Reflexiones en torno al oficio de escritor y la creación novelística, de Eduardo Liendo
19/ 05/ 2013 | Categorías: Herramientas, Lo más recienteEs algo aventurada la tarea de incurrir en generalizaciones para explicar una actividad como la del escritor, en la cual apreciamos el talento del individuo y la singularidad de la obra por sobre otra de sus características. ¿No es acaso la personalidad artística de un autor lo que más admiramos en su condición? Seguramente, son valores singulares los que confirman la genuina importancia de los autores de excepción. Pensamos ahora en Shakespeare y Cervantes, Flaubert y Kafka, Twain y Faulkner, Dostoyesvki y Tolstoi, Cortázar y Rulfo; para nombrar algunos imprescindibles. La naturaleza individual de la obra permite dudar de la pertinencia de utilizar una caracterización denominada El Oficio de Escritor. ¿Sería el mismo oficio el que permitió la creación de Madame Bovary y de Pedro Paramo? Igualmente sería innumerable la diversidad de las obras considerando su idioma original, temas, géneros, escuelas, épocas, estéticas, etc., para intentar idealmente someterlas al modelo de un oficio único.
No obstante, pretender esta generalización es una atractivo ejercicio intelectual, de hecho, son numerosos los libros de entrevistas a creadores literarios donde se alude como asunto al así llamado oficio de escritor.
Estas cuartillas que ahora escribo sin ningún afán erudito ni mucho menos academicista, -soy un narrador y no propiamente un literato- persiguen ordenar lo que pienso al respecto, apuntalándolo con algunas opiniones que considero válidas de varios autores.
La condición del lector
La primera cualidad indispensable para el escritor parece ser, o haber sido en una época de su vida, la de lector. Un lector interesado, acucioso, voraz, y no pocas veces empedernido. Seguramente en el origen de toda vocación literaria está la gran admiración por los libros y sus autores y luego una intensa necesidad de emularlos.
La escritura literaria, como el canto, se aprende al principio por imitación. Los escritores suelen vanagloriarse de sus lecturas al igual que un atleta con sus pruebas deportivas. Es memorable, al respecto, el testimonio de Jorge Luis Borges: «Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir, yo me jacto de aquellos que me fue dado leer».Por su parte, el filósofo Juan Nuño expresa un juicio categórico: «La clave de todo buen escritor es la buena lectura. Sin lectura, mucha lectura, siempre lectura, no hay escritor posible. Creer que escribir es esperar a que salgan las setas, por generación espontánea, es equivocarse de medio a medio. Escribir es lo que sobrevive después de muchísimas lecturas. Y de continuarlas sin cesar» (Escritores y escribidores).
La literatura se nutre de la literatura, por tal motivo, para un escritor (o un autor potencial) leer no es nunca un acto completamente gratuito, puesto que en esa obra leída con particular interés, puede encontrarse un germen de la propia obra. Creo que fue Dostoievski, el autor ruso que pensando en la herencia literaria recibida por su generación afirmó: «Todos hemos salido debajo del capote de Gogol». Ese parece ser el fundamento primordial de todo oficio de escritor: ser un excelente lector. No serlo, por el contrario, implica una seria limitación. La lectura ilumina al escritor sobre un sin número de posibilidades temáticas y formales; en este sentido, la originalidad debería entenderse como una mezcla personal de múltiples influencias, algunas de las cuales podrían ser no totalmente conscientes para el mismo escritor considerado. Muy frecuentemente los escritores dan a conocer largas listas deaquellas obras y autores que aprecian como fundamentales en su formación, y hasta tratados sobre el tema, a la manera de Los libros de mi vida de Henry Miller. En mi propia experiencia de lector me aventuro a mencionar veinte títulos que me resultan sumamente entrañables: Cuentos de hadas chinos, Las aventuras de Tom Sawyer (leídos en mi niñez), Las confesiones, de Rousseau, La madre, Rojo y Negro, Crimen y Castigo, Ana Karenina, Don Quijote, Juan Cristóbal, El Conde de Montecristo, Balzac, de Stefan Zweig, Las ilusiones perdidas, Hamlet, Canto a mí mismo, Muerte en Venecia, Madame Bovary, El lobo estepario, Cuadernos del destierro, Los novelistas y las novelas, de Miriam Alott, Pedro Páramo, Nueva antología personal de J. L. Borges, y por lo menos un centenar de libros más, que me han acompañado en la travesía de ese extraordinario laberinto construido de literatura.
