El perro de Nina Hagen, de Liliana Lara
19/ 04/ 2014 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteFue en las vacaciones de agosto de 1985. Mi hermano Guillermo y yo corríamos en círculo por la manzana de pocas casas y mucho verde. Íbamos en las bicicletas, yo en la roja, que era la mía y la más bonita. Él, en la azul, que era de papá y tenía unos 50 años. Papá no, la bicicleta. Papá, en cambio era joven y delgado -o por lo menos ahora yo lo veo así en las fotos anaranjadas del álbum familiar- con una sonrisa mas grande que su cara y unos dientes blanquitos. Había comprado aquella bicicleta usada, ya era vieja desde entonces, pero era -en sus palabras- una bicicleta profesional de carrera marca Ambrosio, un artículo para entendidos. A nosotros no nos decía nada aquel nombre, más que la obvia relación con el hambre. Y cuando le robaron la bicicleta verde a Guillermo, papá le dejó usar la suya, la Ambrosio, sin siquiera imaginar que de esta manera aquella antigüedad llegaría a su fin. Así, en una calurosa tarde de 1985 corríamos en las bicicletas por la manzana, en eternos círculos, sin carros que molestaran nuestro recorrido y con los perros de los vecinos en alborotada jauría. Fue esa misma tarde cuando escuchamos el disparo y yo creo que en ese mismo momento mi hermano tomó una decisión.
O tal vez la decisión la tomó esa misma noche, luego del disparo, la ambulancia y el gentío. La calle se llenó repentinamente de carros y sirenas. La calle que estaba en un suburbio campestre, en las afueras, en medio de la nada, lejos de la verdadera vida y el ruido de Maturín que en ese entonces era la ciudad más olvidada de toda Venezuela, sin embargo para nosotros era la metrópolis donde estaban los cines y los heladeros. Pero antes de que llegara el gentío, ocurrió el disparo. Un disparo que explotó de pronto y cuyo ruido retumbó en las matas de mango, repercutió en los morichales, se propagó en ondas por la sabana, tumbó las hojas secas de los almendrones, espantó a los murciélagos que dormían escondidos en las copas de los árboles, pero por sobre todas las cosas estremeció a mi hermano, quien cayó al suelo estrepitosamente, arruinando la Ambrosio y llorando con la boca muy abierta. Yo, en cambio, me quedé quieta como una estatua y pude ver el sonido, sus ondas en el aire y la caída de mi hermano en cámara lenta. Creo que hubo un silencio después que se posó por sobre todos los demás ruidos, porque no recuerdo el llanto de mi hermano, sino su boca muy abierta y su cara encarnada. Tampoco recuerdo los gritos de Nicolás, sólo cómo salía del jardín de los Suárez y corría hasta nosotros y movía los brazos como espantando moscas. Pensé que mi hermano había muerto, pero no vi su sangre. Luego pensé: “debo ser yo la muerta”, pero entonces pude moverme y escuchar el silencio de los perros.
Esa tarde mamá no estaba. Había ido a visitar al abuelo en el hospital y no había querido llevarnos. Luego se lamentaría muchísimo de no haber estado, de haber regresado tan tarde, pero eso sería mucho tiempo después y más por razones “políticas”, así, entre comillas, que sentimentales o dramáticas. La abuela, que no había querido visitar a su señor esposo como correspondería, pensó que se trataba del primer trueno de alguna tormenta repentina, de esas tan típicas de Maturín. Así, se quedó como si nada, leyendo El cielo es el límite, como siempre. También estaba muy pendiente de no olvidar que esa noche transmitían el Miss Venezuela y se había hecho unas notas que había puesto en la nevera, el espejo del baño, al lado del televisor, en la portada de El cielo es el límite, es decir, en todas las cosas que eran su mundo. Unas notas en papel amarillo fosforescente con cuidada caligrafía palmer en negro que decían: “Hoy, a las 7, el mis Venezuela”.
Y fue justamente esa noche, un poco después de las 7, en el Miss Venezuela, que la vimos por primera vez. El animador -debía haber sido Gilberto Correa, no me acuerdo- anunció con hinchada voz a una cantante alemana de opera rock que había venido a una gira en Latinoamérica y había tenido la bondad de incluir a Caracas en su itinerario. Una cantante con una fama internacional grandiosa, una deidad del novísimo bel canto, la señorita: Nina Hagen. Entonces salió una nube de humo rosa primero y luego aquella mujer. Mi hermano y yo mirábamos fijamente el televisor, ajenos momentáneamente a los acontecimientos de la tarde, mientras la abuela miraba intermitentemente el televisor y la ventana. O más a la ventana que al televisor. ¡No lo podía creer, por fin había pasado algo diferente en este campo de mierda y se lo había perdido!
