Noticias de la frontera, de Miguel Hidalgo

07/ 07/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

Noticias de la frontera

 

frontera01Uno

Hoy he dado de baja a un guerrillero. Se dejó ver detrás de los matorrales y no lo perdoné. Un solo disparo. Limpio y certero. La bala perforó casco, cráneo y cerebro. Quedó despatarrado, a escasos treinta metros del campamento. Le colgaba la lengua y tenía los ojos muy abiertos y en blanco. Era muy joven, casi un niño. El Mayor reunió al resto del pelotón y me felicitó frente a todos. Carajo, Salcedo, te enseñamos bien, dijo. ¡Sí, señor!, dije. Vaya que eres una verdadera máquina asesina, dijo. ¡Sí, señor!, grité con mi mejor aliento patriótico. ¿Qué borramos?, preguntó el Mayor. ¡Guerrilleros!, gritamos todos al unísono. El Mayor vio el cuerpo en el suelo y dijo guerrilleros un coño. Estos pelados de ahora son puros malandros secuestradores. Narcos de pacotilla. Los guerrilleros ya no existen. Yo mismo los borré a toditos en los sesenta.

Así estuvimos un rato, hasta que el Mayor nos mandó a seguir con lo nuestro. A dos cabos que tenían castigo encima los encomendó a deshacerse del cadáver. Uno de ellos lo tomó por los brazos. El otro por las piernas. Se estaba haciendo de noche cuando terminaron el trabajo.

Luego comenzó a llover. Y luego escampó.

 

 

 

Dos

Una vez le pasó algo al cabo Juan Toro. Era mediodía y la estábamos pasando bien. Marcano, un recluta de Barinas, coló en las barracas una botella de guarapita de parchita casera y un radio viejo. Sólo logramos sintonizar un partido entre el Deportivo Táchira y el Caracas Fútbol Club. Ninguno de nosotros sabía ni papa de fútbol pero igual nos instalamos a escuchar el partido entero. Hicimos apuestas. Como yo era el único de la capital, puse las manos al fuego por el Caracas. El resto le fue al Táchira. Resultado final: tres a cero. Gané tres cajetillas de cigarros, trescientos pesos colombianos y una Playboy que le terminé canjeando a Marcano por un yesquero con linterna. Ya estábamos bien puestos cuando el Mayor entró en la barraca.

–A formarse –rugió.

Así hicimos.

Caminó entre nosotros mirándonos uno a uno. Llevaba un manojo de papeles.

–Correspondencia –dijo el Mayor. Y empezó a repartir sobres a medida que mencionaba nuestros nombres.

Cada quien cogió lo suyo. Y aquí es donde viene lo de Toro. Su mujer le mandó una serie de fotos. Estaba tan emocionado que las compartió con nosotros. En las primeras, la mujer salía vestida con jeans y franelilla, acostada en la cama haciendo diferentes poses. Dos fotos después, aparecía quitándose la franelilla. Dos más adelante, los jeans. Así continuó hasta que quedó desnuda. El pelotón completo gritó barbaridades. Toro, que por alguna extraña razón nos seguía mostrando a su mujer desnuda, pasó foto tras foto como si nada.

–Es un bombón, ¿dígalo? –decía.

Luego vino el desastre. En una foto apareció un tipo al que no se le veía la cara. Dos fotos después el tipo le metía el miembro en la boca a la mujer de Toro. Dos más y procedía a empalarla en cuatro patas. Y en las últimas cinco el tipo le pasaba el pene entre las tetas y le acababa en el pecho. Toro dejó caer el montón de fotos. Tuvo una rabieta de mil infiernos y volteó su catre y el de Contreras. Entre varios lo inmovilizamos y lo llevamos afuera para que no echara abajo toda la barraca. Gritaba y lloraba con los ojos desorbitados. Pasó una hora antes de que se calmara. El Mayor le dio dos semanas de permiso a Toro para que fuera a un psicólogo del ejército que hacía consultas en San Cristóbal.

Todo aquello parecía un mal chiste por lo del apellido de Toro.

El montón de fotos lo botamos, aunque un día Marcano me confesó que se había guardado unas cuantas para cuando le dieran ganas de hacerse una pajita.

A todas éstas nunca supimos si las fotos las mandó la mujer o el tipo al que no se le veía la cara.

