Los golpes de la vida, de Rodrigo Blanco Calderón

11/ 02/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

«Uno cobra conciencia de sí mismo en su relación con el prójimo;
y por eso la relación con el prójimo es insoportable»
Michel Houellebecq

Volví a conocer a Pancho Massiani (Francisco, para los críticos literarios y otros desconocidos) a fines de marzo del año pasado. Su reacción fue la misma que he reconocido en todas las personas que me conocen o que han tratado conmigo. Al principio, una amabilidad que es cómplice y protectora al mismo tiempo. Como si yo compartiera un secreto, súbitamente, con cada persona que me presentan. O, en el caso contrario que se da de manera simultánea, como si esa persona supiera un secreto, alguna cosa terrible sobre la vida, que trata de ocultarme a como dé lugar. En pocas palabras, la típica reacción amable e ingenua que tienen los mayores cuando conocen a un joven y sienten simpatía por él. Un joven cuya edad, desprotección y picardía oscila entre los veinte y los veinticuatro años. No más. Porque a partir de los veinticinco la cosa cambia y se abre una nueva complicidad que es más bien amarga. Después de esta primera reacción, que en realidad es sólo una etapa, la tranquilidad previa antes del golpe, viene lo que he dado en llamar, ahora sí, “ La Reacción ”. Este es un fenómeno que se produce un segundo después de que la gente se entera de mi “verdadera” edad. Las comillas no son mías, son de ellos, de los demás, pues son ellos quienes me suponen una edad y la asumen como cierta sin preguntarme. Después de la reacción suele manifestarse un ligero o un profundo sonrojo. Todo depende del color de la piel y de los niveles de complicidad y protección que haya expresado la persona. Yo los tranquilizo diciéndoles que es normal, que siempre me sucede, que nadie me cree cuando digo que tengo treinta y seis años y no veinte o veintidós.

Al final del día, frente al espejo del baño, continúo tranquilizando imaginariamente a la persona diciéndole que mi aspecto influye mucho en ese malentendido emocional. Tengo el tamaño, el cuerpo y la contextura de un párvulo. Soy pequeño, delgado y de una musculatura espontánea.

Mi vida entera ha sido una larga e infructuosa contemplación de mí mismo. Sólo ahora, después de muchos años, he logrado detectar dos claves de interpretación de mi aspecto que permiten explicar el efecto que produzco en los demás. Una de ellas es irreversible, a menos que cambie de oficio, abandone la universidad y decida vivir frente al mar. Así, mi piel se definiría finalmente hacia el bronce típico de nuestras costas y no sería de este color amarillo tan ambiguo. Un amarillo que no es ni pálido, ni enfermizo y que tampoco refleja ningún abolengo oriental. El amarillo de mi piel es imperceptible pero decisivo. Es como un barniz que protege mi retrato de los estragos del tiempo. La segunda clave de mi aspecto sí es reversible. Bastaría con ir a una barbería y pedirle al barbero que por favor me pase la uno por la cabeza y así haga desaparecer mi totumita de pelo liso, esa pequeña corona de mi personalidad que me da un aire a la vez tierno y ridículo. Mis amigos más cercanos, Lalo, Mario y Miguel, los únicos que tengo en realidad, me han aconsejado en varias oportunidades un cambio de look. Lo sugieren con toda la buena fe del mundo, con la voz taimada, con esa pausa que adquieren las voces de las personas para regular la entrada de las cosas graves o importantes en medio de la cotidianidad. Lo dicen sin saber que me están pidiendo lo imposible: que mutile de mi cuerpo esas células muertas que, junto a mi color de piel y mi fecha de nacimiento, constituyen el único misterio e interés que puedo despertar en las personas.

Massiani experimentó, al igual que todo el mundo, “La reacción”. Sin embargo, su mirada sorprendida sólo duró unos pocos segundos y fue acompañada de un gesto con la mano que le restaba importancia al asunto, como si aquella confusión fuera producto de una decisión mía. Luego se rascó la barba y siguió conversando, con su misma vocación por el presente, por el instante, por el hecho irrefutable de que estábamos sentados el uno frente al otro, tomando un café, pasando una tarde agradable hablando de literatura y de grandes ciudades del mundo.

El conocer a Massiani fue un hecho totalmente fortuito y a la vez predestinado. No estoy exagerando. El azar es una noción que apunta casi siempre a la felicidad y el destino apunta, inexorablemente, con o sin adverbios, a la tragedia. Y yo me siento muy feliz y muy triste de haberlo conocido y creo que es una dicha y también una fatalidad el hecho de que yo sea, por ahora, su amigo. Si Pancho me escuchara seguramente no entendería nada y me preguntaría qué carajo me pasa. Sin embargo, yo no podría responderle, no podría explicarle las cosas porque eso equivaldría a confesarle que soy un miserable y que ya lo conocí a él muchos años atrás, cuando yo ni siquiera había nacido. Pancho no conoce la historia de mi encuentro con Delio Otero y cree, como en efecto sucedió, que el nuestro se dio de manera casual a través del poeta Harold Alvarado Tenorio, que fue quien nos presentó.

A Harold Alvarado Tenorio también lo conocí en marzo del año pasado, no a fines sino a mediados de aquel mes, en la ciudad de Mérida, donde se realizó la bienal de literatura que lleva el nombre de Mariano Picón Salas. Yo fui invitado para participar en una mesa en homenaje a César Vallejo. Allí leí una breve ponencia que yo supuse fervorosa pero que no despertó el rechazo ni el entusiasmo de nadie. Apenas terminó el acto salí disparado a la barra del hotel a tomarme un whisky para calmar mis nervios. En la noche de la última jornada de la bienal, en esa misma barra del hotel Prado Río, conversé con Alvarado Tenorio. No recuerdo ninguna presentación formal. Me gusta pensar que las afinidades son las que forjan los hilos de las amistades y permiten a las personas encontrarse sin ninguna ayuda, abrirse paso en medio de los afanes y los mundos ajenos y finalmente conocerse.

En algún momento de la noche unas manos desconocidas me alcanzaron, en esa ritual carrera de relevo que corren los libros en los congresos de literatura, un cuaderno de poesía que llevaba el nombre de “Arquitrave”. Después supe que era un número de una revista de poesía que Harold dirigía desde hacía un tiempo. Allí encontré un texto que me descolocó y logró aislarme durante su lectura de las risas y las conversaciones cercanas que ya de por sí me aislaban. El texto me impactó no sólo por lo que se desplegaba en aquellos versos, despeinados por el viento de una playa que estaba allí contenida, sino por su mera existencia. Era un poema que se titulaba “Macuto” y estaba firmado por Francisco Massiani.

Yo siempre he sido un lector impenitente de Piedra de mar, un lector de ésos que agarra una arrechera renovada cada vez que ve en la contratapa, a modo de presentación que quiere ser bondadosa y que en realidad es condescendiente, aquella etiqueta de “clásico de nuestra literatura juvenil”. Me conozco casi de memoria sus cuentos y soy uno de los pocos defensores, habiéndola leído a diferencia de todos sus detractores, de Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal . Sin embargo, hasta esa noche no tenía la menor idea de que Massiani escribiera poesía. Inmediatamente, cuando la burbuja que me protegía explotó de forma simultánea a la última palabra del poema, busqué al responsable de la revista. Harold y yo conversamos hasta tarde y nos prometimos vernos, en el transcurso de esa semana, cuando él pasara por Caracas. Dos días después me llamó desde un teléfono público de la Universidad Central para que por favor lo acompañara a visitar a Massiani. No recordaba bien la dirección y necesitaba ayuda para llegar. Y de paso conoces a Pancho, me dijo.