La voluntad de la creación
Al precisar cuál sería la cualidad fundamental de un soldado, el escritor prusiano Karl Clausewich señaló al valor personal en primer término, puesto que, careciendo del mismo, las otras cualidades del soldado quedarían anuladas. Parece lógico, un soldado cobarde tendría muchas dificultades, sobre todo en tiempos de enfrentamiento armado. Si nos hiciéramos la misma pregunta con respecto a la cualidad fundamental del escritor, supuesto el talento, posiblemente resultaría ser la voluntad, puesto que otras cualidades importantes como la experiencia, la capacidad de observación o el dominio del lenguaje, pierden significación o quedan anuladas si no existe la firme voluntad de crear la obra. Sin voluntad no hay obra. Todos podemos recordar algún personaje, con muchas supuestas potencialidades para la escritura: algo de gracia, no poco ingenio y mucha verbosidad, anunciando siempre, durante años el poemario, el libro de ensayos y sobre todo la novela, según él a punto de cuajar. Por supuesto que ya tiene título, epígrafe, apéndice y hasta padrino de la obra, pero pasan los días, los meses y los años y no ocurre el anunciado parto. Casi siempre sucede que las ensoñaciones del frustrado autor no fueron secundadas por una firme voluntad de hacer. No obstante, se sabe que el régimen de disciplina de los escritores es muy variable. Los hay rigurosos, que confiesan responder a un estricto horario. Se fijan puntuales tareas y hasta un número determinado de palabras escritas. Son los «jornaleros», los que piensan como Miguel Ángel Asturias que el novelista es «la araña de la literatura», aquellos que «no creen en la inspiración sino en las nalgas», o sea, en el trabajo forzado, según decir de Carlos Fuentes. Y también existe la raza de los lentos, de los morosos que presumen de ser «holgazanes», aunque son persistentes en el cumplimiento cabal de la obra emprendida, como los cuentistas Julio Garmendia y Augusto Monterroso. En cierta ocasión, en casa de la escritora Antonia Palacios, pregunté a Alejo Carpentier por su régimen de escritura, siendo, como se sabe, un autor de obras extensas. «El único secreto es la página diaria: -me dijo- una página diaria son 365 páginas al año. Más que suficiente. Pero hay que tener la disciplina necesaria para cumplir cada día con la tarea pautada». Es obvio que se trata de posturas y ritmos de actividades distintos, pero, tanto en «forzados» como en «holganzanes», la constante es la firme voluntad de creación.
La voluntad de estilo
Por ser la palabra la forma expresiva del escritor, es desde el lenguaje y con el lenguaje como este realiza la obra literaria. En cierto modo este hecho hace al escritor más «común y terrestre» que los creadores de otras disciplinas artísticas, quienes cuentan con recursos e instrumentos exclusivos, cuyo funcionamiento no es conocido o dominado por la mayoría de los individuos. La lectura de partituras musicales y el uso de instrumentos que requieren de largo aprendizaje es propio de los músicos; así como el dominnio de los materiales y herramientas es indispensable para el escultor, las pinturas, telas y otros variados elementos son manipulados por el pintor, y el cineasta cuenta con un equipo sofisticado, todo lo cual determina que sus creaciones sean productos un tanto distanciados del conocimiento del común de los individuos, en tanto hacedores. El lenguaje, por el contrario, es patrimonio y vehículo de comunicación permanente de casi la totalidad de los individuos de una específica comunidad idiomática. Es con esas mismas palabras de su lengua y no con otras, con las que el escritor debe pretender la excelencia expresiva. El encanto de una escritura de alto valor estético. Crear belleza, con la misma lengua que gasta, manipula utilitariamente y muchas veces degrada (aunque, paradojicamente, también modifica y enriquece) el común de sus hablantes. De allí la importancia de la voluntad de estilos en el oficio de escritor, por lo cual, como afirmara Jean Paul Sartre: «Nadie es escritor por haber decidido decir ciertas cosas, sino por haber decidio decirlas de cierta manera». En esa «cierta manera» radica el estilo y, por lo tanto, el valor de la prosa.
