¿Dónde estás Ana Klein?, de Ana Teresa Torres
08/ 03/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteAna Klein estaba sentada en su consultorio escuchando al joven de las 5.40 pm. Miró el reloj disimuladamente, nunca se sabe en qué momento la persona pudiera voltearse y sorprender al terapeuta en la impaciente situación de ver la hora. Sus sesiones tenían una duración establecida en 45 minutos y todavía faltaban unos veinte, se le hacía larga la sesión. Miraba por la ventana y veía un cielo con evidente amenaza de frío y lluvia. Después del joven de las 5.40 venía la adolescente de las 6.30. Divertida, algo insufrible. Luego la mujer de las 7.20. Demasiado melancólica y aburrida. A las 8.10, el hombre de negocios. Intenso y viril. Y por ultimo, a las 9 en punto, la estudiante de psicoterapia. Demandante y mediocre. Total, no importaba si llovía o si hacia demasiado frío; a las 9.45 sería tarde para salir. No tanto demasiado tarde, habría lugares abiertos y gente en la calle. Podría, pensándolo bien, acercarse hasta el café en el que acostumbraban a reunirse varios colegas al final del día a comentar sus sinsabores, pero estaría demasiado cansada para regresar después sola mojándose sin ninguna necesidad. El joven de las 5.40 comenzó a despedirse. Solía tomar bastante tiempo porque sentía la extremada necesidad de relatar en los últimos minutos todo lo que no había sido capaz de decir en el resto de la sesión, pero Ana Klein lo dejaba hacer sin preocuparse. En general la adolescente de las 6.30 llegaba tarde. Pensó mientras tanto que a veces la estudiante de psicoterapia solía llevar algunos pasteles para compartir mientras discutían el caso, y ese pensamiento la alegró. Entonces ella podría sacar una botella de vino y recalentar unas empanadas de modo que el asunto cena quedaba resuelto. A las 9.45 ponerse a cocinar sería aburrido, casi excesivamente fatigante.
Volvió a mirar el reloj. Hoy la adolescente perdería la sesión completa. Sus padres eran gente de dinero, no le darían mayor importancia a ese tiempo malgastado. Pero aun así tomó la decisión de que esta vez les advertiría de que su hija frecuentemente perdía su tiempo sin reposición. No quería perturbar su ética. Tocaron el timbre y abrió la puerta desganadamente. A muchos colegas les enfurecía que los pacientes llegaran tarde. A ella no. La muchacha entró apresuradamente y pasó los 15 minutos que le restaban pidiendo excusas y dando increíbles explicaciones del retardo. Ana Klein no las escuchaba porque eran siempre las mismas con variantes: en el colegio había surgido una reunión inesperada o en la calle los colectivos pasaban demasiado llenos. Recordó que cuando trabajaba en Caracas los pacientes excusaban sus retrasos por la lluvia. Decían: «cayó un palo de agua por allá». Nunca en Buenos Aires había escuchado que la gente dejara de hacer las cosas que tenía que hacer por la lluvia, pero tampoco antes había vivido en el trópico e ignoraba la fuerza del agua. En poco tiempo Ana Klein también comprendió que la lluvia es una causa importante de la impuntualidad.
Se preparó para escuchar a la mujer de las 7.20. Era la viuda de un milico. Muchas veces había sentido la tentación de decirle: «termine de hacer su duelo de mierda por la mierda de su marido» pero era demasiado obvio que no podía darse ese gusto. Sentía nostalgia por Caracas pero no podía dejar de sentir odio por la interrupción que los milicos habían producido en su vida. Cualquiera podría comprenderlo, hasta la mujer de las 7.20, si ella le explicara en qué consiste interrumpir la vida. De hecho, ella la había interrumpido de nuevo cuando volvió a Buenos Aires, pero esa es la característica de las interrupciones de la vida. Una vez interrumpida, siempre interrumpida. Regresó a la mujer de las 7.20. Estaba hablando ahora de que su única hija había emigrado a Brasil por un asunto de los negocios de su yerno. «Esto ha sido como una suerte de interrupción en la familia», dijo, y Ana Klein pensó que las palabras tienen demasiados significados.
