Payaso, de Rodrigo Blanco Calderón

08/ 06/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

payaso-de-miedoPara Salvador Fleján

“Hit me, Clown”.

Korn. Clown.

Archivos olvidados. Así se llamaba el blog y sólo así podía llamarse. Aquel lunes, Alex Bell había llegado temprano a la redacción para actualizarlo, aprovechando las horas serenas que arrullaban la sede del periódico hasta las diez de la mañana. Se trataba de la segunda entrega de lo que los lectores, después de muchos comentarios, habían bautizado espontáneamente como El episodio del policía erótico. Las fotos –que mostraban a un funcionario de la policía en ropa interior, con el chaleco antibalas y el casco puestos y con la pistola en mano- habían causado furor. Tanto, que Alex Bell llegó a dudar de la conveniencia de publicar la segunda tanda, aún más comprometedora que la primera.

            Gracias a esas fotos, sus lectores se habían multiplicado como un virus. Sin embargo, ni los habituales ni los nuevos seguidores se habían preguntado por eso que en las artes visuales se llama “perspectiva”. Quizás pensaron que el policía se las había tomado a sí mismo. O que, a lo sumo, había sido alguna amante con debilidad por los hombres en uniforme. Nadie parecía contemplar otras posibilidades.

            En el fondo, no tenía dudas. No había sentido una emoción tan fuerte desde la primera vez, en un cybercafé del centro de Caracas, cuando tuvo la ocurrencia de abrir la carpeta de archivos temporales de la máquina que estaba usando. El hallazgo y la necesidad de difundirlo se trasformaron en un impulso eléctrico que concretó en ese mismo instante. Como un monumento fugaz al lugar del descubrimiento, creó el blog en aquel roñoso cybercafé y lo tituló de la manera más transparente que pudo: Archivos olvidados. Un pervertido homenaje a la intimidad que queda varada en el limbo de una computadora tan anónima como sus usuarios.

Alex Bell se dispuso a terminar su labor. La noche anterior había escrito los textos que acompañaban las imágenes: descripciones detallistas, irónicas e inclementes de posturas, vestimentas y gestos. Situaciones imaginarias que elaboraba por la sugestión de las fotos y que a más de un lector atento había permitido reconocerle en el estilo inconfundible de su escritura. Ahora sólo debía disponer todo el material en la plantilla del blog y presionar el botón “Finalizar”.

Quiso revisar antes su correo electrónico.

Allí, en la bandeja de entrada, estaba la noticia que cambiaría el curso de aquella mañana, de las semanas siguientes y, tal vez, del resto de sus días.

            La convocatoria a la rueda de prensa era explícita. Anunciaba en grandes letras el regreso de Fonsy. No de “Fonsy, el payaso”. Sólo Fonsy, pues Fonsy era el auténtico, el más célebre payaso de la televisión venezolana.

            El show de Fonsy había mantenido un imbatible rating de audiencia desde mediados de los años setenta hasta el final de los ochenta. Fue en el año 1989, cuando la economía se vino a pique y tuvo lugar el Caracazo, que el programa salió del aire. Durante las dos décadas siguientes la leyenda de Fonsy había persistido con un curso desigual. Era un episodio vergonzoso de la memoria colectiva cuyo recuerdo provocaba un extraño deleite. Para los que fueron niños en aquella época, era un emblema kitsch de la infancia. Fonsy era esa sensación de ridículo que golpea a una persona cuando se observa a sí misma en el pasado con absoluta sinceridad.

La carrera de Fonsy, como sucede con todas las estrellas del show business, siempre estuvo acompañada de una sombría polémica. Se decía que Fonsy era un energúmeno. Se decía que, en realidad, Fonsy odiaba a los niños. Y se decía también que Fonsy no sólo odiaba a los niños sino que, de hecho, los maltrataba.

            Bell estaba al tanto de esta leyenda negra y además sabía, por experiencia, que era cierta. Esto lo pudo recordar porque trabajaba en el periódico, por ser el redactor principal de la sección de farándula y porque era seguro que le tocaría asistir a la rueda de prensa. De otro modo, la anécdota hubiese permanecido como hasta entonces, en la nebulosa de los recuerdos que se quieren borrar. Latente pero desconectada de su referencia, como un archivo olvidado.

