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Experimento a un perfecto extraño

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La sutil seducción del microsuicidio. A eso le llamamos nosotros –mi cerebro y yo, porque ya a estas alturas la vida la conjugamos en primera persona del plural- a ese fugaz frenesí que nos impulsa hacia la autodesctrucción cada vez que se nos asoma una pequeña posibilidad de peligro.

Ocurre, por ejemplo, cada vez que nuestros ojos se posan sobre un objeto puntiagudo –pongamos un alfiler– y nos provoca fugazmente, sólo por un segundo, sólo por una millonésima de año luz a toda velocidad hacia el infinito, que ese alfiler lo podemos colocar justo en el centro de nuestro globo ocular y asentir con fuerza. O vemos el alfiler allí tirado sobre una mesa y pensamos que con un poco de decisión, si fuéramos un poquito más valientes, lo utilizaríamos para abrir ese espacito entre la uña y la carne y deslizarlo por allí hasta sentir un corrientazo.

La fugaz tentación del microsuicidio le llamamos a esa ganita minúscula pero prodigiosa que nos entra de saltar a los rieles justo cuando el tren está llegando a la estación. En esos segundos uno deja de ser uno, ves al tren asomándose embalado por el túnel, se acerca más y más hasta que lo tenemos encima, a un metro de rozarnos el rostro y una voz muy bajito te susurra: lánzate.

Similar a un placer culposo que arruga el estómago y da piquiña en las plantas de los pies: ¿Y si salto?

Imaginen ustedes a esa gente que, aun sabiendo que sufre de vértigo, se asoma por una barandilla que apenas les llega a la cintura y miran al precipicio 100 pisos más abajo. O se paran, controlando las ganas de orinarse ahí mismo, por el piso de cristal de una torre a 300 metros de altura, y en ese instante -aunque cagados del susto- hay algo por dentro que dice: salta un poco. Y ellos hacen un pequeño ademán de saltar, o incluso saltan pero chiquitito y sobre el mismo cuadrito de baldosa.

Resulta que el instinto de supervivencia suele ser ligeramente más poderoso que la sutil seducción del microsuicidio. Uno al final se caga y no se lanza. Uno está a punto de dar el paso pero hay un mecanismo de defensa de última hora que se activa y nos frena. Y ni de casualidad, no saltamos ni locos ¿Pero qué pasa si un día vencemos el susto y nos lanzamos?, ¿no sería acaso una pequeña evidencia de nuestra valentía?

Padezco (padecemos, utilicen ustedes el pronombre y la conjugación que les venga en gana) de una peculiar obsesión: la de encarar con dignidad el reto de mis sutiles instantes de intento de microsuicidio. El asunto consiste en colocar un pedazo de pierna, un dedo, o la nariz sobresaliendo justo por donde pasan los autos, cerca del borde de la acera y hasta unos milímetros más allá cuando estoy esperando la luz verde del paso de peatones.

En esas situaciones casi siempre lo que hago es estirar rápidamente la pierna y recogerla aún más velozmente justo en el momento en que el auto está a un metro de distancia y ya apurando la marcha para evitar ser cogido por el semáforo en rojo. Lanzo pues una patada de karate a altísima velocidad y precisión. Juaz, juaz y ya. El auto nunca me llega a volar la pierna. Pero yo he aprovechado un instante fugaz para jugármela. Para ser valiente. Siempre logro recoger la nariz o las extremidades justo a centímetros de ese espejo retrovisor –guante de boxeador relleno de hierro y cristal– que amenaza con dejármelas como tripa de gato atropellado.

Mi dedo meñique, que es el que más se presta a estos arrebatos de automutilación, se ha convertido en un pequeño experto a la hora de recogerse en su delgada fragilidad de huesitos y pellejo. Funciona como un resortito altamente especializado. Se alarga, se ofrece a la inmolación que imponen las circunstancias, y cuando ya viene ese parachoques a más de 60 KPH, cuando la tragedia se hace inminente, entonces se recoge en la seguridad del puño.

