Tragaldabas, de Carlos Padrón

31/ 05/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente
paralelepipedo—Pa-ra-le-le-pí-pe-do, mi amor, con la boca bien apretadita.

Ella agarra el plátano de la cama. Ahora viene lo más difícil.

—Así, como si te lo fueras a tragar pero sin tragártelo…Looh lahbioh duritoh yhh

—Taboga, ya son las doce —interrumpe el Pichi entrando en el cuartucho.

—Coñoh, nooh vehh —se saca el plátano— que estoy ocupada chico.

—Sí belleza, pero te está esperando el taxi.

—Pues que se espere. Primero lo primero.

El Pichi ve cómo Taboga se vuelve a meter el plátano cual experta tragadora de espadas. «Como si te lo fueras a tragar pero sin tragártelo», la había escuchado decir innumerables veces. Siempre le dio risa esa sentencia iniciática, pero ahora la frase ajada le producía una tristeza muy parecida a la de los ojos de Taboga cuando entró aquella tarde de luz sucia a su vida.

 

—¿Botarías unos ojos así de tristes a la calle? — preguntó aquella tarde.

—Si diera trabajo por cada frase bonita…—repuso el Pichi con sorna.

—¿Botarías unos ojos así de tristes a la calle? —repitió Taboga, casi como si no hubiese oído nada ni a nadie, esta vez clavando sus ojos negros de animal herido en el tercer ojo del Pichi.

«Desde ese momento supe que había algo especial en ella», solía decirle al Flaco María, «antes y no después de que lanzara el sobretodo al suelo».

Taboga se había despojado del sobretodo como una serpiente cambiándose de piel, y así parecía despojarse también de su tristeza, pues apareció en su rostro una sonrisa to kill, al mismo tiempo que el Pichi, y desde más atrás el Flaco María, veía surgir su bikini de lentejuelas glaucas apenas cubriendo el gran portento de su cuerpo.

—¡Soy Taboga la Tragadora! —dijo con desparpajo la vorágine, y luego adoptó la pose típica de final de número de cabaret.

El Pichi pensó si darle trabajo o no; su tugurio no era quizá el lugar más adecuado para una tragadora de espadas. Junto con el Flaco María, el Dj del chiribitil, presentaba shows striptease de mala muerte o quizá suerte (con pornosalsa, tecnojoropo, melodías de Elvis Presley cantadas en español por ya olvidados cantantes nacionales sesentosos, y hasta con música de Pink Floyd), pero su verdadero negocio era el de las putas, quienes le pagaban una comisión por fichar en su antro, para luego irse al hotel de enfrente, o quedarse para dar «sólo una mamadita eso sí» en los oscuros privados del «Tarántula», así se llamaba el lugar, el tugurio, el chiribitil, el antro o, como le llegó a decir más tarde Taboga, y nadie supo muy bien por qué, la covacha macha.

El Pichi la puso entonces a escoger entre el tragar—espadas—striptease arrabalero—

—Pues mamaré —dijo Taboga—, yo no me desnudo frente a extraños, y mucho menos comprometo mi arte. Tragar—espadas—striptease…bahh, habrase visto.

Allí comenzó la brillante carrera de Taboga la Tragadora; reinó desde el privado más recóndito del «Tarántula», verdadera guarida de seres homónimos.

Un día descubrió que podía hablar mientras tragaba. Eso la volvió más popular aún, no sólo por la inusual destreza, sino porque algunos hombres se excitan con las palabras. Los más tímidos, aquellos que necesitaban un breve intercambio humano como preámbulo al acto mecánico y solitario que puede ser el sexo con una puta, lograban continuar su conversación con Taboga durante la tragada. Pero había de todo: desde los que pedían que les hablaran como a un niñito, les dijeran caca—nené o los felicitaran por tenerlo tan grandote, hasta los que solicitaban canciones, frases célebres, teoremas matemáticos, imitaciones de voces de artistas de culebrones, versos o incluso pasajes de novelas. Una noche fue un hombre requiriendo la lectura del primer canto de la Ilíada; tiempo después fue uno pidiendo que le recitaran en cuti unos versos oscuros de un no menos oscuro poeta ultraísta; una madrugada posterior llegó un nostálgico de la infancia (¿pero hay otra clase de nostalgia?) implorando que le cantaran una canción de Enrique y Ana, imitando las respectivas voces de Enrique y de Ana, y cucu mama cucu mama cucucucucu (ese mismo hombre reincidió en el trono de la reina parlanchina solicitando una canción de Colina cantada con voz de Lupita Ferrer); una madrugada lluviosa de diciembre llegó un hombre extraño (el cual resultó ser, no tan extrañamente, un profesor de filosofía quien solía escarbar los libros en busca de las x que prometían la palabra «sexo») casi suplicando la lectura simultánea y repetitiva de la frase «Todo es texto», con acentico francés, precisó, y ella mamó y todo fue texto y mamó otra vez y todo fue texto otra vez, mientras el rostro hosco del philosophe se llenaba de la satisfacción intersexual (intertragadayhablada) que le propinaba la Tragadora.

