La voluntad de perseguir. Reflexiones en torno a un relato de Witold Gombrowicz, por Álvaro Contreras
31/ 01/ 2016 | Categorías: Lo más reciente, OpiniónA Sonia Mattalía
In memoriam
Uno de los relatos que integran el libro Memorias del tiempo de la inmadurez, publicado en 1933, del escritor polaco Witold Gombrowicz, se titula “Crimen premeditado”. Este cuento narra en primera persona la visita de un juez de instrucción de nombre H, a un antiguo amigo, Ignacio K, con el fin de resolver un asunto privado. El día anterior a su llegada, había anunciado su visita por medio de un telegrama para que lo esperaran en la estación de trenes. La familia de K olvida esos trámites, y el juez debe desplazarse, cuatro horas de camino, desde la estación hasta la casa de su amigo en un cabriolé alquilado. El motivo del olvido: el desconcierto que causa a la familia la muerte repentina del señor K. Luego de instalarse en la casa de su amigo, aún sin enterarse de la muerte de K, el narrador, quien se declara un hombre sensible y humilde, comienza a percibir en la conducta de los habitantes de la casa –el hijo Antonio, la hija Cecilia, la señora F, y tres sirvientes– algo extraño, traduciendo de este modo la atmósfera de tristeza, de luto de la casa como temor. Pero, ¿temor a qué o de quién? Esta extrañeza desaparece cuando los familiares le informan de la muerte de su amigo: “la vergüenza de ellos hizo que yo mismo me sintiera avergonzado” (sigo la traducción de Sergio Pitol). Sube a la habitación del muerto: “Su cara azul e hinchada indicaba la muerte por asfixia, tan general en los ataques al corazón”. De pronto, una pregunta remueve los temores del juez: ¿y si todo fuera una obra teatral? Pero, ¿por qué y cómo nace esta sospecha? La paranoia ha tomado el lugar de la extrañeza. A partir de la formulación de la pregunta, los habitantes y la casa misma comienzan a ser percibidos por el narrador como parte de un complot contra él. Los actos de los otros serán interpretados de ahora en adelante como agresiones, incluso como acciones llenas de maldad. Hay razones en el lector para creer que algo ha sucedido en la personalidad de H. En un diálogo con su propia conciencia, deduce su conducta equivocada como una exigencia de los otros, se enfurece por las órdenes secretas que ellos le envían. Comienza entonces a recelar de los miembros de la casa. A partir de ese momento, todo cae bajo el manto pesado y transparente de la sospecha.
Lo que el juez desea y busca son unas “evidencias” que se presten a una interpretación invertida, una interpretación que pueda subvertir la realidad y la creencia en un orden absoluto. Todo indica que el señor K murió de un ataque cardiaco, aunque su rostro parece, piensa el juez, como si hubiera sido estrangulado. Qué hace en estos casos la ley. Buscar en los otros ese rastro que no existe. Pre-meditar el crimen. Reflexionar sobre la hostilidad que representan las pruebas de la inocencia y, en consecuencia, planificar las pruebas de la culpabilidad. Esta es la lógica axiomática a la que se enfrenta el narrador detective: todo lo que los otros hacen será indicio de culpabilidad; si se trata de una obra teatral, los demás deberían actuar como culpables. Fuera de esta fantasía policial, ¿existe alguna forma de restituir la inocencia a los personajes de la casa? Ernesto Sábato ha definido el concepto clave de Inmadurez en la obra de Gombrowicz, como esa “potencia oscura que desde abajo, como fuerza inferior (en el sentido psíquico y hasta teológico del vocablo, no en el sentido ético), presiona y a menudo rompe la máscara, es decir la persona”. De esa potencia oscura deriva la posición compleja del juez y su empeño en buscar un culpable. No le basta a él con evocar el conflicto platónico entre lo “real” y “las apariencias”, la “certidumbre” de los hechos y las sombras de la sospecha. Tampoco con forzar un cambio en las apariencias, hacer de estas algo real. Hay que asumir otras medidas: intervenir el discurso de los otros para que el cuerpo de K. cambie y deje de ser un simple cadáver. ¿Qué cambios suponen estas medidas? La respuesta a esta pregunta es por lo tanto: el cadáver “no había sido asesinado, por la sencilla razón de que no había sido asesinado”. ¿Por qué son posible estas convicciones contradictorias? ¿Qué falta en este