Seguro que estas conductas tienen que ser estimuladas por los responsables de programación del Experimento. Me imagino a decenas de tipos, en un sofocante brain storming, decidiendo cuáles miedos sembrarme. Definiendo cuál exactamente es mi talón de Aquiles en este complejo sistema de los intentos fugaces de microsuicidio. Al final creo que me los han dejado todos para ampliar las probabilidades: sufro pasión por el de los cuchillos (pasarle la mano por el filo, varias veces, cada vez con más presión a ver cuándo la piel se rasga y dices: coño de la madre, me corté), el de los alfileres (relatado, no sin vergüenza, más arriba), el del salto al vacío cuando se padece de vértigo (he de asumirlo, suelo colgarme de cuanta baranda endeble encuentro oscilando sobre el vacío); pero sobre todo, soy adicto al minipeligro de dejar que una pierna, un dedo, o la nariz, se inmolen en el paso peatonal o en las estaciones del metro. No hay manera de que mi cerebro no me recuerde, así me pasen dos mil carros y mil trenes enfrente al día, que por favor ofrezca en sacrificio un pedacito de mí. A ver qué pasa, a ver si esta vez sí me sale mal la cosa y me quedo mutilado de una buena vez.

En fin, basta de preámbulos, paso a relatarles la anécdota del día en que finalmente el asunto salió mal y así fue como se hizo el harakiri la delicada falange superior de mi meñique izquierdo. Hora nefasta, toda una tragedia a escala, que marcaría un hito en la historia de este gigantesco experimento que me han montado. Ese día, tengo plena convicción, o bien celebraron y brindaron en los laboratorios del Experimento, o se preocuparon un montón por la mutilación sufrida por su único conejillo de indias. Tal vez, me inclino a pensarlo así, se rieron a mandíbula batiente como si presenciaran una escena de los Monty Python. Aunque, quién sabe, a lo mejor sufrieron incluso más que yo al verme en tan lamentable estado. Al final, para bien o para mal, sacaron buen provecho del episodio. Porque con ese instante, así no haya estado en el guión original, me regalaron una de las secuencias más hermosas y espeluznantes que guardaré jamás en la película de mi memoria. Sí, todo un baño de hermosura y toda una estadía en el purgatorio, todo eso junto y confundido.

Resulta que un amigo psiquiatra –sí, un engendro de la desquiciada raza de los psiquiatras, que incluso se toma la licencia de hacerse amigo de alguien– decidió acabar con mi insomnio recetándome unas píldoras buenas para dormir caballos. Una cosa tan pero tan peligrosa, que había que llevar a la farmacia un récipe firmado, uno de esos de color morado, y los farmaceutas tenían que hacer una llamada telefónica al médico que había dado la prescripción, constatar sus datos en un archivo, hacerlo consciente y responsable (bajo juramento y con amenaza de retirarle la licencia) de que hay un señor aquí llamado fulano de tal, documento de identidad tal, que tiene un récipe firmado por usted con su número de miembro del Colegio de Médicos, fechado el día tal del mes cual del año corriente. Es para verificar si de verdad usted realmente cometió la imprudencia de recetárselo a este degenerado que tenemos enfrente, o para descartar que este loco ojeroso nos está engañando para drogarse, porque sí, su aspecto es de drogadicto. No, de heroinómano no, es más bien como de adicto al crack. Ah, sí… ya, entonces usted lo conoce y certifica que sí se lo ha recetado. Bueno, doctor, muchas gracias, usted entenderá que se han visto casos de gente que falsifica los récipes para drogarse y si usted viera al personaje que yo tengo enfrente hasta usted dudaría. Bueno, está bien, procedamos entonces, un placer doctor, por aquí estamos a la orden. Yo le voy a dar los somníferos a este caballero pero sepa que yo me lavo las manos como Pilatos. Usted asume la responsabilidad. Bueno, queda claro, buenas noches.

Y uno con esas ganas de que te den las pastillas del carajo y salir corriendo, ojalá que todavía con dinero en el bolsillo, porque están carísimas, y es que estas cosas mientras más buenas o más nuevas más incomprables también. Y uno pelando bolas, como nunca, más pelando bolas que jamás en la puta vida. Sueldo de mierda, rodeado de mediocres por todos lados, dentro y fuera de la oficina. Tú levantas una piedra en esta ciudad y saltan cuatro mediocres. Hay una superpoblación de mediocres. Coño, los mediocres deberían decretarse como un gremio cerrado: estamos completos, no aceptamos nuevos miembros. Vayan a joder a otra parte. Mierda, pedazo de descerebrada, pero qué pasa, ¿tú lo que quieres es levantarte al psiquiatra desquiciado ese? Ese carajo es un demente. Tú te enrollas con ese loco y vas a acabar todavía más jodida. Pero bueno, al final a mí qué me importa, ojalá y tengan algo ustedes dos, vaya pareja que formarían, sería hasta bueno, seguro se casan y tienen de hijo al eslabón perdido. Coño, es que todo el mundo está loco, en serio, mira a tu alrededor y te das cuenta de que todo el mundo está loco. Hasta la gente cuerda, hasta la gente que ves sin rollos y súper sangre liviana por la vida, mosca con esos, de verdad, esos son los que están más locos. Coño, porque no se puede ser tan normal, así, normal normal normalísimo, pinga, nadie puede ser así. Porque seguro que tienes una costura enorme, yo lo sé, que cuando te las das de tan normal en el momento en que se te ve lo mal cosido la gente se caga y huye. Sí, los más locos son los que se ven súper normales por fuera.