Es conocido que a la existencia del texto se llega casi siempre mediante un riguroso proceso de elaboración, de atención a la armonía de la forma de despojo del lugar común, de limpieza de gazapos y ripios, de arduo perfeccionamiento; tal vez considerando este proceso de revisión crítica Bufon definió al estilo como «una larga paciencia».
Atendiendo a esta realidad de estilo, podría afirmarse que, en literatura, escribir es reescribir. El escritor relizaría tantas versiones como fuesen necesarias hasta alcanzar, según su subjetividad, el acabado de su obra: «un poema es el último borrador que llevamos a la imprenta», sentenció Baudelaire. Son numerosos los escritores que aluden a este arduo preceso de reescritura. Por ejemplo, un testimonio de Flaubert, menciona nueve versiones de madame Bovary, hasta llegar a la definitiva; también García márquez refiere haber escrito nueve versiones de El Coronel no tiene quien le escriba «Hasta que la sentí como hablaba mi abuela», comenta. Por mi parte, con la modestia del caso, puedo asegurar que nunca hago menos de tres versiones de mis novelas o cuentos, el primer borrador manuscrito, luego el texto mecanografiado, y una nueva reescritura con ajustes y correcciones de estilo antes de la entrega al editor. Generalmente los escritores hacemos otras correcciones finales durante el proceso de revisión de las pruebas de imprenta. Son pocos los autores que hablan de una única y definitiva versión de sus textos literarios, practicamente sin alteraciones. Por supuesto no tomamos en consideración aquí a los que, careciendo de exigencia, en el ejercicio escritural, no procuran obtener un producto literario formalmente logrado.
Observar
La capacidad de observación es otra de las cualidades que parecen conformar el oficio de escritor. En este sentido es importante agudizar una curiosidad continua. Aunque su propósito no sea el de reducir la realidad sino recrearla, las observaciones que realiza de esa realidad real son fundamentales para nutrir su imaginación. De manera que normalmente el escritor se mantiene abierto y receptivo ante aquellos hechos significativos que la vida le ofrece. Heminway insistía en la importancia de aprender a observar con un ojo particularmente atento: «ver cómo un gato dobla el espinazo para doblar una esquina». Las observaciones no se limitan, por supuesto, al aspecto visual; un escritor, un poeta, debe ser una antena sensible ante cualquier novedoso destello lingüístico que inesperadamente se manifieste. El poeta Pablo Neruda resalta esa actitud receptiva en sus memorias: «Creo que la obra poética -comenta- puede llegar a un dominio más substancial de las emociones. Creo en la espontaneidad dirigida. Para esto se necesitan reservas que deben estar siempre, digamos en su bolsillo, para cualquier emergencia. En primer término la reserva de emociones formales, virtuales, de palabras, sonidos o figuras, esas que pasan cerca de uno como abejas. Hay que cazarlas de inmediato y guardarlas en la faltriquera. Yo soy muy perezoso en este sentido pero sé que estoy dando un buen consejo. Maiakovski tenía una libretica y acudía incesantemente a ella. Existen también las reservas de emociones. ¿Cómo se guardan estas? -se pregunta-. Teniendo conciencia de ellas cuando se producen. Luego, frente al papel, recordamos esa conciencia nuestra más vivamente que la emoción misma».
