Tócamelo en registro de laúd, de Rubén Monasterios

11/ 04/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

laúdCon un gesto lánguido tocó el último acorde de la coda y me vi obligado a distraer la atención para comentar que ese tono no le correspondía a Vivaldi. Yo había estado pendiente de su cuello, mientras ella interpretaba en el clavicordio; sentado a su lado en el banquillo tenía su cabeza a unos pocos centímetros de mi cara; pude sentir el olor suavemente animal, observar al detalle la suavísima piel transparente y la mancha azul que la sombra de su pelo formaba en su cuello. Con ese tonillo agresivo, intrínsecamente chocante e irónico comentó que mis conocimientos músicos no eran suficientes como para emitir opiniones serias acerca del tono para Vivaldi.

El insulto me dolió con ferocidad, pero sonreí, entre desdeñoso y comprensivo; automáticamente sacudí la ceniza de mi cigarrillo, pero, ¡torpe de mí! tal vez la espantosa tensión en que me encontraba no apuntó certeramente y la ceniza quedó formando un minúsculo bloquecito sobre la alfombra; miré de reojo para ver si Laura María lo había percibido y, evidentemente, así era. Mi amiga obervaba fijamente la ceniza; su torso estaba erecto y con los dedos de su mano izquierda golpeaba nerviosamente la tapa del clavicordio. Creí imprudente limpiar la ceniza con mi pañuelo, de modo que me arrodillé, bajé la cabeza hasta que mi cara estuvo al nivel del piso y soplé: las partículas de ceniza desaparecieron.

Cuando levanté la cabeza ella estaba parada al lado del clavicordio y yo tenía hermosa perspectiva hasta la mitad de sus muslos; de la sombra tenue de la falda emergían las piernas, blancas, largas, todas llenas de ondulaciones y suavidades. Con todo el peso de su cuerpo apoyado en la pierna derecha, el sartorio tenso destacaba su bellísima forma debajo de la piel; el pie, de arco perfecto, hundido en la alfombra, con los deditos abiertos por la presión. Como obedeciendo a destiempo al condicionamiento cultural femenino, Laura María juntó las piernas lentamente, arqueó ligeramente la derecha y descansó el talón de su pie sobre el empeine del otro.

—No tenías por qué hacerlo… —dijo, y con un ademán me llamó a su lado.

Nos sentamos otra vez, juntos, en el banquillo.

Así eran las cosas; cuando yo llegaba al grado de lo definitivamente abyecto, Laura María retrocedía. Tal vez sentía miedo, o lástima, o sencillamente se avergonzaba de su perversidad.

—He aquí el registro de laúd —explicó ella.

Pulsó en el instrumento la insinuación de una fuga. Expresé mi deseo de oirlo de nuevo porque, según dije, no hay sonido más exquisito que el del clavicordio en registro de laúd. Me arrimé un poco más a ella, supuestamente interesado por el registro de laúd, pero no quería otra cosa que aprovechar la ventaja que acababa de obtener. Estar cerca de ella, sentir contra mi rodilla el calor excepcionalmente barroco de su muslo, el roce de su pierna cuando la movía para apuntar un compás o para pulsar los pedales. Laura María desarrolló la fuga; mantenía los ojos cerrados en aquellos pasajes que dominaba suficientemente; su digitación era rápida, certera, un poco sucia, tal vez, en los pasajes más complicados. Como congelada tenía una sonrisa y suspiraba; en los fortísimos apoyaba vigorosamente con la cabeza y entonces el pelo le bañaba la cara de la misma manera como podría hacerlo la miel derramada sobre su cabeza.

Laura María volvió en sí cuando terminó la fuga. Inmediatamente comenzó a distanciarse, incómoda por mi proximidad. Cerró violentamente el instrumento, visiblemente molesta, y se levantó. Deambuló indolente por la habitación, descalza como estaba, pisando suavemente para sentir el sensual cosquilleo de la alfombra en sus pies; se detuvo ante el Watteau y comentó que, aunque realmente no tenía mucho sentido, siempre asociaba el barroco con esa pintura del francés.