No he vuelto a ver a Harold aunque en repetidas oportunidades, por medio de correos electrónicos, me ha ofrecido su casa en Bogotá. A Pancho, en cambio, lo veo regularmente.

Hace dos semanas, en mi última visita, le mencioné el nombre de Delio Otero. Lo hice porque esa tarde Pancho me contó la historia de su encuentro frustrado con Cortázar y al escuchar de nuevo aquella historia, finalmente, me atreví a preguntarle si lo conocía. Pancho no recordaba haberlo conocido. Repitió el nombre para sí mismo, Delio Otero, y sólo dijo que parecía nombre de poeta, de pintor o de personaje dramático. La exactitud de ese diagnóstico me puso los pelos de punta. Luego, sin saber por qué, me ruboricé y no encontré mejor forma de ocultarlo que mirar a Pancho directamente a los ojos, como un alucinado. Por un segundo tuve la mente en blanco, y al segundo siguiente tuve la conciencia de ese vacío y después me vi a mí mismo desde la perspectiva de Pancho y no me reconocí y sentí miedo. Pancho me preguntó por qué coño lo miraba de esa manera. Yo desperté y me excusé diciendo alguna estupidez.

Poeta, pintor o personaje dramático, vuelvo a ver a Delio Otero, como en una película, entrando al Estrella de China. La primera imagen que tengo de él es borrosa. La gran pecera de la entrada contribuía a borrar sus rasgos y a retardar su figura. La segunda imagen también es borrosa pero inolvidable. Vi salir de la pecera, como un pez triste y desamparado, su cuerpo tambaleante que aterrizó en un asiento del lado izquierdo de la barra. El color macerado de su rostro, ese bronceado rojizo que tienen los alcohólicos, acentuaba lo difuso de sus rasgos. Yo le calculé, a lo sumo, unos cuarenta y cinco años. Llevaba una chaqueta de cuero marrón y unos pantalones rectos que delataban (esa fue mi impresión) un incomprensible intento de parecer más viejo. Ahora, evidentemente, sé que aquella impresión mía fue un acto de mezquindad de ésos que constantemente sufro y reprocho en los demás. El de ver en las ropas y en los gestos de una persona no una realidad sino una intención. Como si los deseos y las apariencias no expresaran una verdad. (Los estudiantes de Letras que están empezando la carrera, por ejemplo, cuando me ven en el pasillo o saliendo de un aula, seguro piensan que soy un compañerito pretencioso. No ven en esa camisa metida por dentro de un fino pantalón de tela una realidad, no ven a un hombre de treinta y cinco o treinta y seis años vestido como el entorno laboral y social espera que se vista. Ven a un carajito de veinte años, estudiante de Letras, que en lugar de usar sandalias y pantalones anchos quiere encarnar esos paradigmas putrefactos que son la madurez y la respetabilidad. De estas confusiones semánticas, de estas lecturas paranoicas de las apariencias del otro, está hecha la vida. Y sin embargo, no hay nada tan misterioso como la propia realidad, lo que se percibe a primera vista, lo que está expresado en los cuerpos y sus formas de vestir, las decisiones que allí se abotonan).

Aquella tristeza de actor de reparto que marcó la entrada de Delio al restaurante tenía, a pesar de todo, un punto de fuga: una pequeña cresta que se le formaba en el cabello y que me pareció, no sabría decir por qué, simétrica con su nariz. Enmarcado en esos dos detalles el rostro de Delio escapaba un poco de aquel desamparo. Cuando se acercó el chino que atendía la barra, Delio pidió un whisky con agua, pronunciando lentamente las palabras, tratando de que no fuera tan evidente su estado. Después encendió un cigarro y siguió con la mirada el humo, que al llegar arriba se arrastró por el techo, como el fantasma de una araña, hasta perderse. Ya con el trago en la mano, mientras movía los hielos y el líquido con el removedor, me pareció que balbuceaba algo. Daba un sorbo a su vaso y su cabeza iba de un lado a otro, en una lamentación casi imperceptible, como arrullándose a sí mismo con los acordes remotos de una canción que creía olvidada. Cada uno de sus rasgos esbozaba una especie de disculpa. En él no había nada concreto, ni un gesto, ni una línea de la cara, todo se quedaba a medio camino. Pero esa forma indefinida que era Delio, en ese segundo, me resultaba más concreta que cualquier otra cosa y que cualquier otra persona que se encontraba allí en ese instante.

Yo había llegado al Estrella de China unas horas antes, poco después de las siete de la noche, cuando no había casi nadie y sólo estaban ocupadas dos o tres mesas. Me senté a la barra, abrí mi cuaderno anaranjado que cargaba en la mano, anoté la hora de llegada y me puse a dibujar. Traté, como siempre, de reproducir el espacio del restaurante. A la entrada la pecera, a la derecha de la pecera la barra, frente a la barra las mesas, y después de las mesas los baños. Dibujé también a las pocas personas que ocupaban las mesas; sin muchos detalles, porque yo en realidad no sé dibujar, simplemente marcando con una silueta sus presencias. También me dibujé a mí mismo, inclinado sobre algo que sólo yo podía reconocer como un cuaderno anaranjado que contenía a su vez un restaurante, y en la barra del restaurante un señor o un muchacho con un cuaderno anaranjado etc., etc. Junto a mí, para hacerme compañía, dibujé unos gatos sentados cómodamente en cada uno de los asientos de la barra. Al terminar ese primer cuadro, bebí del vaso de whisky y no pude ocultar una pequeña sonrisa. Yo había salido de mi casa con la expresa intención de observarlo todo y con el gastado deseo de que pasara algo. El impulso había sido el de registrar el estado de la ciudad en ese momento, captar el ambiente, traducir la elocuencia del silencio que reinaba cuando caía la noche, sentir la soledad nerviosa de las calles. En el camino al restaurante me fijé en ciertos detalles, en las hojas de los árboles que parecían peces muertos colmando las aceras, en ciertos pozos de agua que reflejaban los mismos árboles. También me fijé en los gatos. No recuerdo haber visto tantos gatos en Caracas como en aquellos días. Parecían sentirse cómodos en medio del recogimiento y del temor de las personas. En todo caso, parecían felices de poder recorrer las calles y hurgar en techos y basuras con total tranquilidad.

Me dio risa la manera imperceptible en que había cambiado la aventura por unos rectángulos irregulares, unas marcas insignificantes y unos gatos de tinta azul que ahora me acompañaban. A lo sumo, volvería a trabajar en Los goles de la vida, en la escena de siempre, la primera, que era también la única pues jamás había pasado de allí. El portero titular se lesionaría la mano derecha y entonces el portero suplente, chiquito, delgado, amarillo y temeroso, tendría finalmente su oportunidad. El relato se desvanecía en la indecisión del portero suplente de abandonar aquella cárcel que era la portería y lanzarse, atravesando el campo, con voluntad suicida, para tratar de meter un gol. Como no iba a ser la primera vez que aquello sucedía, en realidad no me importó.