Ninguno llegó a conocer la causa de la tristeza inicial de Taboga, ni mucho menos dato alguno sobre su pasado; ella decía poco, alegando, entre risas, que su asunto era hablar sólo mientras tragaba. Pero la verdad velada era el velo que se cernía sobre su memoria: la tragadora la había perdido: todo pasado olvidado fue mejor. Algunas veces le sobrevenían ráfagas o aun ramalazos de una vida venida de lejos que era y no era la suya (las Torres de El Silencio, el pecho de paloma de Anthony Quinn, el turbante, una daga en la garganta), y entonces ella se volvía, toda, una vena melancólica abierta por el puñal de los recuerdos compendiosos. Sin embargo nada de eso lograba articularlo con la imagen de ella—misma—infinitamente—triste—en—bikini—de—lentejuelas—verdes—bajo—un—sobretodo—que—cae—exangüe—al—piso—aquella—tarde—sucia—entrando—en—»El Tarántula»—como—Taboga—la—Tragadora, como empezando una nueva vida. Ese amnésicomienzo la hizo feliz, y hasta se estaba volviendo culta. Aun inició a unas cuantas compañeras de la covacha macha en los arcanos del trablar, como decía ella, tragar y hablar. Eso la llenó del orgullo simple de los padres. Pero un día (o más bien una noche), como no puede dejar de suceder en las historias tristes, la alcanzó el pasado.

La noche había estado floja, lo cual es una metáfora sobre la cantidad de espadas tragadas y no sobre su calidad, que era, invariablemente, después de pasar unos segundos en la garganta profunda de Taboga, profusión de venas palpitantes y músculos en dulce erección.

La oscuridad del privado era casi total. Ella nunca distinguió rostros; sólo presentía figuras mustias, casi fantasmales, entrando y saliendo de la medialuz magenta del «Tarántula», voces que llegaban solicitantes y muy pronto se convertían para ella en meros puñales de carne (el Verbo hecho Hombre—Falo, para delicia cristiana y lacaniana).

Pero de pronto llegó la sombra exorbitante.

—¿Cómo quieres que te trable, amor de mis amores? —le preguntó ella con su frase de siempre.

—…

—No te asustes, yo trago pero no devoro.

—…

—Bueno, qué se le va a hacer, el hombre es calladito. Entonces vamos a hacer hablar a su cosita —dijo ella.

Taboga le bajó el cierre del pantalón y le sacó su pinga. Empezó a tragársela y la cosita, no la Tragadora, se puso locuaz: era una gran cosota llena de gruesas venas. Era como si la reina de las flores de la noche hubiese extraído, con cada movimiento de su boca, una gran espada milenaria (¿la del Rey Arduro?) oculta en el prepucio.

La memoria es un duende o demonio asombroso que se vale de las cosas más banales y venales (es decir, con grandes venas) para revivir recuerdos que son como monstruos sumergidos en el agua oscura del alma: esta vez el duende o demonio asombroso de Taboga se valió de la cosa venal (proustiana magdalena —o maglandea) que tenía en su boca para despertarle uno de esos monstruos, y luego otros, para después ser legión irrefrenable.

Mientras tragaba, esta rara vez en silencio, cayó como en un trance inesperado y fue entonces cuando llegó a sus oídos.

Primero la escuchó como un vaho gangoso arrastrándose desde algún lugar del tugurio del Pichi. Se mezclaba con la música del Flaco María (su balada favorita de Elvis Presley cantada en español por Trino Mora e introducida como siempre: Taráááántula, el sonido de las ocho patassss presenta…), las luces magenta de las lámparas, los vapores con olor a sexo y las voces de los asistentes, clientes. Le recorrió una sensación de leche cortada en todo el cuerpo. «La noche está cortada, eso tiene que ser», se dijo ensimismada, haciendo secreto alarde de sus recién adquiridas habilidades de poeta.