            El juego de palabras le preocupó. Alex Bell tuvo el barrunto de que algo iba a pasar. Sintió con perfecta lucidez que la vida, por distracción o por maldad, se disponía a contarse historias a sí misma. Historias en las que los pequeños seres como él eran piezas de un engranaje que, después de confeccionar una trama, articular una frase valiosa o demostrar una idea, sería desmontado por el tiempo.

            Con exactitud fotográfica revivió el episodio. Ninguna cámara de televisión registró el hecho. No sucedió en el estudio de grabación sino en Fonsylandia, el parque de diversiones que Fonsy había inaugurado cerca del bulevar de Chacaito. Sus padres, después de repetidos berrinches, habían aceptado llevarlo un sábado en que Fonsy en persona estaría compartiendo con los niños.

Alex Bell tendría unos 8 años cuando aprendió que el infierno estaba hecho de colores chillones, globos y muchísima gente encadenada a trabajos de diversión forzosa. Desde la llegada, comprendieron que su único objetivo en aquel parque era hacer largas colas: de media hora para un miserable tobogán que resultó más peligroso que la bajada de Tazón, por el ángulo pronunciado y unos restos de Pepsi-Cola resecos que hacían de rampa de frenado justo al final; de otra media hora para entrar a baños muy parecidos a los de los peores bares que frecuentaría en sus años universitarios, pues los niños y los borrachos dicen la verdad y orinan en cualquier lado; largas colas para comprar cotufas frías, para jugar a tiro al blanco, para tomarse una imposible foto con Fonsy, el payaso.

            Sus padres no desperdiciaron el chance de propinarle una lección y lo obligaron a hacer la respectiva cola de cada uno de los aparatos. En la última de las atracciones, cuando ya su madre lo esperaba en un banquillo lejano mientras su padre pagaba el ticket del estacionamiento, tuvo lugar el encuentro. Por uno de los pasillos, a ritmo apresurado, lo vio pasar. Inmediatamente, Alex Bell abandonó la larga fila de niños y corrió en aquella dirección. Al alcanzar la esquina, vio que se dirigía hacia una puerta que estaba al final del pasillo. Reemprendió la carrera ante la posibilidad de que Fonsy desapareciera y también por dos niños que le habían seguido la pista y que a lo mejor pretendían arruinarle su momento especial.

            Los niños corrieron tras él y pronto acortaron la distancia. Alex Bell no iba a permitir que nadie se le adelantara y fue entonces cuando pegó el alarido:

            -¡Fonsy!

            Alex Bell gritó y mantuvo su marcha, con los brazos abiertos, como un fugitivo que busca asilo. Fonsy se volteó y se zafó con un codazo de esa turba de niños que lo acosaban.

            Alex Bell quedó estampado en el piso. No lloró. Los dos niños ya estaban a su lado y lo veían a él y luego a su ídolo sin saber qué pensar. Por una milésima de segundo, éste tampoco supo qué hacer. Pero Fonsy después reaccionó y lo hizo como lo que era: un payaso profesional. Sacó su as de la manga, la interjección que lo caracterizaba, el interruptor monosilábico que activaba el mecanismo de la risa:

            -¡Hueeep!

            Así dijo Fonsy y luego hizo su respectivo movimiento de caderas y brazos.

            Los niños empezaron a reírse y, cuando vio que la situación estaba controlada, abrió la puerta y desapareció.

Alex Bell observó con cuidado a su alrededor y encontró el ajetreo típico de la redacción a las 11 de la mañana. No le extrañó que nadie lo hubiese saludado. En el periódico era conocida su timidez enfermiza. Todos aceptaban esa forma de ser, esa vestimenta de último mohicano grunge, como el reverso disfuncional de su talento. Un talento que consistía en extraer de lo banal (viniera de la farándula, de la rutina de seres anónimos, de la cultura venezolana y sobre todo de su propia persona) textos perfectos que hacían llorar de la risa. Como si todo su comportamiento diurno sólo fuera la primera parte de ese gran chiste que era su verdadera existencia.

