Manuel DÍAZ RODRÍGUEZ


1871 - 1927

Novelista, cuentista y ensayista. ació en CAracas. Obtuvo el título de Doctor en ciencias Médicas en la Universidad Central de Venezuela en 1891. y completo sus estudios en París y Viena. Dirigió en 1909 el periódico El Progresista, de índole política. Durante sus 17 años de vida política desempeño numerosos cargos pùblicos. En 1924 fue elegido miembro de la academia de Historia. Fue electo miembro de la academia de Lengua, pero no se recibió. Se trasladó en Maya de 1927 a Nueva York para someterse a tratamiento médico, pero a los tres meses murió.

BIBLIOGRAFÍA
  • Confidencias de Psiquis.
    Tip. El Cojo, Caracas,1896
  • Sensaciones de viaje.
    Imp. Española de Garnier, París, 1896
  • De mis romerías.
    Tip. El Cojo, Caracas, 1898
  • Cuentos de color.
    Tip. de Herrera Irigoyen &cía, Caracas, 1899
  • Ídolos rotos.
    Imp. Española de Granier Hnos., París, 1901
  • Sangre Patricia.
    Tip. de J. M. Herrera Irigoyen, Caracas, 1902
  • Camino de perfección (apuntaciones para una biogarfía espiritual de don perfecto y varios ensayos).
    Edit. Ollendort, París, 1911
  • Sermones Líricos.
    Talleres del Universal, Caracas, 1918 Peregrina o el pozo encantado.
    BIblioteca Nueva, Madrid, 1921
  • De mis memorias y Sensaciones de viaje.
    Edit. América, Madrid, 1917
  • Entre las colinas en flor.
    Edit. Araluce, Barcelona, 1934

« Campeón de gran salida é iluminado con los tornasoles del éxito. Así aparece ante sus coetáneos la imagen literaria del Dr. Díaz Rodríguez, premiado, acaso in solidum, por el veredicto de la justicia pública con el lauro de la fama, deidad precursora de la gloria.
Tan evidente cuanto unánime ha sido el triunfo del autor, que al leer las cifras de su nombre, ó mirar la efigie surge en la mente de todos este sencillo pero expresivo título, especie de pasaporte para la celebridad.»

Francisco de P. Reyes
Nº 106, 15/05/1896.


SUMARIO
  • Alrededor de Nápoles (1895, p. 512)
  • Bocetos psicológicos-fetiquismo (1895, p. 653)
  • Autógrafo (1896, p. 33)
  • Carta a la dirección (1896, p. 706)
  • Morisca (1897, p. 8)
  • Símbolo (1897, p. 104)
  • Levantina (1897, p. 314)
  • Oriental (1897, p. 860)
  • Mentira (fragmento de carta) (1897, p. 884)
  • Tentaciones (1898, p. 18)
  • Cuento rojo (1898, p. 39)
  • Cuento azul (1898, p. 98)
  • Cuento gris (1898, p. 288)
  • Cuento verde (1898, p. 403)
  • Cuento negro (1898, p. 646)
  • Cuento áureo (1899, p. 12)
  • Prólogo de trovadores y trovas, de Rufino Blanco Fombona (1899, p. 124)
  • De "Idolos rotos" (1901, p. 246)
  • De "Idolos rotos" (1901, p. 280)
  • En la tumba del poeta (1901, p. 457)
  • Cantaba el ruiseñor (1902, p. 132)
  • Para Juan Ramón Jiménez (1903, p. 12)
  • Prosa (1909, p. 20)
  • Amanecer (1911, p. 497)
  • Congreso de neutrales (1915, p. 58)
Sobre Manuel Díaz Rodríguez:

Manuel Díaz Rodríguez (Francisco de P. Reyes), 1896, p. 396.
Manuel Díaz Rodríguez (Pedro Emilio Coll), 1896, p. 934.

Tentaciones

ra el momento en que debía entregarse con todas sus fuerzas á la realización de su más divino sueño de artista. Tenía que poner, muy pronto, manos en la obra, porque ya empezaba á ser mucho el tiempo margastado en cosas vanas. Es cierto que su reputación la envidiaban amigos y enemigos: grande y pura, la había conquistado con el esfuerzo más generoso de su inteligencia, tnasformado por la pluma en novelas, cuentos, versos, primorosas flores de arte. Pero versos, cuentos y novelas eran cosa baladí, desecho despresiable, comparados con la idea entrevista de un instante supremo del espíritu, con la obra excelsa, apenas tímidamente esbozada, escondida en el cerebro como yacimiento de oro en la tierra profunda.