Tráemeh unah cervecitah, Pichih —trabló.

Pichi la miró con cara de desconfianza. Ella nunca bebía.

Ahorah deh verdah lah necesitoh, bellezah— aclaró, y luego se dijo para sus adentros: «esa musiquita, no la del flaco, sino esa que viene del rincón, o del mueble verde perico, o de aquel privado, no sé, me pone mal, mala, malísima».

Es rara la manera como las cosas imprevistas nos afectan. Vienes a trablar como todas las noches, y de pronto algo te inquieta más de lo normal. Esta verga. Esa música. Familiar como tu almohada de siempre, llena de tu aliento de perro mojado de todas las mañanas y de una que otra mancha de saliva; extraña como ojos callejeros. «¿Dónde la he escuchado antes?», se preguntó Taboga.

Llega la cerveza y son entonces la almohada de Kalimán, y todo lo que ella le decía, como dardos en su memoria.

—No me digas que ya no me quieres, Kali, en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse.

Taboga le jala la almohada (de ella, de su casa: él no tenía ni dónde caerse muerto) para que le pare bola. Kalimán abre los párpados con lentitud, y ve sus ojos negros de animal, los de ella, clavados sobre él.

—Payaso tragaldabas, ya viene siendo hora de que te des cuenta que tú no me puedes dejar. Según tu punto de vista yo soy la mala, pero todo lo bueno en tu vida me lo debes a mí. Te irás pero sólo para llegar otra vez a mis brazos.

¿Y qué podía responderle Kalimán a algo tan bonito? Ese es el problema con Taboga: te calla musitando palabras hermosas. Eso mismo le había pasado al Pichi cuando no pudo evitar darle trabajo.

—Calla esa vaina, Pichi, ¿puedes? —dijo Taboga perturbada, saliendo un breve momento de su trance, también sacándose la espada de los labios gruesos: el Pichi la miró con cara de qué te pasa loca.

—Pronto vamos a cerrar, bella, aguanta un poquito más —respondió él.

Pero vienen otra vez los recuerdos extasiados de la Soberana tragona cuando se pone a tragar de nuevo.

Se le había olvidado el episodio. Estaba lejos y difuso como esa maldita música que nadie parece escuchar: la vez en que Bazil y ella hicieron su lucha de amor, y Kalimán los agarró in mamanti. Después de eso no recordaba nada. ¿Cuándo fue?

Bazil encima le metió unas llaves (una doblenelson, una plancha, quizá un tornillo) a Kalimán quien no era bueno peleando, y menos lucha libre. Le hizo finalmente la temible pinza libanesa en la traquea, con la cual le paralizó los músculos del cuello, la lengua y las cuerdas vocales, herramientas imprescindibles en el oficio de Kalimán, quien ya más nunca podría volver a tragar espadas. Ex payaso tragaldabas. Primero había sido ese odioso payaso—cantante (o cantante payaso) de la televisión quien le hizo la vida imposible usando todo su poder para sabotearle su carrera en ascenso de payaso—cantante cátedra en el canal del Estado (acaso fue el primer y único saltimbanqui hippie del país); ahora Bazil Batah le había jodido su tigre de tragador en «El León». «Todo por mi culpa», pensó Taboga, «soy una mierda». Luego ponderó en silencio: «¿Cómo llegamos tan lejos?».

Y entonces esta pregunta fue como un hilo destejido que destejió los recuerdos de la historia que le había contado Pablo (el futuro Kalimán) sobre su primer encuentro con Bazil Batah.

 

—Vasito, lleva la cerveza en vasito, vamoa cerrar ya —le había espetado Wong, el mesonero del restaurante chino cerca de la Avenida Baralt, a Pablo.

Tomó Pablo el vasito triste, y trató de armarse de valor para salir a la calle. Era tarde, la zona una ruleta rusa.

Al salir sonaron las campanitas—dragones de la puerta. La leve lluvia le golpeó la cara; desganado, se subió el cuello de la chaqueta con la lentitud de los deprimidos: aún tenía fresca la afrenta del payaso malvado de la televisión.