La farmaceuta no me da las pastillas, me las lanza. Gasto el doble de lo que tenía estipulado, es que estas cosas están carísimas señor, no es nuestra culpa, nosotros no le ganamos casi nada, esto está casi al mismo precio con que el laboratorio nos lo distribuye. No le ganamos nada, se lo está llevando a precio de distribuidor.

Sí, sí, seguro… dame acá mis pastillas.

Saco dos, ante la mirada atónita de la farmaceuta, me las trago, mal tragadas. Hay una que tengo que masticar, porque estoy tosiendo en mitad de la farmacia con los restos de pastilla aún pegados del esófago y con un sabor en la lengua a aspirinas con Demerol y Alka Seltzer efervescente. Y la farmaceuta atónita, me ve con los ojos que casi lloran, como si fuera una perrita poodle. Señor… pero señor… qué coño hace ¿Usted no leyó las indicaciones en el récipe? Allí dice que se tome media pastillita una hora antes de dormir ¡Y se acaba de meter dos!

Pues magnífico, entonces por fin hoy voy a dormir.

Llevaba tres meses seguidos durmiendo un promedio de cuatro horas diarias, casi siempre entre las cuatro y media de la madrugada y las ocho. Estaba literalmente hecho mierda. Necesitaba dormir. No quería amor, ni amigos, ni libros, ni música, ni familia, ni cine. Yo quería simplemente dormir.

Dormir, coño, dormir como duerme todo el mundo. No puede ser tan jodidamente difícil.

Sueño químico, sueño plástico, sueño inducido a punta de fármacos. No me importa, sueño al fin y al cabo. Mañana me preocuparé por la resaca, por el gusto metálico en la boca en cada trago de agua. Ya pasado mañana me preocuparé por el cáncer que este somnífero glorioso me ha provocado. Pero hoy lo que me provocó fueron ganas de dormir y me las voy a gozar.

Llego a casa tambaleando, apoyando ambos brazos –así extendidos– en las paredes del pasillo. Me acuesto sobre las sábanas frías y me dejo caer rendido, todavía con la ropa puesta. No pasan quince minutos y el teléfono me comienza a sonar estrepitosamente en la pata de la oreja. Decido no contestar. Insiste. Otra vez. Y otra. E insiste de nuevo. Ring, ring, ring, ring, ring y ring, ring.

Con el peor humor del mundo descuelgo el aparato y grito un aló capaz de cortarle en trocitos el canal auditivo a quienquiera que se halle al otro lado. Habla la dulce voz de Anita, prima querida de mi buen amigo Eduardo. Que anda de visita unos pocos días en la ciudad, que Eduardo ha enviado un paquete para mí, que ella tiene disponible la noche de hoy. Después estoy muy complicada, por eso pensaba que ahorita mismo, si no te importa, quedamos rapidito y te entrego tu paquete.

Y yo con la cabeza que por fin anda a media máquina, no tengo ni siquiera una respuesta. No se me ocurre nada. Simplemente me da el cerebro para pensar dos cosas, uno: que no estoy en condiciones de coger para la calle, y dos: que aquí en esta casa no hay ni un vinito para tomar, no hay un refresco, ni siquiera hay papel higiénico por si se le antoja ir al baño a esta loca.

Por último, mi cerebro y mi boca –mal conectados, en pleno corto circuito– deciden por mí: vente para mi casa, te espero aquí porque la verdad es que me siento un poco mal y no quisiera salir, disculpa. Que no, hombre, que ningún problema, yo estaré por allá en una hora o así. Si quieres te recojo en la parada del metro o quedamos en algún punto de encuentro. No, tranquilo que Eduardo ya me dio tu dirección, yo sé cómo llegar, ni te preocupes. Bueno, entonces nos vemos al rato, un beso, Anita, aquí te espero. Un beso.

Digo esto e inmediatamente, mientras digo la frase y procedo a encajar mal encajado el auricular en la base, pienso en qué voz de ángel se gasta esta chica. Y sí, recuerdo entonces que Anita la prima de Eduardo es una preciosidad de nena que canta como los dioses. Que tiene una banda y canta también en una coral barroca o una vaina de esas.