    Esa obra era la única, según él, que podría fijar su reputación en materia dura y perenne, bronce ó mármol. La había ideado en la ocasión de su primer triunfo. Al principio fue una sombra muy vaga; luégo, en la sombra empezaron á marcarse líneas y puntos claros. Desde entonces no pasaba un solo día sin que la visión del libro futuro no llenara su mente, una vez por lo menos. Casi sin que la voluntad interviniera, la idea iba creciendo y madurándose poco á poco. Durante las horas de vagar y en silencio de la meditación, el pensamiento, desocupado en aparencia, trabajaba, reunía materiales, precisaba contornos, repartía colores, hasta no faltar, con los años, sino la circunstancia oportuna para que el artista, con un solo esfuerzo de la atención, arrancase de las propias entrañas la obra palpitante y viva.

    Sin duda alguna el momento había llegado. La plenitud de la inteligencia requería una labor grande y noble. Con treinta años á la espalda, el escritor, impaciente, comenzaba á divisarse, en el porvenir, encorvado por la vejez y olvidado de los hombres.

    La circunstancia era, además, propicia: estaba obligado á retirarse por algunos meses á la soledad y el silencio de los campos. Y puesto á buscar halló un rincón apacible y hermoso, así como lo deseaba él, una villa coquetona, entre el follaje medio oculta, cercada de jardín, vestida de enredaderas. Alegre y discreta, parecía llamada á esconder bajo el espeso cortinaje de sus enredaderas en flor, no las tristezas y luchas íntimas del célibe, sino las alegrías del amor sano y feliz, el idilio de los amantes que huyen del mundo para mejor quererse. Y en efecto al nuevo inquilino dijeron que muchas parejas de reciencasodos le habían precedido en la villa, de suerte que muchas lunas de miel habían bañado con su luz perzosa y tibia aquellos contornos, y muchas veces, en el jardín, por entre los rosales florecidos, había pasado cantando la blanda música del epitalamio voluptuoso.

    El pedazo de jardín que la casa de la carretera estaba sembrado de rosales. A pocos pasos, á la izquierda, se alzaba una casita de aspecto ruinoso, deshabitada. Lejos á la derecha, se divisaba la iglesia de una aldea. Enfrente, á algunos metros del camino, brillanban los rieles de la vía férrea. El profundo reposo del paisaje era sólo interrumpido por el paso del tren. Cuatro veces al día, pasaba un tren silbando, bufando, dejando caer entre la hierba una que otra chispa,manchando el azul del cielo y el verde-azul de la montaña con su columna de humo blaquecino, semejante á un largo jirón de niebla. Ningún sitio mejor, por su tranquilidad y silencio, para que todas las bellezas, ocultas en el alma, aparecieran en toda su esplendidez y se transformaran en materia de arte.

    Concierta fruición deliciosa pensaba el artista en el momento en que daría principio á su trabajo, y mientras llegaba ese momento se daba el más absoluto descanso. Toda su actividad se reducía á algunos paseos por los alrededores. Muy de mañana, se iba siguiendo las veredas que limitan ó cruzan los sembrados, siguiendo las cercas llenas de maleza, en el seno de la cual abren las campánulas sus grandes ojos curiosos, empapando su cuerpo en la frescura y fragancia de aquel rincón de tierra besado por los primeros soles de mayo, para traer, de vuelta a casa, una sensación cada vez más intensa de bienestar y alegría.

    Insensiblemente la salud recobraba su vigor primitivo, y con la salud volvían antiguos deseos, aspiraciones y sueños olvidados de la primera juventud, de esos que exhalan un suave olor á vino y rosas. Sin que el escritor lo advirtiera su individualidad se modificaba en sus más profundas raíces. Las nuevas energías, nacidas en su organismo regenerado por la vida campestre, eran la causa de esa modificación. Pero esto no se le reveló sino durante su primer esfuerzo intelectual, ó más bien durante la fatiga que siguió al primer esfuerzo.

    Una noche, después de recoger en sí mismo y de encauzar con mucho cuidado y tino sus ideas, empezó á escribir. Al pricipio, todo fue muy bien, pero al primer tropiezo, á la primera dificultad, se encontró de improviso con la pluma ociosa en la mano derecha, la frente apoyada en la otra mano, los ojos en la pared como distraídos, ó absortos en la contemplación de cosas muy lejanas y confusas. En realidad, la atención continuaba tan firme como antes, pero con rumbo y objeto distintos. En vez de empeñarse en vencer el obstáculo y continuar la página interrumpida, se abandonaba a la tarea grata y fácil de renovar anteriores reflexiones. Ese día, en la mañana, había empleado algunas horas en registrar todos los escondrijos de la villa, y su curiosidad lo llevó á descubrir, escrito muchas veces en las paredes de su habitación, tal vez en otro tiempo alcoba nupcial, un nombre de mujer seguido de expresiones amorosas, buenas y dulces. Un amante ingenuo se había complacido en grabar, como en testimonio de su amor obscuro, el nombre de la adorada.

