la cabeza, las coordenadas invisibles con su dedo índice de San Juan Evangelista, Es exactamente por aquí que tú vas a correr, Este es el punto donde los espera el carro con el motor prendido, Lleva el revólver engrasado y montado pero no dispares sino en un caso extremo, óyelo bien, en un caso extremo.

…algodón, carajo, era inevitable la cortadura, mellada la navaja, el pensamiento en otra parte, también las manos como si estuvieran en otra parte, el tajo ha sido en la mitad de la barbilla, al principio era un escozor diagonal imperceptible, después se volvió raya roja y goteante entre los grises del espejo, desagradable hilito de sangre que me baja hacia la cuenca del…

En el momento de la acción teoriza Belarmino lo esencial es la serenidad de ánimo y la coordinación de los movimientos. Naturalmente que es imposible predecir con exactitud el desarrollo de nuestros planes, tampoco puede predecir con exactitud un entrenador de fútbol el resultado práctico de una jugada que ha estudiado y ensayado minuciosamente, ¿cómo adivinar las evoluT ciones, el tiempo, la velocidad del equipo contrario?, ¿cómo adivinar en nuestro caso las reacciones de otros seres humanos (los asaltados) que intervendrán forzosamente en el curso del asalto? En la acción más inteligentemente proyectada sigue teorizando el comandante Belarmino apenas el cuarenta por ciento de las cosas sucede de acuerdo con el croquis trazado previamente, el otro sesenta es alterado por personajes que intervienen en la obra sin estar en el reparto, por pequeños acontecimientos imprevisibles que unas veces obstaculizan y otras veces facilitan el desenvolvimiento del asunto. El comandante Belarmino es contundente como.

…guargüero, aprieto la piel de la barbilla con el borde de la toalla, el rasguño para de sangrar por un instante, en seguida vuelve a teñirse, a puntear su caminito rojo, decido entonces no ponerle atención, me enjabono para la segunda pasada de la navaja, la brocha arrastra una espuma sanguinolenta, un batido de…

No se debe disparar sino en un caso extremo, dice una vez más el compañero Belarmino. Los disparos engendran problemas nuevos, obligan a actividades imprevistas, abren violentamente un camino distinto, acuden los curiosos a los estampidos, no se dan cuenta de que arriesgan el pellejo, es preciso asustarlos, intimidarlos, inmovilizarlos. ¡Al que se acerque lo asesinamos! (es más impresionante que ¡Le metemos un tiro!), ¡Le volamos los sesos! (es más convincente que ¡Lo matamos!), Debemos evitar los muertos y los heridos a toda costa, compañeros, pero si el desarrollo de la acción nos impone la necesidad de disparar para culminarla con éxito, la necesidad de matar, compañeros, es un cobarde quien vacile en hacerlo Belarmino teoriza ahora con la mirada endurecida por un recuerdo.

…fresas, me lavo la cara con agua fría, no hay otra, comienzo a vestirme sin la obligación de estar vestido, falta casi una hora para la llegada de Valentín, la verdad es que madrugué, más valía madrugar de pie que continuar dando vueltas en la cama como un seminarista acosado por visiones de mujeres en cueros, asoman la uña y la cabeza del dedo gordo por el agujero de la media, Madre me ordenaría suavemente, ya con los anteojos de leer puestos: Tráelo acá para…

La acción ha sido fijada para las 4 y 27 de la tarde, el banco estará a punto de cerrar sus puertas, diez horas retorcidas lo separan de eso que es futuro, presente, hipótesis, realidad, deporte, muerte. Victorino preferiría que no fuera un banco. No es que le importe un pito atentar contra esa mierda que llaman la propiedad privada, pero preferiría que no fuera una banco, que no tuviera el caso tanta similitud exterior con los atracos del hampa, tal vez prejuicios pequeño burgueses, Victorino preferiría que no fuera un banco aun a costa de un riesgo mayor. A él le corresponde el cajero de la taquilla central, un señor gordo y de patillas. Vigilados sus movimientos como lo han sido durante muchos días seguidos por la UTC , lo encuentra exactamente en la postura prevista, cuenta los billetes, los apila a la derecha según su valor y color, trabaja de prisa porque se le viene encima la hora del cierre, Victorino aparece como flechazo en dirección a la rejilla, ya con el revólver desenfundado, se lo coloca ante la frente, a dos centímetros de los ojos, ¡Levanta las manos que esto es un atraco!, el gordo lo mira pálido y sumiso, alza las manos mecánicamente como los títeres, Victorino preferiría que no fuera un banco, Belarmino se ocupa a su espalda de la operación más riesgosa, desarmar al policía de guardia, su voz restalla comprimida por el rencor, ¡Entrega el revólver o te meto un balazo en el corazón, desgraciado!, le entregará el revólver. O tal vez no. Tal vez a esa hora, las 4 y 27 marcarán los relojes, una radiopatrulla estará detenida frente al banco en virtud de un imponderable que escapó a los cálculos de la UTC , cada uno se halla en su puesto, ni un solo engranaje dejó de funcionar a la perfección, el Chevrolet negro fue levantado hace 48 horas, extraído del garage del abogado Mosquera, cambiadas las placas acreditadas por otras inofensivas, Valentín lo conduce y ha frenado a veinte metros del banco, desde aquí se le divisa sentado al volante, lo acompaña Carmina con su beretta, quéjoder, sería un suicidio intentar la acción en las narices de la patrulla, Victorino busca con los ojos al comandante Belarmino, habrá contraorden seguramente, lo ve atravesar la calle, bajo el saco doblado se le abulta la ametralladora, el chofer de la patrulla se queda mirando a Victorino, conversa algo con los guardias armados que viajan en los asientos traseros, Belarmino se detiene a mitad de la calle, entonces. O tal vez no. Tal vez alguien los ha delatado, ¿un miembro de la UTC que jamás llegarán a descubrir quién fue?, entre las paredes del banco les han tendido una sucia emboscada, Victorino entra rápido y confiado, el revólver desnudo, lo mismo hace Freddy por una puerta lateral, el cajero gordo no está en su taquilla, dos ametralladoras disparan contra ellos desde el segundo piso, otras tiran desde la calle, Belarmino da una voltereta en el aire y cae a los pies de Victorino vomitando sangre. O tal vez no. Todo desenlace es posible, todo desenlace es azar agazapado en una tensión que produce ardores en el estómago, diarreas, ganas de estar ya preso, ansias de estar ya muerto.