Psss, psss, un traguito ahí… —le susurró de pronto una voz inesperada desde algún lugar de la acera.

—¿Cómo? —respondió, mientras volteaba sorprendido y sus ojos se topaban con…nadie. No había nadie. «Deben ser las cervezas», pensó, «fueron ocho o nueve, y la noche a veces me hace escuchar vainas que no son…»

—…que si me das un traguito de lo que tienes ahí —otra vez el susurro hiriéndole los oídos desde el piso.

—¡¿Qué pasa?! —gritó, con una reacción violenta ajena a su naturaleza impasible. Esta vez alcanzó a ver un bulto echado frente a la tienda de santería al lado del bar chino. Estaba hundido en la oscuridad de las sombras de algún rincón; no logró ni siquiera distinguir si era humana la umbrosa figura; sólo notó una minúscula luz anaranjada que se encendía, y un hilo de humo brevemente alumbrado por un poste cercano.

—¿Quieres uno? —le preguntó la sombra.

—No, yo no fumo.

—Pero hace una semana fumabas como un loco.

Fue como si le hubiera pasado una navaja helada por el cuello. ¿Cómo podía saber eso? Ni siquiera tuvo tiempo de recuperarse de su estupor, pues a los pocos segundos dijo la aparición de forma advenediza:

—¿Te tiene la vida hecha mierda, no?

—¿Quién? —preguntó Pablo.

—Quién va a ser, Julia —replicó, al tiempo que expulsaba un humo perezoso.

—¿De verdad, quién coño eres tú? ¿Tú me estás espiando?

—Una cosa a la vez. Soy Bazil Batah.

—¿Bazil Ba…qué?

—Batah, y soy el dueño del lugar ése al que vas todas las noches. Ya son unos cuantos años desde que abrí el tugurio con el Dragón Chino. El Dragón es mi cuñado. Lo abrimos después de que mi hermano y yo quebramos con de los Remates Batah donde vendíamos ropa árabe. ¿Los conociste?

—¿¡…..!?

—Bueno, no te preocupes. Ahora lo que importa es ayudarte.

—¿De verdad, loco, quién eres tú?

—¿No me conoces? Fui luchador de cachacascán. Todavía lo puedo oír: ¡Diez combates a tres asaltos cada uno, en la mejor lucha libre de todos los tiempos…Cacha—cas—cán! Así alcancé la fama y gané algo de dinero. Sobre todo con las peleas en el Palacio de los Deportes que transmitían por el canal ocho. Sabes, yo le echaba tanto o más bola que el Santo, pero ya nadie se acuerda de mí, ni siquiera de mi infalible pinza libanesa; todos te olvidan si no sabes venderte bien… —dijo él con una mezcla de rabia y de nostalgia; hizo una pausa y prosiguió: —Llevo semanas viéndote, investigándote, escudriñando tus más íntimos pensamientos. Al principio no lo podía creer, pero esta noche lo confirmé: tienes el poder de tragar espadas: para eso estás hecho.

—¿Tú como que fumas monte, hermano?

—No lo necesito para ver las cosas que veo.

—Chao vale, yo me voy.

—¿A los brazos de Julia que siempre te esperan?

—¡No me jodas!

—Pablo, Pablito, déjame explicarte: yo leo la mente.

Pasa un carro y sus luces alumbran por un momento al tal Bazil Batah. Lleva una franela sin mangas donde dice «Remates Batah: tumbando los precios a la lona», en letras anaranjado fosforescente estilo película mejicana de los años cincuenta o quizá sesenta. Sobre ella porta un maltrecho sobretodo negro escasamente visto en el trópico. Sus pantalones son negros, de flux. Sujeta con una mano un viejo radiecito de pilas (más tarde descubrirá Pablo que siempre carga ese aparato como un fetiche). Pero lo que más le llama la atención a Pablo es su pecho de paloma. «Como Anthony Quinn cuando salía con esos trajes de baño casi hasta la barriga», pensó luego Julia cuando lo vio por primera vez.

—¿Y la máscara, Batman? —le lanzó Pablo a Batah en son de burla, evidentemente picado por su nueva referencia a Julia.

—Sólo los luchadores rudos, los sucios, usan máscara. Yo era un luchador técnico; bueno, soy, porque en el fondo uno nunca de ser un luchador —respondió con paciencia.

