Boceto para obituario, de José Luis Palacios

07/ 06/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

calendarioMi padre es un acto de magia donde el protagonista se desvanece entre una masa de humo. Llevo viendo este acto toda mi vida, a veces en los asientos de atrás, a veces en los de adelante. Ahora en primera fila: mi padre tiene ochenta años y Alzheimer. Vive en un apartamento excesivamente grande para sus necesidades, junto a la indiferencia de mi madre, unos cuantos años más joven que él, y los cuidados de una enfermera sinuosa que alebresta a los machos jóvenes de nuestra familia. Los fines de semana visito a esos tres personajes, con una regularidad impuesta por la costumbre y la genética heredada. Reedito la rutina de las dos rejas del edificio, el ascensor con llave y la otra reja del apartamento. La enfermera, atenta a mi llegada, me abre la puerta de servicio y me invita a pasar, desparramando turgencias fuera de su uniforme blanco. Puede parecer una observación sesgada, pero creo que todas las carnes de mis padres se van transfiriendo de ellos hacia el interior del uniforme blanco. De la cocina paso a la sala, donde mi madre teje y mi padre dormita arrullado por algún juego de fútbol o noticiero europeo. Mi madre se disculpa por no haberme hecho entrar por la puerta principal. Los años han desgastado esa disculpa: siempre entro por la cocina. De las dos puertas blindadas, una se usa, y las llaves de la otra, la principal, duermen un sueño eterno bajo el cojín de uno de los sofás que mi madre ha amortajado cuidadosamente con unas fundas de estampados rosados. Así durarán más, dice ella. El tiempo transcurre lentamente durante mis visitas: no hay mucho de qué hablar, ya todo está dicho, repetido y congelado en el tiempo entre esas paredes. Mi historia está ahí, me persigue en cada rincón. Puedo establecer con exactitud la fecha de la compra de los muebles del comedor, poco antes del terremoto cuatricentenario, lo mismo que las lámparas y el seibó. El intercomunicador en la pared de la sala, gigantesco, con radio am/fm y profusión de teclas, permanece empotrado e inservible como símbolo del status de hace cuatro o cinco décadas. Puede sonar risible, pero en esa época poca gente tenía la precaución, o la posibilidad, de chequear a posibles visitantes antes de que tocaran a la puerta. Mucho más atrás, yo ni siquiera había nacido, me cuentan que la nevera, otro talismán de aquella clase media no aterrorizada, también se exhibía en la sala, para envidia de familiares y amigos de menores ingresos. La desnudez original de las paredes fue cubierta con cuatro óleos adquiridos con urgencia: una naturaleza muerta con crisantemos, un par de paisajes indefinidos, y un cerro Ávila sinople y bulboso, firmado por Giovanni di Munno, que fue haciéndose cada vez más útil para reemplazar la visión real de la montaña, desaparecida progresivamente de las ventanas, a medida que arreciaba alrededor de nuestro edificio la actividad de la construcción durante el boom petrolero de los setenta. Hay un televisor, regalo reciente mío, que acompaña los ronquidos de mi padre en todas sus siestas y sobremesas nocturnas, y otro que permanece encerrado dentro de un mueble a la medida sobre el que yacen objetos de platería y un tríptico de mi primera comunión. Todos los espacios horizontales están abarrotados con mis hitos enmarcados: graduaciones, navidades, la playa y la montaña, cumpleaños y matrimonios. Reforzando las fotos hay una cantidad de zapaticos de porcelana, ceniceros, angelitos, vírgenes y santos misceláneos, asociados a las mismas efemérides. Las cortinas vetustas evitan las corrientes de aire, un mal que los viejos tratan por todos los medios de evitar. No puedo decidir qué hace más difícil la comunicación con mis padres: su progresiva sordera o sus olores corporales, que impregnan el ambiente y parecen compartir con los muebles y las cortinas. Huelen a recintos cerrados, a lugares abandonados al óxido y el moho, esas halitosis persistentes que matan cualquier intento de diálogo compartido en el mismo sofá. Guisos mediterráneos mal digeridos con profusión de ajos y aceite de oliva. ¿Dónde fueron a parar tantos manjares, tanta harina de trigo? Mi padre tuvo el físico de un jugador de basketball en estado de retiro prematuro, leptosomático, con la mitad inferior del cuerpo inflada a punta de pasta y Pinot Grigio. Ahora es poco más que un esqueleto vestido. La actividad de su cerebro se va desgajando día a día, en capas, como se desintegra una cebolla hasta llegar a su corazón, donde no queda nada. Creo que fue André Maurois, o pudiera ser Albert Camus, u otro francés por el estilo, quien dijo que uno es de donde hizo el bachillerato. Mi padre no leyó a estos franceses: ahora sólo habla italiano, el lenguaje de su niñez, escondido en una de las últimas capas de la cebolla. Todavía me reconoce. Carissima, me saluda, y me pide que le corte su barbita blanca y los pocos flecos pegados obstinadamente a su nuca. Acepto hacerlo cada dos o tres semanas, esparciendo algunas hebras translúcidas sobre la funda rosada del sofá. No se deja tocar por más nadie, lo que agradezco como muestra residual de algún tipo de vínculo conmigo. Chao, Gino Cerrutti, sin pelo y sin memoria.

