Los amos del valle, de Francisco Herrera Luque
17/ 02/ 2013 | Categorías: Capítulos de novelas, Lo más reciente8. Caracas era una bruja canibal
—Acabo de toparme con un trasgo —dijo el Cautivo con voz de miedo a sus compañeros al agazaparse a su lado en la muralla—. Un viejo horrible, de ojos saltones, acuosos, azules. Lo encontré acechándome detrás de mi casa. Creyendo que era un espía de los caciques lo perseguí por el patio hasta alcanzarlo. Ya me disponía a degollarlo, cuando desapareció entre mis piernas. ¿Qué os parece el caso, maese?
Una flecha sobre el turbante cortó el diálogo.
—¡Jolines, si no me agacho me mata!
La luna salió tras el nubarrón de lluvia que se alejaba. Más de quinientos indios desnudos y embijados cargaban sobre la muralla.
—¡Mierda! —gruñó el Cautivo al fallarle el arcabuz—. Se ha mojado la mecha. Estos armatostes no sirven para nada cuando cae la lluvia. Julián, dame acá la ballesta.
—¡Viva, ensarté a dos con una!
Breve fue la escaramuza. Los pocos indios que lograron saltarse el muro fueron muertos con armas blancas. A escasas horas del alba la tropa siguió despierta sentada en círculo, de cara a las hogueras.
—Ya los hi de putas —dijo el Cautivo en su solar a dos de los soldados que acompañaron al hijo del Gobernador— se han dado cuenta de que los arcabuces con la lluvia son más inútiles que un golilla en campo de batalla.
El Cautivo miró despectivo al hijo de Ponce de León, merodeando a pocos pasos, y por cuya causa su amigo y capitán, Don Diego de Lozada, había tenido tan mal final y Santiago se encontraba desguarnecida en un país con más de cien mil indios aguerridos que no cesaban de incursionar contra ella y reducida su población, por obra de la intriga, a sesenta vecinos españoles, doscientos indios tocuyanos y seis docenas de negros esclavos, entre los que había unas quince mujeres.
—De no haber sido por mi excelso capitán Don Diego de Lozada —prosiguió el Cautivo elevando la voz al darse cuenta de la proximidad de Ponce de León— a estas horas ni sus amigos ni sus sayones estarían contando el cuento. Pero así es Caracas —dijo con solapada resignación— no en vano fue una bruja canibal quien le dio el nombre.
—¿Cómo decís, Don Francisco? —preguntó entre curioso y burlón el aludido—. Contadme tan curiosa historia; ya que hasta ahora tenía por noticia que el nombre de la provincia le venía por una hierba en forma de bledo que llaman Caracas.
—¡Estáis más errado que yegua vieja! —bramó el Cautivo—. Todo es mentira, invento o invenció de Juan de Gallas, quien como poeta falsea la verdad. Yo fui quien le puso el nombre, y sin proponérmelo, a este sitio donde se ha plantado Santiago de León, mucho antes de que Francisco Fajardo se decidiera a establecerse en este Valle que llamó de San Francisco y que no es santo adecuado para invocar en casos de guerra. Con mi sirviente turco Gal-A-Vis abandonamos el campamento de Fajardo a orillas del mar y ascendimos esa montaña que los indios llamaban Guaraira-Repano y el truhán de Gabriel de Ávila le usurpó el nombre para ponerle el suyo. De aquello nueve años ha.
Sentado a la turca, el Cautivo desgrana su historia entre soldados, indios y negros en doble círculo, que lo escuchan con atención. Un español llamado Villapando, desdentado, perfil de pájaro y modales ambiguos, le susurra a uno de los Ponce de León, metiéndole la boca entre la oreja:
—No le hagáis caso a ese viejo loco. Fue prisionero de los turcos por veintitrés años. Durante su cautiverio adoptó la fe de Mahoma, ganó la confianza del Gran Visir, y la simpatía del mismo Sultán con sus truhanerías. Logró ascensos y honores combatiendo a los cristianos, hasta que un día, aburrido, decidió fugarse y dedicarse a la piratería. Con otros veinte cristianos le robó un barco al Sultán y por mucho tiempo fue perro de mar por los lados de Caledonia. Hasta que una galera papal, al capturarlo, lo llevó a Roma.