            Nunca lo había visto así. De hecho, nunca, hasta esa mañana, se había visto así: en tercera persona. Echó una mirada recelosa alrededor y tuvo la sensación de que en otra dimensión de la realidad alguien había descubierto aquella estampa de la infancia y desgranaba en palabras su historia.

             A la hora de la reunión de pautas, la noticia del regreso de Fonsy se había regado. Los viejos rumores sobre su temperamento, el estribillo de sus canciones, los nombres inciertos de los otros payasos que lo acompañaban, coparon las conversaciones. Todos se avergonzaban y la vez se alegraban de participar del recuerdo bochornoso de Fonsy. Alex Bell sintió que, de algún modo, las risas apuntaban hacia él.

            -Ve tú a la rueda de prensa –le dijo al pasante.

            La coordinadora del cuerpo de farándula y los otros periodistas se quedaron en silencio.

            -Yo quiero una entrevista en exclusiva –dijo Alex Bell.

            Todos soltaron una carcajada y lo miraron como si fuera un niño travieso.

            -Sólo tú puedes hacerlo –le dijo la coordinadora, con aires de complicidad.

            -Sólo yo –confirmó Alex Bell, y se retiró pensando en lo estúpida que se ve la gente cuando se ríe sin saber bien por qué.

            No tuvo dificultad para cuadrar la entrevista. La manager era Glenda de Fonseca, la famosa Fonsyna, una fan enamorada que a los 15 años de edad formó parte del ballet de Fonsy y que luego terminaría convertida en su esposa y en madre de sus hijos. La entrevista quedó pautada para el miércoles y tendría lugar en la propia casa de Fonsy. Esto último le llamó la atención, pero no más que el hecho de que hasta los payasos podían encontrar a la mujer de su vida.

            Aprovechó la modorra de las dos de la tarde y colgó la segunda parte de El episodio del policía erótico. Al oficial de las primeras fotos se sumaban tres más hasta conformar un peligroso y tierno trencito. Sólo llevaban puestos los cascos: una estratagema para ocultar sus rostros. El primer oficial mantenía la pistola en alto, confirmando con ese gesto su rango policial o su condición de locomotora. Nunca como entonces Alex Bell refrendó las palabras que había puesto aquel primer día a modo de presentación de su blog, Archivos olvidados: “Fotografías y otros archivos encontrados en computadoras de los cybercafés que visito. Olvidados por desconocidos imprudentes o conscientemente impúdicos. ¿Es esto legal? ¿Es esto moral? Lo dudo. Pero es divertido.”

            Sí, era divertido.

            A la mañana siguiente, la cantidad de comentarios superaba lo logrado en la primera entrega. Alex Bell lo presintió al llegar a la redacción y ver que todos lo saludaban y lo felicitaban. Desde que abrió el blog se había acostumbrado a no conectarse en casa: no quería derrochar la ocasión de explotar las perlas que aguardaban en las entrañas de los cibercafés perdidos de la ciudad. Instalado en su cubículo comprobó que el link de Archivos olvidados había sido rebotado por la mayoría de sus contactos en Facebook y Twitter. Entonces comprendió lo que ocurría.

            El problema no era que la gente hubiese transformado un chiste en una denuncia sobre los atracos y secuestros que perpetraba, con uniforme y a la luz del día, la Policía Metropolitana; ni mucho menos que hicieran de un bromista, comediante amateur o payaso virtual como él, un héroe. El problema era que ya lo identificaban, con nombre y apellido, como el autor del blog.

            Para calmarse, se concentró en su trabajo. Le dio a su pasante algunas indicaciones para la rueda de prensa que iba a dar Fonsy al mediodía. Después redactó dos notas sobre el estreno de una película y de una telenovela y luego se dedicó a preparar la entrevista.