Toro regresó a la semana. Parecía más tranquilo y hasta se le veía con ánimo. En dos días partiríamos a la línea de fuego en la frontera con Colombia. La vaina pelúa, como le gustaba decir al Mayor. Y aunque nadie mencionó más el asunto, aunque todo parecía haber vuelto a la normalidad, sabíamos que Toro no podía ser el mismo.

Tres

El Teniente estaba muy enfermo. Se cansaba cada cien pasos y le costaba respirar. También vomitaba todo lo que comía. Pero lo peor de todo era su diarrea. No avanzábamos si quiera un minuto sin que tuviera que detener la marcha y perderse en los matorrales para vaciar lo que le quedaba en el intestino. A veces llegaba a nuestros oídos el trompeteo de sus nalgas, y si la dirección del viento era desfavorable también llegaba a nuestras narices un olorcito como a azufre. Cuando al fin volvía, pálido y empapado en sudor, retomábamos nuestra marcha. Al ritmo que íbamos, nunca peinaríamos la zona como se nos había ordenado.

El Teniente le echaba la culpa al último guiso que preparó Becerra, el cabo encargado de la comida.

–Maldita carne de perro –decía al borde de un desmayo.

Como dejó de comer y de tomar agua, se deshidrató y se debilitó con rapidez. La arremetida de antibióticos que le propinó el paramédico no fue suficiente. Comenzó a quejarse de unas puntadas en el abdomen y de que se le dormían los brazos y las piernas. Hicimos contacto con la base. No mandarían el Cougar AS-565 hasta dentro de tres días. Todas las unidades aéreas estaban en vuelos de reconocimiento en Apure y no iban a sabotear la labor por una simple diarrea. El Teniente ordenó armar el campamento ahí mismo donde estábamos. Hicimos todo lo que mandó y nos resignamos a esperar más órdenes. La mandadera finalmente lo agotó y a las 1800 horas cayó en coma profundo.

Terminó mi guardia y me fui a dormir. No pude hacerlo por mucho tiempo. Oí gritos. Me levanté listo para la batalla y agarré el fusil. Salí de la carpa. El pelotón entero estaba reunido afuera mirando al Teniente que se retorcía en el suelo y se restregaba las manos en el trasero. Bonilla y Da Sousa, que eran los que estaban haciendo la guardia en ese momento, vieron que el Teniente había salido de su carpa para hacer pupú por enésima vez. Parece que se le olvidó llevar el papel toilet y se limpió con lo primero que tenía a la mano. Tuvo tan mala leche que lo que encontró fue una planta que causa urticaria cuando hace contacto con la piel. Algo así como hiedra venenosa.

El Teniente se quejaba y arrastraba el culo por el piso. Justo cuando pensábamos que las cosas no podían empeorar, se desmayó. Parecía una lagartija patas arriba. Se había puesto tan blanco que se le veían las venas del cuello y del pecho. Estaba brilloso por el sudor y la luz de la luna. Lo dimos por muerto pero al rato abrió los ojos y balbuceó un par de oraciones. Creo que le oí decir «Llévenme a mi casa», pero es poco probable que el Teniente dijera eso.

 

Cuatro

Enviudé hace unos meses. Un ejercicio de maniobras con granadas de mano salió inexplicablemente mal y me quedé solo. Se suponía que debíamos hacer un hueco en la tierra, quitarle el seguro a una granada, contar hasta tres en voz alta, embocar la granada en el hoyo y tirarnos boca abajo, de modo que nuestros pies quedaran bordeando el hueco y nuestras cabezas lo más lejos posible, a salvo del estallido. La idea era coordinar cada paso con tu compañero. Tu vida dependía de él y la suya de ti. Cada uno tenía un turno de accionar la granada y ponerla en el hueco. Yo fui el primero y todo salió a la perfección. Lo malo vino cuando le tocó a Fajardo, mi esposa. La explosión de la primera granada nos había dejado los oídos pitando y las piernas adoloridas. Fajardo quitó el seguro. Gritó uno, dos y tres y embocó la granada en el agujero. Nos lanzamos sobre nuestros estómagos. Todo parecía que iba a salir bien, pero algo pasó. Algo que hasta el sol de hoy nadie sabe cómo pudo suceder. La granada estalló. Sentí piedritas y tierra cayendo sobre mi cabeza. Como a lo lejos oí un grito de agonía. Era Fajardo. Tenía un pedazo de metal caliente enterrado en el cuello. Se le iba metiendo más y más hasta la garganta. Fajardo se retorció como un puerco degollado. El paramédico llegó un poco tarde. Yo me había quedado pasmado, sobreponiéndome de la impresión; pero en cuestión de segundos vacié mi cantimplora sobre el cuello de mi esposa. Sonó exactamente como cuando se enfría el metal al rojo vivo. Del agujero en su cuello se descosió un hilo de humo. De repente dejó de moverse. El paramédico le buscó el pulso. Yo estaba ahí, mirando a Fajardo, con aquel metal en su garganta, tieso y con los ojos apuntando hacia la estratosfera. El paramédico intentó varias cosas, pero no pudo hacer nada.