Me esforcé entonces en las orejas triangulares, en los bigotes rectos y en los ojos rayados para que por lo menos los gatos pudieran reconocerse como tales. Al terminar contemplé a mis compañeros de barra y jugué como un imbécil a ver quién pestañeaba primero. Les gané a todos, bolígrafo en mano, excepto al gato que estaba sentado a mi izquierda. Por alguna razón no pude trazarle los párpados caídos. El gato me miraba sin pestañear, profundamente, directo a los ojos como si supiera que eso que llamamos alma sí existe y está hecho de tiempo. Del gato me salvó una voz que logró que levantara la mirada. Sin darme cuenta el Estrella de China se había ido llenando. Cerca de mí, a la derecha, sin saber en qué momento había llegado, estaba sentado un hombre. De espaldas a la barra, apoyando los codos en la madera, observaba la televisión que estaba en el fondo, en una de las esquinas del local. Al voltearme, la miopía sólo me dejó entrever en la pantalla una pequeña mancha blanca que descansaba inmóvil sobre otra mancha más grande y oscura.

—No lo van a poder mover —dijo el hombre, esbozando un gesto de incredulidad y mirándome.

Sólo en ese instante comprendí que se había dirigido a mí. El tipo comenzó a hablar de medidas de longitud, de pesos, de la potencia de unos remolcadores. Todo aquello como las pruebas de un argumento que todavía no entendía. Uno de los mesoneros se acercó al televisor y subió el volumen. Al escuchar la voz del periodista y al ver que todos en el restaurante seguían con atención la noticia pude entender que aquella mancha blanca era el buque Pilín León que permanecía como de brazos cruzados, mudo, en medio del mar. Luego me percaté de la presencia de unos copitos verdes y negros alrededor de la masa límpida de la nave y de nuevo por medio del reportero supe que aquellos eran militares que tomaban el control de la nave para ponerla a andar.

En ese momento recuerdo que pensé que una buena idea sería que los militares se bajaran a empujar la nave. Por la carcajada del hombre acodado en la barra entendí que aquella sugerencia, en lugar de sólo pensarla, la había pronunciado en voz alta. Y por esa distracción imperdonable, por esa puerta a otros mundos que son las distracciones y los errores, se introdujo este hombre en mi tranquila velada de whisky, soledad y dibujos.

Tenía una gorra con el nombre de algún producto cosido en la frente, una chemise gris que parecía a punto de reventarse por la enorme barriga y unas bermudas color madreperla que hacían juego con un bigote canoso que marcaba su rostro inflado. Bebió un largo trago de su cerveza y aprovechó para medirme con la mirada. Inmediatamente me preguntó, con un aire de duda, si yo era del oficialismo o de la oposición. Yo le respondí con una mentira y una verdad. Le dije que yo era escritor y que un verdadero escritor jamás puede estar del lado del gobierno y menos si el gobierno es militar.

Al escuchar mis palabras, el hombre sonrió de felicidad, infló el pecho, bebió otro largo trago de cerveza y con la voz engolada se puso a explicarme, como si yo fuera extranjero, lo que estaba pasando en el país. El tipo era ingeniero de petróleos y además se había especializado en la parte de seguridad. Incluso, llegó a trabajar a bordo del Pilín. Por eso no creía que pudieran ponerlo en movimiento. Al menos, me repitió, no con los remolcadores que en ese instante rodeaban la nave. Si la memoria no me falla, la nave tenía o tiene, según sus palabras, un diámetro de doscientos cincuenta metros de largo por cien de ancho. También me dijo que el Pilín León pesaba unas cincuenta mil toneladas y que sólo la cadena del ancla y el ancla pesaban otras diez. Si a eso le agregábamos la carga de cuarenta y cuatro mil litros de gasolina que llevaba en ese momento, no era una locura suponer que aquella maniobra de jalarlo con sólo dos remolcadores iba a fracasar.

—Además —dijo —con el Pilín León apagado se hace más difícil todavía, es peso muerto.

Me sorprende a ratos la fidelidad con que reproduzco estas cosas. A veces la cortesía, el hacer preguntas sobre un tema que no nos importa en absoluto, logra solapar el aburrimiento y al mismo tiempo atiborrar la memoria de cosas inútiles. Lo seguí con una mirada tranquila cuando, después de la segunda o tercera cerveza, se dirigió al baño. En otra época, unos diez o doce años atrás, ese hombre me habría fascinado. Lo habría transformado sin pensarlo dos veces en un personaje de algún relato forzoso e improvisado. Ahora, en cambio, veo a hombres como ése en su justa dimensión. El desengaño que he acumulado con el tiempo y que he sabido administrar me permite ver a ese hombre como lo que es: un gordito inteligente y simpático. La mayoría de la gente con que me toca interactuar es así: gente gorda o delgada, inteligente o elemental, simpática o intratable. De gente así, como ellos y como yo, no se puede sacar mucho.

Antes de que el hombre regresara del baño, aproveché la oportunidad para abrir mi cuaderno anaranjado. Allí, en la página donde se reproducía el Estrella de China, le abrí nuevamente los ojos al gato que estaba sentado a mi derecha. Después, con una precisión calmosa, le dibujé una enorme barriga y luego rematé su figura, su honorable cabeza de animal milenario, con los trazos de una gorra vulgar.

El hombre regresó, se sentó y pidió otra cerveza. Luego tomó un menú que estaba al lado de un vaso lleno de servilletas y pidió comida para llevar. Al final, ya con la comida en una bolsa de plástico, a manera de despedida y con ese tono paternal que sé reconocer rápidamente, me dijo que no me preocupara, que todo se iba a arreglar. Miró con aire pensativo el espacio del Estrella de China, volteó la mirada hacia la calle y volvió hacia mí para decirme que todo se tenía que arreglar. Y yo sentí que algo se cerraba en el recorrido de esa mirada, algo parecido a una burbuja imperceptible que sólo se siente cuando es demasiado tarde y está por estallar. Miré las amplias ventanas del restaurante, esos cristales rectangulares iluminados por colores y luces de neón, y pensé en el local visto desde afuera y se me pareció a una gran pecera.

Fueron unos gritos los que rompieron aquella burbuja y el restaurante volvió a ser un restaurante y la calle dejó de ser un cauce de río y volvió a ser una calle. Un tipo agarraba por el cuello al viejo Chang, el dueño del Estrella, y le reclamaba con rabia por el precio de la cerveza. Al parecer, por el desabastecimiento, el viejo Chang había aumentado dos veces el precio esa misma semana. Cuando la cosa iba a pasar a mayores y los mesoneros se acercaban, el hombre soltó al viejo y salió del local con un aire de verdadera indignación en el rostro. Sólo llevaba dos latas de cerveza que se veían diminutas y miserables en la bolsita de plástico amarillo.

Todavía no se había cerrado la puerta de vidrio cuando esa figura borrosa que era Delio Otero, de rasgos imprecisos como dibujados al pastel, finalmente apareció. Aterrizó, como ya dije, en el lado izquierdo de la barra y con una tristeza infinita en el rostro que lo convirtió, de forma inmediata, en el protagonista secreto de aquella noche. Me bastaron unos segundos de contemplación para sentir que todo el restaurante y todas las personas giraban, sin saberlo, alrededor de su tristeza. El hombre gordo, de pie, terminó de tomarse los fondos de su última cerveza y dijo que el tipo ése era un loco porque Chang era el único que había conseguido Polar en aquella cuadra.