            En Internet consiguió páginas hechas por fans nostálgicos, videos con segmentos de sus programas, fotos de distintas épocas, letras de sus canciones, breves párrafos biográficos y, no menos importante, los nombres de los payasos que lo acompañaron. De Sony Fonseca se sabía que, después de engavetar a su personaje en 1989, se convirtió en un importante y severo productor televisivo. Sin embargo, de Fufurufo, Chirrinchi y Mr. Wikili, de esos payasos a quienes Fonsy siempre jugaba malas pasadas, no se supo más.

Fue Guillermo Cabañas, un guionista de telenovelas retirado y gran conocedor del medio, quien le dio algunas señales. De los tres asistentes de Fonsy, Fufurufo siempre fue el más ambicioso. Llegó, incluso, a grabar un piloto para su propio show. El proyecto a última hora no cristalizó y Fufurufo terminó metido en un malhadado negocio de drogas que lo llevó a la cárcel. Al salir, ya estaba convertido en un adicto a la piedra.

-¿Murió? – preguntó Alex Bell.

-No sé. Al final, eso es lo de menos. Cuando el color de la piel se te confunde con la mugre de la calle quiere decir que ya has sido borrado –dijo Cabañas-. Por supuesto, siempre se pensó que Sony tuvo que ver con el fracaso de aquel piloto.

-¿Y los otros?

-Chirrinchi también fue a parar a la cárcel. Más o menos la misma historia: robos, drogas. Sólo que a él, además, lo acusaron de violación. Y sabes que adentro eso no se perdona. Lo mataron en una reyerta después de un día de visita.

-¿ Y el otro? –insistió Bell.

-¿Míster Wikili? –dijo Cabañas, entornando las cejas –De ése no volví a escuchar nada.

Sin entender muy bien la causa, Alex Bell estaba indignado. Cerca de las 4 de la tarde regresó el pasante.

-¿Y? –dijo Bell.

-Un verdadero cretino. Ya verás.

Alex Bell leyó el resumen de la rueda de prensa, las declaraciones de Fonsy. Hizo un par de sugerencias al pasante. Minutos después, en camino hacia su casa, comenzó a rumiar la venganza.

El ascensor abrió sus puertas y Alex Bell dejó pasar al fotógrafo. Los recibió Glenda, la Fonsyna. Tuvo que reconocer que era una mujer hermosa y amable. El apartamento era un amplio penthouse ubicado en Santa Mónica, urbanización a la que en los años setenta habían emigrado numerosas familias de la clase media en la truncada carrera por el ascenso social. La morada del payaso, al igual que la zona, había ido perdiendo con los años la fantasía del maquillaje. La decoración, los muebles, los cuadros, todo presentaba el mismo brillo menguante, como un barniz a punto de evaporarse.

Después de algunos minutos de espera, Sony Fonseca apareció en la sala. La tez morena, curtida y al mismo tiempo lozana. El cabello teñido de negro y sujeto con una cola de caballo. Los ojos también parecían teñidos de negro. Estaban dominados por una fijeza cercana a la hipnosis.

Alex Bell no se amilanó.

Al principio, dejó que el ego de Fonseca se explayara a sus anchas. Le dio rienda suelta para que contara la clásica historia de privaciones y logros: la llegada a la ciudad capital con el deseo de triunfar; los múltiples oficios que tuvo que desempeñar durante el día –mesonero, vendedor de helados, office boy ministerial- mientras en las noches de algún cuarto de pensión aprendía pequeñas acrobacias, trucos de cartas, actos de prestidigitación; las largas jornadas a las puertas de los canales de televisión esperando una oportunidad. Todas las alcabalas de superación personal que conmueven a las masas, Sony Fonseca las erigió durante la entrevista.

Hubo una pausa. Fonsyna trajo una bandeja con jugos y galletas. Alex Bell aprovechó la oportunidad.

-¿Qué edad tiene usted? –preguntó Bell.

-Basta con que pongas que nací “en el cuarenta y pico”.

 -Para los grandes payasos nunca ha sido fácil volver a los escenarios. ¿Qué motivos tiene un hombre de su edad para regresar? ¿Razones económicas? ¿Siente que necesita recuperar la fama? ¿Está aburrido?