…zurcirlo, me he vestido de gris como la mayoría, mi otro flux es marrón notorio, tengo un revólver de espanto, he desarmado muchas veces su mecanismo, como los de medicina desarman sus cadáveres en las mesas de disección, tuerca por tuerca, hueso por hueso, he disparado con él contra latas vacías en una playa solitaria, más allá de Camurí, se adapta a mi mano como, Consubstanciarse con su arma de combate es el primer mandamiento de un activista, dice Belarmino, ¿se me notará el bulto cuando salte a la calle?, Valentín llegará dentro de diez …

La reunión de anoche era para ultimar detalles, resultó un fiasco. El compañero Florián, estudiante de Biología (Victorino lo sabe porque una noche trajo debajo del brazo un libro de texto que no debió traer) no escuchaba sino fragmentos de lo que hablaban, miraba sudoroso hacia la ventana, quizás él también habría preferido que no fuera un banco. Belarmino no se dio por enterado, machacó sus instrucciones como un herrero, y ya al final de la reunión, en el descampado de la despedida, He decidido que el compañero Florián no participe en la acción de mañana, así dijo Belarmino secamente, sin explicaciones. Florián se azoró un poco, se detuvo desconcertado junto a la puerta, era probable que en el fondo lo agradeciera, no hizo ningún comentario. Irá Carmina en cambio. El comandante Belarmino le ha confesado a Victorino, la única vez que han hablado a solas, que no es partidario de utilizar mujeres en los asaltos. Son magníficas para las investigaciones y chequeos en vísperas de una acción, son habilísimas para sacarle datos indiscretos a un soldado, o a un policía, son insustituibles para tocar una puerta y lograr que los de adentro les abran, pero piensa tú en el apuro inesperado de usar una fuerza física que ellas no tienen, piensa tú eso le dijo confidencialmente Belarmino. Además, su presencia llama la atención más de la cuenta, al día siguiente amanecen los periódicos hablando a grandes titulares de la rubia miseriosa o de la pistolera de la blusa negra, pero, amigo, ¿quién se atreve a discutir ese punto con los dirigentes de la plataforma política?, te acusan de discriminación, o de sentimentalismo, o de desviaciones pequeño burguesas, te citan a Rosa Luxemburgo y a la Pasionaria y a Celia en la Sierra Maestra , y hasta a la Kolontay que está pasada de moda, y en cuanto a las muchachas de la UTC , de la Juventud , esas son capaces de sacarte los ojos si pretendes atravesarte en sus ensueños heroicos eso dijo Belarmino y se llevó las manos a la cabeza. Irá Carmina, como dos y dos son cuatro, con su suéter negro y su beretta de cuarenta tiros.

…minutos. Valentín llega puntual, lacónico, vestido de negro, tieso, Felipe II.

¿Estás listo? me dice.

Okey.

Son unos pájaros parduzcos de aspecto plebeyo y nombre desconocido, al menos no aparece mención de esos pájaros en la zoología de Victorino escrita por un jesuita francés, ni Madre misma sabe como se llaman. Primero se refugió en la sala oscura, Porthos mosquetero y gigante, espadachín sin miedo a las tinieblas ni a los fantasmas, aunque sí un poco a las ratas que se amotinan en la bazofia de los albañales, peludas conspiradoras de guillotina entre los dientes. Luego Victorino se asomó al postigo que encuadra la calle, Fray Junípero testigo de la corrupción del mundo desde el enrejado de su celda, vio pasar borrachos y bigotudos a los soldados de la guardia, a las cocineras en olor de malignidad, a los niños intensos que volvían de la escuela con orejas de burro en el cogote. Cansado de ser fraile, se ha construido la más elemental de las trampajaulas, una caja de cartón y una varilla que la sostiene en frágil equilibrio, eso es todo, la inclinación de la caja y el cemento del piso abren al aire fauces de cocodrilo. Una hilera de maíz viene por el suelo, penetra en la trampa, conduce hasta el pie de la varilla. El cordel que se anuda a esa varilla va a parar a las manos de Victorino, acá lejos donde está sentado, como un libro sobre las rodillas, como si leyera.