Todo indica que un buen escritor tiene una particular curiosidad para advertir detalles significativos, como lo dijo alguien, seguramente buen observador, «Dios está en los detalles». Estas actitudes del quehacer poético son igualmente válidas en el trabajo del novelista
Investigar
Aún tratándose de ficciones, muchas veces resulta indispensable que los textos más imaginativos tengan su sustento en la investigación de la realidad; tal conocimiento puede ser primordial para lograr, por ejemplo, la verosimilitud de un personaje o de una circunstancia. La investigación no es, de ninguna manera, ajena al oficio del escritor de ficciones. Para decirlo con la ilustrativa analogía empleada por Heminway «El conocimiento representa las tres cuartas partes del témpano que está sumergido en el agua», lo que no se lee en el texto, pero que el escritor conoce con propiedad. La investigación suministra los datos, que luego él podrá utilizar con toda la libertad que le permita su imaginación. Algunos autores refieren sus precisas investigaciones de aspectos geográficos, históricos, culturales, técnicos, ambientales, etc., relacionados con su obra de ficción, algunos cuentan prácticas sorprendentemente divertidas, por ejemplo, Lawrence Durell, quien con un desenfado excepcional confiesa: «…No puedo recordar ninguna de las flores silvestres de las islas griegas sobre las cuales escribo con tanto éxtasis; tengo que buscarlas en los libros. Y Dilan Thomas me dijo una vez que los poetas sólo conocen a dos pájaros a simple vista; uno es el gorrión y el otro la gaviota, y los demás tienen que buscarlos en los libros también. Así que no soy el único que padece el defecto visual. Tengo que corroborar constantemente mis propias impresiones». La experiencia nos permite comprender más claramente la importanciade la investigación del tema. En mi novela más reciente Diario del enano (1995) leí, o en algunos casos releí, una extensa bibliografía en torno al poder absoluto, aunque esta ficción se inscribe en códigos fantásticos. En Si yo fuera Pedro Infante (1989), también novela, y no biografía del autor y cantante, debí sumergirme en revistas viejas, canciones despechadas o nostálgicas y películas aderezadas con trifulcas y un sentimiento dulzón, muy propio de los años 40 y 50 en la llamada época de oro del cine mexicano que tuvo resonancia en toda Latinoamérica y el Caribe. También conservo como experiencia grata el haber acompañado a Gabriel García Márquez en su visita al departamento de Libros Raros y Manuscritos de la Biblioteca Nacional de Venezuela, cuando investigaba datos para su novela EL General en su laberinto. En esa ocasión le interesaba la iconografía de Simón Bolívar, sumamente variada, él quería definir un rostro para su personaje, y recuerdo que después de observar los retratos un rato con deteniemiento, comentó: «parece más verídico el retrato de Jamaica, donde tiene el pelo ensortijado y rasgos mestizos, porque aun no le habían acuñado el perfil de héroe romano.» Es evidente que el escritor no puede dejarlo todo al capricho de su imaginación y saquea constantemente la realidad real, quizás el arte de narrar radica en no hacer completamente obvia esa interrelación. Es posible que el escritor prescinda de muchos datos reales, pero conocerlos y desecharlos forma parte de su libertad de creación. Mientras que ignorarlos, puede ser una seria limitación.
Imaginación
Seguramente las capacidades que venimos enumerando: condición de obstinado lector, voluntad de creación, voluntad de estilo, observación, afán investigativo; resultan insuficientes si no se encuentran estimuladas por una vigorosa y fértil imaginación, éste es el ángel del escritor, su parte alada.
La cualidad esencial de la literatura y el arte es la imaginación. Podría decirse que la calidad de la imaginación es la levadura que puede producir una trasmutación poética de la realidad. Los otros elementos, técnicas y recursos, deben ser fecundados por la imaginación; sólo ella puede revolucionar por las formas en que se manifiesta la creación artística. Pienso que Picasso, Chaplin, Borges, Villalobos, Withman, Kafka, Frida Khalo, Reverón, Lennon, Cortázar; entre otros extraordinarios creadores, fueron prodigios de imaginación con un gran dominio de sus recursos expresivos. Toda gran obra de arte o literatura es una muestra excepcional de la imaginación de un creador. Crear es imaginar, inventar, subvertir la realidad. Esto parece igualmente válido para la ciencia. Entre todas sus capacidades, de la única que Albert Einstein se sentía orgulloso era de su «imaginación soñadora», la cual lo condujo a sus más audaces aportes científicos. Todo logro humano relevante fue antes sueño premonitorio en la mente de un ser imaginativo, como se sabe, la imaginación es la cualidad humana que más nos aproxima a los dioses.
En este instante, me coloco bajo el paraguas protector de Álvaro Cunqueiro. Dice el poeta: «parece tan claro que esa potencia del alma que llamamos fantasía tiene virtudes creadoras, parece tan patente que la imagianación ha de ser el escalón por el que se comienza a subir la escalera de la creación, que facilmente nos olvidamos que la imaginación posee unos órdenes de reflexión sobre ella misma».