En la habitación había dos objetos extraordinarios: aquella escena bucólica de Wateau, de formato pequeño, colgando en el muro norte solitario, y el clavicordio, paradójicamente gracioso y rechoncho, erecto sobre sus tres patas curvas y labradas, con su marquetería de nácar formando guirnaldas. Los muros, hasta la altura de los pechos de mi amiga, estaban revestidos por exquisitos paneles de palisandro y hacia arriba se extendía un empapelado romántico de tonos ocres. Los ventanales daban a un jardín, deliberadamente silvestre, y tal vez tendrían dos veces la altura de mi amiga. En los estantes de caoba negra, curiosamente victorianos, y cuyos tramos superiores apenas podría alcanzar Laura María poniéndose en punta de pie, descansaban infinidad de instrumentos musicales amorosamente cuidados pero que nadie tocaba nunca; excepto un fagorte desmesuradamente largo y antiguo, todos los demás eran de cuerda. Como olvidado en un sillón dorado del Setecientos, estaba el laúd. Para tocarlo Laura María ajustaba a su seno la forma convexa de la caja, que en cierta forma parecía tener exactamente la dimensión de la oquedad de sus pechos; acompañándose con el laúd, mi amiga contaba, en arcaico dialecto bretón, la saga medieval de Segismundo el Bravo; era una canción monocórdica, sombría y triste.

Mientras ella se recreaba por milésima vez en su Watteau me desplacé hasta la mesa enana donde el sirviente había depositado la bandeja de pórfido y plata; me serví una porción de kava de la vasija decorada con motivos polinesios; le ofrecí, pero ella rehusó. Desesperado por recobrar la intimidad perdida, obsequioso y rastrero, le ofrendé mi propia copa.

—No —dijo secamente, y añadió con lentitud deliberada: —Cuando quiera kava me la sirvo yo misma.

Me dejó frente al Watteau, humillado otra vez, y se fue hasta el ventanal. La gruesa cortina de brocado inglés velaba casi por completo la escasa luz que venía del jardín; el salón estaba en penumbras ahora.

Intenté correr la cortina y mi amiga me detuvo con su gesto habitual, es decir, la mano levantada hasta la altura del pecho, con la palma ligeramente inclinada hacia abajo.

—Lo prefiero así —murmuró, lejana.

Se me quedó mirando con los brazos cruzados y la cabeza inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre su hombro izquierdo. Me observaba con interés, como lo podría hacer un naturalista con un especimen ligeramente exótico. Yo manipulaba mi copita de kava, vuelto hacia el jardín, esforzándome por parecer indiferente.

Laura María pertenecía a la más alta sociedad; desde luego, no a ese sector pueril amado por los cronistas de sociales, o a ese llamado jet—set escandaloso y ligeramente repugnante por su prodigalidad obscena, sino a un grupo auténticamente selecto, marcado por cierta nobleza de cuna y de espíritu; aristócratas criollos internacionalizados por su dinero y por su educación, que se han permitido tocarle el culo a Cocteau y compartieron una salchicha y una pinta de cerveza con Oppenheimer y Barber en el «Café Goethe» de Weimar, cuando Barber todavía no sabía del triunfo de su bellísimo «Addagio para Cuerdas»; personas, en fin, a quienes les resultaba chocante dejarse retratar con Jackeline Onassis y jamás permitirían que publicaran una fotografía suya con Picasso, por ejemplo, pero guardan con algún interés un par de cartas que les escribió el pintor y aquel boceto a lápiz que les hizo mientras compartían un denso bordeaux del cincuenta y cinco en el tranquilo café de los acantilados, cuando aquella tarde se encontraron en Aubrilles—sur—mer. Un mundo definitivamente superior, intelectual y ciertamente exquisito, al cual yo había llegado trepando como un mono gracias a mi amistad ambigua con cierto Agregado Cultural homosexual que se prendó de mi apariencia wildeana y a mis sensacionales dotes de demagogo. La singular belleza de Laura María, su cierta capacidad para mantenerse distanciada y rodeada de un halo turbio y misterioso, la gigantesca —por lo menos, eso se creía— fortuna de su familia y su sofisticada educación europea, la hacían especialmente interesante en aquel ambiente orientado hacia la tradición de los «Salones» ilustrados.