Este que acaba de caer es el más fornido, el más osado, el caudillo de la tribu invasora. Descendió del alero en un vuelo rasante, se lanzó a picotear el maíz con precisión de engrapadora, avanzó hacia el interior de la caja sin preocuparse de su misterio, ahora se debate sorprendido y furioso, entre las manos y las palabras de Victorino:

Vea lo que le ha pasado por idiota, ¿quién le dijo a usted que existían seres humanos capaces de malgastar su maíz en beneficio de los pájaros vagabundos? Los granos de maíz hay que sudarlos, amigo mío.

Victorino lo lleva en cautiverio hasta la silla donde estuvo sentado y reanuda el sermón:

Ahora usted está preso, como mi padre y todos los tontos que en este país creen en la libertad y se sienten con alas para volar. Afortunadamente yo no soy un dictador cualquiera, no crea usted en calumnias. Yo soy el Corsario Negro y el Corsario Negro no.

En llegado a este punto su discurso, Victorino lo coloca absuelto y expedito en el suelo, palmotea para incitarlo a escapar, el pájaro escamado teme que se le empuje hacia una nueva celada, su instinto montaraz no entiende de perdones humanitarios. Tampoco entiende Micaela, la cocinera, que refunfuña tras la romanilla aguaitadora:

¡Qué muchacho tan zoquete! Gasta media hora en cazar un pájaro vivo, después lo tiene en la mano, después le dice un responso, después lo deja ir.

La neblina que empaña la personalidad de Victorino es el catarro, ese empegostar pañuelo tras pañuelo, esa encalladura en ensenada de mocos y estornudos, esa garganta de arrecifes y papel de lija, esa tos que le cabecea en las costillas, esa tristeza que deja la fiebre cuando se aleja. Asomado a la barandilla de proa, rompiendo vientos con el espolón de su frente, apoyada la punta de su espada en la madera oscilante del puente, Victorino se sopla una vez más las narices, tiende el catalejo hacia un horizonte agujereado por gaviotas que anuncian olvidadas arenas y emplumados habitantes. Entre corales rotos y muñones de árboles van a batirse con piratas rivales, un tuerto sanguinario a quien apodan Loba Parida y también Pinga Amarilla, el de la pata de palo. En los brazos del mar se prostituye la noche, una noche color de remolacha, con serpientes de luna roja sobre el rastro de los tiburones. Su voz acatarrada se sobrepone al trémolo de timbales que las olas baten y a las salmodias vinosas que suben de la sentina:

¡Amainen las velas! ¡Alisten el ancla!

La mano derecha de Victorino di Roccanera, el Corsario Negro, es una garra de leopardo sobre el puño del espadón. No le tiembla ni un músculo. La pasión del combate le sacude los pulmones, o es la tos, esa maldita tos que percute redoblante en sus costillas.

¡Barco a estribor! grita desde lo alto de un trinquete un marinero entrelazado a las estrellas.

La galera de Pierre Giliac, el más inhumano de los filibusteros de la Martinica , arremete contra ellos a remo y vela, ya está a su costado aclarada por los fogonazos de los arcabuces y el rebrillo delirante de los aceros.

iAl abordaje, mis leones al abordaje!

En pleno fragor de la batalla llega Madre, Victorino no oyó sus pasos ni la sintió abrir la puerta, llega Madre abrumada de libros y naranjas.

¿Qué haces sentado en ese patio? ¿Quieres pescar una pulmonía?

Madre lo obliga a entrar con ella en la sala oscura, deja sobre un armario las frutas y los libros, menos uno de cuyas páginas saca una carta y dice:

Es de Juan Ramiro.

Juan Ramiro Perdomo, padre de Victorino está preso en la cárcel de Ciudad Bolívar, a orillas del Orinoco, olvida que el Corsario Negro irá un día a rescatarlo. Madre enciende la luz. Todavía no usaba anteojos para leer, se veía linda con su carta entre las manos, reencarnación de un lirio severo y triste. Sacó un pañuelito del seno y se puso a llorar sobre los encajes.

Es de Juan Ramiro dijo para disculparse.

Habían retornado al patio los pájaros parduzcos, en busca de alimento y engaño, extrañaron la ausencia del Corsario Negro, el Corsario Negro estaba llorando para acompañar a Madre.

Cuando quiero llorar no lloro (Tiempo nuevo)

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2 Comentarios a “Cuando quiero llorar no lloro, de Miguel Otero Silva”

  1. solmari romero dice:

    tremenda no0vela leanla se las reco0miendo0=)

  2. margareath dice:

    gracias por esta buen resumen que montaron me sirvió de mucho y por eso pude sacar 20 puntos <3

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