Y se lo estaba perdiendo: por la ventana se veía un desfile de personajes trajeados de negro que entraban y salían de la casa de los Suárez. Había muchísimos carros, algunos incluso estacionados sobre la querida grama de papá. A la ambulancia y la policía de la tarde, sucedieron los carros de los amigos de la familia en la noche. La calle, que era angosta y llena de baches, apenas se daba basto ante tal avalancha y llegó al límite cuando surgió de la nada un carro lujoso y largo como una limosina. Ahí fue cuando la abuela no aguantó más y se fue dando un portazo. Mientras tanto en la televisión, entre el humo rosa tóxico se comenzaban a ver unos brazos como de cera blanca y unas piernas que nos parecían larguísimas.
Nicolás había escuchado el disparo de primero, o por lo menos eso era lo que él decía, como si los disparos pudiesen ser escuchados en fragmentos de tiempos diferentes y no fuesen un ruido seco con secuencias de ecos, pero en esencia un solo y único ruido. Como quien ve de primero alguna aparición, Nicolás había escuchado de primero porque estaba en el jardín de los Suárez justo en ese momento, nunca se sabrá por qué motivo. Escuchó la explosión y corrió hasta el lugar de los hechos. La puerta de la casa estaba cerrada, pero sin llave. Entró, atravesó el salón de muebles de lóbrega madera. Sabía a dónde tenía que dirigirse porque muchas veces había estado en el cuarto de los padres de Angelina, cuando ellos no estaban en casa, por supuesto. Los Suárez eran los únicos que tenían un reproductor de películas y muchas veces junto a Angelina habíamos visto allí películas “prohibidas” como La laguna azul. Corrían los tiempos en que pensábamos que Brooke Shield era la reina del porno y que nosotros ya habíamos visto todo lo que había que ver. No podíamos siquiera imaginar a Nina Hagen en el Miss Venezuela.
Ese día mi hermano pensó que le habían disparado. Tal como me contó no sé cuántos años después, cuando nos reencontramos, ese día Guillermo sintió el disparo en algún punto de su pecho -un boom justo en su corazón- y cayó al suelo destrozando la Ambrosio, la joya de papá. Estaba convencido de que estaba muerto, aunque podía llorar y sus lágrimas caían como gotas de lluvia sobre el asfalto. Y él también sintió el silencio y no se escuchó a sí mismo gritar y me vio desde el suelo, petrificada. Nicolás venía corriendo, aullaba palabras inaudibles, agitaba las manos, tenía los ojos desorbitados. De pronto volvió el sonido y lo escuchamos. Llamen a la policía, llamen a la policía, pero para entonces era demasiado tarde. Angelina, que lo había visto todo, estaba escondida entre las cayenas de su jardín. No lloraba, no hablaba y nunca más habló, pero como decía la abuela, Angelina tenía su “toque” en la cabeza desde mucho tiempo antes, tal vez desde que nació. Y allí se ponía a contar miles de historias sobre los Suárez -que era una familia de “abolengo”-, historias que ella condimentaba con algunos detalles de telenovelas. Si mamá reconocía alguna historia televisiva mezclada con sus historias “verídicas”, la abuela se excusaba diciendo que la televisión era un reflejo fiel de la realidad y que ella no tenía la culpa de eso. La televisión es una escuela -señalaba con autoridad- y luego agregaba con tristeza que si la televisión hubiese existido en su época, ella no hubiese sido la tonta que fue. Frase que era indescifrable para nosotros en aquellos días.
Y haciendo caso del consejo de la abuela, papá nos sentó frente al televisor ese día, o mejor dicho, al anochecer de ese día. Vean televisión hasta que quieran, vean la telenovela si les provoca, todo con tal de no tener que explicar, hablar, escuchar la historia del baño lleno de sangre, de la pistola en la mano de la madre de Angelina, de su cuerpo desnudo y frío sobre las baldosas azul marino. Cuando Nicolás entró al baño de los Suárez vio un lago negro y a la madre de Angelina flotando en él. Dejando de lado el regaño por la destrucción de su querida bicicleta Ambrosio, papá se fue a mirar lo que pasaba en la casa vecina. Entonces vio al ministro de cerca, pero no le dijo nada, para le eterna desdicha de nuestra madre.