—Y además —dijo con tono cansado —después de todo, sólo es cerveza. Petróleo y cerveza.

—Aunque es cierto —añadió después de pensarlo un poco —que el petróleo y la cerveza son para nosotros como el agua. O más importante. No por nada aquí un litro de gasolina y de cerveza es más barato que un litro de agua. Ahora debemos parecer peces boqueando en la orilla del mar —dijo, y esbozó una media sonrisa. Luego me estrechó la mano y me deseó suerte con la escritura.

—Suerte con la poesía, muchacho —me dijo —y cuídese mucho—. Y se marchó.

Por un momento tuve la impresión de que el hombre gordo caería al piso y moriría asfixiado en el segundo que traspusiera la puerta de vidrio del Estrella de China. Y entonces vi hacia afuera. Las aceras de las calles eran playas de un mar sinuoso y me vi a mí mismo tratando de caminar por allí, abriéndome paso entre los cadáveres que se amontonaban, unos sobre otros, con ese mismo y extraño orden final que tienen los pescados en la orilla. Colmaban las aceras los cadáveres, cuerpos desnudos con los brazos y las piernas completamente estirados, sin tocar las calles vacías que mostraban al fin su hermosa quietud de noche eterna.

Después de seguir al hombre con la mirada y verlo perderse en dirección a la plaza Las tres gracias, volví a mi trago de whisky, a ese acto reflexivo de mover el líquido y los hielos mientras trataba de precisar de dónde habían salido esas palabras, de dónde había surgido aquella imagen de los peces muertos en la orilla. Ahora no estaba seguro de que el hombre gordo las hubiera dicho. Sería mucha coincidencia. Lo más probable es que las haya dicho yo o, quizás, sólo llegué a pensarlas. Pero cuando levanté la mirada de mi trago y tropecé con la de Delio, con sus ojos rojos de gato ebrio, que miraban con impertinencia y sin pestañear, no tuve dudas de que esas palabras y esa imagen eran de él. Delio Otero había seguido con repentino interés mi conversación con el hombre gordo y había pensado o imaginado eso: todos muertos, asfixiados y desnudos, colmando las aceras, expulsados por una marea invisible que cubría como un óleo las calles nocturnas.

Delio insistía en su mirada roja y estática. Yo no pude sustraerme a ella. No pude, por ejemplo, seguir bebiendo y abrir mi cuaderno anaranjado y ponerme a dibujar. Podría haberle dibujado al gato filosófico un cigarro en la pata derecha y un whisky en la pata izquierda. Podría haberlo hecho pero no pude. Miraba su cresta de pelo y su nariz ganchuda y veía cómo de un modo casi imperceptible el enigma de su rostro se mudaba. El aire alegre que, minutos antes, sólo era una promesa, llenaba ahora a plenitud su rostro bronceado y rojizo. Delio sonreía en silencio, mirándome, con una sonrisa que de solo verla parecía contagiosa y que yo traté de contrarrestar enfocándome en la cresta del pelo y la nariz y cómo, en efecto, enmarcaban ahora una tristeza profunda que se había replegado, por una lógica desconocida, hacia los confines de su rostro.

Pasaron los minutos y yo pedí un nuevo whisky y Delio siguió bebiendo del suyo y le dio tiempo de encender otro cigarro.

Un rato después, cuando ya habíamos disertado científicamente sobre los chinos y el silencio amenazaba con absorbernos de nuevo, Delio me contó una anécdota interesantísima. Me contó que él y Baica Dávalos habían estado sentados en una mesa del bar Tic—Tac, aquí en Caracas hacía ya muchos años, junto a Juan Carlos Onetti.

—En realidad, Onetti había llegado con Baica y yo los encontré de casualidad —dijo Delio.

Como es natural, yo quise saber cómo era Onetti. Le pregunté por el tono de su voz, de qué habían hablado esa noche y otras cosas por el estilo.

—Precisamente —me contestó Delio —Ahí está la vaina. No hablamos un carajo.

—No entiendo —le dije.

—Eso —me dijo Delio —no hablamos un ca—ra—jo. Onetti estuvo en esa mesa poco más de dos horas, se tomó diez cervezas y no pronunció una sola palabra.

—¿Y ustedes qué hicieron?

—Pues ¿qué íbamos a hacer? Nos bebimos también unas diez cervezas, nos quedamos callados, bebiendo en silencio y cuando el hombre se quiso ir nosotros también nos fuimos. Eso fue todo.

Delio tomó un sorbo de su trago y comenzó masticar a un hielo.

—Así que menos mal que le dirigí la palabra, joven — agregó —porque el silencio de Onetti vale la pena pero el de dos pendejos como nosotros es simplemente patético.

Y se sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta la pequeña libreta de tapas de cartón y me la entregó. La puso en mis manos y esperó callado mientras yo encontraba allí una explicación a sus palabras.

Dos años más tarde Pancho me contaría la misma historia. Él la sabía por Baica Dávalos, que fue gran amigo suyo. Aquella tarde, conversando en su casa de La Florida , fue la primera vez que quise preguntarle si conocía o había conocido a Delio Otero. Pancho y yo estábamos hablando de un libro divertidísimo que recoge un montón de artículos periodísticos escritos por Onetti y de lo jodido que parecía Onetti como lector y como persona. Entonces Pancho recordó, rascándose la barba cana y rojo de risa, la anécdota de las diez cervezas y las dos horas de silencio absoluto del uruguayo. Pero luego se acordó, como era inevitable, de la muerte de Baica. Le vi el gesto amarrado de pena y le pregunté qué le pasaba.

—El pobre Baica, vale, —dijo Pancho. —Murió de un cabillazo que le dieron en la cabeza.

Y cambió de tema y no pude preguntarle nada.

 

—¿Así que es usted poeta? —me dijo finalmente Delio, rompiendo el primer silencio. Y lo dijo con una sonrisa plena, como burlándose y alegrándose al mismo tiempo.

—Pues déjeme decirle, joven, que con sólo saber eso ya lo aprecio y lo compadezco. Yo también soy poeta y soy pintor. Primera vez que vengo a este sitio. Cuando estoy por la zona prefiero ir al Ling—Nam, que está una calle más arriba. ¿Lo conoce?

Le dije que sí lo conocía. Había ido unas dos o tres veces.

—Me pareció un poco triste —comenté. —Es bonito pero muy triste. El pobre viejo que atiende la barra me produce una angustia terrible.

Delio coincidió conmigo sonriendo nuevamente.

—Sí —dijo —el pobre chino debe haber jugado metras con Confucio. Una momia el tipo.

Media hora después de exhaustiva conversación sobre los chinos de los restaurantes chinos, Delio y yo llegamos a una conclusión definitiva y esclarecedora: los chinos de los restaurantes chinos son una vaina muy seria. Alrededor de ellos se teje todo tipo de leyendas urbanas que van desde los simples enigmas del hambre y la ilegalidad hasta historias verdaderamente asquerosas.

