Luis M. URBANEJA ACHELPOLH


1873 - 1957

Cuentista, novelista y ensayista. Nació y murió en El Valle (Dtto Federal). Su labor intelectual se cocretó fundamentalmente a la narrativa. Redactor y colaborador de la revista Cosmópolis, desde su fundación. Fue uno de los creadores del criollismo en la literatura Venezolana. Ganó el concurso de Novelas Americanas de Buenos Aires en 1916. Estuvo a cargo de la Dirección de la Biblioteca Nacional.

BIBLIOGRAFÍA
  • Los abuelos, La bruja, Nubes de verano.
    Empresa El Cojo, Caracas, 1909
  • Cuentos.
    Greñas, San José de Costa Rica, 1916
  • En este País...
    Imp. José Tragant, Buenos Aires, 1916
  • Memento homo ovejón...
    Imp. Bolívar, Caracas, 1922
  • El gancho y el llanero.
    Edición Especial de Elite, Caracas, 1926
  • El tuerto Miguel.
    Tip. Moderna, Caracas, 1927
  • El hombre que se quedó esperando.
    Edit. Patria, Caracas, 1927
  • La casa de las cuatro pencas.
    Tip. Americana, Caracas, 1937
  • El criollismo en Venezuela en cuentos y prédicas.
    Edit. Venezuela, Caracas, 1945

«Urbaneja tiene hoy la visión de lo que podría llamarse la realidad lírica: de un mundo, en que cada cosa canta y gime como arpa vibradora, siente su propia vida, en que cada cosa sugiere una imagen que la completa y un símbolo que la espiritualiza y le comunica un carácter de eternidad.
Ecasos son los de la generación que se levanta que se hayan formado una tan noble concepción de la literatura. Para él, el Arte está á punto de ocupar la categoría de religión, y piensa bien, puesto que una emoción estética sentida plenamente, equivale á una plegaria, á una santa aspiración hacia el Ideal».

Nº 111, 01/08/1896.


SUMARIO
  • Flor de las selvas (1898, p. 15)
  • Del morral (1900, p. 294)
  • Ruiseñol (1901, p. 155)
  • ¡En este pais....! (1901, p. 698)
  • ¡En este pais....! (1902, p. 23)
  • Cigarrones del Ávila (1902, p. 342)
  • En este pais (1903, p. 147)
  • En este pais (1903, p. 174)
  • Cristela É Hilarión (1904, p. 628)
  • Lo que se derrumba (1904, p. 628)
  • La campana (1905, p. 24)
  • El pequeño Tobias (1905, p. 67)
  • Machón (1905, p. 484)
  • ¡En este pais....! (1905, p. 514)
  • De donde vino el mal (1905, p. 576)
  • En la fundición (1905, p. 611)
  • La perejona (1905, p. 634)
  • El rodal de las higueras (1906, p. 19)
  • Las hazañas de Chango Carpio y sietecueros (1906, p. 73)
  • ¡Hasta la noche...! (1906, p. 100)
  • Tiempos difíciles (1906, p. 168)
  • Bien-venido (1907, p. 11)
  • Aparecido! (1907, p. 64)
  • Un perdido...! (1907, p. 122)
  • Una aventura (1907, p. 152)
  • Los envenenados...! (1907, p. 212)
  • Pastor Luces (1907, p. 393)
  • El perillan... (1907, p. 492)
  • Esbozo Bárbaro (1907, p. 578)
  • La escuela mixta (1908, p. 88)
  • Nubes de verano (1908, p. 647)
  • La zangarilleja (1908, p. 686)
  • Sin título (1909, p. 20)
  • Contienda invisible (1909, p. 354)
  • Tirso (1909, p. 408)
  • Tirso (1909, p. 439)
  • Tirso (1909, p. 466)
  • Tirso (1909, p. 490)
  • El presente (1910, p. 4)
  • Alma y huella (1911, p. 493)
  • Cepa de libertadores (1911, p. 546)
  • Alma y huella (1911, p. 581)
  • Alma y huella (1911, p. 605)
  • Un mal parecido (1911, p. 660)
  • Sirviente de primavera (1912, p. 16)
  • El ancestro (1913, p. 669)
  • La humanidad de cera (1914, p. 8)
  • Don Mauro (1914, p. 66)
  • Angustia (1914, p. 96)
  • De cuando era mozo (1914, p.184)
  • De cuando era mozo (1914, p. 208)
  • A propósito de una encuesta (1914, p. 271)
  • De cuando era mozo (1914, p. 294)
  • Al caer del crepúsculo (1914, p. 322)
  • El enigma (1914, p. 405)
  • Por los senderos del amor (1914, p. 435)
  • De cuando era mozo (1914, p. 473)
  • Pantaleón el mulatero (1915, p. 4)
  • Upa! Pantaleón upa! (1915, p. 71)
Sobre Luis Manuel Urbaneja A.:

L.M. Urbaneja Achelpolh (Pedro Emilio Coll), 1896, p. 582.

El enigma

alen del recibo. En sus movimientos se trasluce el linaje, cuatro o cinco generaciones de abuelos viviendo con comodidad, refinándose, ahogando al advenedizo grotesco que no sabe abrochar la levita, y a la advenediza con andares de soldado que pululan en los salones de la nunca bien ponderada, seductora Santiago de León de Caracas. Forman una bella pareja. Ella, esbelta, donairosa, exquisita y correcta en el apropiarse los caprichos de la última moda. EL, un mozo de cuarenta, con la afabilidad, gracia y tino de un perfecto gentil-hombre. Se acomodan en el auto. Parten.

    Al lado del marido, vuelve ella a sentirse la misma, la Adelina de siempre, indiferente y despegada. Ante la sonrisa insípida y los bigotillos lacios de Luciano, su marido, desapareció la zozobra que se apoderara de su espíritu, al sorprender en los ojos de éste un fugaz chispazo delator de callada y plácida atracción.

    Mientras el auto los lleva a casa, sin volverse a su marido, piensa Adelina:

     ¿Qué puede encontrar Luciano, en la simple, en la inofensiva, en la casera Enriqueta? Nunca se la tuvo en cuenta. Es una mujercita de porcelana. Debe tener alma de abeja.

     Y luego:

     La cara de aburrimiento, el gesto dispéptico de Luciano predispone a la ternura. ¿Qué puede pues inspirar, despertar Luciano en el corazón de Enriqueta, la imtemible menospreciada Enriqueta?

    Selleva el pañuelo a los labios. Sonrie y se dice:

     Tengo una imaginación loca!

     En la suavidad del atardecer, se desliza sin trepidaciones por la vía del muelle el autor; como un juguete de en sueños, corre, esquiva las otras, máquinas, suena su bocina. Adelina, ligeramente inclina la cabeza ante las testas que se descubren, e interiormente se recrimina:

     Y que pensar en estas cosas! Tonta, tontísima! Y que asaltarme estos pensamientos en el instante mismo en el cual Roberto a mi lado apuraba el champagne, en la delicia de aquel instante prometedor de ansiadas y locas caricias, cuando sentía deshacerse la punta de mis dedos entre su mano temblorosa. Y soreía levemente y descalzaba los guantes. Aún en la punta de los dedos conservaba la presión fuerte, enérgica, expresiva de recónditas y contenidas violencias de un amor masculino. Bajo las frondas de la avenida, en la velocidad del auto, revivía el fugaz instante y extremecíase como si una boca hambrienta sobre el vellocino de la nuca y el arco purpurado de los labios, en un aleteo interminable apagara la sed de una caricia indefinible.