-Regreso porque en todos los programas a los que me han invitado, de radio y televisión, las líneas se colapsan con gente que llama, llorando, pidiendo mi regreso.

-¿Y a qué cree usted que se deba eso?

-Creo –dijo, inflando el pecho- que se debe a que calé hondo en el alma de la gente. Generaciones de niños querían a Fonsy y quisieron ser como Fonsy. Yo mismo quisiera ser como Fonsy.

Soltó una carcajada. Lucía satisfecho.

 -Cary Grant –dijo Alex Bell, de repente.

-¿Cómo?

-Estaba recordando que una vez un periodista le dijo a Cary Grant que todo el mundo quería ser como Cary Grant. Y el actor respondió que a él también le gustaría.

Ambos guardaron silencio.

-A ver si entiendo. ¿Me estás comparando con Cary Grant?

-No. Sólo recordé la anécdota. Aunque, Cary Grant empezó su carrera como comediante y payaso en el grupo de Bob Pender. También hacía acrobacias. ¿Lo sabía?

-No

Sony Fonseca estaba completamente serio.

 -¿No siente temor de que el público vea a un Fonsy envejecido? –preguntó Bell, retomando la entrevista.

-Puede que yo haya envejecido, pero Fonsy no.

-¿Por qué insiste en hablar de Fonsy en tercera persona?

-¿Te molesta acaso? Hablo así porque Fonsy y yo no somos exactamente la misma persona. Cada uno es la máscara, el personaje, el doble del otro –dijo Fonseca. La mirada oscura recrudeció.

Alex Bell tragó saliva. Había llegado el momento.

-Si es así, ¿qué nos podría decir Sony Fonseca de los conocidos rumores que rodearon la carrera de Fonsy? ¿Es verdad que maltrataba a los niños?

El silencio llenó la sala. Por un instante, nadie, ni siquiera el fotógrafo que cubría discretamente la entrevista, hizo un solo movimiento. Sony Fonseca, con los ojos clavados en los de Alex Bell, distendió el gesto y una amplia sonrisa se fue abriendo en su rostro.

-Me caes bien, ¿sabes? –dijo Fonseca- No me preguntes por qué, pero me caes bien. Esa pregunta te la va a responder el propio Fonsy.

Luego le hizo una señal al fotógrafo y llamó a su esposa.

Dos horas después tenía a Fonsy frente a él. Sony Fonseca había desaparecido paulatinamente, cubierto por las sucesivas capas de maquillaje, por los 17 rollos que se puso en el cabello para darle la característica forma acampanada, por las lágrimas dibujadas que caían siempre sin caer de sus ojos. Todo ese proceso de transformación, que el fotógrafo registró paso a paso, Fonsy lo había bautizado hacía tiempo como “el ritual”. Y algo místico se percibía en la abnegación con que Fonsyna lo ayudaba en cada una de las etapas.

Alex Bell supo que la entrevista, junto a aquellas fotos, sería un bombazo.

La pregunta había quedado en el aire y todo “el ritual” era el montaje previo de la mentira. Alex Bell lo sabía y sin embargo se sentía inquieto. Como si a pesar de su propio recuerdo, Fonsy pudiera convencerlo. Como si no pudiera dejar de encontrar una profunda verdad en la belleza y en los movimientos de Fonsyna.

Cuando estuvo listo, se sentó de nuevo a su lado y con una actitud complemente distinta –“escénica” fue la palabra que a Alex Bell se le vino a la mente- le respondió:

-Mírame a los ojos para que me creas –le dijo Fonsy, poniéndole una mano sobre una pierna- Nunca. Óyelo bien. Nunca he maltratado a un niño.

La entrevista salió publicada el viernes y como lo había presentido, fue todo un suceso. Alex Bell recordó el triste destino de Fufurufo, Chirrinchi y Mr. Wikili y pensó que, al igual que ellos, él había permitido que Fonsy lo pisoteara para alcanzar la cima.