En otro lugar y tiempo el poeta y pequeño filósofo (el mismo gustaba de considerarse así) Enrique Federico Amiel, apunta en una página de su Diario Íntimo: «El arte, pues, se dirige a la imaginación; todo aquello que sólo se dirige a la sensación está por debajo del arte, casi fuera del arte. Una obra de arte debe despertar en nosotros una facultad poética, debe inducirnos a imaginar, a completar la percepción». El oficio de escritor, sería también el arte de imaginar. Una búsqueda de nuevos mundos autónomos, soberanos, insólitos, diferenciados de la realidad real. En este sentido el escritor, como todo creador, debería aventurarse a avanzar unos pasos en la oscuridad. Develar lo que puede ser desconocido hasta para sí mismo alumbrándose con la maravillosa lámpara de la imaginación.
Oficio de vivir
Nada puede reemplazar la vida. La existencia del escritor se debate entre la necesidad de experimentar nuevas vivencias, por una parte, y un oficio escritural que se cumple prácticamente en soledad. Vivir con las palabras, respirarlas, amarlas, sufrirlas, friccionarlas, morderlas, regarlas. En cierto modo es un servidor de las palabras.
El escritor se nutre de todo lo que la vida le ofrece. De ese aljibe de experiencias surgirán transfigurados por el prisma de la imaginación situaciones y personajes que poblarán sus ficciones. García Márquez lo explica en la extensa entrevista El olor de la guayaba, hecha por el periodista Plinio Apuleyo Mendoza, de modo sencillo y contundente: «Casi todos mis personajes -dice- son rompecabezas armados con piezas de muchas personas distintas, y por supuesto con piezas de mí mismo».
Todo parece indicar que una vida plena de variadas experiencias, contrastes y emociones, sería una rica fuente de posibilidades para realizar una obra literaria. Pero no es prudente hacer generalizaciones dogmáticas. Un narrador de aventuras como Emilio Salgari, al parecer nunca salió de su pequeño pueblo natal donde no ocurría nada extraordinario. En horas lentas y aburridas, el imaginativo autor daba vida al personaje Sandokan el Tigre de la Malasia. En cualquier caso, vivir y escribir la vida es la razón de la existencia del escritor. En el otro extremo se encuentra la soledad en que cumple su oficio. (No sé si exceptuar los casos de algunas obras en colaboración como las firmadas por Jorge Luis Borges y Bioy Casares, por ejemplo). Pero, en todo caso, no se trata de una soledad estrictamente física, sino esencial, íntima.
De hecho en mi propia experiencia, mis dos primeros libros fueron escritos en la mesa de una biblioteca pública, motivado esto por dificultades económicas, generalmente rodeado de jóvenes estudiantes que conversaban ruidosos. No obstante, yo escribía anímicamente solo y abstraído, ajeno en lo humanamente posible del entorno social. García Márquez da cuenta de la soledad del escritor de manera dramática: «Creo, en realidad, que en el trabajo literario uno siempre está solo. Como un naúfrago en medio del mar. Sí, el oficio más solitario del mundo. Nadie puede ayudarle a uno a escribir lo que está escribiendo».
Escribir es un oficio solitario, pero cultivar y mantener algunas amistades literarias, las afinidades electivas, puede ser provechoso para la inteligencia y agradar al espíritu, éste es el consejo del poeta Goethe.
También conocer y aprender de la vida de otros escritores puede resultar útil, siempre que se comprenda que cada escritor es único e irrepetible. Puede ser, inclusive, una forma de reconocer al aspecto mítico de todo gran escritor, pero también descubrir su egocentrismo, sus obsesiones, sus flaquezas y supersticiones, abatimientos, desafíos, traiciones y heroísmos.
Recuerdo que siendo un adolescente, leí un libro que me resultó extaño y revelador: Las confesiones de Juan Jacobo Rousseau. Ya he olvidado casi todo lo que se cuenta en el mismo, menos una frase: «Sólo soy grande cuando escribo», y esa frase del viejo pensador, me ha acompañado desde entonces, como si guardara un secreto fundamental. Fue muy importante para mí haber leído a los 16 años de edad la biografía de Balzac de Estefan Zweig. En ella advertí la estatura de un escritor gigante. De las vidas de otros escritores, de sus muchos contrastes, expuestos en diarios y entrevistas, puede aprender el joven escritor en torno al oficio que desea conquistar fervorosamente. También es necesario frecuentar otras manifestaciones artísticas: la música, las artes plásticas, el teatro, el cine, son caleidoscopios donde el ojo y el alma se afinan.