Revisó el calentador que estaba debajo de una mesa cercana al diván y comprobó que no funcionaba bien. Seguramente el hombre de las 8.10 vendría de nuevo con la recriminación de que el consultorio estaba frío. «Frío como usted con Laura». Era una venganza sencilla, e inobjetable porque el hombre se quejaba constantemente de que lo único que sentía por su amante era un incoercible deseo de penetrarla. Más o menos lo que también había ocurrido con las amantes anteriores y consecuentemente con la esposa. Era el paciente de mayores honorarios y no faltaba jamás a una sesión ni llegaba tarde un minuto. Le escuchó el minucioso recuento de la última noche con Laura que tomaba casi toda la sesión porque contenía todos los detalles del coito, precoito y postcoito. Le pareció que se había producido una leve mejoría; no quiso, sin embargo, insistir en ello porque se trataba de una persona con mucha ansiedad ante las mejorías. «Pareciera que ayer con Laura hizo menos frío», dijo ella; «ahora siento el consultorio más caliente», dijo él. Ana Klein le dio la razón y le comunicó que la hora había terminado.
Ansiosamente la estudiante irrumpió en el consultorio. «¿Cansada?», le preguntó. Era una muchacha muy comprensiva. «No tuve tiempo de pararme en la confitería», dijo sonrosada todavía por el frío de la noche. Comenzaron a discutir el caso. La muchacha leía apresuradamente cuartilla tras cuartilla y ella escuchaba con tranquilidad. Le hizo sentir que había trabajado muy bien las sesiones. No las había trabajado mal, pero tampoco tan bien. Solamente que ya eran las 9.25 y no quería dejarla con un mal sabor. Finalmente la estudiante se fue y revisó la nevera en la que no había nada comestible. Se enroscó la bufanda y se pasó el abrigo, salió a la calle y entró en el bar de la esquina. Pidió lo de siempre: un bocadillo y un vaso de vino. Pasaba todavía mucha gente por delante del bar. Un hombre entró de la mano de una chica más joven. Se sentaron en una mesita frente a ella. Se miraban a los ojos y se tocaban las manos, tal cual como hacen los enamorados. Quizá lo estén, pensó. Se quedó detallando su rostro, al punto que la chica se dio cuenta y pensó mal. Le devolvió la mirada con desafío. Pero no podía dejar de mirarlo. Era tan parecido que sólo podía ser él. De pronto la chica se levantó y se dirigió al baño. Ella se levantó también y se acercó a la mesa. «Tú no vivías en Caracas?» El se sorprendió y contestó que sí, que sus padres habían estado exilados, cuando los milicos. «¿Y no estabas en análisis?» «Claro, como buen hijo de argentinos. Era el único chico de mi clase que lo llevaban tres veces por semana al psicoanalista». «Me refiero cuando grande». «Cuando grande no, gracias al psiconálisis infantil me liberé de mis padres», dijo con una sonrisa. Parecía con ganas de seguir la conversación pero en eso la novia regresó del baño y salieron del bar. Quizá tengan una bronca por mi culpa, pensó, pero el parecido era asombroso. Aunque es verdad que había transcurrido demasiado tiempo.
Cuando Ana y Ernesto Klein llegaron a Caracas se instalaron en casa de unos amigos en Colinas de Bello Monte y luego se mudaron a un apartamento en San Bernardino, en la plaza La Estrella. Era un apartamento de dos habitaciones y Ana usaba una de ellas como consultorio. No era demasiado cómodo que las personas atravesaran su intimidad pero era, por el momento, la única manera de tener un consultorio. Cuando Ernesto se fue, la intimidad disminuyó. Es decir, desaparecieron los zapatos que a veces dejaba olvidados al lado del sofá, las tazas de café, y los libros desparramados sobre la mesa del comedor. Algunos pacientes notaron el cambio y otros no, pero en ningún caso Ana aludió al asunto. No había sabido más de él, alguien le comentó que había regresado a Argentina pero era igual que si se hubiese quedado en Venezuela o reemigrado a los Estados Unidos. No había ninguna razón para seguir sosteniendo el hilo de sus vidas. Mucha gente le había preguntado por qué seguía conservando el apellido de casada y siempre contestaba lo mismo: «un nombre es igual que otro». Y por otra parte, le gustaba la resonancia psicoanalítica de su apellido, y ya muchos profesionales la conocían de esa manera. Cambiarse el nombre por el de casada o volvérselo a quitar cuando se deja de estarlo, era como dejar los zapatos en la sala, una manera de anunicarle al mundo los vaivenes de la intimidad. Ernesto no tenía que ponerse ni quitarse nada por el hecho de dormir o no con ella.