exceso de sentido? El señor H, siendo juez, comienza a creer en su “carácter especial” de juez, y esta creencia cambia “el curso de los acontecimientos”. Saca los sucesos de su orden (natural) y los coloca en otro plano de significaciones (paranoico). Es así como cree que todos están fingiendo. Dialogando consigo mismo, llega a una conclusión: “algo” le ocultan los habitantes de la casa, “alguien” le está tendiendo una trampa. Y sin embargo nadie podría calificar de “absurdo” o “ridículo” este razonamiento. ¿Será verdad, como dice el escritor J.M. Coetzee, que en “la paranoia, la razón halla la horma de su zapato”? Convencido de que algo raro sucede, comienza el detective a “buscar pruebas”. Pero no hay evidencias de asesinato. ¿Qué posición debe asumir para librar esta lucha interpretativa contra la inocencia del cuerpo? Sabe el juez que la repetición genera un simulacro en el orden de las significaciones. El asesinato aún no había sucedido. Si todos en la casa están ahora temerosos o reticentes, es porque es real el miedo y la reticencia. Si las llama apariencias es porque se siente engañado. Conclusión, hay que confiar en los simulacros que inventa sus creencias: “«Cuando las apariencias testimonian en contra del asesinato», me dije sabiamente, «debemos ser astutos, debemos desconfiar de las apariencias. Si, por otra parte, la lógica, el sentido común y las pruebas se convierten en los abogados del criminal, y las apariencias hablan en contra de él, no debemos confiar en la lógica ni en el sentimiento común ni en las pruebas”. Dada la “resistencia” de la realidad del cuerpo a dejarse interpretar, se impone una segunda conclusión: hay que “preparar” el asesinato.
¿Pero qué sucede cuando, a pesar del deseo de culpar a alguien, sin pruebas, sin delito, la realidad insiste en demostrar que no hubo asesinato y, por lo tanto, la búsqueda del criminal se vuelve absurda? Hay que confiar, ya no sólo en las apariencias, sino en la mentira como camino alterno: “insistir en aquella falacia y en aquel absurdo de venganza”, es decir, insistir en la falsedad (o ausencia) de las pruebas, en los motivos que inventa la imaginación del detective. ¿Y luego? “Esperar”: “esperar, contando ingenuamente en la posibilidad de que, si el cadáver no se corrompía, tal vez…”. En estos puntos suspensivos hay algo más que ensañamiento y sadismo. No se trata de insistir en la mentira hasta convertirla en verdad. Se puede idear otro trayecto. ¿Por qué hacer depender la verdad de la imposibilidad de corrupción del cadáver? ¿El tiempo de la verdad, no siendo divino, depende del tiempo de corrupción del cadáver? ¿Por qué la verdad habitaría en un cuerpo cuyo destino es la corrupción? La verdad que se desea, la imaginada, sólo puede sostenerse sobre las bases de un cadáver. No interesa la verdad, sino atemorizar a todos en la casa. El detective finge que busca pruebas para que los otros crean que sí hay indicios, y se perciban como sospechosos. Y sin embargo, el juez se enfrenta a una realidad, que el designa como “obstáculo”: la falta de pruebas. Sabe que en el terreno de la sospecha debe manejarse con cuidado. Un exceso de recelo puede generar un absurdo risible. Cuando afirma que ha llegado a una “casa de asesinos”, a una “casa de estranguladores”, que la familia es una “banda de asesinos”, está tratando de imponer(se) una “ficción”, o tratando de que esta sustituya “a algo real”. Sabe que como juez puede alterar el orden de los hechos, hacer creer al otro lo que él cree, que el otro repita sus palabras y convicciones, que se perciba como culpable, hacerle creer que su pasado puede ser interpretado de otra manera. No es que el narrador obligue a creer a los otros, sino que estos creen ya en algo porque el otro cree en ellos. Y, ¿cómo suena la voz del culpable?: “clara”, “áspera”, “llena de un gozo extraordinario”. El juez, esa potencia oscura sabatiana, ese espejo kafkiano de la ley donde Josef K. podría haber mirado la imagen de su proceso calumnioso, transforma el lenguaje en un instrumento paranoico, ausente de sarcasmos, ironías, dobles sentidos. Su goce está, no en jugar con las palabras, sino en volver delirante el orden causal, en encadenar, sujetar, de modo arbitrario, los hechos a las palabras. La lectura literal, como el cadáver mismo, es un obstáculo.