La pérdida de neuronas implica algunos pequeños arreglos en el hogar de los Cerrutti. Se hace necesario colocar pestillos por fuera de las puertas de los baños, para impedirle al paterfamilias encierros prolongados a solas con la poceta. Como todos los ancianos, buena parte del tiempo se la pasa discutiendo sus funciones excretorias, con especificidades dignas de un laboratorio clínico sobre cantidades, colores y grados de dureza. Hay que llevar un reporte diario de sus deposiciones para contrarrestar su poca memoria a corto plazo: en un calendario en la cocina se puede leer «Gino ha cagato», en la letra puntillosa de mi madre, rectángulo a rectángulo, día a día, para constatar que los intestinos de mi padre, divertículos y todo, siguen trabajando, y evitar así que él se empeñe en arrastrarse hasta la farmacia de la esquina en busca de laxantes. De vez en cuando Gino se acerca al calendario de la cocina, recorre con un dedo sarmentoso los números hasta que da con el lugar apropiado y coteja desconfiadamente las inscripciones más recientes. Pronto nada de esto tendrá sentido para él, no sabrá ni quién garrapateó esas anotaciones ni para qué sirven.

Supongo que mi padre me ama, o me amaba. Nunca me dejaba pasar al estudio cuando estaba trabajando. Ahora no, mi amor, estoy escribiendo un artículo, decía él mientras taladraba páginas con el repiqueteo furioso de su Smith Corona. Pero hay suficiente testimonio fotográfico en esa habitación evidenciando una cierta destreza en teteros, pañales y piñatas, aunque no alcanzo a recordar las circunstancias alrededor de la mayoría de las fotos. Las estanterías de esa habitación hace tiempo que dejaron de ser usadas para el trasiego de los libros; es imposible sacar un ejemplar a través de las barricadas de imágenes enmarcadas. En casi todas ellas aparece Gino, o su ectoplasma, un segundo antes de salir corriendo en otra dirección. Ahí está la impresión amarillenta de mi fiesta de graduación de bachillerato. Es de día, y Gino me abraza. Pero esa imagen no cuenta toda la historia: bastante después de que él se desapareciera de la celebración, llegaron unos coleados. Se intercambiaron amenazas e insultos. Volaron pasapalos, vasos y botellas. Un vidrio me abrió un hueco en el codo. Como a las dos de la mañana, acompañada de mi madre y un primo mayor, finalmente me cosieron el roto en la clínica del boulevard. Gino volvió a la casa cuando desayunábamos, según él, tras una larguísima sesión extraordinaria del Consejo Universitario, excusa plausible en tiempos de renovación y universidades allanadas.