De los chinos de los restaurantes chinos se dice, por ejemplo, que es mentira que no entiendan español, que más bien entienden todo y sólo se hacen los pendejos. Todavía no se ha determinado la razón de este comportamiento. Algunos piensan que se trata de un resabio oriental de elemental prudencia y discreción. Otros, por el contrario, afirman que son simples ganas de joder. Se dice también, y es creencia popular, que todos los chinos saben karate, de ahí se deriva una forma particular de tratar a los mesoneros: a los chinos se les echa broma no sólo por la supuesta barrera del idioma sino porque los hombres sienten que, de una manera sublimada, ponen a prueba su valentía. Al meterse o burlarse de un mesonero chino el hombre, el venezolano común, siente que, hasta cierto punto, está retando a un primo segundo de Bruce Lee. De allí la insistencia en el regodeo de la burla pero también el cumplimiento inflexible y finalmente precavido de siempre pagar la cuenta. Se dice también que viven todos en el mismo restaurante, en un pequeño cuarto al lado de algún oscuro depósito, donde duermen quince o veinte de ellos, unos encima de otros. Se dice que de esos quince o veinte chinos que trabajan en un restaurante sólo diez tienen documentos, los cuales tampoco pertenecen a los diez que los poseen. Esos documentos, se dice, pertenecieron a diez chinos que ya nadie recuerda ni conoce su paradero y que los otros, por el parecido que los encubre, simplemente heredan. Hay algunos que señalan la falsedad de esta última leyenda pues implica la posibilidad de que los chinos, de hecho, salgan alguna vez del local. Cosa que, hasta ahora y a decir verdad, nadie ha visto que suceda. Se dice que los más viejos, cuando llegan a los sesenta y cinco años se regresan a China para poder morir en su tierra. Quizás esto explique la amargura de exilio milenario que transmite el viejo que atiende la barra del Ling—Nam.

A estas leyendas urbanas se suma una serie de conocimientos concretos y verificables sobre los chinos de los restaurantes chinos que no todos conocen. Delio, para mi sorpresa, sí los conocía y así, al alimón, los fuimos recitando. Son tres datos importantes. El primero de ellos es el más importante de todos pues es una cuestión de salud pública: en los restaurantes chinos no se come. Ni en los más baratos ni en los más lujosos. En ninguno. En segundo lugar, como opción única después de lo primero, a los restaurantes chinos se va es a beber. Específicamente, a beber cerveza. Son los únicos lugares donde la cerveza siempre, pero siempre, está fría y a buen precio. El tercer dato es misterioso pero cierto. Y también confirma el primer punto. Por alguna extraña razón, el cocinero siempre es el más feo y chiquito y macabro de los chinos de los restaurantes chinos. Se le puede reconocer con facilidad. Hacia el final de la noche, cuando ya sólo quedan los borrachos habituales, sale de la cocina, vestido de blanco y bañado en grasa, a fumarse un cigarro. Generalmente, los cocineros chinos sufren de estrabismo en el ojo izquierdo, que parece de vidrio, y tienen una brecha inmensa entre sus dos enormes incisivos que son de un color negriamarillo. Lo peor que puede pasarle a alguien es estar comiendo en un restaurante chino y que su mirada se tropiece con la del cocinero, con ese ojo torcido, que parece ver a la persona y al mismo tiempo ver algo que está más allá de ella, algo horrible que nadie sino él, en su miserable y pequeño infierno de hornillas y salsas, puede ver.

Esa noche pude contarle a Delio dos historias que lo dejaron con la boca abierta. Sólo pude dar fe de una de ellas porque le sucedió a Lalo Cobos y él mismo me la contó. Fue allí mismo en el Estrella de China. Era la primera vez, acaso la segunda, que Lalo pasaba por el lugar. Como el Estrella es limpio y muy iluminado a Lalo aquello le dio buena espina y decidió, contraviniendo el sentido común (pues Lalo también es un excelso sinólogo, incluso escribió un relato sobre chinos) probar la comida del local. Le pidió a Miguel que lo acompañara. Ordenaron dos platos especiales, de ésos que traen costillas, arroz frito y lumpias. La comida no estaba mal. El arroz no parecía recalentado, las costillas se veían frescas y las lumpias estaban crocantes. Lalo cuenta que Miguel, en lugar de agarrar la lumpia con una servilleta y comérsela, decidió picarla con los cubiertos. El resultado fue que la lumpia salió disparada y cayó en el piso a un metro de su mesa. Cuando Miguel se disponía a recogerla, ahora sí, con servilleta en mano, fue que sucedió aquella cosa. Una “coincidencia” repugnante. De las rendijas del aparato del aire acondicionado cayó un pequeño bulto peludo y viscoso, que fue a dar al lado de la lumpia. Era un ratoncito muerto. Lo extraño fue que, inmediatamente, se acercó un mesonero armado con pala y escoba y en una maniobra rápida, seca, automática, domeñada, recogió el ratoncito y también la lumpia. Una vez que el chino se perdió en dirección a la parte trasera del restaurante (donde, por cierto, queda la cocina) ninguno de los dos, en esa imagen congelada para siempre en el tiempo, ni Lalo ni Miguel, pudo saber ya, viendo alejarse la pala de plástico que cargaba los dos bultitos inertes, cuál era el ratoncito y cuál era la lumpia.

La otra historia me la contó una amiga y le sucedió a una amiga de una amiga de una amiga suya. Algo por el estilo. En todo caso, es la historia de una mujer que tuvo que ir al médico una mañana, de urgencia, por una reacción alérgica que le había provocado un fuerte sarpullido en la boca y el rostro. El médico, en el interrogatorio previo a los exámenes, le preguntó si había comido algo exótico o extraño la noche anterior. Algo que pudiera explicar la reacción. La mujer dijo que no, que sólo había comido comida china, un poco de arroz y pollo agridulce que había pedido para llevar en un restaurante cercano a su casa. El médico le preguntó si quedaba algo de esa comida para analizarla y ver si podían encontrar allí la explicación a la reacción alérgica. El análisis reveló que había siete tipos distintos de semen en los restos de la comida. La mujer, me imagino, se debe haber ido en vómito al saber aquello.

La historia es asquerosa y truculenta. Sin embargo, cuando supe dónde sucedió, cuál había sido el lugar donde esa pobre mujer había comprado la comida, comencé a pensar que la historia pudiera ser cierta. Fue en el Hung—Seng, un restaurante chino de mala muerte, atendido por chinos asimilados, que hablan como malandros y que escuchan vallenatos. El Hung—Seng queda en Chacaito. Para más señas, al lado de “El club de Baco”, local mejor conocido por presentar, al filo de la medianoche, a una mujer llamada “La hielera”. “La hielera”, según me han contado algunos amigos arrabaleros (porque yo, debo decirlo, jamás tendría el valor de entrar a un lugar así), es una mujer que juega a colocarse trocitos de hielo en el sexo y, con una elasticidad y una puntería prodigiosa, los dispara a distancias impresionantes. A veces, si hay invitados especiales, estos trocitos van a parar en algún trago de whisky, indicándole al elegido que ésa es su noche de suerte.

Delio me preguntó que cómo, siendo tan joven, sabía todas esas cosas. Yo no quise aclarar el malentendido y sólo le dije que yo y tres amigos más nos dedicábamos desde hacía algún tiempo a recorrer los restaurantes chinos de Caracas. La idea, que había surgido allí tomando cerveza en el Estrella de China, era llegar a conocer todos los restaurantes chinos de la ciudad y hacer una especie de guía práctica para turistas, borrachos e indescifrables. Al principio íbamos juntos. Nos encontrábamos en alguna estación de Metro escogida al azar y de allí partíamos y entrábamos en el primer restaurante chino que consiguiéramos en el camino. Luego, por cuestiones de trabajo y de tiempo, cada uno fue inspeccionando por su cuenta y estableciendo sus propias rutas. Así cada uno se ha ido interesando por distintas cosas.