Una mujer de cabellera roja y figura esbelta se desliza rauda por la acera con un exiguo cojeo en su pie izquierdo. Le golpea levemente el hombro derecho a Pablo, dejándole un vestigio de un aroma indescifrable. Unos segundos más tarde aparece un hombre que camina en la misma dirección de la pálida mujer.

—¿Ves a esos dos? —le dice Batah— Ella carga un secreto; él la oscura misión de seguirla.

—¿Me vas a hablar claro de una buena vez por todas?

—Sígueme, Pablo, sólo sígueme y te explicaré todo lo que quieras —respondió definitivo.

Batah se incorporó con rapidez y comenzó a caminar con pasos punzantes hacia la esquina; casi sin que Pablo se diera cuenta, ya la había cruzado. Dudó un momento si seguirlo o no, «el alcohol no es buen amigo de las decisiones», se dijo Pablo, pero casi como por inercia sus pies comenzaron a seguir la mole de ese cuerpo y ya iban subiendo por la avenida Baralt con dirección a las Torres de El Silencio.

No se atrevió a alcanzarlo. «Uno nunca está preparado para caminar junto a un oscuro luchador libre al filo de la medianoche», pensó el aún no Kalimán. Prefirió rezagarse unos metros para inspeccionar al insoluble personaje desde una distancia prudente. De pronto le vinieron unas ganas enormes de fumarse un cigarrito. «Beber sin fumar es el infierno, Julia, no me hagas prometerte eso, no me cierres esa puerta a mí que se me han cerrado todas las puertas del mundo (del espectáculo), es el último poquito de felicidad que me queda, sí, sí, también estás tú y tu casa y también tu gran almohadota de plumas de guácharo, o algo parecido», recordó Pablo; las cosas que recordó Pablo siguiendo a un oscuro luchador libre al filo de la medianoche sin ni siquiera un cigarrito para acompañarlo a él que estaba tan solo y a punto de descubrir aquello para lo cual estaba supuestamente hecho: tragar espadas.

(Taboga procedía y retrocedía dando esa succión que la había hecho tan famosa en los bajosfondos y bajosvientres: imprimió vueltas o más bien piruetas a su boca: frotó sus labios y su garganta contra esa gran lámpara maravillosa que expulsaba tantos y terribles genios—recuerdos).

Después de un tiempo impreciso, la pareja alcanzó los túneles bajo las Torres de El Silencio: primero Batah, luego Pablo a una distancia desde la que había sondeado cómo el luchador exhibía, al deslizarse cerca de algunos paseantes noctámbulos a lo largo de la avenida, signos evidentes de perturbación: fruncía con fuerza el seño cenceño; accionaba las grandes manos como si espantara moscas impalpables o imposibles o sostuviera discusiones con almas sin cuerpo; vociferaba frases sueltas que a veces navegaban mutiladas a través de las brisas refrescantes de la noche hasta los oídos apartados de su perseguidor: «…sí, tú tenías que perder, qué le vamos a hacer…», «…bésalo en los ojos…», «…los mataste desde el puente, gran carajo, por lo menos suicídate…», «…no me vayas a decir que no te has dado cuenta…», «…qué va a ser ella tu refugio de amor…».

La soledad en los túneles era casi absoluta; sólo uno que otro carro desvelado venía a trastornarla. El alumbrado público teñía la atmósfera con una luz cerúlea.

Batah se dirigió al estacionamiento de uno de los ministerios ubicados en las torres silenciosas. Se detuvo abruptamente frente a la puerta roja de lo que parecía ser un maletero; entró y Pablo lo siguió convencido sólo por la inercia de sus pasos exánimes.

—¿Quieres algo? —inquirió Bazil, apuntando a un estante que era un improvisado bar.

—Quiero que me expliques… —respondió el próximo Kalimán, casi sin aliento.

—Primero lo primero.

Bazil Batah sirvió dos tragos de ron y los colocó sobre la mesita desvencijada bajo el único foco de luz en el maletero; posó la vieja radio que había sostenido durante todo el trayecto; sintonizó una música que Pablo no supo distinguir. Junto al bar—estante descansaba un armario desconchado: estaba abierto, y Pablo pudo ver algunas máscaras de luchadores en su interior.

—¿No y que tú eras un luchador técnico? —preguntó el visitante mientras sorbía un trago de ron.