Servicial y sutilmente cómico, supuestamente cultivado, rápidamente logré ubicarme a los pies de los príncipes de ese mundo tan añorado desde mi más tierna infancia. Yo no era nada, quiero decir, no tenía una profesión definida, tampoco había triunfado en alguna rama de la actividad humana, no profesaba ninguna religión esotérica ni tenía potencialidades sobrenaturales; no era artista, ni gurú, ni alquimista, ni mago, ni vegetariano; pasaba por «intelectual», pero, en realidad tampoco lo era. Uno puede ubicarse y funcionar adecuadamente, sin embargo, a través del procedimiento de escuchar atentamente lo que otros dicen y hacer una que otra referencia vaga a tópicos imprecisos, o afirmar rotundamente mixtificaciones por el estilo de: «Desde luego, se trata de la escuela de Gottinga…», o bien: «En el Cánon Tercero de Teodorico el Joven hay todo un acorde, aparte de una alusión muy explícita en el texto a El—alcalaad Ben—simur, que sin lugar a dudas relaciona todo el contexto del trecientos con la forma melódica primitiva de Arabia central…» Supongamos que todo esto se dice en un tono ligero, sin excesivo énfasis; nadie, absolutamente nadie lo pondrá en duda, si acaso un experto, y pensará entonces que tiene una extraña laguna en su formación académica. Yo he obligado a auténticos eruditos a perder horas enteras revisando textos a causa de una alusión de esa naturaleza.

Laura María, en cambio, tenía una cultura vastísima, pero tampoco era nada; naturalmente, tocaba bien el piano, el órgano y el clavicordio, pero nunca pudo desarrollarse lo suficiente como para ser una concertista de importancia; sospecho que ella descubrió mi farsa y por eso me admitía en la condición de un noble y lamedor perro; ciertamente: yo tenía todos los deberes y obligaciones, y ningún derecho, excepto el de olerla y mirarla de cerca. ¡Parco derecho, cuando estaba sediento de ella! Yo era a medias su bufón, a medias su valet ad—honorem. Laura María era mi ama, y eventualmente recibía la recompensa de ser admitido en su intimidad, como en esta tarde, cuando estaba sola y fastidiada y decidió llamarme para invitarme a tomar una copita de cierto licor exótico que un amigo de su madre, capitán de altura, noruego, que practicaba la piratería en el Pacífico Sur, le había traído de Samoa.

Mi asquerosa fidelidad a aquella muchacha inaccesible, más mi antigua vinculación al Agregado Cultural, llevó a la gente a pensar que yo era invertido, uno de esos maricos domésticos, de compañía, corteses, exquisitos, serviciales y absolutamente carentes de riesgos que suelen asociarse en extraña simbiosis a las mujeres hermosas. De Laura María también se decían cosas; como íntimo (o supuestamente íntimo, según era en realidad la situación), alguien me había preguntado si mi amiga era lesbiana o adicta a los placeres solitarios, porque a esta hermosa muchacha, aunque asediada insistentemente, no se le conocía varón. Rechazaba mi amiga de manera especial los toqueteos y manipulaciones que se permiten algunos sátiros sociales, y era de lo más evidente que lo opuesto de su especie le resultaba particularmente repugnante… pero nada más podía afirmarse con cierta propiedad. Ante los sondeos a los que, directa o indirectamente, con cierta frecuencia yo era sometido, contestaba con evasivas, insinuaba que sabía más de lo que era prudente o conveniente revelar, daba a entender, en fin, con mis sonrisas místicas y mis silencios sugerentes, que poseía algún insólito secreto. Nada sabía, en verdad, pero no podía confesarlo: descubrí que de aquel «secreto» dependía mi status; mis valores sociales en el grupo aumentaron considerablemente desde que me hice su supuesto confidente e íntimo; y así fue como gané, también, fama de discreto. Un invertido discreto, cosa extraordinaria.