    Tal descubrimiento le hizo pensar en los novios que, meses atrás habitaron la villa, y fingir la existencia que esos novios pudieron llevar, entregados al goce pleno del amor, en aquel sitio casi ignorado de las gentes. Entonces, las palabras leídas, primero con indiferencia, por lo que tenían de vulgares y muy viejas, tomaron para él un sentido mágico. Su fantasía de poeta y de joven reconstruyó mil escenas de transportes apasionados y de arrobos castísimos, vio por donde quiera proyectarse la sombra de abrazos locos é interminables y levantarse el rosal, todo púrpura, de los besos ardientes.

    Por la noche, al quedarse con la pluma ociosa en una mano y los ojos distraídos, como absortos en la contemplación de algo remotísimo, fantaseba lo mismo que durante el día, imaginaba las caricias, los arrebatos de pasión y los suaves deliquios que habían presenciado seguramente aquellos muros. Evocando una por una las ternezas de los novios, llegó a forjar una visión turbadora, con las viciones de placeres y amor que atormentaban de vez en cuando al solitario de La Tebaida, visiones aún más temibles para el pobre cenobita que la ronda nocturna de las hienas.

    Todas las noches siguientes, á la misma hora, se produjo esa visión, cada vez con un hechizo nuevo y con igual fuerza de seducción y hermosura. Como esos lugares que la credulidad y el miedo pueblan de aparecidos, asi la villa, a ciertas horas, llenábase de sombras y espectros amables, de fantasmas rosados y azules, espíritus errantes de caricias que fueron.

    En realidad, el escritor que había llegado maltrecho de salud y ansioso de calma, no era idéntico al que, víctima de tentadores espejismos, esforzábase inútilmente por enlazar dos palabras, tornear una frase ó acabar un período. En el seno del mismo hombre se habían encontrado de repente, uno frente a otro, dos seres distintos, de ideales opuestos: de un lado, el artista orgulloso que habita cumbres; del otro, el hombre vulgar que siente de un modo intenso la vida, de sangre fuerte y de pasiones ásperas; de un lado el artista que no acepta cadenas, lazos ni tiranías que ve en la mujer tentación y esclavitud, no toma de ella sino lo que puede convertirse en frase hermosa ó verso hermosísimo, ni tiene más querida que la gloria; del otro, el hombre vulgar que se forja gustoso cadenas muy pesadas, lo busca todo en el amor de la mujer y en la mujer cree hallar goces, consuelo y apoyo, como si no fuera frágil caña, según dice La Imitación; de una lado, el artista que anda siempre tras lo original, en persecución de la belleza oculta, de la forma rara, y vive en los dolores y alegrías, hondos y nobles, del que crea; del otro, el hombre vulgar que se contenta con placeres fáciles y no aspira sino hacerse de un puesto en el banquete y á que sea abundante su ración de pan y amor.

    Entre esos dos enemigos irreconciliables trabóse una lucha deseperada y sin tregua. Seguramente el segundo habría alcanzado la victoria, fortalecido como estaba por la misma vida de campo que lo había hecho renacer y por la fuerza de la visión turbadora, naciada de los recuerdos de amor que llenaban la villa. Pero el artista previó los resultados de la lucha y, antes que esperarlos, decidió tomar la retirada, o más bien ponerse en fuga. Los recuerdos de su vida galante comenzaron también á torturarlo, y la tenaz compañia de esos recuerdos contribuyó á convencerlo de que mejor trabajaría por su ideal artístico y más tranquilo y solo podía hallarse en medio á la multitud de las ciudades que en la soledad y el silencio de los campos. Y cierto día, después de haber una noche en la que padeció como nunca, una noche en que el viento remedó hasta la perfección, agitando enredaderas y rosales, quejas de voluptuosidad y música de epitalamios, emprendió caminos hacia la ciudad distante, llevando consigo los mil deseos nacientes del hombre rebustecido en una vida sencilla y primitiva, llevando consigo su gran bagaje de sueños, iluciones y propósitos irrealizables, y la obra excelsa entrevista en un instante supremo del espíritu, la obra excelsa tímidamente empezada, todavía informe y misteriosa, escondida en el cerebro como yacimiento de oro en la tierra profunda.

Manuel DÍAZ RODRÍGUEZ