     Luciano a su lado, chupaba goloso y preocupado su cigarro y por dos o tres veces consultó el reloj. El auto se detuvo y en medio de la sombría alameda y los enarenados jardines, surgió iluminada la casa-quinta, con un aspecto frío, suntuoso y señorial. Saltó ella, garbosa y ligera, del auto. Él se detuvo a hablar con el chofer. Las niñeras esperaban en el vestíbulo. Adelina besó en las mejillas a los bebés. Dos niños que casi parecían gemelos, pálidos y frágiles, cual menudas florecitas de cera. Sólo tenían ojos, ojos tristes de grandes pestañas y mirar profundo, en los cuales parecían reconcentrar toda la vitalidad de sus organismos delicados. Con aquella caricia se zafó Adelina de la impertinencia de las ayas que iban tras ella, y se encerró en sus habitaciones. Las ayas tornaron al vestíbulo, canturreando a los nenés. Luciano pasó junto a ellos sin detenerse. El chofer abandonó el auto y se acercó al barandal. Las ayas se acercaron a las rejas. Un molliznar de invierno se deshacía imperceptible y helado. Los niños se extremecían ateridos.Las criadas pegadas a las rejas murmuraban.

     Adelina y Luciano, volvieron a encontrarse sentados a la mesa. Luciano se había instalado ya y se servía la sopa. Adelina,frente a el, apoyaba la barbilla en la palma de la mano, en espera de que la criada le sirviese. Cada cual comia o hacía tal, procupado o displicente, como si cumpliera una penosa fórmula de las muchas que constituyen la vida en familia. En veces se tropezaban la punta de sus dedos, pero ni por el contacto se daban cuenta del ritmo de sus corazones. En el vacío que los separaba, la luz de sus miradas no llegaba nunca. Con su parquedad de dispéptico Luciano cruzó el cubierto sobre su plato. Paladeó una taza de café y encendió un tabaco. Sus ojos se detuvieron en Adelina, inexpresivos. La veía sin admirarla, coqueta y gentil, en su linda bata grisperla con ramazones de seda azul. Ella no levantaba la cabeza del plato. Recogió él las piernas que las mantenía estiradas debajo de la mesa. Sé levantó y se fué. Las ayas con los niños, dormidos y helados sobre los hombros, pasaron como dos sombras por el fondo del comedor. Resonó la bocina del auto.

     Al verse sola, Adelina suspiró profundamente. Lejos de la presencia de su marido era feliz. Desaparecía la seca y artificial compostura con la cual mantuviera a raya a su marido, el descubrimiento habitual con que al alejarse aseguraba su libertad. Había sido esta una conquista lenta, estudiada sin alarmas, después de un noviazgo apasionado y cinco años de matrimonio en los cuales el amor mantúvole ciega, dócil y dulcemente sujeta. y fué tras esta larga luna de miel, cuando empezó a verle, cual al presente le juzgaba: áspero, injusto y torpe; y le fué feo con una fealdad que helaba su ternura, antipático y atrozmente repulsivo. No sabía cómo explicarse este cambio ni a qué causa atribuírlo, pero no podía aguantarle sus más pequeños actos, sus más cordiales palabras, sus más amables sonrisas; todo cuanto de él provenía alteraba, hería no sé qué fibra irritable. Apartaba de él siempre los ojos y mientras lo oía apretaba los dientes, como si un chirrido agrío, desapacible, vibrara en sus oídos tenaz y desasogante.

     Se encontraba sola y era feliz. Se levantó de la mesa y fué a sentarse al salón, en su mecedora de junco, junto a la mesita de laca, donde por las noches hojeaba el último figurín y pensaba en Roberto, o bien mataba el fastidio con la tertulia de la vieja señora Gomezmaza, que vinía a hacerle compañía, por saber de las cosas del mundo, que tantó amó, y del cual le alejaba su pié enorme, deforme a causa de la picada de un zancudo,según ella, en una temporada campestre en las quintejas del Ávila.