—¿Has bailado alguna vez la gavota? —preguntó ella vagamente, una vez que se hastió de mirarme.

Naturalmente, le conesté que no. Entonces se desplazó aladamente hacia el otro extremo del salón de música y dijo:

—Pues ya es hora de que la bailes.

«Absurdo», murmuré por lo bajo mientras la veía escoger un cartucho e insertarlo en el reproductor de cintas magnetofónicas.

—Ven a bailar, anda… —dijo mi amiga, mientras insinuaba los primeros pasos de la danza.

Me negué otra vez. Laura María se plantó entonces en medio del salón y repitió sus palabras, lentamente, sin compulsión aparente; era una orden concreta, sin embargo.

Traté de concentrarme en mi copita de kava, pero era inútil: desde el principio sabía que bailaría la gavota.

Dejé la copa en la mesa y empecé a bailar; ella me acompañó un rato y luego me dejó bailar solo. Yo recorría el salón haciendo un gran círculo en torno a ella, siguiendo, como bien podía, la música; tenía mucha vergüenza, pero trataba de hacerlo graciosamente. Laura María dio saltitos de colegiala y se puso a mi lado; pasó el largo collar de perlas melanesias que usualmente llevaba en la casa sobre mí cabeza y quedamos los dos enlazados por la joya; tomados de la mano danzamos durante algún rato, hasta que ella se quitó el collar y me haló con él, como si yo fuera un oso.

¡Baila, baila! —gritaba la maldita muchacha mientras me halaba y se reia.

Así anduvimos, pues, hasta que muerta de fatiga por el ejercicio y la risa; yo, parado en medio del salón, jadeante y humillado como nunca antes, sentí que la ira de mi ancestro viril comenzaba a crecer en mi pecho y decidí, exactamente en ese instante, romper con aquella abyecta situación. Laura María se revolcaba en el piso, convulsionada por la risa; observé sus piernas desnudas, sus muslos finamente depilados que se abrían y se cerraban; las piernas se ponían tensas o se arqueaban según la oleada de la risa; después le vino un acceso de tos, violenta, convulsiva, y poco a poco se fue doblando en dos hasta quedar muy tensa en posición fetal… y yo caí de rodillas a su lado y aproveché su malestar para tocarle los pechos y acariciar su espalda. Jadeaba, tenía la tez roja y la ropa empapada de sudor.

Poco a poco se repuso; se refrescó el rostro con un trozo de hielo y me pidió que le sirviera un poco de kava. Criticó mi inhabilidad para bailar la gavota; anduvo hasta la mesita imperio cuya tabla quedaba poco más o menos a a la altura de su pubis; ahí había un libro encuadernado en cuero con apliques de bronce, era un libro de láminas de exquisito dibujo y primorosamente iluminadas que ilustraba los principales momentos de las danzas antiguas.

—Torpe —dijo Laura María— Ven acá e ilústrate acerca de la gavota.

Abrió el libro en una página que estaba marcada por la cinta carmesí terminada en una piedra, como un ópalo, pero demasiado grande para ser auténtico, engastada en oro viejo.