Nunca le había terminado de gustar Caracas. Era una ciudad sin aceras para caminar, había una sola calle con cafés, y en ella demasiados argentinos buscando prensa sureña en el quiosco de uno de ellos y atizando la nostalgia nocturna. Pero también era una ciudad próspera, no le había resultado difícil construir una clientela aunque fuese extranjera ni hacer amigos. Le resultaban un tanto elevados de tono en su manera de hablar, y siempre chismeaba con sus amigas de Buenos Aires acerca del nuevoriquismo de los venezolanos y de cómo malgastaban la plata de cualquier manera. Recordaban entonces sus infancias en Banfield, el frío de los inviernos, los largos trenes que debían tomar para ir a la Facultad, y la escasez con que administraban sus pequeños ingresos de estudiantes. Los relatos cobraban una suerte de carácter heroico desde la distancia y su repetición era una manera de consolidar sus identidades. Al fin y al cabo tampoco había nacido en Buenos Aires, y sin embargo, ése era el lugar donde vivía su corazón, su pertenencia, su verdadera ciudad. Otros amigos, en la debacle, habían salido para México, Canadá, Estados Unidos, y desde luego, Europa. Los venidos a Venezuela parecían exilados de segunda mano, los que habían elegido el país menos estimulante, de menor nivel cultural, sólo famoso por su petróleo. Pero Ana sabía que la gente sale a donde puede. Su madre consiguió una visa para Argentina en 1944 y «esa visa era más valiosa que el oro»; le escuchó decir esa frase todos los días de la vida, en su español demasiado enredado de yiddish.
Durante los años setenta conocí a muchos terapeutas sureños, no recuerdo entre ellos a Ana Klein. Puede ser que la encontrara en algún seminario de psicoterapia o que alguien me la presentara brevemente, pero no creo. No hubiera olvidado el nombre. Se había acercado a mí como si me hubiese estado buscando en medio del gentío que paseaba por la Feria del Libro y por fin me había encontrado. Salía de una mesa de poesía y yo daba vueltas esperando a que comenzara el encuentro en el que debía participar. Me habló efusivamente, nervioso.
—¿Te llamas Ana.
—Sí.
—¿Eres psicoanalista?
— Sí.
— ¿Y tenías el consultorio en San Bernardino?
— Sí.
— ¿En la Plaza La Estrella?
Tuve que contestarle que no.
— Pero eres Ana Klein.
Hubiese querido contestarle que sí.
— Ana Klein era mi analista. Se fue a Buenos Aires y me dejó… me dejó con un doctor… Pero yo sigo pensando en ella. No sé si habrá regresado.
— Creo que no la conozco.
— Se parecía mucho a ti. Por eso pensé… Le gustaba mucho la poesía. Yo entonces quería ser escritor.
— No soy Ana Klein, pero me alegro de haberte conocido —le dije.
Se quedó mirándome desde lejos hasta que se fue perdiendo entre la gente que daba vueltas sin ton ni son. Cuando entré en la sala de conferencias volteé pero ya no lo vi más.
Pienso ahora que si le hubiese dicho que sí a todas sus preguntas —y total, qué diferencia hay entre un consultorio en la Plaza La Estrella o en la Avenida Agustín Codazzi—, el diálogo hubiese seguido otros derroteros. Si me había tomado por ella con tal convicción, era porque no podía diferenciar bien su imagen y yo hubiera podido convencerlo de que era Ana Klein, su Ana, la Ana que vivía en su corazón, y simular un reencuentro. Decirle que nunca me había ido, o que sí me había ido pero la nostalgia por Caracas me había regresado. Y adjudicar al paso del tiempo las incongruencias de mi relato, las lagunas de mi memoria y el sentido de lo que había sido nuestra relación. ¿Y cuál había sido, en verdad? De haber aceptado el simulacro, hubiese conocido los misterios de la misma, si es que los había. Hubiera sabido si nos habíamos amado, o si yo había escenificado una antigua relación para él, o si nada, en realidad, había sucedido más allá del enamoramiento de un joven por una mujer madura y extranjera. Pero no soy capaz de ese tipo de juegos, y preferí dejarlo en la tristeza de no haber encontrado a su verdadera Ana Klein.
En cuanto a ella, nunca sabrá de este encuentro, y le hubiera dado una gran alegría saberlo cuando esté en su consultorio de Buenos Aires esperando al hombre de negocios de las 8.10, a la viuda del milico de las 7.20, y seguramente la adolescente de las 6.30 haya dejado de malgastar la plata de las sesiones, y la estudiante de psicoterapia haya tocado el timbre con una cajita de pastas en la mano para decirle que por la situación económica no podrá continuar con la supervisión. Pero Ana Klein es una psicoanalista con experiencia y no se angustiará por las interrupciones.
Del libro: Cuentos completos (El otro, el mismo,2002)
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