Así fue que me quedé viudo.

La idea de los matrimonios fue del Sargento Urribarri. Consistía en una ceremonia que además de mantener arraigado el compañerismo y el trabajo en equipo, era una forma de humillarnos y malearnos a su manera. Cada soldado debía tener una esposa. Esa esposa era otro soldado. Ya casados, debían estar siempre juntos, pasara lo que pasara. Hasta que la muerte los separe, decía el Sargento. Para que nos quedara bien clara la idea, nos ofició una boda. Pero en vez de vestir traje, vestimos el uniforme y cargamos con el equipo reglamentario completo. En vez de desfilar por el altar, nos hicieron trotar bajo la lluvia por horas y cumplir circuitos en el campo de obstáculos. En vez de aquella basura de «¿aceptas en matrimonio, para amar y para honrar a fulanita de tal?», el Sargento nos hizo formar en filas de a dos y escupió a todo gañote «Escuchen, cagarrutas, el hombre que tienen a su lado es la mugre en sus uñas. Cada uno tiene que meter en su cabeza lo siguiente: Sólo él salvará tu vida. Sólo tú salvarás su vida. Desde este momento está ligado a ti por un vínculo de muerte. Es la ley de la guerra. En el nombre de esta patria y en el nombre de los muchos que morirán en el campo de batalla; les ordeno que se unan en santo matrimonio. Ahora pueden besarse». Con besarse, el Sargento quería decir que nos demostráramos lealtad con un golpe en el estómago. Fajardo me encajó el puño a la altura del ombligo y me dejó sin aire. Tuve sólo unos segundos para recuperarme. Cuando lo hice, le coloqué un derechazo en toda la boca del estómago entonando un frenético grito de guerra. Así que estábamos casados. Hasta que la granada mató a Fajardo.

Estar casado con otro soldado significaba vivir las veinticuatro horas del día junto a él. Había reglas básicas. Ningún miembro del matrimonio podía separarse más de cinco metros del otro. Debían estar siempre juntos. Compartías litera con él, comías con él, ibas al baño con él, trotabas en las mañanas con él. Tu pareja podía estar vomitando el desayuno entre los matorrales, podía estar hecho polvo en el piso de las letrinas, llorando por noticias que llegaban de casa, pasara lo que pasara, no podías alejarte de él. De lo contrario, había severas represalias. Un día, en la cola del comedor, Fajardo se alejó de mí unos metros más de los recomendados. Cuando nos dimos cuenta ya era demasiado tarde. El Sargento nos hizo botar el arroz con imitación de Spam. Además de quedarnos sin almuerzo, nos tocó limpiar el despacho del Sargento. No sé si fue el hambre, pero tuve el atrevimiento de  preguntarle al Sargento por qué nos hacía casarnos así. «¿No le parece un poco gay, Sargento?», agregué al final. Fajardo me golpeó con el codo para que cerrara el pico, pero el Sargento me respondió con calma.

–Cabo, el campo de batalla resguarda un secreto. Yo le voy a decir cuál es. Es el amor. Aquí nadie quiere soldados enyucándose en las literas y en las duchas. Aquí sólo manejamos fines militares. Si un soldado entra en combate, donde sabe muy bien que de un balazo le pueden sacar las tripas por el culo, lo hace con una idea en mente: salir vivo de ahí, ¿cierto? No sólo eso. Más importante es que su compañero también sobreviva y que él es capaz de arriesgar hasta su propia vida para que así sea. ¿Sabía que los soldados romanos y griegos batallaban junto a sus amantes, para sentir una motivación heroica superior a la política y a la militar? Esa motivación heroica no era más que el amor que sentían por el hombre que estaba a su lado. ¿Conocen la historia de Patroclo y Aquiles?