No puedo evitar asociar a la madre de Angelina con Nina Hagen. Yo no vi aquel baño tenebroso, pero el relato de Nicolás se encargó de que la imagen se incorporara a mi memoria con la fuerza de las imágenes realmente vistas. Y con esa misma fuerza entró Nina Hagen a nuestras cabezas el mismo día del disparo, pero en cada uno de una manera distinta. A veces, si miro para atrás, veo a la alemana en ese baño en las afueras de Maturín, cantando esa misma canción que cantó en la elección de la Miss Venezuela, con esa misma cabeza de perro entre las piernas.
Aquel día o aquella noche en que mi hermano se dio cuenta de lo cercana que está la muerte y de la fragilidad de la vida, tomó una decisión que lo separó de la familia, pero no fue sino unos 10 años después cuando se decidió a embalar sus cosas e irse. Aquella noche nos sentaron frente al televisor, mientras afuera el mundo caía sobre los Suárez. Policías, periodistas, vecinos, hasta ese ministro y es allí cuando mamá se lamenta de haber llegado demasiado tarde como para poder apretarle la mano y pedirle una ayuda para papá o lo que sea.
Aquel disparo nos mostró que no habíamos visto todo lo que había que ver y luego el televisor se encargó de recalcarlo. Creo que era Gilberto Correa el que se deshacía en halagos hacia la deidad alemana que aun no había visto, ¿o sí la vio? Lo cierto es que nadie se la esperaba y las espigadísimas misses estaban aterrorizadas cuando el humo se disipó y vieron aquellos ojos sobrecargados de negro que las miraban con deseo. Nina, la diva, llevaba los senos cubiertos con una gasa blanca y en su sexo una gran cabeza de perro con la lengua afuera. Nina, blanquísima como la leche de la mujer amada, lamía con la lengua de su perro los talles esbeltos de las prístinas modelos. Nina, la cantante o la pornostar, se regocijaba escandalizando al prójimo y a mí y a mi hermano.
Hay un antes y un después de Nina Hagen y su perro en nuestras vidas. En mi vida, en la de mi hermano, en la de Nicolás y en la de la mismísima Angelina. Al día siguiente no parábamos de hablar del perro de Nina Hagen. Nicolás no nos creía porque no lo había visto, así que nos encargamos de nutrir la imagen con todo tipo de detalles del mismo modo que él lo había hecho con la escena del baño de la muerte. Era una especie de competencia por ver quien había visto más en la que ganaba Nicolás, por supuesto.
A los 3 días se nos prohibió hablar del tema (del baño, no del perro de Nina) y nos obligaron a entrar a aquella casa para darle el pésame a Angelina. Ella estaba pálida, como era de esperarse, pero para nuestra sorpresa no había derramado ni una sola lágrima. La abuela decía que eso tampoco era para sorprenderse: hasta que no hable, no va a llorar. A veces la abuela era sabia, pero ella decía que esa sabiduría se la debía a su libro, El cielo es el límite. Libro que leyó atentamente por lo menos durante los dos años que vivió con nosotros, tomando notas en una libreta azul, escribiendo citas en las hojitas fosforescentes, obligándonos a escuchar capítulos enteros luego de la cena. Mientras tanto el abuelo iba muriendo en una cama metálica del hospital. El día en que terminó la lectura exhaustiva y minuciosa de El cielo es el límite, luego de la muerte del abuelo, tiró el libro contra la pared y comenzó a llorar desconsoladamente. Si este libro hubiese existido en mi época, me habría divorciado de ipso facto– dijo.
Al cuarto día papá recordó la pérdida de su bicicleta. El guardafango parecía un acordeón y era imposible encontrar otro igual en una ciudad tan pequeña. Ya no los fabricaban, además. Un pedal se había desprendido de su base y se había incrustado en la rueda. La Ambrosio parecía una empanada metálica, por más que papá, martillo en mano, se empeñaba en enderezarla. Mi hermano recibió un castigo, no tan severo porque después de todo la destrucción de la bicicleta había sido producto del acontecimiento más impresionante del barrio.