—Yo, por ejemplo —le dije a Delio —me he dedicado a dibujarlos.

Al escuchar esto, a Delio se le borró la risa de los labios y dejó de manosear un papel que tenía entre los dedos. Luego me miró con un gesto de grave sorpresa y me preguntó si estaba hablando en serio. Yo no supe qué decirle. Tratando de ocultar el maldito temblor de siempre que me da en los labios, le dije que a qué se refería.

—A los dibujos —dijo Delio.

Quería saber si era verdad que yo me dedicaba a dibujar los restaurantes chinos que visitaba. Yo le respondí que sí, moviendo la cabeza y le alcancé como un niño nervioso mi cuaderno anaranjado. Delio lo tomó y comenzó a hojearlo. A medida que pasaba las páginas su rostro se mostraba cada vez más perplejo. A veces fruncía el ceño como si estuviera descifrando una escritura antigua y entonces acercaba el cuaderno muy cerca de sus ojos para observar bien algún detalle. Luego de revisarlo con cuidado, cerró el cuaderno y me lo devolvió.

—¡Qué vaina más rara! —dijo con tono pensativo y bebió los fondos de su trago. Yo aproveché de pedir otro trago para mí y no me atreví a preguntar nada. Delio hizo lo mismo y cuando el chino sirvió las bebidas nos quedamos así, callados, dibujando con el dedo índice, en el mar de whisky, el círculo renovado de nuestro incomprensible silencio. Al rato, cuando la situación se hacía otra vez insoportable, Delio soltó una breve carcajada. Saboreó unos instantes más en silencio la anécdota y entonces me habló de la vez que conoció a Onetti en el Tic—Tac.

 

La libreta era, según creo haber dicho, pequeña. Tan pequeña que Delio la guardaba en uno de los bolsillos de su chaqueta. Estaba hecha de un gastado cartón color beige y tenía las puntas rotas. En la parte de abajo de la contratapa había una breve inscripción que todavía se podía ver ladeando la libreta. Moleskine. Según me dijo Delio era una marca muy conocida de libretas y cuadernos utilizados casi siempre por viajeros y escritores famosos.

—Hemingway las usaba para anotar sus cosas —dijo Delio, levantando el dedo índice para remarcar el pedigrí de su libreta. —Yo las utilicé también durante mucho tiempo, sobre todo durante los meses que viví en Barcelona y en París. Ésta me la compré en 1968. Es la única que me queda.

Vi la inscripción de cerca y la toqué con un dedo, pero estaba tan viejo el cartón que no la sentí. Podía verla pero no tocarla y entonces pensé que esa libreta era en realidad un recuerdo y que no la tenía entre mis manos.

Comencé a hojearla por el final. No encontré, como esperaba, notas personales, ni pensamientos robados al aire, ni apuntes para una novela, ni siquiera un breve poema. Sólo vi unas rayas de tinta china cuyos trazos rabiosos reconocí perfectamente. La misma imposibilidad de lograr la perspectiva, la misma torpeza para unir los segmentos y crear la ilusión de una esquina, el mismo relleno apurado que no consigue ser la oscuridad de un cuerpo recostado en una silla, hacia los fondos misteriosos de un restaurante que queremos que sea lúgubre y sórdido a pesar de la claridad del papel y el azul de las líneas.

A partir de ese momento la perplejidad fue mía.

Pasaba las delgadas hojas de aquella libretita y podía reconocer en una extraña e involuntaria lectura de esos contornos entradas con pequeños puentes, pasillos alfombrados, lámparas con dragones que escupen el fuego artificial de unos bombillos invisibles, tapices de guerreros antiguos que adornan las paredes, dioses calvos de cerámica que cuidan con un sable los licores de la barra. Veía un sinfín de detalles que no estaban en los dibujos pero que se insinuaban de alguna manera, como si permanecieran escondidos en los espacios en blanco, entre esas líneas horizontales de las que provocaba recostarse para pedir una cerveza helada. Veía aquello que, precisamente, por la torpeza de los trazos, no había entrado en el dibujo.

Mientras yo observaba con estupor los distintos cuadros Delio dijo que aquello era una manía relativamente nueva. Debía tener ya, para ese instante, unos cinco años recorriendo los restaurantes chinos de Caracas, visitando varias veces los que le llamaban más la atención, y pasando largas horas, una vez asentado, tratando de reproducir con su bolígrafo de tinta china el andamiaje esencial de esos restaurantes.

La cuenta era fácil, dijo Delio. Su mujer había muerto en noviembre del 97 y ya en los primeros meses del 98 él estaba de vuelta en Caracas, merodeando los antiguos bares y lugares de encuentro de Sabana Grande. Delio había vuelto de Cumaná, donde había vivido junto a su mujer los últimos siete años, y trató de encontrar a algún viejo asiduo de la República , a algún sobreviviente de aquella marea de petróleo y cerveza que nos ahogó a todos.

—Porque fue así —dijo Delio —todos los de esa época quedamos iguales: enratonados y esperando la quincena. Y este paro de ahora, en el fondo, es como un exilio, Roberto. No ha hecho otra cosa que reducirnos vertiginosamente a la verdadera altura, la miserable altura de nuestro ser. El gordito con el que estaba hablando usted cuando yo llegué tiene razón. Este país es sólo petróleo y cerveza. Lo demás es literatura. Y la literatura aquí vale madres, así que puede ser que ni eso.

Delio había formado parte de la República del Este, algo que, me dijo, usted muy probablemente no tenga la más puta idea de lo que fue porque usted, joven poeta, ni siquiera pensaba todavía en nacer.

—Es más —continuó diciendo Delio, otra vez haciendo el énfasis con el dedo índice —yo estuve presente, ahí en el Paprica, el día mismo de la creación de la República. Estaban Caupolicán Ovalles, Alejandro Oliveros, Luis Camilo Guevara, Pancho Massiani, alguien más que ahora no recuerdo y yo. Caupolicán se proclamó Presidente. Alejandro, Luis Camilo y el otro fueron nombrados ministros y Massiani fue designado embajador en Córcega. Me acuerdo perfectamente.

—¿Y usted? —le pregunté. —¿Qué cargo le dieron?

Delio contrajo el rostro en un gesto amargo y dijo que esos hijos de la gran puta lo habían nombrado secretario de actas.

—Y aquí me tiene, joven, frente a usted, cumpliendo como un güevón con mi cargo.

Recuerdo que levanté el rostro y sorprendí mi imagen en el espejo que cubría la barra. Tenía las orejas rojas y los ojos acuosos y me dije, Roberto, estás rascado. Entonces traté de precisar el instante en que yo le había dicho mi nombre a Delio y no lo recordé. Y con una lucidez impecable, de ésas que surgen a veces como una perla en un lago de whisky, me dije que no importaba porque a fin de cuentas Delio tampoco debía recordar en qué momento él me había dicho el suyo. De hecho, yo no recordaba que ninguno de los dos se hubiera presentado. En todo caso, el que yo también supiera inexplicablemente el nombre de Delio me pareció justo y suficiente. Cuando uno está borracho no hay nada más gratificante que una coincidencia que confirme las desgracias o las compensaciones secretas de la vida.