Fajardo y yo movimos la cabeza de lado a lado.

–Burros –dijo el Sargento.

Señaló una hilera de libros en la estantería detrás de su escritorio. Paseé mi vista por los títulos en los lomos. La Ilíada de Homero, El arte de la guerra de Sun Tzu, cinco volúmenes de Adiós al Séptimo de Línea de Jorge Inostrosa Cuevas, un tomo de El Toqui Pelantaru: Guerrero de la Conquista y una edición bilingüe de Tempestades de acero de Ernst Junger.

–Todo eso y mucho más está aquí, soldados –dijo el Sargento Urribarri–. Cuando entiendan eso, sus enemigos serán polvo.

Mi nueva esposa no pudo llegar en peor momento. A mí me decían El Viudo tras lo sucedido con Fajardo. El sobrenombre no me gustaba ni un poquito. Me había tocado pasar parte del entrenamiento solo. Para mí no hubo misericordia. El Sargento Urribarri se ensañó conmigo. Me exprimió los glóbulos blancos. La narcoguerrilla no te dará tregua, infeliz; me gritaba al oído cada vez que podía. ¿Por qué habríamos de dártela aquí?

Yo estaba rabioso.

Se llamaba Marcos Elías Romero. Alguien empezó a llamarlo Romerito y así se quedó. Era mi pareja, así que tuve que pegarle en el estómago y él a mí. Fue la peor primera impresión en la historia de las malas primeras impresiones. Era un tapón de 1,56 con actitudes de boy scout. De lejos se veía que jamás iba a encajar en el batallón. Miró la barraca como con asco, se tiró de bruces en la parte baja de la litera y dijo que cualquier cosa era mejor que quedarse en Caracas cortando matas en el Círculo Militar o pintando de blanco los árboles de Los Próceres.

Tenía unas costumbres bastante molestas. Por ejemplo, le gustaba entrar en las duchas cacareando como gallina y luego mirar a los lados pretendiendo que no había sido él. O cuando se echaba el desodorante, bailaba haciendo el paso del robot y cantaba guopechíe guoperó. En las noches le gustaba hablar de su familia en Caripito. Yo no le prestaba mucha atención y terminaba adormilado, escuchando como a lo lejos, una señal difusa, algo sobre su hermana que había abortado dos veces bebiendo kerosén.

Luego comprendí que yo no era el único descontento con Romerito. Una madrugada, el resto del batallón le dio la bienvenida. Lo sujetaron con correas y le afeitaron las cejas. Sentí que la litera se agitaba allá abajo, pero permanecí ajeno en la parte de arriba, fingiendo dormir plácidamente.

A la mañana siguiente, en el desayuno, mi nueva esposa me reclamó por no haberlo defendido. Clavé la cucharilla en lo que parecía ser cereal de avena sobre mi tazón. Me llevé una buena porción a la boca. Luego miré la cara sin cejas de Romerito. Mastiqué y tragué. Romerito me sonrió. Y en su sonrisa vi que nada de aquello tenía el menor sentido.

 

Cinco

Nuestro campamento estaba en un rincón olvidado de Apure, a pocos kilómetros del Arauca. En los tres meses que llevábamos ahí, ninguno había visto a una mujer. Las de las revistas no contaban. De tanto uso se arrugaban y se manchaban con hongos o se deshacían por la humedad o por el sol. Las mujeres de papel sólo saben desvanecerse, dijo el cabo Oviedo en un arranque poético al que todos respondimos aaaaay vaaaale.

También fue Oviedo quien dijo conocer un truco para hacerse una paja calidad. Así decía él, porque era llanero de Acarigua, y allá le dicen calidad a las cosas buenas.

–Cuando no hay papo a la vista –dijo Oviedo– se usa una concha de plátano.

Todos reímos sin prestarle mucha atención. Él se metió en la selva a buscar plátanos. Volvió a la media hora con cara de satisfacción.

A Muñoz se le ocurrió preguntarle un día cómo era eso de las pajas con plátanos. Oviedo explicó. Iba más o menos así:

Uno agarra un plátano. Lo pela, pero no mucho. Digamos que la piel se le baja hasta la mitad. Luego se extrae el plátano dejando la concha vacía. Si uno quiere se come el plátano o si prefiere, lo bota. Da igual. Entonces te forras el chaparro con la concha, te la aprietas bien con la mano de tu preferencia y te haces tu paja calidad. Aquello se siente como una mujer de verdad. Lubricada y azucarada. En eso consistía, según Oviedo.

