¿Lugar de residencia?, por Daniela Jaimes Borges

23/ 09/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, Opinión

Para Carlota Eloísa,

gata

 

Estar sin saber es un consuelo. Saber no estar es una protección.

Gustavo Pérez Firmat


El exilio ha sido como mi patria, o como una dimensión de una patria desconocida pero que una vez que se conoce, es irrenunciable.

María Zambrano.

I

Hoy me convoca el exilio, como fondo, como perfume, amago y verificación, alcance y nada. Se me ocurre comenzar recordando a Edward Said quien escribe: «El exilio no es nunca un estado satisfecho, plácido o seguro del ser (…) El exilio es la vida sacada de un orden habitual» y derivar desde ahí a todas las formas que de golpe llegan, porque es la única manera que conozco para tratar de permanecer ante este aroma de desarraigo. De golpe. Casi un sacudón que el borde te va dando.

La intermitencia de un estado a otro, de un lugar a un no lugar, probablemente sea al que se pertenece, como si todo en la vida fuera de paso, incluso cuando el paso no deja una huella, porque el paso también se va. Siempre ocurre esto con el exiliado. Y es una imagen que me abrasa cuando tengo que hablar de maletas y cajas que no existen, porque el lugar también es discontinuo. No hay un momento certero para llenar o vaciar las c(a)osas, porque no hay tampoco nada que sacar ni dejar entrar. Acaso un aire de voluntad para asumir también éso.

Pienso en la condición de «exilio interior» a la que vuelve Michelle Ascencio en su Viaje a la inversa, me tiemblan las manos y el pulso para explicarlo, y no porque crea que deba resumir lo que en su libro dice, sino porque el espejo es algo a lo que uno siempre debe temerle. Entonces busco en un diccionario, evado, con una definición de exilio que me permita apropiarme de ella y hacer uso de la misma sin que nada se me escape. La Real Academia de la Lengua Española define exilio como la «separación de una persona de la tierra en que vive // expatriación, generalmente por motivos políticos /// lugar en que vive el exiliado».

Tendría entonces que agregarle u objetarle al diccionario, que la separación implica haber estado antes, que la expatriación, existe sólo si la casa ha sido la primera patria y que los motivos no son políticos o sí, políticas del alma. Tal vez entré en una gran contradicción. Busco conceptualizar y me doy cuenta de que las palabras para definir vacíos nunca quedan como una quisiera, como una ha explorado la firmeza de la irrealidad dentro del despojo que nos enreda el cabello; porque tratar de entender algo en lo que uno no sabe cómo está ni ha llegado, permaneciendo más que nunca en ninguna parte, es una suerte de azar que sabes,  no terminará nunca.

Hace un momento escribía en una red social que una de las cosas que más me deprimía era llenar cualquier tipo de formulario y su respectivo ítem: «Lugar de residencia», sabiendo también que esto no es nuevo para mí ni para nadie, porque todos hemos estado de alguna manera desarraigados, fuera de lugar, exiliados y también hemos dejado de estarlo, pero otros, y fíjense que digo otros y no todos, como si «otros» se tratará de una categoría del ser, han estado ahí siempre, sin ningún tipo de referencia que no sea la del exilio. Ni salir. Ni entrar. No se habla de ventanas y mucho menos de ventilación, no cabe ni siquiera la gastada metáfora de cerrar y perder la llave, porque no hay llave para una puerta que no existe, ni una puerta con el vacío esculpido en el que se incorpora una llave.

Estar a flote parece ser la única manera de existir cuando se está fuera de todo, vencido por la nada que renuncia a la profundidad de establecer relaciones más perdurables, porque el paso abisal no da tiempo para corresponder tantas veces como se quisiera y es ahí donde vuelvo al inexorable camino del exilio interior, entendiéndolo, como un estado de intermitencia e interrupción desde adentro; el bolsillo que le resta a lo que aún nos llama humanos. No se trata jamás de un estado que paraliza, porque eso supondría volver a estar en otro momento, sino más bien se trata de ir aceptando sin saber qué se está aceptando, seguir en la superficie y de vez en cuando, abajo, cuando la ola te recupere. Irrenunciable, en palabras de María Zambrano, cuando se toca.