Delio había regresado a Caracas y en su regreso no encontró ni los náufragos ni los restos del naufragio. El Paprica hacía años que no existía. El Vecchio Molino había cambiado de dueño. El Franco al parecer no, pero ya no era lo mismo. En el Callejón de la Puñalada ahora había una ferretería y una tienda de discos y El Gran Café se había convertido en un infierno de gente. Todo había cambiado o todo era apenas un remedo de lo que era antes y entonces Delio se puso a buscar otros sitios. Sin darse cuenta, y era algo que todavía no podía explicar bien, comenzó a frecuentar los restaurantes chinos. Si uno los asume como bares, había dicho Delio, se transforman en lugares interesantísimos. No me recuerdan a los lugares de mi juventud y tampoco me recuerdan a la porquería de ciudad que me espera cuando salga. Los restaurantes chinos sólo remiten a otros restaurantes chinos.

—Si existiera la posibilidad de juntarlos unos con otros —dijo —y si pudiera recorrerlos como un pasillo estoy seguro de que el punto final de ese camino sería un lugar extraño y maravilloso.

Escuché esas palabras y seguí observando con atención las páginas de la libreta. Los cuadros me parecían ahora los fragmentos cortados de un mapa. Pensé que si juntaba los dibujos de su libreta con los de mi cuaderno tendría el mapa completo de ese territorio invisible imaginado por Delio y que yo buscaba desde hacía tiempo sin saberlo.

Empecé a sentirme mal. Una sensación de vacío en el estómago o de vértigo en la mirada que sólo se cortó cuando terminé de ver la libreta. Allí, en la primera hoja, vi algo que me tranquilizó. Era el dibujo de un lugar que no reconocí. Un lugar que en realidad no era un lugar. Eran solamente unas cuantas líneas horizontales y verticales, unos rectángulos que no me decían nada, separados por espacios en blanco que permanecían en blanco. En seguida quise saber cuál era ese lugar. Delio detuvo el viaje del vaso hacia su boca, lo colocó de nuevo en la barra y aguzando su mirada ebria se concentró en la hoja.

—Es el café Danton —me dijo.

—¿Dónde queda? —le pregunté.

—En París. Ese dibujo lo hice la misma tarde que compré la libreta.

—¿En el 68?

—Sí. En marzo o abril del 68. Luego me fui un tiempo a Barcelona y unos meses después regresé a Venezuela. La libreta la perdí sin darme cuenta. Cuando se murió mi esposa y me traje las cosas de Cumaná a Caracas la encontré en una de las cajas, escondida entre las páginas de un cuaderno. Estaba como nueva y desde entonces la llevo conmigo.

Al decir esto, Delio aprovechó de cerrarla y la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.

—¿Y por qué dibujó el café? —le pregunté.

—Yo había ido con la intención de pasar la tarde en el Danton escribiendo. Ese mismo día había comenzado un relato que me tenía muy entusiasmado pero en la habitación donde me estaba quedando era imposible trabajar.

—¿Y qué pasó?

—Que a los diez o quince minutos de estar allí llegó Pancho Massiani y se sentó en mi mesa y ya no pude hacer más nada. Llegó temblando y estaba un poco pálido. Al verlo pensé que era por el frío, ya que todavía no se había terminado el invierno y apenas estaba cubierto con una delgada chaqueta de pana. Pero no era por eso. Pancho temblaba de puros nervios.

—Es que esta tarde voy a conocer a Julio Cortázar —le dijo Pancho, ya sentado y rascándose el cabello. Y luego le contó que el propio Cortázar le había dicho a Antonio Gálvez que quería conocerlo.

—En este mismo momento —dijo Pancho —en el apartamento de Antonio, me deben estar esperando.

—Y al escuchar eso —dijo Delio —las ganas de escribir se me fueron a la mierda. Después, cuando Pancho estaba por salir a su encuentro, yo le hice aquella canallada y más nunca volvimos a hablarnos.

Según Delio (porque yo ya no sé qué pensar) él y Pancho Massiani habían sido amigos de toda la vida. Se conocieron en Chile, a mediados de la década del cincuenta, cuando su familia, como tantas otras, tuvo que partir al exilio. Volvieron, todos juntos, en los primeros meses de 1958, después de la caída de Pérez Jiménez, y una vez en Caracas no hicieron otra cosa que profundizar la amistad que había surgido en Santiago. Los unía una idéntica pasión, una maldita y casi exacta pasión, dijo Delio, por la literatura, la pintura, las mujeres, la cerveza y el fútbol.

—Y en cada una de esas cosas Pancho me hacía sentir como un verdadero miserable. —dijo Delio.—Imagínate, para que te hagas una idea, a Salieri escribiendo una novela, o tratando, inútilmente, de pintar un desnudo sin lograrlo porque todavía no ha visto una mujer desnuda. Imagínate a Salieri paralizado como un imbécil frente al arco y desperdiciando el gol del empate.

Después de ese partido decidieron ponerlo a él de portero. Mejor hubiera sido, dijo Delio, que jugara para el otro equipo. Como portero resultó un desastre de puro miedo que tenía de recibir un pelotazo o un golpe de algún atacante del equipo contrario.

—Sin embargo —dijo Delio —yo insistía en seguir jugando y cuando llegó Rafael y vieron lo buen arquero que era no dudaron un segundo en dejarme afuera. Me degradaron a segundo portero del equipo, que es como un despido indirecto.

Luego soltó una carcajada y brilló de nuevo su tristeza replegada. Volvió a mirarme, sonriendo, con ganas de arrastrarme en su risa. Yo trate de reír también pero en realidad sentí una pena terrible y a partir de ese momento volví a sentirme mal. La pena es el peor sentimiento que existe. Cuando siento pena por alguien me provoca, literalmente, salirme de mi piel, dejar de ser yo en ese instante. Me dan ganas de salir corriendo y no parar hasta olvidar esa sensación que se me pega al cuerpo, correr hasta que esa cicatriz vergonzosa desaparezca en el aire.

Delio ordenó dos whiskys más y me pidió que le dejara pagar ese último trago. Lo de último me tranquilizó y por eso acepté. Estaba bastante mareado y con la lengua pegajosa, pero de todas formas le dije que sí, que me tomaba ese último trago con él. Siempre hay un momento de la noche, cuando se ha bebido tanto, que uno piensa que hasta las sorpresas se distraen con la conversación y terminan emborrachándose con uno.

—Así que ya ve, joven poeta —dijo Delio, trazando círculos en su trago con el dedo índice —que lo que tiene frente a usted es un fantasma. Porque cuando me nombraron segundo portero del equipo de fútbol del Kent´s school, en Santiago, y cuando me nombraron secretario de actas de la República del Este, aquí en Caracas, me estaban diciendo, de la forma más sutil del mundo, que yo, en realidad, era un fantasma.

Al asumir su condición de fantasma, Delio había elaborado una extraña teoría de la vida que consistía en la creencia de que la vida no era la vida sino, únicamente, los golpes que uno recibía de ella. De modo que el verso inmortal de Vallejo, hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé , era, a su parecer, una redundancia. Una iteración certera y maravillosa que ha sido malinterpretada por todo el mundo y que sólo los fantasmas como él habían sabido leer en su verdadera dimensión.