Dos días después partimos a la línea que divide el Arauca y Apure. Un río que mantiene a distancia las hermanas repúblicas. Cruzas el río y ya estás en Colombia. A pocos kilómetros de nuestro destino, nos encontramos con una zona arrasada. En el sitio estaba otro pelotón veneco. A cargo estaba un Teniente de apellido Lobo con cara más bien de conejo.

El Teniente Lozada hizo el saludo milico.

–¿Novedades? –preguntó el Teniente Lozada.

El Teniente Lobo hizo una mueca extraña.

–No se lo van a creer –dijo con naturalidad.

Esperábamos que nos dijera que se acabaron los conflictos y que la guerrilla había devuelto a todos los secuestrados y se habían rendido prometiendo no entrar más nunca en nuestro territorio.

–Mujeres –dijo el Teniente Lobo.

Lo primero que pensamos fue que había un burdel cerca. Me imaginé en una hamaca, fajado encima de una india anémica. Tierna, jadeante y sudorosa. Me mordí los labios.

–Un pelotón de mujeres vuelto mierda –siguió explicando el Teniente Lobo.

La emoción del pelotón se esfumó de inmediato.

–Nos las encontramos de vainita. Íbamos al filo del Arauca cuando cayó el cabo Tovar de un trallazo en el ojo. Como era actividad hostil en nuestro territorio, respondimos con todo. Dieron pelea, las zánganas. Las bañamos con plomo y con los M66 pero igual nos llevó una hora borrarlas. No supimos que eran mujeres sino cuando cesó el fuego y fuimos a ver los cadáveres. Eran unas veinte o treinta. Son raros esos pelotones de mujeres. Las FARC usan estos escuadrones especiales para otras cosas. Traslado de rehenes, negociaciones y cosas por el estilo. Casi nunca las mandan al frente. Casi nunca las hacen cruzar a nuestro lado.

Las caras del otro pelotón estaban borrosas. Eran rostros perdidos en un punto lejano y oscuro. Algo había cambiado en ellos, pero no está dentro de mis posibilidades decir qué.

 

Seis

Yo ni estudiaba ni trabajaba y me la pasaba en la calle vagueando. Un buen día me agarraron los de la Guardia. Me enlataron en un camión con otro montón de sátrapas, me llevaron al Círculo Militar y me pelaron el coco. Me clavaron la cara en el fondo de una poceta y un tenientucho que se creía Patton me dijo «Te jodiste, carajito. Te vas pa’ la frontera a defender tu patria».

Terminé en La Guajira, donde el calor es volcánico. Para volverse loco y morirse, en ese orden. Si no te matan los narcos o la mafia guajira, te mata el calor.

Por eso decidí escaparme.

Una noche me tocó hacer guardia junto a Arrechedera, un recluta que era chingo. Le conté mi plan y al principio le pareció una burrada, pero luego no le pareció ni tan mala idea y quiso venirse conmigo.

Dejamos nuestros puestos a las 2300 horas. Escalamos un cerrito que quedaba detrás del lugar más apartado del campamento, más allá de las letrinas. Luego atravesamos una planicie sin tener muy claro adónde íbamos. Trotamos hasta que amaneció. Arrechedera llevaba consigo hojas de coca y las masticamos para mantener el ritmo. Estábamos tan desquiciados y éramos tan idiotas que queríamos pasarnos a Colombia caminando. Como era de esperarse, nos perdimos. Pero bien perdidos. Nos topamos con un laguito de agua apestosa y se nos ocurrió caminar guiándonos por su orilla. De vez en cuando veíamos horcones de palafitos abandonados.

Esa noche, cuando ya me estaba arrepintiendo de haberme arrastrado al condenado chingo y esperaba que de un momento a otro nos encontraran los narcos y nos fusilaran, perdimos el conocimiento y nos desplomamos, desmayados sobre nuestros morrales.