Que mi padre era Superman ligado con Garibaldi y Einstein fue una certeza desde siempre, pero especialmente el día que visité por primera vez la Quinta Anauco agarrada de su mano y de la de mi hermano Angelo. A la sombra de la techumbre de caña brava, en la planta baja, nos puso frente a un muro lleno de objetos coloniales y nos instó a voltearnos para que le recitáramos la lista de cachivaches a nuestras espaldas. Naturalmente, no pasamos de tres o cuatro, algunos ni siquiera tenían nombre para mí. Luego él nos pidió que seleccionáramos cualquiera de las habitaciones de la casa que habíamos visitado, y nos abrumó listando cuanto cuadro, arcón, arcabuz o estribo, real o imaginario, ocupaba aquel recinto. En el patio de adoquines y matas multicolores, junto al pozo de agua, accedió de buena gana a tomarle una foto a un grupo de turistas y se puso a hablar con ellos en lo que para entonces yo no sabía que era alemán. Gino siempre se lucía ante nosotros, reinterpretándose a sí mismo, en italiano que entendíamos a medias, o en otros idiomas ajenos a nuestro entorno familiar. Admirábamos su capacidad de deformar sus labios o de forzar la garganta para emitir sonidos rasposos y ululantes que de inmediato imitábamos entre risas.

Posiblemente hubo otros días como el de la Quinta Anauco, pero no los recuerdo, y si me pidieran llevarme a una isla desierta una sola impresión de mi padre, me quedaría con ese día pasado entre paredes blanqueadas, zaguanes y trinitarias, con mi hermano, los turistas alemanes y los juegos mnemotécnicos.
* * *
Hasta aquí te voy a leer, madre, entre otras cosas porque tengo la oreja roja de pegarla al teléfono, y porque no he escrito sino esos pocos párrafos. Sé que no te ha gustado mucho, como casi nunca te gusta nada de lo que hago. Eres mi peor crítico. Aunque a decir verdad, a mí tampoco me agrada demasiado este relato, con tanto remiendo autotestimonial. Mamá, madre, mamma mía, no te pongas brava, tan sólo se trata de un cuento. Las taras físicas y los escándalos son comunes a todas las familias, la disfuncionalidad es la norma. Necesito tu comprensión y tu experticia literaria, no te me vayas por otros derroteros. Estás de mal humor, no te arranqué ni una risita con lo de «Gino ha cagato». Oigo tu sarcasmo: ¿llevando a los muchachos a la Quinta Anauco? Me dirás: ¿por qué no cuentas en tu historia que antes de esa visita quizás habías visto a tu hermano, si acaso, media docena de veces? Me insistirás: ¿por qué no describes su porte y figura? No añade nada a la historia, te respondo. Angelo es oscuro porque Briseida es tinta como la noche. Y fea como pleito a machete, dices tú. No tienes que repetirme lo que le ladraste cuando los descubriste. Negra maldita, vaya a ligarse con los de su raza. Aunque discrepe de tu apreciación: Briseida es hermosa e inteligente, de otro modo no hubiera atraído a su profesor, y menos le hubiera aguantado tantos años de desencantos.