 

II

Hace unos días habilitaba una mesa, movía un mueble, le hacía espacio a mi gata, hace unos días estaba recuperada por la ola. Pero hoy debo llevar a mi gata conmigo y a donde sea, porque es la única renuncia que no me permito.

A veces creo que los gatos no saben de exilio, saben, sí, de vivir y vivir bien. Por éso le tomo fotos a diario, la miro detenidamente, imito sus gestos y su parsimonia; la lección de vivirla es casi la salvación ante la angustia de un no lugar. La gata me enseña y yo se lo permito.

Ya me habían advertido que ella no era mía sino yo de ella y cómo reconforta saberse de alguien tan grande. Y justo ahí es cuando uno cree aprender a vivir sin estar viviendo o saqueado de la noción tácita de la muerte.

Hoy mi gata, Carlota Eloísa, se sienta cerca mientras yo descubro mi espacio, mientras escribo, y me ignora, me tira la taza del café y apaga mi cigarro mientras juega. Tal vez quiera que no sostenga nada mientras voy dejando un paso que también se va conmigo. No lo sé. Le he dado mucho poder a la interpretación que practico con todo lo que ella hace, incluso en las marcas que me deja en el cuerpo, esa alergia. (Terror se combate con terror, leí una vez en una pieza de Rodolfo Santana, y estoy convencida de que esta alergia se me quita teniendo a Carlota junto a mí.)

Entonces voy configurando la estrella de la (c)asa sin puntas, al menos la voy redondeando con el Play-Doh que me queda de la niñez para no hacerme daño a mí misma, es decir, daño a mi Carlota.

La mesa está casi caída, sabe que debo dejarla, la silla tiene solo una pata, el café se extinguió y la nevera llora al extraerle el último cubo de hielo para mi lesión en el brazo. Quisiera desencajar uno de los siete tornillos que soportan mi columna para sostener una sábana, tener una carpa con un piso salpicado de lágrimas para endurecer la tierra cuando seque, prender luces de bengala, abrigarme con Carlota, pero ella sabe que no es ni será una muleta. Es compañía.

Todo quisiera lejos del retorno.

 

III

En el dolor también hay ficciones… me digo, para matizar el lugar y el café que supongo… llegará mañana. Pero no hay un solo momento para despecharse por los abandonos, porque el primer abandono no ocurrió cuando te dejaron en el coche, sino el que tuviste cuando caminando te perdiste de ti. Amando a quien no tenía(s) que amar(te), cuando creíste que vaciando tu ropa en algún cajón pertenecías a un lugar en el que amabas pero no te amaban y viceversa, cuando reposaste tu cabeza para tratar de entender el corazón del otro que probablemente vivía tan exiliado como tú y por éso y más, no puedes culpar a nadie, si es que la palabra culpa significa algún tipo de purificación del dolor ante el que estuvo de alguna manera.

 

IV

La soledad es una belleza mayúscula, sostenida, sin enmiendas ni tachaduras, sin quejas. La desolación es otra cosa. Otro ítem. Y es precisamente lo que se vive cuando estás siendo el desarraigo, no el desarraigado y la equilibrada rama que está a punto de barrer la sombra de mar que imaginas.

Uno puede desplazarse de un lugar a otro, vivir en otro país, pensar, como leí una vez, que la casa es uno, pero protesto y digo: ¡Yo no soy un caracol! Y voy y me cambio el nombre por una escafandra, porque la palabra tiene un sonido precioso, porque con ella tienes peso y puedes sumergirte, hallar un pez de madera, un anzuelo de cristal y leer una novela que no te rompa las esquinas, la morada de papel que algún día te cambiará el lugar de las costillas, para que le pelees a otro hambriento, las sobras.