A la semana el señor Suárez decidió sacar a Angelina de la ciudad. La mandaba a vivir con unos tíos en Caracas. Pondría en venta la casa, los muebles, el reproductor de videos, la hacienda, los carros. Se borraban de nuestra vida, pero el baño quedaba, azul y oloroso a cloro, frío y tétrico. Angelina, que no había visto a Nina Hagen, pero sí a su madre, se había confinado en un terco silencio. Nicolás se empeñaba en sacarle alguna palabra antes de que se fuera y la trajo una tarde hasta nuestra casa como quien trae una muñeca de goma. Un maniquí que arrastró hasta nuestro jardín y que depositó en la grama luego de un gran esfuerzo. Angelina era un armazón sin palabras. Se sentó y nos miró desde el azul profundo e indolente de sus ojos. Entonces mi hermano, según lo pautado, le contó el episodio de la Hagen. En otros tiempos ella se hubiese regocijado con la historia, hubiese pedido escucharla nuevamente, o simplemente no lo creería y querría pruebas. Pero nada de eso ocurrió, sólo su mirada tristísima se posó sobre nuestros ojos para de alguna manera hacernos sentir tan fuera de lugar. La idea fue de Nicolás -le dije yo- ya a mí me parecía que no te divertiría escuchar esta historia. Y ella repentinamente cerró los ojos y habló. Dijo que estaba bien, que de ahora en adelante sentía como si ella también hubiese visto a Nina Hagen y no a su madre. No a mamá. Eso dijo y volvió a su mutismo. Nosotros sentimos como si el cielo hubiese caído sobre nuestras espaldas, un peso muy grande que nos aplastó como a cucarachas, una gran pena.
Un mes después seguíamos hablando del perro de Nina Hagen. Nicolás comenzó en el liceo y creció de pronto. Ya no lo veíamos frecuentemente y cuando lo veíamos nos trataba con cierto desprecio. Había comenzado a fumar y se empeñaba en negar la existencia de la Hagen. Y como en Maturín no vendían ningún disco de ella y la televisión se había encargado de borrar esa página oscura de su historia, no teníamos forma de probarle que era verdad, que llevaba un perro en la entrepierna, que el perro era de peluche y tenía una lengua larguísima y roja. Que Nina Hagen era tan real como aquel disparo, como la sangre negra, como Angelina muda debajo de las cayenas. Pero mejor no recordarle esa escena, nos había recomendado la abuela. Y para él no existía Nina Hagen, pero el baño sí. Y de tanto negarlo, nos hacía buscar y buscar en las revistas de farándula que la abuela coleccionaba una pista o una señal que probara la existencia de la diva alemana, pero eran números anteriores a la fecha del Miss Venezuela, así que nunca hallamos nada. Un día le pregunté a mi hermano si no sería verdad lo que decía Nicolás, tal vez lo habíamos soñado, si hasta la misma Angelina había aceptado esa imagen como una invención para no recordar a su madre. Por eso, mil años después cuando nos reencontramos, Guillermo se alegró de verme en ese bar alemán donde le rendían culto y me mostró todas las imágenes posibles de la diva.
Hay un antes y un después de Nina y su perro en nuestras vidas. El mismo Nicolás, sin decirnos nada, trataba de encontrar a alguien que la conociera, escuchar alguna canción, ver algún video y fue así como llegó hasta Luis. La Hagen no pegaba en la radio, al menos no en las emisoras provinciales, pero Luis -que sabía todo lo que hay que saber porque estudiaba sociología en Caracas- la conocía y le trajo aquel famoso video y su primer cigarrillo de marihuana a un Nicolás engrandecido. Así fue como él encontró a Nina, mas no a Angelina. Él, que se ufanaba de ser el primero en todo, la recuerda en ese primer video de su vida (de la vida de Nicolás, no de Nina) sacando la lengua en medio de una cabellera naranja, moviéndose como una serpiente ella y su lengua. Los labios de negro, los ojos de negro, las uñas de negro, haciendo contraste con la blanquísima piel descubierta. La cámara hacía unos acercamientos rapidísimos a su rostro y luego se alejaba con igual velocidad, lo que daba un cierto toque sicodélico. Nicolás también buscaba a Angelina, en cada bocanada cada vez más habitual, en cada lista telefónica, en cada conversación de los vecinos, pero nunca se supo más de ella. Nunca la encontró.
¿Qué pasó conmigo después de NinaHagen? Aparte de soñarla en el baño de la muerte, creo que lo que realmente me causó más impresión fue lo que vi luego en mi propia casa. Un año después por fin dejamos de hablar del perro de Nina Hagen. Mejor dicho, un año después Guillermo dejó de hablar del perro de Nina Hagen. O dicho de una manera más clara: el perro de Nina Hagen dejó de estar en la boca de Guillermo, para estar en su sexo. Una noche calurosa y lenta papá y mamá no estaban -habían ido a bailar como solían hacerlo en esos tiempos-, la abuela roncaba sonoramente frente al televisor y yo me había quedado dormida en el sofá de semicuero, mi cara navegaba en un mar de sudor y baba. Esa noche Guillermo se encerró en su cuarto, se desnudó, se maquilló, se puso los tacones de mamá, uno de mis osos de peluches en su entrepierna y bailó. Como una serpiente su cuerpo y su lengua. Cantó y su voz era hermosísima como siempre, aquella voz que quebraba cristales de bohemia y empañaba los lentes de nuestra vieja maestra de piano. Bailó y cantó hasta advertir mi ojo en el espejo. El calor me había despertado.