Relájate, madre, no me grites por teléfono, casi todo es ficción, tú lo deberías entender mejor que nadie: tercera persona, primera persona, sinalefa, sinécdoque, hipérbaton, hemistiquio. Por supuesto que sé que hay desabastecimiento de carne, y sí, madre, compré carne antes de la crisis, estoy comiendo carne; no, no me regales una bandeja de medallones. Volvamos a lo importante, la literatura: todo es un montaje, una impostura fácil de desmontar. El apartamento es una casa. El italiano, español. La flacura, gordura. Y así sucesivamente. Lamento que te fuera tan mal con «Gino Cerrutti». El tiempo lo borra todo, la vida con el ex-decano desmemoriado se vuelve más llevadera. La destrucción acelerada de terminales nerviosos lo hace más dulce y manejable, perdido en sí mismo. ¿Me vas a escuchar o no? Lo tuyo es ayudarme en tus propios términos, no como yo te lo pido o cuando yo te lo pido. Tú juras que te mueven las mejores intenciones pero, como siempre, te distancias y haces lo que quieres. ¿Cuántas veces por semana me llamas para preguntarme si yo te estaba llamando en ese momento, pues cuando llegaste al teléfono ya habían trancado? ¿Y por qué habría de ser yo? ¿Recorres toda tu agenda telefónica cada vez que te llaman y trancan la llamada? Podríamos hablar un poco más, si te parece, de las capas de cebolla, de esas estructuras repetitivas que van determinando el carácter de un relato bien acabado. Tomemos tu ejemplo predilecto, capas y capas de prostíbulo, castillo junto al mar, dedos tamborileando como mariposas, noches estallando en fogonazos, marineros, prostitutas y vírgenes flamencas, detritus traídos por la marea hasta estas costas, así como mi padre y tantos otros, y vuelta a empezar, más capas de marineros, policías y mariposas. Tres o cuatro parlamentos repetidos como jaculatorias y ¡presto!: el mejor relato venezolano de todos los tiempos. Un camino de historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente que se muerde la cola. O como una cebolla que se desgaja, capa por capa, hasta llegar a su corazón, donde no hay nada.

¿Cómo redondeo, cómo atrapo al personaje de mi padre, madre? ¿Describo sus trucos de magia? Al igual que tú, yo también aprendí a descifrar su falsa rabdomancia. Las cartas abiertas en abanico como preludio de juegos adivinatorios. Los dados y las monedas en sus bolsillos. Mi primer truco aprendido fue la moneda en la mano derecha frotada contra el antebrazo izquierdo hasta hacerla desaparecer. Fingir una torpeza que hace caer la moneda al piso y tomarla con la mano izquierda para seguir frotando con la mano derecha, ya sin la moneda que se oculta en la mano izquierda y se exhibe después detrás de cualquier lugar, de la oreja del niñito más crédulo o del adulto más paciente. Qué conveniente tener en la casa un experto en desapariciones. En mis cumpleaños, sin él y contigo, madre, excesivamente obsequiosa y hablachenta, unos decibeles por encima de todo el mundo. Todas mis tías alababan mis vestidos, los tuyos, las tortas y los arreglos. Pero ¿y dónde está él? Familia de ilusionistas. Navidades donde tuve que fingir creer en el Niño Jesús, para no causarles un trauma a ustedes dos. Especialistas del engaño, todos nos merecemos parte del crédito.

No me apuñales con tu indiferencia, sabes la cantidad de sangre, sudor y lágrimas detrás de unas cuantas cuartillas. Quisiera debatir contigo tantas cosas sobre las ausencias de Gino. ¿Tú comprendes cómo es crecer con un padre invisible? Dime, ¿cuándo empieza una hija a dejar de hablar con su padre? Quizás la ruptura tiene que ver con la aparición de la menstruación, o con el descubrimiento una mañana cualquiera de redondeces inéditas. Impensadamente, la puerta equivocada abierta a la intrusión en la privacidad, el desencuentro terminal, la disculpa balbuceada que acompaña al escrutinio de la desnudez preadolescente.

Los pies de barro se develaron un mediodía en tercer grado, de regreso en el transporte escolar. Mira, ahí va tu papá en el Mustang, me indicó mi mejor amiga y compañera de asiento. Desde luego, aquella en el automóvil con Gino no eras tú, mamá, sino una mujer más joven y voluptuosa, y desde luego, bastante más oscura que tú. A partir de ahí poco compartimos mi padre y yo, fuera del clima, el Milan y los caballos. Al menos nos quedaron los domingos. En la mañana, el peregrinaje al centrico comercial para desayunar en la panadería, revisar la gaceta comprada el jueves y sellar el cuadrito de cinco y seis. En la tarde, fútbol por la tele, la franela rojinegra y la pelota plástica en la sala creando estropicios. Los datos que Gino me daba se iban fijando como mantras en mi cerebro infantil, cómo iba a dudar de la importancia que un sabio le daba a aquellos detalles. Por supuesto, tú no comprendías ese vaso comunicante entre nosotros, detestabas los caballos y la pelota en la sala. Gianni Rivera, liga de campeones del sesenta y nueve. La final en México 70, cuando perdimos con Brasil. Cañonero II en el setenta y uno. Dos minutos, tres segundos y un quinto en la milla y un cuarto del Kentucky Derby; un minuto y cincuenta y cuatro segundos en la milla y tres dieciseisavos del Preakness Stakes. Llegó de cuarto en el Belmont Stakes, donde ganó Pass Catcher. Una milla y media, claro, en Nueva York todo tiene que ser descomunal. Quién sabe cuánto tiempo hizo nuestro caballo, nadie anota tiempo de perdedor.