A su pesar, Alex Bell debía admitir que también había alcanzado la suya. Esta irritante afinidad entre él y el payaso la confirmaban las últimas decenas de comentarios dejados en el blog. Allí se mezclaban los insultos contra la policía, la alegría burlona por el regreso de Fonsy y apreciaciones sobre el talento indiscutible de Alex Bell. No supo si alarmarse o contentarse cuando los omniscientes administradores del portal colocaron un aviso que advertía a los usuarios sobre los contenidos explícitos de Archivos olvidados. Esta medida avivó la bilis de los internautas, la polémica se redobló y para el lunes Alex Bell se encontró con que su blog había sido oficialmente clausurado.

A partir de ese momento, Alex Bell fue objeto de una insoportable oleada de solidaridad. Incluso, un conocido anfitrión de un talk show afirmó en una entrevista ser un lector furibundo de Archivos olvidados y lamentaba las extrañas circunstancias que habían llevado al cierre del blog. Alex Bell, en cambio, vivió aquello como una liberación. Sin tener ya que descender a los infiernos de Caracas para buscar imágenes olvidadas, se permitió la serenidad de deambular por calles y avenidas, captando la virtualidad no menos anónima del trasiego cotidiano.

En una de esas tardes, llegó casi sin darse cuenta al Centro Plaza. Entró en la librería Noctua y echó un vistazo a los mesones. En el apartado de best-sellers encontró una novela que, desde que había visto la versión cinematográfica, había buscado en vano: It, de Stephen King. Comenzaba a leer las primeras páginas cuando la “Bellina” hizo su aparición.

El tono de voz chillón, como de niña, rompió el ambiente silencioso de la librería, apenas atravesado por la filigrana del hilo musical. Alex Bell, levantando con cuidado el rostro, observó lo que sucedía. Era una mujer rubia, de unos treinta y tantos años vestida como una chica de 20. Tenía unos bluyines ajustados, zapatos Converse, un suéter a la cadera, una franelilla con las costuras hacia afuera y un cuerpo perfecto. Ese cuerpo era también una librería, era un espacio con una armonía milimétrica, que venía a ser alterado por una voz y unas palabras que venían de otra parte.

Al rato de escucharla hablar con el librero, entendió que la mujer estaba loca. Volvió la vista al libro, pero aquella presencia lo distraía. Persistió en su ensimismamiento, que tan buenos resultados le prodigaba en la redacción, cuando sintió que lo estaban observando. Efectivamente, al levantar el rostro se encontró con la expresión fascinada de la mujer, que, con los ojos completamente abiertos, lo observaba. Se le acercó y sin poder ya ocultar la emoción, le dijo:

-Fonsy

Alex Bell quedó paralizado.

-¿Perdón? –le dijo.

-Tú eres Fonsy. Soy tu fan número uno. Ya tengo mi entrada para este fin de semana. Llevo años esperando verte.

Alex Bell miró al librero, quien se encogió de hombros sin poder ocultar una sonrisa. Luego comenzó a ver hacia los lados, hacia los anaqueles, como si quisiera encontrar detrás de los libros una cámara escondida que explicara lo que estaba sucediendo.

-Yo no soy Fonsy –se dio cuenta que empezaba a sudar.

La mujer rió y se tapó la cara.

-Claro que eres Fonsy –dijo después -Yo leí la entrevista que le hiciste. Además visito siempre tu página y sé todo de ti. Soy tu fan número uno. Ya tengo mi entrada para el concierto. No he olvidado una sola de tus canciones.

Luego, sin mediación, se acercó, lo abrazó y le estampó un beso muy cerca de la boca. Entonces dio media vuelta y con pequeños saltos, se marchó.

Cuando fue a pagar, el librero hizo otro gesto risueño.

-Es tan hermosa. Una verdadera lástima.

-¿Quién es?

-No sabemos. Viene de vez en cuando, siempre se cambia el nombre. Por lo menos, está aseada y tiene algo de dinero. A veces insiste en comprarnos libros. Se ve que tiene familia.

-Menos mal –dijo Alex Bell. Pagó, se despidió y al salir de la librería notó, avergonzado, que tenía una erección.