—¿Lo dices por las máscaras? No son mías. Pertenecieron a algunos luchadores rudos que vencí: ellas fueron mis trofeos; ellas y el placer de revelar la identidad de sus dueños.

—¿Bueno, me vas a explicar eso de que lees la mente y de que yo estoy supuestamente hecho para tragar espadas? ¿No serás tú maricón, no?

—Nada de eso, mi llave —respondió Batah con una expresión en desuso, pero muy apropiada para un luchador.

—¿Entonces qué?

El relato de Bazil, que Pablo repitió la mañana siguiente, estaba todavía difuso en la memoria tragadora de Taboga. Sí recordaba que el luchador le había dicho al futuro Kalimán que lo de leer mentes no era un poder sobrenatural. «Todos lo tenemos, pero pocos lo reconocemos porque está demasiado cerca de nosotros», le parafraseó Pablo luego, sin que ella entendiera el enigma de esa frase.

Pero más tarde atisbó su secreto: tantos años en el ring, teniendo que observar con precisión de gato cada movimiento y gesto de su oponente con el fin de anticipársele, le habían dado a Batah lo que él llamaba el poder de «ver el alma en el cuerpo». «Nada está oculto, mi hermano, toda nuestra historia, incluso la más secreta, la destilamos en cada gesto y movimiento del cuerpo, sólo hay que tener ojos para verla», decía el luchador, y luego ponía un ejemplo: «Imagínate una pareja que está con un grupo de amigos. Suponte que en un momento de la noche la tipa empieza a hacer pequeñas muecas con la boca, se pasa la lengua por los labios, arruga un poquito los ojos, y luego empieza a mover la pierna derecha, se frota las manos contra la falda y dobla los brazos. Esos gestos están a la vista de todos, pero, cómo decirte mi hermano, son incomprensibles para el grupo porque nadie los conoce; a lo mejor, mi llave, ni siquiera los ven», aquí Bazil Batah ponía ojos de alucinado y luego continuaba, «pero para su compañero estos gestos son más que familiares, él sabe que ella está ladillada y que se quiere ir. Lo que está ante la vista, puede estar oculto para unos y no para otros. Yo leo la mente porque nada se le puede ocultar a mis ojos», finalizaba Batah casi de forma oracular.

No podía recordar Taboga por qué Bazil se había empeñado en ayudar a Pablo, usando su poder para conducirlo por el camino de lo que se suponía era su vocación verdadera. Lo cierto es que Pablo salió esa noche larga convertido en Kalimán el Tragamán, con turbante y todo, «como el cuento ése», dijo Batah. Julia fue la ayudante del show, para lo cual, según las recomendaciones del ahora exluchador—agente—busca—tigres, se compró un bikini de lentejuelas verdes y aprendió uno que otro movimiento de cabaret. Así llegaron a «El León» donde alcanzaron una fama puntual.

 

«La vida empezaba a ser otra vez vida para Pablo», recordó Taboga, al tiempo que seguía tragándose la gran espada de la sombra en «El Tarántula».

De pronto todos sus recuerdos se volvieron una maraña de imágenes y frases confusas y emociones que la desgarraban, como si vinieran del lado más oscuro de su alma:

Julia: ¿Dónde, dónde estabas tú, por qué llegas a estas horas que son deshoras?Kalimán: Disculpa, mi reina, no me di cuenta del tiempo. Julia: No me vayas a engañar, Kalimán, di lo justo, tuve que tragar espadas para no suspender el show, ¿tú me quieres matar, chico? K: ¿Y tú desde cuándo tragas espadas? J: Aprendo rápido, amor ingrato, pero no me cambies la conversación, ¿tú como que estás borracho y hueles a perfumito barato? K: Yo no sé, preciosa, a veces me olvido hasta de mí mismo. J (con el rimel corrido por las lágrimas): Ya te lo dicho, payaso tragaldabas, en el sendero de tu vida triste hallaste una flor de perfume delicioso, o sea yo, y ahora que percibías su delicioso aroma se te va a esfumar, Kalimán, y así vivirá tu alma sola sin mi amor.

Después le vino la imagen gastada de ella misma corriendo con su traje de lentejuelas verdes hacia la madriguera de Kalimán en los sótanos de las torres, y encontrándoselo a él con su radiecito al son de una canción de la Dimensión Latina con el sobretodo de siempre y una botella de ron:

Bazil (ya con unos tragos encima): Cargo un guayabo, mi niña. Julia (todavía con el rimel corrido): Yo una pena por una afrenta de amor.

