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Casas muertas

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A la puerta de la casa de Sebastián en Parapara sonaron tres duros golpes impacientes. Golpes de madera sobre madera que bien pudieran haber sido producidos por el garrote de un visitante o por la culata de un fusil. Eran las doce de la noche y jamás nadie llamó antes a aquella puerta a tal hora y en tal forma.

Sebastián se enderezó lentamente sobre la red del chinchorro. Pensó en el viejo revólver que le había regalado la señorita Berenice y que estaba ahí, en un baúl sin cerradura, al alcance de su mano. ¿Con qué objeto? Si venían a buscarlo, de nada valdría el revólver, sino para que lo dejaran muerto como un perro junto a la acera y nadie se atreviera a acercarse a su cadáver durante largo tiempo.

Los golpes a la puerta volvieron a sonar mientras caminaba hacia ella. Oyó una voz familiar que se filtraba por las rendijas:

—¡Abra, compadre!

Era Feliciano, su compadre de El Sombrero. Sebastián saltó hacia la puerta sin encender luces, descorrió lentamente el cerrojo y escuchó las noticias en el angosto zaguán oscuro:

—Compadre, se descubrió todo. Alguno delató la cosa y se descubrió todo.

Caminaron sin cruzar palabra hasta el fondo de la casa y se sentaron en una laja del patio terroso y sin matas. En el cielo fosco parpadeaba una sola estrella.

—AL soldado Pedro García, que nos traía la correspondencia del presidio, lo tumbaron de un tiro sobre la carretera. A los estudiantes los están torturando para hacerlos cantar. Pero no han dicho nada.

Sebastián escuchaba con huraña ansiedad, fijos los ojos en la epidermis seca del patio.

—A los soldados y caporales del presidio que estaban comprometidos en el golpe, les han caído a latigazos, a planazos, a bayonetazos. Ya han matado a dos.

La voz del compadre Feliciano se hizo má cautelosa:

—En El Sombrero agarraron al bachiller Montilla y a tres más. El próximo preso iba a ser yo.

Por ese motivo había decidido escapar esa misma noche. En el tinglado de un camión de carga logró obtener un sitio sin decir su nombre. Se bajó en la carretera, más acá de ortiz, a una legua de Parapara. Y aquí estaba.

—¿Y qué piensa hacer ahora, compadre?

—Pues yo tengo un amigo con un hato por aquí cerca, rumbeando al norte, usted sabe. Para allá pienso irme, a vestirme de peón y a trabajar en el hato y a esperar lo que pase. Si me buscan o no me buscan, si se olvidan de mí.

Tenía razón el compadre Feliciano. De haberse quedado en El Sombrero tal vez estaría ya acurrucado en el cepo de campaña, con el espinazo doblado por el peso de los fusiles, con los guarales rompiéndole los dedos de las manos, con el rostro sangrante bajo los cuerazos.

—Llévese mi caballo —dijo Sebastián. Y caminó lentamente a ensillar el alazano.

El compadre Feliciano siguió su camino, en el caballo de Sebastián, esa misma noche. Aún parpadeaba una sola estrella y apenas ladró un perro cuando jinete y cabalgadura cruzaron las últimas casas del pueblo. Sebastián esperó la luz de la mañana, sentado en el chinchorro, sin vestirse. Desfilaban por su mente los soldados muertos, los estudiantes bajo el cepo, las guerrillas de Arévalo Cedeño cruzando a nado un río crecido, el revólver inútil que le regaló la señorita Berenice.

Lo sobresaltó el canto del primer gallo. Era un canto desgarrado, angustioso, como de corneta desafinada. Le respondió otro, timbrado y desafiante. Y otro de pollo que estrenaba su canto. Y de nuevo la corneta destemplada. Y luego un largo silencio sin gallos. Un amanecer lechoso entrelucía sobre la noche que se apagaba.

El compadre Feliciano y su caballo alazano estarían ya lejos, monte adentro. Entre los alambres del presidio amanecería otro soldado muerto y otro herido gritando “¡Ay, mi madre!”. Y él tendría que seguir rumiando su resignación entre hombres llagados y casas en escombros.

—Me iré a buscar a Arévalo de todos modos —dijo de repente para sus adentros.

Y añadió en alta voz, mirando hacia el corral vacío:

—Tendré que conseguir otro caballo.

 

Primera edición Editorial Losada, 1955

Capítulo 24, tomado de la edición de Seix Barral, 1975

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