Diecisiete, por Gustavo Valle

22/ 07/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, Opinión

De niño subía las escaleras de casa obedeciendo este protocolo: contaba cada escalón que pisaba, uno, dos, tres, cuatro, sumando invariablemente diecisiete escalones recorridos. Nunca me saltaba los escalones, jamás corrí escaleras arriba, escrupulosamente subía, todos los días, siguiendo la misma rutina. Uno, dos, tres, cuatro, hasta contar diecisiete escalones, que era como llegar a una meta ilusoria, o procurarme un vano refugio. Ese número diecisiete fue mi talismán, mi único talismán… Pero eso pasó hace mucho tiempo, y aquella casa con sus escaleras fue derruida, ya no existe.

Hoy en día tengo manías parecidas. Cuando estoy en el ascensor a punto de llegar al departamento, saco el manojo de llaves del bolsillo, y antes de que se abra el ascensor debo tener entre mi pulgar y mi dedo índice derechos la llave con que abriré la puerta de casa. Sé que es un divertimento estúpido, una vulgar metáfora del ocio, pero creo en esto con una convicción imperturbable, como si se tratase de un teorema de Euclides. Además, no siempre es fácil, sobre todo cuando vuelvo del mercado cargando bolsas, o traigo sobre mis hombros la nueva cuna para mi hijo. Lo cierto es que, de no conseguir el objetivo, es decir, de no tener entre mis dedos la llave en el momento en que se abra el ascensor, me esperará un futuro inmediato incierto, y con seguridad el día no acabe sin recibir una mala noticia.

No es que sea supersticioso, pero me ocurren esas cosas. Hay personas que no se atreven a pasar por debajo de una escalera. Y es cómico verlas eludir la situación haciendo piruetas en las aceras estrechas. Es una creencia milenaria que tiene que ver con el triángulo formado por la escalera, la pared en la que se apoya y el suelo. El triángulo es un símbolo sagrado y pasar a través de él es profanar un espacio sagrado, etc. Yo, por el contrario, procuro hacerlo (no por irreverente, pues soy muy tímido) y siempre que veo una escalera atravesada en mi camino, paso debajo de su arco como si pasase bajo una bandera a cuadros. ¿Con qué objeto? Para que no me falte trabajo. Sí, como lo oyen. Desde hace años estoy convencido de que la escalera es sinónimo de trabajo, pues en todas siempre hay alguien trabajando. De manera que atravieso ese triángulo urbano para mantenerme ocupado y con estipendio. Y al pasar recito, en voz baja y para mi oído exclusivo, una oración de mi propio cuño. Es una especie de oración a San Cayetano (Patrón de los desocupados) y que, por supuesto, no voy a revelar aquí. Evidentemente este ritual no siempre me funciona, pero yo sigo fiel a mis principios.

Hay personas que usan amuletos para la suerte: patas de conejo, piedritas, herraduras, cualquier porquería. A mí no me gustan esas cosas porque, en primer lugar, aborrezco la acumulación innecesaria de objetos (odio tener los bolsillos llenos), y en segundo lugar porque desde que vi en las iglesias europeas cómo adoran los huesecitos de santos y canonizados (costillas, clavículas, metatarsos) no pude sino repeler semejante inmundicia, pues me horrorizan las exhumaciones y mutilaciones, sobre todo las extrajudiciales. Se me dirá (y no sin razón) que una cosa son los amuletos y otra muy distinta las reliquias. De acuerdo, pero no veo qué diferencia hay entre la pata de un conejo y la clavícula de Santa Teresa, salvo por la pelambre, que en el primer caso sobra y en el segundo falta. En ambos casos el portador del pedacito desea suerte, salvaciones, ventura, beneficios, es decir, desea que Dios lo acompañe. Pero no debemos pretender que Dios nos acompañe, basta con exigirle que nos eche una mano. Además, veo en los amuletos y reliquias un “no va más” del fetiche, y a pesar de que los fetiches están en boga y se convirtieron en algo muy cool , yo me aburro largamente con sus poderes, y me incomoda su actitud de secreto tesoro, su modalidad de objeto mágico y soberbio.

Las supersticiones de escritores y artistas, esas que apuntan a potenciar la inspiración, nos conmueven a todos. Escribir solamente con tinta color verde, o sumergido en una tina hasta la barbilla, o dentro de una pieza tapizada con citas de clásicos, o con una cuerda apretada a la cintura para trabajar con lo más espiritual de uno, o escribir con el lápiz blando y el pene duro, según la fórmula atlética de Hanif Kureishi. Extravagantes astucias que conjuran contra el temor a quedar secos y no escribir nada. Una gentil hechicería (Vila Matas asegura no desprenderse de una varita mágica comprada en Colonia), en fin, un blindaje contra la agrafia que en estos casos es el fantasma que más asusta.

Y ya que hablamos de supersticiones de escritores, no podemos dejar fuera las de los lectores. Borges denunció hace casi ochenta años “una superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones parciales”. Habló de lectores fanáticos de las “tecniquerías”, de los adjetivos flamantes, de las estructuras acrobáticas. Como si de golpe y porrazo se convirtieran todos en críticos quisquillosos, en formalistas rusos. Una superstición muy sutil, sin duda, que apunta a leer de cierta forma, para obtener otra forma de la dicha. Una falsa dicha, como todas. Cuando el libro se ha convertido en fetiche, cabe pensar en los lectores como idólatras. Algo parecido a lo que ocurre con los creyentes cuando destacan en la imagen de la Virgen el mentón tallado en algarrobo, o la nariz finamente perfilada. Sin embargo hay otras supersticiones o manías, ni mejores ni peores: procurarse un sillón mullido, un cigarro y una copa de brandy, como si leer fuera participar de un drama victoriano, o la galante peripecia de leer en bicicleta (soltar el manubrio y devorar Crónicas marcianas ), destreza que desarrolló para asombro de muchos el padre de Vlady Kociancich.

Aquella casa de los diecisiete escalones fue derruida por los tractores, y sus paredes y puertas quedaron sobre el suelo como escombros. Una noche, una noche memorable, fui con un amigo a darle mi último adiós. Ya no había techos, apenas sobrevivían algunas columnas y entraba la luz de una luna metida entre nubes. Caminábamos sobre cascotes y un fuerte olor a polvo impregnaba el ambiente. La escalera de los diecisiete escalones aún estaba ahí, en pie, muy precaria, colgada de dos o tres vigas semi rotas. Habíamos llevado cerveza y marihuana suficientes, pues yo pretendía que la visita fuera un rito, algo para la historia. Le dije a mi amigo que subiéramos, que yo quería estar allá arriba. De manera que subí la escalera con mucho cuidado, contando uno a uno los diecisiete escalones, conciente de que los contaría por última vez en la vida. Pero al llegar arriba, no había refugio ni meta ilusoria, ni razón alguna para contar hasta diecisiete, no había nada, sólo escombros. Aquel número diecisiete de repente perdió todo su poder, se esfumó en la noche, el talismán se hizo polvo, como si de pronto la clavícula de Santa Teresa fuera aplastada y pulverizada. Por alguna razón esto me produjo una sensación de alivio y libertad. O por lo menos lo viví así. Era una noche fresca de enero. Mi amigo y yo abrimos las cervezas y bebimos y fumamos hasta ese punto en que uno se hace más humano. En medio de la borrachera le conté acerca de mi supersticiosa forma de subir la escaleras y mi amigo se río, se burló de mí, abrió otra cerveza y cambió de tema.
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