Seguro Bazil Batah vio con su poder el deseo en forma de traición o quizá venganza en los ojos oscuros de Julia. Así luego de varios minutos de tantear el terreno, de buscar minuciosamente el punto débil del enemigo, Batah se coloca una de las máscaras de sucios que está en su armario (tentación de todo técnico), y decide lanzarse sobre Julia pero falla en el lance. Julia aprovecha para hacerle un crotch y dejarlo de espaldas a la lona: le besa el cuello y arremete contra su ropa, mientras se quita la pantaleta verde. Lo voltea con una plancha y le aplica una rana para inmovilizarle los hombros con las piernas y bloquearle las piernas con sus brazos. A Batah no le queda otro remedio que hacerle un potente látigo con la lengua. La llave es efectiva, y el enmascarado logra zafarse, para llevar a Julia de nalgas contra las cuerdas y hacerle una doblenelson que la inmoviliza, como preámbulo a una llave de a caballo que le aplica desde atrás. Julia aguanta, pero algunos griticos salen de su boca (la furia de su oponente la hace pensar que tiene tres brazos). Los gritos no hacen más que estimular a Bazil, quien insiste una y otra vez y cada vez más fuerte con la llave hasta que Julia logra escapar. Él, ahora convertido en verdadero sucio, trata de aplicar una media tapatía a las tetas, pero Julia le corresponde con una palanca a la pinga, para después caer enredados los dos en un doble medio cangrejo y amar, amar, amarse sudorosos, desesperados hasta acabar la lucha, no acabando, sino con la súbita aparición de Kalimán, quien los agarra in mamanti, como bien recordó Taboga tragándose el príapo procaz en las sombras del privado, ahora con gran fuerza y premura para buscar el desenlace de la historia, y todo se le torna un mosaico de imágenes abigarradas en la cabeza:

Kalimán y su turbante discutiendo con Batah: La pelea: La llave libanesa que le paralizó la traquea a Kali: La daga bajo el turbante y luego empuñada por el tragador: El brillo tenue del metal: La garganta de Bazil atravesada como mantequilla: Los ojos desorbitados bajo la máscara: La mole desnuda y desplomada contra el piso: La arteria que chorreaba sangre por todos lados: ¡Su grito de espanto!: Ella poniéndose el sobretodo del luchador que fue técnico y luego mortalmente sucio: Ella con lágrimas negras en los ojos surcando los sótanos de las torres silenciosas hacia la noche envolvente.

Entonces supo distinguir esa musiquita hiriente que la había estado poniendo mal, mala, malísima, al arrastrarse como vaho gangoso, ahora junto con el semen pegajoso, no ya desde algún rincón del «Tarántula», sino desde la gran sombra cuyo falo falaz, que venía de venirse, había estado tragándose todo este tiempo. Esa música se le hacía cada vez más fuerte y distinguible, hasta confundirse o fundirse con ella, las dos hechas un solo efluvio llamado Taboga, Taboga mía: el título de la canción que sonó en la radiecito de Bazil mientras hacían su lucha de amor infiel, un nombre que escogió para sí, sin saberlo, durante su carrera nocturna hacia el olvido y la infinita tristeza de la futura Tragadora.

Y el inefable presentimiento le vino de súbito:

—¿Eres tú Bazil? —le susurró a la sombra enorme frente a ella.

Pero la sombra se había desvanecido como todos sus recuerdos.

—Hoy es la última vez que trabajo, Pichi, me voy para siempre —dijo llorando.

Guardó silencio por unos segundos, y luego añadió como si le sobreviniera una revelación cotidiana:

—Pero no me voy sin terminar la iniciación de las nuevas.

 

Todo esto lo sabe el Pichi por boca de la extragadora, y ahora lo recuerda con la misma tristeza de los ojos de la Taboga de aquella tarde de luz sucia en que se conocieron, mientras le dice «apúrate, linda, que te deja el taxi», y ella, imperturbable, se dirige a la aprendiz:

—Te metes el plátano en la boca, Lupe, como si te lo fueras a tragar pero sin tragártelo, y con los labios bien apretaditos dices: Pah-rah-leh-leh-pih-peh-doh, —se lo saca y sonríe: —ya verá el matemático ese.

De libro: Tatuajes de ciudad (Sacven, 2007)

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