—Sobre todo por lo de yo no sé —dijo Delio.—Sobre todo por eso lo digo. Y más ahora que he tratado varias veces de que alguien me rompa el alma y no lo he logrado. Y un fantasma es eso, alguien que trata de morirse y no puede. Uno vive y crece, creyendo que la vida y la experiencia consisten en aprender a esquivar los golpes. Y así, uno llega a los cincuenta y seis años, sin un rasguño, para después darse el tremendo golpe, el gran coñazo, de entender que la adultez es cúmulo de bolserías.

Quizás Delio entrevió algo parecido la tarde que empezó a escribir el cuento. Escuché el argumento con atención, como si no lo conociera y no lo hubiera imaginado yo mismo años atrás. Sólo había una diferencia fundamental: Delio, por llevar mucho más tiempo que yo escribiéndolo, ya conocía su final. De allí que el título del suyo y del mío solo variaran por una letra. Yo le había puesto Los goles de la vida pensando que el destino del portero suplente era anotar aquel magnífico gol. El título de Delio, Los golpes de la vida, era el correcto porque la imagen del portero saliendo de su área y atravesando la cancha, driblando a todos los jugadores y dejándolos atónitos al botar voluntariamente el balón por un costado para al final estrellar la cabeza con un coraje suicida en uno de los postes de la arquería contraria, era perfecta.

—Y de no haberse presentado Pancho aquella tarde en el café, yo habría terminado el cuento y mi vida sería otra.

Delio Otero y Pancho Massiani llegaron juntos a París, en el mismo viaje, en febrero del 68. El año anterior Guillermo Sucre se había llevado a Pancho a trabajar en la revista Imagen, que estaba recién fundada, y Pancho a su vez se lo había llevado a él, para que escribiera reseñas y artículos. A las pocas semanas de estar en París y de haber conocido a Antonio Gálvez, Pancho y Delio prepararon para la revista un dossier dedicado a su trabajo fotográfico. Delio escribió un ensayo y Pancho realizó un reportaje directo con el fotógrafo. Cortázar, que era gran amigo de Gálvez, leyó la revista y quedó gratamente impresionado con el texto de un tal Francisco Massiani y quiso saber quién era. Gálvez le dijo que Massiani era un joven escritor venezolano, amigo suyo, que justo por aquellos días andaba en París. Cortázar mostró interés en conocerlo y así Gálvez citó a Pancho en su apartamento de la avenida Voltaire, aquella tarde, a las cinco, para pasar una velada conversando y bebiendo un buen vino con el autor de Rayuela.

Pancho nunca se presentó.

Estuvieron esperándolo, mientras conversaban y oían algo de música, hasta la medianoche, cuando Cortázar finalmente se marchó. Delio supo por Nadine que Pancho no había acudido a la cita. Nadine compartía en ese entonces una habitación con Pancho en el hotel Wetter, en la rue du Sommerard, y aquella tarde lo vio llegar, abatido, sin poder contener unas lágrimas rabiosas mientras le contaba que había desperdiciado como un tonto la oportunidad de conocer a Julio Cortázar.

Pancho había llegado a la Voltaire a las cinco y media y se acercó hasta la puerta del edificio donde vivía Gálvez. Y fue entonces, en aquel arco de entrada, que parecía a punto de desplomarse por la duda y el temor, cuando Pancho se dio cuenta de que al final de esas escaleras, en el segundo piso a la izquierda, había una puerta y detrás de esa puerta, sentado en una de las poltronas y fumando un cigarro, o peor aún, quizás de pie y enarbolado en su metro noventa y tantos y protegido por aquella barba bíblica de donde salían unicornios, cronopios y gatos, estaba Julio Cortázar. Y al entender esto vio su imagen en el espejo de la entrada, vio su delgada chaqueta de pana, sus zapatos de cuero gastado, sus pantalones arrugados, la camisa quebrada en el cuello, su cabello y su barba más encrespados que nunca. Vio también, sin saber cómo, las largas uñas de sus pies debajo de los zapatos y en sus dientes la veta imprecisa del rouge ordinaire que tomaba en los cafés. Vio regados, en aquellos retazos de sí mismo, los escasos 400 bolívares de su trágica y hermosa condición de becario venezolano en París y se sintió el tipo más asqueroso del mundo. Entonces dio media vuelta y se regresó desconsolado a los brazos de Nadine.

—Al parecer —dijo Delio —Pancho no le contó a Nadine de nuestro encuentro en el Danton esa tarde. No vi ni una pizca de reclamo en sus ojos.

Justo antes de partir a su cita, cuando ya Pancho se había tomado su copa de vino tinto, Delio le preguntó, con un tono de ingenuidad, si creía que le iba dar tiempo de hacer todo.

—¿Cómo todo? —preguntó Pancho.

—Ir a tu habitación, vestirte y llegar a tiempo donde Antonio —dijo Delio, lentamente, dosificando poco a poco el veneno puro de sus palabras.

—Pero si estoy vestido, Delio —dijo Pancho, y lo puedo ver con claridad ahora, en el borde de esta línea, inquieto, palpándose las ropas.—No me eches esa vaina, vale. ¿Tú crees? —decía, y volvía a acomodarse los pantalones y la camisa.

—No me pares bola. Así estás bien —dije yo, como restándole importancia al asunto.

Después lo vi salir del Danton y más nunca volvió a dirigirme la palabra. Las veces que lo veía en algún bar de Sabana Grande o en alguna de sus exposiciones hacía como si no me conociera. No me miraba y las veces que lo hacía era peor, porque yo sentía como si me atravesara con sus ojos fijos, dulces y tristes a la vez, como si a través de mí sólo indagara en el aire.

Delio terminó su trago y nos trajeron la cuenta. Era la una de la mañana y el Estrella de China estaba por cerrar. Cuando puso un pie en la calle, sintió el viento frío de la noche en el rostro y algo parecido a la felicidad pasó volando entre la cresta de su pelo y su nariz hasta perderse en la última esquina de su mirada. Yo en cambio sentí que había estado demasiado tiempo en aquel lugar, como si hubiera entrado hacía mucho y sólo ahora, veinte años después, me hubiera acordado de salir. Un gato de pelambre negra y azul llegó a su lado y comenzó a restregarse cariñosamente contra una de sus piernas y Delio se distrajo acariciando el lomo del animal.

Fue ese momento el que aproveché para golpearlo. Después de los primeros puñetazos dejó de temblarme el labio. Cuando estuvo en el piso me pareció suficiente con una patada en la mitad del rostro y otra en el estómago. Lo dejé tirado y me fui caminando hasta la esquina y allí, en la desierta estación de gasolina, me detuve y volteé la mirada. Me pareció ver un bulto que se movía a lo lejos y pensé que desde allí Delio parecía una sombra sacudida por dulces pesadillas.

Poco a poco aceleré el paso y al darme cuenta ya estaba corriendo. Después se me nubló la vista y supe que estaba llorando. Sin embargo, me detuve fue por el extraño sabor a sangre que tenía en la boca. Hilos oxidados bajaban de mi nariz hasta mis labios. Tenía la nariz destrozada.

Y entonces me sorprendí a mí mismo recitando, balbuceando entre lágrimas y sangre, algunos versos famosos de Vallejo, que sólo yo conozco.

Del libro: Los invencibles (Random House Mondadori, 2007)

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