     Se entretuvo algún tiempo en hojear los figurines. En la avenida se hacía menos frecuente el bocinar de los autos. Sólo el tranvía radaba entre tiempo sobre sus carriles y se detenía con un golpe brusco en el desvío. Verificábase el encuentro. Oía las voces de los coductores y el alejarse de los carros en un ronco y quejunbroso deslizarse. Recordó a su vieja amiga Gomezmaza. ¿Por qué no vendría, ella que era obligada e impertinente en los días de recibo? La había visto partir desde el balcón de su casa. Pasaría la noche sola. En el comedor dió las nueve el reloj. Bostezó y apoyándose en los brazos de la mecedora se enderezó embarazadamente. En el pasadizo para subir a su cuarto, llamó:

     -Juana Inojosa!

     Una de las ayas se presentó.

     -Apague la luz. Voy a acostarme.

     Al subir la escalerrilla que conducía a su aposento, detúvose en el rellano, desde allí divisaba por completo gran parte de la ciudad y el Ávila desde la base. Todo el norte con su montaña desaparecía en una densa bruma. Los globos de la luz elétrica, más cercanos, tenían halos como lunas de invierno. La acuosidad atmosférica se metía en el alma de los husos. Adelina miraba hacia la ciudad y pensó en Roberto:

     ¿Dónde estará? En el club; jugando con Luciano, en la misma mesa bajo la misma luz. En aquella dirección se encontraba el club, más allá de aquel pino que se erguía como una torre verde. Y desde el rellano como todas las noches al recogerse, le envió a Roberto mil besos en la punta de sus dedos. Sonrió. Sus besos pasarían junto al pino.Nerón, el terra-nova, ladró junto a la verja.Una sombra blanca cruzó por el fondo de la alameda. Un silbido agudo, que salía de los jardines contiguos, le hizo pensar en los ladrones; tuvo miedo y entró en su aposento. Sobre la almohadas estaba su dormilona de batista como una flor de encaje. La luz, el aire tibio y los gruesos y suaves colchones del lecho, involuntariamente llevaron sus manos a los broches de la bata. En camisa, para meterse en la cama, con los piés sin medias,sacó debajo las almohadas su llavero de plata sobre-dorado y se aproximó a su escritorio, precioso como una joya, dorado como un tabernáculo, sobre el cual el lirio azuloso y opaco de la luz prendía su foco.

     Abrió la última gaveta. Estaba llena de piezas de cintas y encajes todos sueltos, y de entre ellos sacó una llavecita y fué a la vieja cómoda de caoba con incrustaciones de marfil, y de uno de sus gavetones cogió un cofre forrado en peluche azul, adornado con una gran rosa y esquineros de plata oxidada. Con el llavín lo abrió. No contenía sino un libro a la rústica. Con él se fué a la cama. Era la Afrodita de Pierre Louis. Roberto se la facilitara como la obra de sus preferencias. Recordaba ella sus palabras:

     -Es la última expresión del arte. Leerla es vivir el amor pagano, el amor que los modernos han afectado con su ipocrecía. Hacía dos noches que leía aquel libro y dos noches que no dormía. Al tenerla entre las manos, era presa de extrañas sacudidas, Sentía correr por en medio de sus espaldas un soplo que la llenaba de estremecimiento involuntario. Pero no podía quitar los ojos de aquellas páginas que la turbaban con su urente voluptuosidad.

     Aquella noche le fue imposible leer una línea; como una mosca tenáz se le aparecía interiormente la faz plácida de Enriqueta y los ojos iluminados de Luciano. Pensó: Qué se me importa a mí todo esto! Mejor que mejor, que se amen. Recordó a Roberto con su tez pálida y nacarada y su barba de nazareno. El miércoles próximo se verían en el té del Ministro. Cuánto le amaba! Surgieron de nuevo Luciano Y Enriqueta. El libro cayó de sus manos. Lo recogió e intentó leer. Imposible! Hasta las láminas le parecían opacas. La noche antes las admirara como a seres vivos. Habían perdido su color, su luz. Luciano y Enriqueta se alzaban de las mismas páginas del libro. No sabían cómo explicarse aquel fenómeno. No eran cosas de celos. Ella no amaba a Luciano. Enriqueta le era completamente indiferente. ¿Por qué a cada instante se le venían a la imaginación? ¿Qué había observado ella de particular? ¿Y si le gustaba, no amaba ella con todo su ser a Roberto? Con los ojos en el libro abierto sobre la cama, apoyado el codo en la almohada y la palma de la mano en la mejilla, divagaba: ¿Si se amaran no sería mejor? Nos divorciaríamos. Remendaríamos nuestras vidas. Me casaría con Roberto. Deseo ser una mujer formal. Muchas son mis angustias. Me cansa esta vida. Deseo ser feliz.