El Cautivo, luego de chupar largamente su pipa, continuó:
—Gal-A-Vis y yo, luego de mucho andar, llegamos a este mismo sitio, donde más tarde se fundaría Caracas. Una columnilla de humo en dirección a la montaña tentó nuestra curiosidad. Cautos y sigilosos avanzamos en esa dirección. A poco de andar llegamos a un rancho que, más que vivienda, era un sitio para guarecerse de la intemperie. Tan sólo cuatro horcones lo sostenían, con algunas ramas a modo de techo. A un lado de la vivienda ardía una hoguera donde se asaba un pedazo de carne que exalaba un olor apetitoso. Gal-A-Vis, que tenía mejores ojos que yo y que a pesar de mis admoniciones no había perdido la manía de expresarse en turco, dijo en voz baja al percibir una mujer de piel muy oscura, casi negra:
»—¡Mirad, amo! una caracas —siendo de advertir que tal expresión en búlgaro o turco se le parece o significa mujer de cara negra.
»La mujer de rostro realmente negro, musitaba o cantaba cosas con sabor a brujería y sortilegio sobre el asado, mientras lo aderezaba con un líquido que llevaba en la totuma.
»En dos saltos caímos sobre ella. Y aunque rabió y masculló de furia, luego de maniatarla y propinarle dos trompicones, terminó por quedarse quieta. Hambrientos y fatigados como estábamos, disponíamos a yantar el asado de tan apetitosa apariencia, cuando un gritó de Gal-A-Vis me impidió llevarme a la boca una lonja cocinada en su punto.
»—¡Mirad, amo, mirad! —gritó con voz de espanto.
»Me cagué en Dios y en los doce Apóstoles ante lo que vieron mis ojos. Lo que en primer momento tomamos por algún animalillo apetitoso, era el tronco desarticulado de un crío.
—¡Recórcholis, Don Francisco! —exclamó el hijo del Gobernador—. ¡Que es miedo lo que contáis!
Villapando se acercó aún más al joven soldado y prosiguió, dirigiéndole rápidas miradas al Cautivo:
—Tan pronto Su Santidad supo de oídas la historia del Cautivo, quiso conocerle antes de que se lo entregaran al cadalso de San Ángelo, que lo esperaba gozoso y justiciero. El muy pillo, que es astuto como el que más, además de zalamero y comediante, tan pronto le caló a Su Santidad su bondad, cayó de rodillas implorándole perdón por sus pecados y derramando lágrimas de sentido o de falso arrepentimiento. El Supremo Pontífice que lo encontró a imagen y semejanza del Moisés de Miguel Ángel, le otorgó su absolución, imponiéndole tan sólo como penitencia —después de tantos crímenes— que hasta el fin de sus días vistiese como turco. Pensó ingenuamente Su Santidad, que ante lo insólito de su vestimenta, viviría mil veces la vergüenza de haber renegado de la fe de Cristo al tener que explicarle a los curiosos la razón de sus atavíos. Ni el propio Papa de Roma con toda su infalibilidad pudo imaginarse quién era el Cautivo. En primer lugar, encontraba tan cómodos y aireados los trajes de turco, que estaba dispuesto a seguir trajeado de tal forma empero no encontrase plaza en ningún ejército. Y en cuanto a dar concienzudas explicaciones a los impertinentes sobre su tormentoso pasado, era desconocerlo. A los pocos días de vivir entre cristianos, luego de desnarizar a cuatro y arrancarle la nalga a un quinto, ya nadie más lo importunó.
El Cautivo echó un escupitajo y observando el creciente interés del hijo del Gobernador, siguió diciendo:
—Apenas caí en cuenta de aquel desvarío hecho por la bruja de la cara negra, exclamé: ¡Maldita!, a tiempo que le descargaba mi cimitarra de plano sobre su cadera.