En la calle, Alex Bell tuvo de nuevo la sensación de estar al borde de un escenario, observado por cientos de personas enmascaradas que gozaban de su espectáculo. Comenzó a caminar y la impresión de que Fonsy no sólo era el productor sino el director de aquel montaje lo terminó de descolocar. Subió por la avenida Luis Roche y se refugió en la Casa Rómulo Gallegos. Durante aquel mes, en la sala subterránea pasaban un ciclo de comedia norteamericana. Sin detenerse a ver cuál era la película del día, pagó la entrada. Sólo había dos personas en la primera fila. Las pasó de largo, subió las escaleras y se ubicó en la última fila de la sala.

Las luces se apagaron y la oscuridad fue olvidando el contorno de las circunstancias. Alex Bell se dijo que podía estar tranquilo, sobre todo cuando comprobó el hermoso azar: Candilejas. Se disponía a ver por enésima vez las desventuras de Calvero, cuando se abrió la puerta de la sala y la vio entrar. La mujer lo ubicó, atravesó el espacio que los separaba y se sentó a su lado, con absoluta calma, como si hubiese llegado a una cita.

Alex Bell la observaba y ella a su vez veía la pantalla. Pensó en levantarse, en decir algo. Ella puso entonces una mano en su entrepierna. Supo que no podría hacer nada. Estuvo un largo rato masajeándolo y luego comenzó a forcejear con el botón y el cierre del pantalón. Alex Bell la ayudó.

-Tú eres Fonsy, ¿verdad? –le susurró al oído.

-Sí –respondió.

Entonces la mujer se inclinó y Alex Bell se olvidó en aquellos instantes hasta de la misma oscuridad.

Después del episodio con la “Bellina” (así la llamaba cada vez que pensaba en ella), pretextó en el trabajo una gripe y se encerró en su casa. No recordaba quién de los dos había abandonado primero la sala. Sí recordaba con claridad, aunque no lo comprendiera del todo, la decisión automática de echar la novela de King a la basura. Como si Pennywise hubiese tenido algo que ver con lo sucedido en el cine. Lo cierto es que durante el encierro se vio envuelto por una cadena de pesadillas idénticas: Fonsy devorándolo con unos asquerosos dientes afilados. Sin embargo, la imagen de Calvero reflexionando frente a una ventana y diciéndole a Teresa que “la vida es maravillosa, si no se le tiene miedo”, no era mucho más conciliadora. Calvero y Pennywise eran los caminos de una encrucijada que lo paralizaba. ¿No era una exageración? ¿Un payaso con coulrofobia? ¿Un payaso tímido? ¿Qué otra cosa es un tímido sino un ser vivo que le tiene miedo a la vida?

Nunca pensó que celebraría la llegada de ese sábado. Por eso le sorprendió comprobar el poco movimiento en los alrededores del Caracas Theather Club. De no ser por el personal de logística, nadie hubiese sospechado que ese día era el regreso oficial de Fonsy. El concierto debía comenzar a las 11 de la mañana y Alex Bell llegó a las 11 y 30. Trataba de evitar que lo reconocieran. Sobre todo la Bellina, si es que en verdad llegaba a presentarse.

Mostró el pase de prensa y los bostezos de los que regulaban el acceso le hicieron presentir el fiasco. En efecto, el teatro estaba a medio llenar y aquella era sólo la primera de seis presentaciones previstas. Tardó poco tiempo en descifrar a la audiencia. Una parte la conformaban algunos nostálgicos que quisieron mostrar a sus hijos un episodio importante de sus propias infancias. Los niños lloraban de miedo cada vez Fonsy se acercaba al público. Los otros no tenían hijos y habían asistido con el único objetivo de burlarse de Fonsy: cantaban las canciones a todo gañote, como en una borrachera de cumpleaños a las 4 de la mañana.

Después de una primera pausa, la mitad de esa mitad aprovechó para marcharse. Fonsy no volvió a salir. Nadie reclamaría ningún dinero, pues quienes quedaban eran familiares y amigos de Fonsy, y alguno que otro espectador que regresaría a casa con una jugosa, patética y bien pagada anécdota.