En el terreno de lo imposible elegido por el propio narrador, ¿por qué seguir buscando culpables? Aquello que es central en el relato policial clásico, la integración de las huellas a un mecanismo legal, aquí se ha vuelto un elemento superfluo, secundario. Pero más aún que sobre estos detalles, las pruebas se sostienen ante todo sobre la evaluación de su presencia como juez. A diferencia del sabueso del policial decimonónico (pensemos en el inspector Lecoq, de E. Gaboriau; en L’Archiduque, de L. Varela; en Sherlock Holmes, de Conan Doyle), punto de cruce entre lo instintivo y la ciencia, representación escindida entre lo que es y lo que hace, el sabueso del cuento de Gombrowicz (simulacro de discípulo freudiano que delimita una lectura salvaje de la tragedia edípica) se desplaza por la superficie de la casa familiar, mira hacia los fondos familiares con la certeza de que allí permanece algo indescifrable (recordemos que el juez había sido llamado por el señor K. para resolver un asunto de propiedades): “había allí pánico y un cierto olor en el aire, uno de esos olores que sólo se pueden tolerar cuando uno mismo los produce, un olor como de sudor, un olor que se puede designar como el olor de los afectos familiares”. Qué pistas olfativas sigue este sabueso. Qué huele. Cuál es la trayectoria, el origen de ese olor. En fin, para un intruso, a qué huele la familia. Todo conduce a olfatear, analizar, sospechar de los afectos, a fijar la mirada en las cortinas, los cojines, las cartas, los retratos, las telarañas de la casa, pero sobre todo en aquellas afectos que en sí mismos no son sospechosos pero pueden hacerse sospechosos gracias a las preguntas y la conducta del juez. Cuáles son las evidencias: la familia, especialmente el hijo, “se comporta como si lo hubiera asesinado”. Pero el detective sabe la debilidad de este argumento, cualquier abogado defensor probaría el “equívoco” de su razonamiento: “yo había confundido el crimen con el dolor”, la culpabilidad con la desconfianza. Sabe de este equívoco, de su falsa acusación, pero aún así actúa como si no lo supiera. ¿Se le puede llamar a esto torpeza en la “manera de razonar?, como piensa el juez. Alrededor de estas creencias, se fijan dos puntos de orientación: no hubo crimen, pero el hijo es un parricida. ¿Se trata de un conflicto de saberes o de convicciones? ¿Es posible que ambas creencias puedan unirse como un solo saber? ¿Cómo engañar, como mentirle a ese guardián de la ley que es su propia conciencia? El narrador, como una muestra de conciliación, refiere a la familia tres casos de crímenes reales, crímenes sin intención, venganzas inconscientes, sicológicas: el de la esposa amorosa que impasible observa como su marido se come un gusano, el joven aristócrata que asesina a su madre repitiéndole la palabra “monstruosa”, el del joven que mata a su tío y protector clavándole en la espalda un alfiler: “El sobrino explicó posteriormente que, por distracción, había confundido la espalda de su tío con el sombrero de la prima”. ¿Cuál de estos tres casos domésticos se ajusta a los tres miembros restantes de la familia? ¿Se trata de arquetipos a elegir, o de órdenes secretas? ¿Se sirve el juez de estos casos apócrifos para llevar a cabo sus planes de chantaje? La realidad, sin embargo, sigue tocando su conciencia: “Por más exacerbadas que estuviesen mi imaginación y mi lógica, el cuello seguía siendo cuello, y la blancura, la blancura”. Las interrogantes sobre la verdad del proceso, que en la novela de Kafka le corresponde plantear a Josef K., en el relato de Gombrowicz, por una suerte de ironía, son asumidas por la figura acusadora del juez, creándose así un efecto interpretativo, jurídico, de carácter fantasmal, en la superficie de la narración: si la “clave” de la novela El proceso, como afirma Agamben, es “la calumnia”, si la letra K. no remite al nombre Kafka sino a kalumnia y kalumniator, “el falso acusador”, en la fábula de Gombrowicz todo parece estar centrado en torno a la premeditación, en ir más allá de la inocencia del acusado, llevar esta inocencia a un terreno jurídico, no para buscar una resolución del caso ajustada a derecho, sino para indagar en la posibilidad de otro proceso donde la noción de culpabilidad, y no el acto, se considere un acontecimiento deliberado. Si en Kafka encontramos, como apunta Agamben, “la tentativa fallida de hacer imposible, no el proceso, sino la confesión”, en Gombrowicz tenemos la búsqueda de una verdad alejada de toda posibilidad de inocencia.