Recreándose en el delicado dibujo de Tiépolo, pues era copia de un original suyo, Laura María destacó la flexibilidad del talle del bailarín y su donosura; el artista atrapó a sus modelos en el momento en que el hombre se inclinaba hacia mujer; ella, toda rosa y dorada, cubierta de encajes y lacitos, se mantenía, también, levemente inclinada mientras hacía un plié y abandonaba su mano en la de su caballero. Laura María hablaba de la gavota sin mirarme, como se estuviera sola, cosa usual en ella; tenía su mano izquierda apoyada en la esquina de la mesita. Sutilmente me fui acercando hasta que su mano quedó a escasos milimetros de mi erecto miembro viril. Dejé entonces que el poderoso bulto descansara sobre el dorso de su mano. La mano se crispó ligeramente, pero no se retiró del sitio que ocupaba. Laura María suspiró y movió la cabeza; me dio la impresión que fijaba la vista en el Watteau o en el vacío. Inicié un movimiento de mi cintura, de atrás hacia adelante, luego más rápido y en forma rotatoria. Desmelenado, la enlacé por la cintura y le besé el cuello y le mordí la oreja; su mano modificó la posición que suavemente apretó mi virilidad que estaba a punto de hacer saltar costuras y botones. Enloquecido, incapaz de creer todavía en aquella maravilla, caí de rodillas murmurando incoherencias, pero en ese mismo momento Laura María se apartó de mí violentamente.

Con movimientos rápidos y certeros se despojó de la faldita y del minúsculo pantalón de tela elástica que llevaba debajo y pude ver ¡Oh, prodigio! un falo gigantesco perfectamenre erecto y amenazador a escasos centímetros de mi naríz.

—¿Pero qué es esto? —asombrado, a duras penas pude balbucear, sin apartar los ojos de aquel soberbio instrumento de tortura.

¡Ahora sí tienes mi secreto! —exclamó con voz aguda Laura María.

Quise huir, convulsionado por el horror, pero ella lo evitó:

¡Jodidos estaríamos si te dejo ir ahora!

Haló un llamador que ocultaba la cortina y dos negros descomunales aparecieron como surgidos del centro del infierno. Vanos fueron mis esfuerzos y mis súplicas; maldije mi suerte y pedí piedad, pero no fui escuchado. Con movimientos que denunciaban entrenamiento específico los titanes me despojaron de mis ropas y entre los dos me sostuvieron boca abajo hundido en la alfombra. Laura María se dejó venir hacia mí, balanceando de arriba abajo su gigantesco instrumento, me cabalgó y después de dos o tres intentos vigorosos, sin tener por lo menos la clemencia de lubricarse un poco, logró perforarme por el sur. Lágrimas saltaron de mis ojos y un aullido se ahogó en mi garganta. Laboriosamente, sin prisas, gozando plenamente y a conciencia de cada momento de mi dolor, Laura María cumplió su cometido; terminó con un suspiro prolongado y feliz, y se quedó largo rato tendida sobre mí quejándose dulcemente; delicadamente extrajo de mi cuerpo su miembro ya flácido.

Anduvo hasta el espejo dorado de luna veneciana y empezó a componerse; con un gesto cardenalicio ordenó a los negros que se fueran. Laura María se ajustó el pantaloncito, alisó su falda y se esponjó el pelo, desordenado por los recientes excesos. Tendido en el suelo, en la misma posición en que me habían dejado aquellos negros infames, incapaz de moverme todavía, puede observar cómo la muchacha, con una coquetería muy propia de su condición, aprobaba su figura reflejada en el espejo y le hacía un guiño a uno de los dos angelotes dorados que campeaban a cada lado del marco. Giró sobre sí misma, grácil y deliciosa; volvía a ser la muchacha exquisita y sensual, lejana, indiferente y culta. Sentóse otra vez en el banquillo ante el clavicordio y pulsó un par de acordes; inclinándose graciosamente hacia mí, me preguntó:

—¿Te gusta Corelli? —e inmediatamente tecleó en el instrumento la melodía de su concertino —llamado «Toscano»— para clavicordio, viola de gamba y flauta dulce.

Mientras me incorporaba y a duras penas trataba de recuperar mi perdida compostura, le contesté, tan indiferentemente como me fue posible:

—Si te place, tócamelo en registro de laúd…

 Del libro: Tócamelo en registro de laúd (Edición del autor, 1972)

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