»Caracas, como decidimos llamarle desde entonces y hasta ahora, lanzó un gemido agudo y se contorsionó de dolor. Cavilamos sobre el castigo que pensábamos inflingir a esta arpía, cuando ocho indios de mala catadura salieron de la maleza encabezados por una mujer, que al ver los restos del niño corrió hacia ellos irrumpiendo en el llanto más lastimero que jamás haya escuchado. Cuando recogió a su hijo los indios que la acompañaban envolvieron amenazantes a Caracas, haciendo caso omiso de nuestra presencia y del hecho de que la bruja era nuestra prisionera. Y como bien sabéis por experiencia que ante bárbaros la mejor palabra es miedo, apresté el arcabuz y antes de que tomaran venganza sin mi permiso, lo descargué sobre el vientre de Caracas, saliéndosele las asaduras por un tremendo boquete.
—No sólo es andaluz —continuó Villapando diciéndole al soldado bisoño— es también andaluzado; mentiroso como nadie; dice ser de Baeza y llevar en sus venas sangre de reyes moros. Llegó a Venezuela en la expedición de Spira. Junto con él venían Alonso Andrea de Ledesma, Alonso Díaz Moreno, Francisco Infante. Luego de numerosas andanzas y expediciones buscando el Dorado, recaló en la Margarita semanas antes de que lo hiciera el célebre Tirano Aguirre, con quien hiciera intimidad en un viaje que desde Coro lo llevó al Cuzco. Saltando de sitio en sitio y de reino en reino, volvió al Tocuyo y conoció a Diego de Lozada. Por esos extraños designios que tiene el Señor, un par de tíos como aquellos, que eran cara y cruz de la existencia, se profesaron sólida amistad, convirtiéndose el Cautivo en su lugarteniente y brazo ejecutor de tantas maldades. Por eso intenta la defensa de tan feraz malhechor arrojando sombras sobre la recta justicia de nuestro amado Gobernador.
La voz del Cautivo volvió a elevarse:
—Caracas se contorsionó de dolor. Los indios sorprendidos huyeron a cien pasos y se quedaron viéndonos con ojos de espanto. Impuesta mi autoridad a lo bravío, ¡que tal debe hacerse siempre entre salvajes! les hice seña de que se acercaran. Caracas agonizaba con el vientre y los ojos abiertos. Como la brujería se pena con el fuego, con la ayuda de Gal-A-Vis la tomé en vilo y todavía viva la eché sobre la hoguera. Los indios rieron con grandes señales de contentamiento y buscaron leña para avivar el fuego. El cuerpo de Caracas se consumió lentamente. Los ocho salvajes, con la madre al frente, comenzaron por comerse al crío. Y luego de acabar con él, la emprendieron con Caracas hasta dejarle el puro carapacho.
»Sacudidos de asco llegamos al campamento de Fajardo. El mestizo conquistador lloró de rabia delante de toda su tropa al enterarse de lo sucedido.
»—Por eso es que debemos acabar con esa mala hierba —indicó a guisa de sentencia—. ¡Todo cuanto huela a Caracas y a su gente hay que arrancarla hasta la raíz!
»Juan de Gallas, que escuchaba a medias, cuando oyó hablar de mala hierba pensó, como el tonto que siempre ha sido, que era una planta a la cual Fajardo se refería. Como él era hombre de letras y nosotros ignaros soldados, dio por noticia y con ligereza la especie tan difundida de que de un monte o yerbajo que nadie ha visto le viene el nombre de Caracas. Todo es mentira y bobaliconería de Juan de Gallas.
»Pero al parecer, así se escribe la historia. Igualmente falsa es la versión que circula sobre el nombre de Venezuela o «pequeña Venecia». Borracho o loco tendría que estar Don Américo Vespucio para llamar pequeña Venecia a aquel hato flotante que formaban sobre el lago de Coquivacoa los palafitos. El sufijo «uela» implica desdén en castellano y en leonés.
»Se habla de mujerzuela, callejuela o habichuela. Se le utiliza para llamar lo que mal anda, lo torcido y lo mal hecho.
Los amos del valle (Pomaire, 1979)
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