     Resonó la bocina del auto junto a la verja. Se tiró del lecho. Escondió el libro en el cofre, puso todas las cosas en orden. Se acostó y apagó la luz. Sobre la escalera sentíanse los pasos de Luciano. La puerta cedió a su empuje. Hizo luz, llamó:

     -Adelina, Adelina,¿duermes?
     -Tengo jaqueca
     -¿Quieres piramidón?
     -No ¿Qué hora es?
     -La una.
     -Apaga no puedo con las luz, se cubrió la cabeza con la sabana e invocó a Roberto.

     Y fué en el cenador de las trinitarias de púrpura, aquel miercoles espléndido de Mayo, embalsamado por los jazmines y los azahares de la India, cuando pudo encontrar Adelina a Roberto, en quien pensara desesperadamente durante ocho días. Nada más a propósito para verse y hablarse que aquel té original, servido entre las rosas recién abiertas y los mayos floridos.

     Roberto, estrechando la mano enguantada, susurraba al oído de Adelina:

     -Mi vida!
Ella, sintiédose desfallecer:
     -Mi amor!
Roberto,suplicante:
     -No te olvides, acudiré a la cita.
Ella, emocionada:
     -Si hay luz en mi cuarto , no hay nadie en la casa.
-Que no ladre Nerón.
Ella, persuasiva:
-Estará encerrado.
El, siempre pervisivo:
     -La verja entreabierta.
Tras un rosal cercano cuchichean una vocesitas tierna de mujer se niega. Un hombre casi llora.

     Adelina se ha puesto en pié. Desde allí divisa a todos los invitados. Es un bello pintoresco espectáculo aquella fiesta de Mayo. El jardín esta sembrado de mesitas aisladas. Los jazmines, los azahares, las rosas, las astromelias, el macizo de las dalias, el lustroso y cónico pomagaz dejan caer sobre ellas sus pétalos cuando la brisa los agita dulcemente.

     Tras el rosal, la tierna vocesita de mujer se niega. Un hombre, casi llora. Adelina ha recorrido aquellas voces. Es Enriqueta. Es Luciano. No hay duda, son ellos. Se ha dejado caer en la silla. El té está servido. Roberto la tranquiliza.

     -No temas, no temas, nadie nos ha oído. Ella le mira sin verle. Su oído se empeña por descifrar el cuchicheo. Su corazón tiembla. Su imaginación enloquece. Roberto, inquieto:

     ¿Qué te pasa?
Ella, sin querer de dejar decifrar lo que dicen tras el rosal:
     -Lo mejor es que todo esto acabe.
Roberto alarmado:
     -Qué?
Ella, convencida:
     -Todo esto!
Roberto, inmutado:
     -¿Estás loca?
Ella, ensimismada:
     -Es lo mejor.
Roberto:
     -Adelina! Adelina!
Ella:
     -No sabía cómo decírtelo. Seremos amigos, muy buenos amigos, amigos eternos.
Roberto, arrebatadamente:
     -¿Y la cita? ¿Y mis besos, mis besos de los que no te saciabas nunca?
Ella, de pié:
     -Comienza a irse la concurrencia. ¿Dónde estará mi marido?
Roberto, desdeñoso:
     -¡El imbécil!
Ella, siempre pensativa:
     -Luciano.

Luis Manuel URBANEJA ACHELPOLH