Técnicas
Tal vez la pregunta más inquieta que se plantea el narrador novicio que aspira a construir sus cuentos y novelas, es la relativa a los problemas técnicos de la narración. Hay, por supuesto, quien aspira a una metodología rigurosa, una preceptiva infalible que, en sí misma, garantice las bondades de la escritura. Pero tal pretención olvida o ignora que los recursos técnicos son intrínsecos a cada obra singular. Es decir, cada obra crea su técnica. En cierto modo, el tema y el enfoque inciden en la técnica y en el tono del lenguaje. Un gran arquitecto de la novela, William Faulkner, ironiza al opinar sobre este asunto: «Si el escritor está interesado en la técnica, mas le vale dedicarse a la cirugía o a colocar ladrillos. Para escribir una obra no hay ningún recurso mecánico, ningún atajo.» Y en otro lugar agrega: «El escritor joven que siga una teoría es un tonto. Uno tiene que enseñarse por medio de sus propios errores; la gente sólo aprende a tráves del error. El buen artista cree que nadie sabe lo bastante para darle consejo. Tiene una vanidad suprema. No importa cuánto admire al escritor viejo, quiere superarlo».
No obstante, son muchos los recursos y técnicas del arte de narrar que pueden ser asimilados por el escritor que se posesiona de las «armas» de su oficio: el manejo del tiempo narrativo, la introspección, el monólogo, la tipología de los personajes, los puntos de vista del narrador, y otros modos de expresar el universo ficticio que está presente en muchas obras extraordinarias, y al alcance de quien tenga ojos para advertirlo, curiosidad para guardarlo, y talento para utilizarlo modificado por la propia personalidad creadora en nuevas ficciones. Parece un sabio precepto el que considera que la mejor técnica literaria es no tener ninguna.
Circunstancias y manías
Seguramente son innumerables las maneras utilizadas por los escritores para desarrollar su manía escritural: los que se visten con bragas de macanicos para pensarse como esforzados trabajadores, los que se desnudan evocando situaciones adánicas, los que se disfrazan de piratas, mendigos o enfermeros, para desdoblarse realmente, los que teclean la máquina altacto y bajo la sábana en una cópula perpetua con la página blanca, los que se lustran los zapatos antes de comenzar a escribir (Cortázar dixit) para reforzar la solemnidad, los que frotan sus ojos con champú para llorar copiosamente, los que se insultan frente al espejo para despreciarse antes de iniciar cada capítulo; en fin, no hay ni una remota idea de la posible síntesis de este aspecto visceral del oficio. Hay también diferencia de horario, siendo la más simple y significativa la existente entre diurnos y nocturnos, la cual según Tolstoi, tiene importantes consecuencias: «Siempre escribo por las mañanas -afirma-. Me gustó saber que a Rousseau le ocurría lo mismo. Después de levantarse se iba a dar un corto paseo y se sentaba a trabajar. Es por la mañana cuando se tiene la cabeza despejada. Los mejores pensamientos acuden la mayoría de las veces por la mañana después que uno se despierta, mientras está todavía en la cama o durante un paseo. Muchos escritores trabajan por la noche. En un escrito tiene que haber siempre dos personas: el escritor y el crítico. Y, si trabaja por la noche, con un cigarro en la boca aunque la obra de creación surja con viveza, el crítico está generalmente en suspenso y esto es muy peligroso…»
Las circunstancias en que se concibe la obra son innumerables. Podría considerarse como una actitud mental propicia. Un estado de gracia. En algún lugar, Jorge Luis Borges cuenta que sus mejores relatos surgieron mientras se rasuraba. Henry Miller, recordando su experiencia, afirma que «la mayor parte de la creación literaria se hace lejos de la máquina de escribir, lejos del escritorio». Es memorable la anécdota que refiere, que al rozar los labios con una servilleta, Marcel Proust evocó la primera imagen de A la busca del tiempo perdido. Salvando las distancias, digo, en un momento de sequedad pensé en el drama del escritor impotente y allí surgió la idea para mi novela Los platos del diablo. Este aspecto del oficio podría vincularse a una actitud semejante a la de un pescador; Pablo Neruda utiliza esa analogía en su libro de confesiones: «El trabajo de los escritores, digo yo, tiene mucho en común con el de aquellos pescadores árticos. El escritor tiene que encontrar el río y si lo encuentra helado, necesita perforar el hielo. Debe derrochar paciencia, soportar la temperatura y la crítica adversa, desafiar el ridículo, buscar la corriente profunda, lanzar el anzuelo justo, y después de tantos y tantos trabajos sacar el pescadito pequeño. Pero debe volver a pescar, contra el frío, contra el hielo, contra el agua, contra el crítico, hasta recoger cada vez una pesca mayor.»