Para explicar cómo la realidad se adapta a sus deseos, el juez está obligado a “proseguir hasta el final”, elegir entre la “falacia” y el “absurdo” de un parricidio, que produce sus efectos de verdad en virtud de la forma jurídica del relato, y “el reino de la ficción”, que no actúa ya en virtud de la forma, sino sólo a través de la mixtura de lo real con lo ficticio, juntando trozos de certidumbre y retazos de ficción. Estando solo en su habitación, el juez recibe la visita del hijo y le confiesa la verdad: que no hubo crimen, el cuerpo “no fue estrangulado, sino que murió normalmente de un ataque cardiaco”. Pero, qué espera el detective de su confesión. Espera que el hijo encuentre “una solución”. Solución a qué; ¿al crimen? Todo esto sería suficiente, pero hay algo más. Moviéndose en el terreno del absurdo y la ficción, el juez espera producir algo real. Así llega la segunda confesión, la del hijo: “Yo lo hice”. El hijo, para decirlo en términos de Foucault, ha caído en la celada del discurso de la confesión: se ha construido una imagen invertida del juez, al punto de verse obligado a decir una mentira para afirmar la verdad de la ley. Es este el trabajo del juez: producir la verdad, validarla jurídicamente, interpretar el delito incluso antes de que haya sido ejecutado. Estas consideraciones pueden darnos la clave para comprender por qué la sinceridad de la revelación del juez encerraba un dictamen, un mandato que el hijo interpreta como una orden: “El cuello no ha sido tocado”. Dice la verdad, tiende una trampa, y provoca la mentira. El juez se esconde en el guardarropa de la habitación del muerto, y espera. El hijo entra, se acerca al cuerpo del padre, y cumple las “formalidades” del caso: estrangula el cadáver. Ahora sí la verdad, aquella verdad impune a la putrefacción, tiene una “base legal”, que era la verdadera preocupación de este detective, juez y siquiatra.
Por tratarse en esencia de un relato hablado, la voz del juez funciona como el testimonio de una singular experiencia, evitando, a través de un cuidadoso control de sus reacciones personales, cualquier referencia al lugar desde donde habla. Esa voz pública, protegida por la ley, crea un círculo imaginario de oyentes (“ustedes han de conocer”), exigiéndoles la aprobación de su veredicto (“Deben creerme”), silenciando por adelantado alguna posibilidad de refutación. Pero, ¿cuál y, sobre todo, cómo es el lugar que enmarca su enunciación? ¿Por qué se oscurece la visión de este lugar? ¿No pudiéramos pensar en la posibilidad de un monólogo, especie de obra teatral donde la voz dialoga con sus fantasmas? La estrategia de esta voz, representante del Estado, investida de autoridad por la ley y, siempre autoritaria, consiste en anular la distinción entre inocencia y culpabilidad, sugiriendo que la noción de delito, de transgresión legal, puede estar atada a un criterio tramado deliberadamente, y llegar incluso a identificar la ley con del uso discrecional de las instituciones. Sobre el escritorio de este juez de instrucción podemos imaginar el siguiente letrero: siempre hay que sospechar lo peor de los demás. El juez del relato de Gombrowicz, para alcanzar con autoridad sus objetivos ha debido, en primer lugar, reflexionar sobre su estado mental: tener la certeza de que no está loco ni trata de hacerse el loco. En segundo lugar, dada la evidencia de que los otros no son culpables, le queda una sola opción: actuar como si fueran culpables. Y, por último, transformar la casa familiar en un lugar de reclusión, arrinconar la familia con esta lógica policial totalitaria: si ustedes no son culpables, por qué están temerosos de mi presencia y mis preguntas; si son inocentes, por qué me temen; por qué creen ustedes que yo estoy aquí, si no es para investigar un asesinato.
Referencias
Agamben, Giorgio. Desnudez, Buenos Aires: Adriana Hidaldo editora, 2011.
Coetzee, J.M. Contra la censura. Ensayos sobre la pasión por silenciar, Caracas: Random House Mondadori, 2007.
Foucualt, Michel. Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber, 31 edición, México: Siglo XXI, 2007.
Sábato, Ernesto. “Prólogo” a Witold Gombrowicz, Ferdydurke, 2da. edición, Barcelona (España): Seix Barral, 2001. pp. 7-14.
Witold Gombrowicz, “Crimen premeditado”, en: La virginidad, 2da. edición, Barcelona (España): Tusquets, 1970. Traducción de Sergio Pitol. pp. 7-39.
Número de lecturas a este post 3722