Abrí los ojos de cara al cielo. El sol comenzaba a hacer de las suyas. Arrechedera estaba sentado en un tronco seco viéndome sin parpadear. Junto a él había un indio viejo que también me observaba. Mi primer impulso fue agarrar el fusil. Arrechedera me pidió calma y el indio echó una carcajada de otro mundo. Es un chamán wayuú, dijo Arrechedera. Dice que sintió nuestros espíritus rondando anoche por aquí. Los dejamos libres cuando nos dormimos y por eso supo dónde estábamos. Según el chamán, que hablaba un castellano atropellado, nuestros espíritus pedían ayuda y estaban molestos con el universo. Por eso respondió a su llamado, para arreglarlos. A mí todo aquello me parecían patrañas. El viejo era un esqueleto sucio. Tendría como mínimo noventa y nueve años. Usaba una túnica tejida y muchos collares de semillas y caracoles. Sólo tenía un diente amarillento y todo picado. Me recordaba a Joselo cuando hacía de indígena en el canal ocho.

Arrechedera estaba en trance. El chamán le había pintado unos círculos en la frente con ceniza y le había descubierto el pecho, donde había más círculos y signos. Me puse de pie. Me habían quitado las botas y las medias. También tenía el torso desnudo. El chamán me hizo señas para que me sentara. Al principio me pareció una mala idea y le pregunté a Arrechedera qué era lo que estaba pasando, pero el muy imbécil respondió algo que no comprendí. El chamán se hacía entender mejor en su wayuú que ese chingo de mierda. Insistió en que me sentara y así hice. Estaba cansado y aturdido y no tenía ánimos de hacer nada. El chamán agarró ceniza de un tizón que había en el piso y me dibujó círculos y signos en la cara, en la frente y en todo el pecho y la espalda. Su dedo se sentía áspero haciendo trazos en mi piel. Pensé que ya había terminado y estaba dispuesto a pararme, vestirme y seguir la marcha cuando me contuvo para que permaneciera sentado. Arrechedera seguía muy quieto. Me veía con fascinación. Le grité una grosería para que despabilara. El chamán me puso el dedo en la boca y me siseó para que me callara y dijo algo en wayuú. Luego sacó unos manojos de matas y raíces, colocó unas cuantas en una totuma, agregó aguardiente de palma y mezcló todo con una piedra hasta que quedó un líquido espeso de color azafrán. Me hizo tomar el brebaje. Sentí mi garganta en carne viva y luego un picor espumeante que disipaba el sabor a tierra y a verdura cruda. El chamán me pidió que cerrara los ojos y que repitiera una frase en wayuú. Estuve así un rato, repitiendo una y otra vez aquel mantra, hasta que comencé a sentirme muy borracho.

Lo que vino después es un poco confuso. Sé que el chamán cantó por horas y nos tocaba la frente. Y cuando lo hacía temblaba y exhalaba bocanadas de aire. Luego hizo unos movimientos que parecían una especie de baile y nos hizo dar vueltas y más vueltas. Me mareé mucho. Fue ahí cuando nos hizo ponernos de pie y nos llevó al lago. Entramos hasta que el agua nos llegó a la cintura. El chamán comenzó a mojarnos la cabeza y el cuerpo para limpiarnos la ceniza. Nunca paró de cantar y de decir cosas en wayuú. Después salimos del agua. Nos volvimos a sentar y bebimos más brebaje. El chamán siguió cantando sin parar por horas, hasta que Arrechdera y yo fuimos quedándonos dormidos otra vez, en completa paz con el universo.

Despertamos al mismo tiempo. Aún no había amanecido. Sólo había un destellito de luz en el cielo y estaba fresco el aire.

Sentía la boca seca y el estómago estragado. Los pómulos y los hombros me ardían. Sin embargo tenía una sensación de vigor en la cabeza y en el pecho. Arrechedera se veía igual. Estaba tan acelerado que fue mucho más difícil comprender lo que decía. El chamán no estaba por ninguna parte. En el piso había una bolsa tejida. Dentro había frutas secas, una botella de aguardiente de palma y dos figuras de barro. Parecían guerreros. Teníamos puestos unos collares de caracoles y semillas como los del chamán, que sonaban con cada paso que dábamos. Nos vestimos y retomamos nuestra huída. Ya nos importaba poco si nos moríamos de hambre o de sed o si nos agarraban los narcos. Ni siquiera sabíamos si estábamos en territorio colombiano o venezolano. Simplemente caminamos por  el crisol que es La Guajira, con la única idea de que a donde sea que fuésemos, estaríamos mucho mejor que en cualquier otra parte.

 

Caracas, 2009

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