Los medios
La literatura puede ser un camino de perfección (pienso ahora en las reflexiones de Guillermo Meneses) en las cuales nunca se llega al fin. El oficio de escritor nunca se aprende del todo. Hebbel decía que «todas las demás artes las sabes cuando te son ya fáciles; la de escribir, sólo cuando comienza a serte difícil». Los medios utilizados en este milenario ejercicio de escritura, recorren el espacio y el tiempo desde las tablas de arcilla de los sumerios 3000 años antes de nuestra era, hasta la vertiginosa procesadora de palabras de finales del siglo XX, pero el medio no hace al genio. La variadas opciones no corresponden a las posibilidades, temperamentos y experiencias de cada escritor. Pero aún en esta época de ciberespacio sigue siendo válida la afirmación categórica de William Faulkner, un escritor sólo requiere de dos cosas: papel y lápiz.
El oficio de escritor también es un acto de seducción, de encantamiento del otro, de ese otro casi siempre desconocido que se sumerge en el espejismo del libro. Se escribe, casi siempre, persiguiendo la complicidad de ese lector. Borges, en un juicio más generoso que irónico, enseña que se escribe para la felicidad. Pero las razones por las cuales cada escritor escribe, sumadas son innumerables. En mi caso, para lograr la libertad de ser uno y múltiple. Pero también escribo porque no me queda más remedio y, sospecho, que esta es la razón fundamental.
El porcentaje
Conviene quizá tomar en cuenta a la hora de estimar el oficio, que según práctica difundida internacionalmente los escritores sólo devengan el 10% calculado sobre el precio del ejemplar. Pero como dijo alguna vez Miguel Otero Silva, «siempre aparece un escritor que nos venga a todos y cobra por los demás». Siempre queda la posibilidad de ensoñar como Miguel de Cervantes, quien llegó a asegurar con conocmiento de causa que «una de las mayores tentaciones del dominio es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer e imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros y tantos dineros como fama».
La otra piel
Según numerosos testimonios, en el escritor se va desarrollando al comienzo imperceptiblemente y luego de modo palpable, una segunda piel. Por su dureza hay quienes la confunden con una piel de cocodrilo. No es seguro que esta rara cubierta pueda ser incluida sin reserva en el oficio de escritor propiamente dicho, pero, sin duda es de gran utilidad. Es la piel que soporta los primeros arañazos sobre la entonces tímida vocación de escritor. Más tarde, deberá aguantar los mordiscos de algún crítico rabioso, los hachazos de algún colega despechado, las alabanzas desmedidas (en realidad está confundido de libro) de un lector delirante, los desplantes de un periodista enratonado, las prepotencias de un editor, la decepción de su amante, y hasta las frecuentes emboscadas de su propio ego vanidoso. Sin esa segunda piel de cuasi cocodrilo es imposible que un escritor de alma pueda sobrevivir.
Apuntes de una conferencia pronunciada en el Departamento de Español y Portugués de la universidad de Colorado en Boulder, Estados Unidos, el 23 de agosto de 1996, publicado en «Poética de la Novela» de la editorial Memorias de Altagracia.
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¡Excelente artículo!
Un escritor, en sí, es la figura, la silueta, el espejo y el reflejo. Es un oficio complejo y enmarañado que siempre, por siempre y para siempre será un viaje con doble destino: El interior de la mente y el interior del mundo.
me gusta la poética d e los venezolanos, de este autor.
Ya he disfrutado y abrevado en varias ocasiones en sus escrituras sobre la creación… coincidencias Venezolanas: muy gratas¡¡¡ los latinoamericanos somos una familia literaria ¡¡¡ Edna aponte, maestra de escritura creativa. México
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Considero a este artículo de Eduardo Liendo muy ameno, útil e inspirador para toda persona interesada en aprender a escribir.