Correré un tupido velo sobre Briseida, ésta no es su historia y no quiero herirte más. Tú, con razón, detestabas a Briseida. La envidiabas. Yo también, quería para mí unos senos formidables como los suyos. Te negaste a hacer concesiones. No ayudaste mucho, debes reconocerlo. Conocí a mi hermano después de su primera comunión. El trajecito que Angelo llevaba puesto para el encuentro era el mismo de las ocasiones solemnes, pero ya un poco corto de pierna. Por mi parte estaba emocionada, siempre había querido tener un hermano, e incómoda, con tanto volante y pantimedias. El tema de la familia se volvió intocable. Jamás viajamos a Italia para conocer a los primos europeos. ¿Sirvió de algo la registradera de bolsillos, el escrutinio minucioso de la ropa sucia? ¿Cómo hicieron para soportar tanto tiempo juntos en la universidad? Todas las estudiantes eran sospechosas, todas las emergencias unas excusas para engañarte. ¿Cuántos meses me pasé sin ver a Gino cuando lo botaste de la casa? No, no me hice amiga de Briseida. Ella tampoco era inocente, guardo un copioso inventario de sus trucos. Mi preferido: la servilletica manchada de lápiz labial, dejada al albur en el tapasol del carro para que tú la descubrieras. No vayas a creer que presencié incólume los gritos y las lágrimas de las peleas. Pasé por muchas fiebres repentinas, ataques de asma, nebulizaciones de emergencia, males que se extinguieron cuando salí de la casa para estudiar en Miami.

¿Ves la broma? Teníamos que pelear. Primera persona, tercera persona. Un personaje bueno, el otro malo. Tan difícil encontrar el equilibrio en la narrativa. En las familias. El bajo vientre lo domina todo.

Me preguntas por qué escribo un cuento que rehace una historia familiar llena de recovecos mohosos y rancios. Seguro tienes tu propia teoría al respecto, la respuesta inequívoca de la especialista con maestrías y docenas de conferencias a cuestas. Pergaminos acumulados que querías ver reproducidos en mí. Disculpa por defraudarte, pero aunque no lo creas, también hay vida fuera del campus, donde en buena o mala hora conociste a Gino. No te oigo bien, madre, estás moviendo tu teléfono, y lo que escucho, si me permites la licencia poética, es mi sangre como flautas al sol, cuando mis hijos danzan en torno a mi existencia como en una lejana colina de vendimias. Ya tú sabes, venimos de la noche y hacia la noche vamos, para decirlo con paradigmas. Mi padre el inmigrante, mi padre Houdini, mi padre David Copperfield, sus actos mágicos de desaparición. Los pasos en el polvo, el fuego de la sangre, el sudor de la frente, la mano sobre el hombro, el llanto en la memoria, todo queda cerrado por anillos de sombra. He ahí por fin la razón de este cuento: asumir los anillos de sombra. Abolir las preguntas. Sustituir con una historia el obituario de un hombre al que no puedo atrapar en unas cuantas frases. Quizás porque nunca lo tuve cerca. Quizás por tu culpa, madre.

Del libro: Tatuajes de ciudad (Sacven, 2007)

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Un Comentario a “Boceto para obituario, de José Luis Palacios”

  1. Luis Alvarado dice:

    Excelente……..!

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