Alex Bell abandonó su butaca y con el pase de prensa logró entrar a los camerinos. No se le hizo difícil encontrarlo. Aquello parecía un cuartel en desbandada. Un técnico le indicó la puerta. Sin tocar, entró y vio a la pareja. Fonsy levantaba los brazos al cielo y luego hundía el rostro en esos mismos brazos. Unas lágrimas reales descendían por las mejillas y en su pequeño cauce arrastraban a las otras, las que durante más de veinticinco años habían permanecido suspendidas. Fonsyna abandonó por un momento a su esposo y ya se disponía a pedirle a Alex Bell que se marchara, cuando Fonsy lo reconoció.

-Déjanos solos, Glenda.

La Fonsyna salió del camerino.

-Qué cagada, ¿no?- Una sonrisa irónica luchaba por imponerse al maquillaje borroneado.

-Sí –dijo Bell.

-Nunca te di las gracias por el reportaje.

Bell se quedó callado.

-¿Qué va a pasar con las otras presentaciones? –preguntó al rato.

-Canceladas. Me lo acaba de decir el productor.

En este punto, Fonsy volvió a llorar. Lloraba y lloraba sin parar. Alex Bell se distrajo observando la indumentaria del payaso regada por toda la habitación: las cenizas del ritual. Pensó en Chaplin, pensó en Stephen King, pensó en la arquitectura intrincada de las risas futuras.

Pensaba en estas cosas, cuando vio que tenía a Fonsy prácticamente encima. Como una pesadilla del pasado, Fonsy, inconsolable, con el maquillaje cuarteado por las lágrimas, se abalanzaba para abrazarlo.

Alex Bell, con un codazo macerado durante más de veinte años, se deshizo del payaso.

Fonsy aún permanecía en el piso, perplejo, cuando Alex Bell abandonó el camerino.

Atravesó a pie el estacionamiento y se dirigió a la salida. Entonces sintió una puntada en el estómago. Un vacío producido por la ausencia total de cualquier entusiasmo. La venganza, más que un plato frío, era un plato recalentado.

-Se lo merecía –dijo Alex Bell, sin mucha convicción.

¿Y Bellina?, pensó. ¿Ella también se merecía lo que había pasado? Los tonos rubios de su cabello le hicieron pensar en Virginia Cherril, en cómo Chaplin la había conocido durante una pelea de boxeo, en su debut como actriz en Candilejas, para luego terminar en los brazos de Archibald Alexander Leach, su primer marido, mejor conocido como Cary Grant.

Alex Bell se equivocaba. Claire Boom tenía el pelo castaño oscuro y aunque hizo el papel de Teresa en Candilejas se casó, para buscar una referencia que a él le pudiera interesar, con Philip Roth en 1990. Virginia Cherril había protagonizado Luces de la ciudad.

Y a todas estas, se preguntó Alex Bell alzando la mirada, ¿a quién podía interesarle, en ese momento, esa aclaración? ¿La Bellina no lo había confundido a él con el mismo Fonsy? ¿Quién, entonces, respondía por esa equivocación?

Alex Bell pensó, o quizás lo llegó a decir en voz alta, que los dos errores, entre sí, se anulaban. Y algo parecido a un viento de retorno, de esos que cierran las puertas, le indicó que el final de su historia se acercaba.

Volvió a experimentar una fuerte puntada en el estómago.

Pasó un taxi y le hizo una seña, pero lo que se detuvo unos segundos después fue una patrulla de la Policía Metropolitana. El que manejaba permaneció al volante. Los otros tres se bajaron. Le pidieron la cédula.

-Éste es –dijo el que tenía su cédula al que estaba en el carro.

Lo esposaron y lo metieron en la patrulla. En ese instante, identificó el único elemento extraño, como de utilería, de todo el conjunto. Los cuatro policías dentro de la patrulla portaban unos cascos. ¿Todo sería una farsa?

Alex Bell notó que el malestar en el estómago se mudaba al resto de su cuerpo y de ahí se transmitía, como una peste, a la ciudad entera. La idea le complació y se aferró a ella, mientras una lluvia de golpes lo borraba, también a él, de la escena.

Del libro: Las rayas (Editorial Punto Cero, 2011)

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