 

V

Un exiliado, entonces, también es otro invisible porque no sabe mirar al mundo y el mundo lo ignora no por despreciable o desolado, sino justamente por invisible. Invisible como suele ser el Paraíso que los depresivos, no conocen. Tal vez por la falta de abrazo, de besos en la frente, de solidaridad de uno con uno, de amistad con el cuerpo que habitamos, porque en el fondo, todo es andamio que sostiene, momentáneamente, lo que ha de caer(se).

En La destrucción del danzante, Virgilio Piñera canta.

 

Pero el danzante sabe caer con la caída del polvo de los astros,

Cuando ligeramente pálido,

Acaricia la extraña piel del rumor ajusticiado

Que gime del placer entre dos damas

Condenado al errante destino de las calladas flores.

 

Y justamente eterno, él, va sin remedio en la sombra de su sombra, aunque suene interminable y yo haga uso, a lo largo de esto, de la única conjunción que se parece a estar fuera: «y», porque las comas y las conexiones quedan demoradas en una paciencia que no dibuja un árbol genealógico más coherente que pensar en y… y… y… Y el destino y el fracaso y lo errante y el ruido y lo decapitado y lo inverosímil y la bondad y la honestidad y la desgracia y la paciencia y la calle y los rastros y las secuelas y el efecto sostenido de liberación prolongada.

 

VI

Probablemente haya que decir que un exiliado también está en una condición propicia para el cambio, siempre y cuando se sepa que estás en un frasco, una isla dentro de otra, sin mar, sin la furia del mar y mucho menos sin la promesa que te hayas hecho ante ese azul sin fondo. Porque lo favorable, supongo, tiene que ver con convertir los dedos en templanza para no tejer más abismos, para no encapsularte más, para no esperar ningún ser salvador, porque éso también es inverosímil.

Salvarnos, sí, como sea. Empezando con uno que se hace fiera ante el espejo, que se queja o sublima en palabras, la desolación, y cree que con eso tiene un libro. Cambiar la metáfora, los personajes de la obra de teatro, por una acción que se deslice a nuestro favor. Aprender a flotar, aprender de Carlota, arañar sólo si es necesario, guardar los dientes para el mejor bocado, pintarse el cabello para dibujarse, usar lentes grandes para disimular la noche que no pasaste en ninguna parte y caminar, así sea para perseguir una pelota que tampoco te pertenece. Tirarte en la grama y hacerla casa un rato, sostener un libro y que sea la biblioteca que quisiste, saludar a alguien para escucharte la voz. Ser uno su ansiolítico cuando tampoco te quede de esa caja. Sujetar una moneda grande en tu ombligo para no sentir que la vida se te va cuando no puedes dormir, dejar que te tomen una foto y sonreír, ponerte metas que se logren sólo mirando el sol sin esquivarlo, hacer teatro para ensayar lo que serás cuando la obra termine, abrazar a un amigo, que sólo te verá un rato, para recordar que sabes amar, desprenderte de la permanencia porque la permanencia hace daño, desenredarte el cabello sin usar las dudas, no hablar de la familia sino tienes nada bueno que decir, no extrañar gritando, sólo adentro. Resistir, resistir, resistir.

Y finalmente dejar al amor en paz, porque se ha convertido en tu guerra por las ganas de tenerlo, porque usurpaste al otro con su silencio y posterior invisibilidad, amando como quieres que te amen.

Entonces: quedarse con la gata porque tal vez sea lo único que te necesite en el tránsito. Enamorarte sin la recompensa, porque nadie quiere estar para contenerte. Todos necesitan una tranquilidad que el exiliado, el expatriado, el desarraigado, el desolado, pero con una gata, no tiene.

El que no tiene lugar, también, necesita la tranquilidad para aprender y darla de vuelta. Dejemos las culpas en paz, insisto.

 

VII

¿En qué parte del mundo hallamos el acta de nacimiento de este que nació y nunca tuvo lugar?

 

VIII

¿Lugar de residencia?

y…

y…

y…

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