Y otra vez sobrevino aquel silencio sobre nosotros. Lo recuerdo llorando esta vez con la boca cerrada, pero no recuerdo su llanto porque era muy silencioso. Entonces me di cuenta de que no era otro de sus juegos, que esta vez iba un poco más allá de pintarse una estrella negra en el ojo como el de Kiss. Recuerdo mi ojo estático en el espejo, otra vez quieta como una estatua. Recuerdo el miedo y lo grande del secreto que me obligué a mí misma a guardar. Recuerdo lo grande de la recién estrenada mudez de mi hermano. Desde entonces permaneció como cubierto por un impermeable de plástico transparente que aunque me permitía verlo, un poco desdibujado, no me dejaba entrar más allá de la superficie. Toda nuestra conexión se quebró de pronto, entonces pasó a ser otro de esos misterios de los adultos que siempre habíamos tenido que imaginar o investigar. Convertido en misterio en sí mismo, callado y cada vez más alejado, algunas veces nuestras miradas se encontraban, en medio de la cena o en medio de los regaños de mamá que se hacían cada vez más frecuentes en la medida en que crecíamos, y aún había ese algo que siempre habíamos compartido. El día que murió el abuelo, en medio del salón velatorio y con los ojos nublados de llanto, nos encontramos y un acuerdo tácito nos unió nuevamente: yo no debía preguntarle nada. El no tenía que contarme o explicarme lo que él mismo no entendía.
Años después, muchos años después, mi hermano se fue de la casa y perdimos todo contacto con él. Entonces me convertí en la única hija y me cayó la responsabilidad de unos padres envejecidos repentinamente. Siempre supe que su partida había sido decidida ese día del disparo, el día en que se dio cuenta de que la muerte nos ronda y nos obsequia imágenes indelebles. Y como uno se acostumbra a las ausencias, como a las muertes o a las enfermedades, la familia siguió su vida y su paulatina reducción. Si al principio mamá se preguntaba por el paradero de Guillermo y hasta quería contratar a un detective con la plata que no teníamos para que averiguara sus pasos, al rato comenzó a decir que se había ido a estudiar en el exterior y al creer su propia mentira, pudo dormir tranquila. La mentira de mamá abarcó al círculo familiar y a los vecinos, entonces vivimos sin preguntarnos nada hasta que una postal, luego de transcurrida más de una década, puso en nuestras manos su nueva dirección: 18 Hauptstrasse, 10961 – Berlín. Y desde entonces me fue encomendada la misión de viajar a buscarlo.
La familia, compuesta ahora sólo por dos personas, decidió por unanimidad mandar al miembro más joven, o sea, yo, en busca del hijo pródigo o prófugo que vaga por el mundo desde hace ya más de 10 años, para pedirle que regrese. Contarle que lo queremos, que la abuela y mamá murieron en su ausencia. Que papá rehizo su bicicleta con piezas que pidió por correo a la casa matriz de las Ambrosio en Italia y aunque no anda, sigue siendo una joya de museo. Que Nicolás cambió la casa de sus padres por unas líneas más de cocaína. Que a Angelina se la tragó la tierra definitivamente. Que el señor Suárez pagó a la gente del barrio para que no contaran la historia del baño a los nuevos ocupantes de su casa y así pudo finalmente venderla. Contarle de mí y un largo etcétera. Con esta misión salí por primera vez de Venezuela. Con este argumento me presenté a la mítica dirección en un Berlín que me daba miedo.
No era la dirección de una casa, sino de un bar. Dicen que Nina Hagen suele ir a ese bar en Schoneberg, cerca del parque Heinrich Von Kleist, donde le rinden culto. El bar está lleno de sus imitadores, hombres y mujeres que se reúnen todas las noches allí para mirar sus videos y que van vestidos como todas las versiones posibles de Nina. Dicen que ella también va de vez en cuando, imitándose a si misma. Entonces, de entre las Ninas reproducidas como por millones de espejos, hay una que es la original, pero nadie puede diferenciarla de sus copias, por eso, todas las Ninas se tratan con pleitesía y se adoran las unas a las otras.
En ese bar canta mi hermano y algunas veces repite sobre el escenario aquel baile que había ensayado con mi oso de peluche en las vacaciones de 1986, cuando ya nadie se acordaba del disparo.
Del libro: Los jardines de Salomón (Universidad de Oriente, 2008)
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Excelente relato, espero poder leer mas de esta escritora