Me obligo a alisarme las ropas e irme al supermercado a comprar algo para ofrecerle a esta chica. Pero las piernas no me responden, o responden a su antojo. No van donde les digo sino donde mejor les parece.

Me imagino que con una buena taza de café negro y un antialérgico se me pasará el notón que llevo encima por culpa del somnífero. Le metemos entonces al cóctel algo de cafeína y además lo condimentamos con un par de antialérgicos de esos nueva fórmula y con efecto retardado. Justo cuando me los estoy tragando pienso ¿y por qué coño yo me estoy tomando un antialérgico, si esta somnolencia que llevo y esta pesadez de cuerpo no se deben a ninguna alergia? ¡Qué carajo, ya es tarde! Ya esos antialérgicos andan reaccionando con mis jugos gástricos y de allí enfilados al torrente sanguíneo. Me parece recordar justo en ese instante que mi madre solía advertir sobre la somnolencia que producen los antialérgicos.

Respiro hondo, me calmo, de peores situaciones he salido. Vamos tranquilito que el supermercado nos queda cerca, una botellita de vino, algo para picar y el papel higiénico. Tú puedes. Confiamos en ti.

A la calle. Me da algo de vergüenza porque estoy temblando en plena acera, recostado contra el poste del semáforo. La gente se detiene a mirarme con preocupación y hasta con risa contenida. Pero yo me hago el que no le pasa nada. Incluso pongo pose de sobrado.

Me dispongo a cruzar la avenida pero me percato de que la luz del semáforo de peatones ha cambiado al rojo. Me detengo justo con los pies asomándose algunos milímetros sobre la acera. Pasa un autobús y me despeina. Pasa un deportivo plateado y me roza el abrigo. Viene ahora a toda velocidad, embalado para no ser cogido por la luz roja (que ya anda por el amarillo) un auto destartalado como de hace tres décadas que se me encima como un búfalo histérico en plena embestida. Y yo decido –antialérgicos por medio, cafeína, dosis somnífera para caballos rabiosos– que es el momento ideal para aplicar mi estiramiento de meñique en sacrificio a este instante glorioso de fugaz intento de microsuicidio.

Fue por culpa del antialérgico, por culpa del somnífero, por culpa de Anita y de su paquete y su papel toilet, fue culpa de la farmaceuta que se tardó más de lo que debía… Golpe seco de retrovisor puntiagudo contra lo más delicado del dedito y en una millonésima de segundo veo un pedacito de mí salir disparado unos cuantos metros más allá del paso de cebra.

El tipo ni se entera de que me ha mutilado, apenas si se oyó un miniestallido seco como de bombita plástica de esas para embalar objetos frágiles.

Yo intento en medio de la calle encontrarme el pedazo de falange. Porque recuerdo que me han comentado que hay gente que se le ha salido una pieza y luego los cirujanos, si se atiende a tiempo, se la ponen en su sitio. Pero no encuentro el pedazo y me da algo de vergüenza porque estoy en cuatro patas, en el medio de la puta calle, con los autos que tocan la bocina pidiéndome el paso, la gente que sigue sin tener idea de que estoy buscando un trozo de dedo que me acaba de mutilar un auto.

Decido que no ha pasado nada. Me incorporo y me sacudo el polvo de palmas y rodillas. Que por los momentos lo mejor es ir a buscar el vino, el papel toilet y alguna otra mierda que ahora se me olvida, pero tengo que encontrarlo ya porque Anita estará por llegar en breve. Luego me encargo del dedo. Pero cómo duele y cómo sangra el desgraciado.

Me meto la mano herida en el bolsillo de la chaqueta y conteniendo las lágrimas hago la compra. Me duele especialmente tantear en busca de la billetera con el dedo acéfalo que tropieza con los bordes del bolsillo trasero del pantalón y se llena de hilachas y pelusas.

Regreso a casa. El dedo sangra, pero ya me he acostumbrado al dolor. El somnífero ayuda. Me envuelvo la mano en una franela blanca, bien apretada, y me tiro de bruces en la cama. Duermo y sueño que me desangro, que estoy acostado boca abajo y que la sangre que mana de mi mano es un torrente que tiene inundadas las sábanas, las almohadas, la alfombra.

Tocan al timbre, ha llegado Anita. Me levanto. Compruebo con cierta desidia que no soñaba, sábanas, almohadas y alfombras están enchumbadas de sangre. Y mi franela blanca ahora luce un hermoso tono púrpura.

Abro la puerta. Anita que pregunta si estoy bien. Es hermosa como la Claudia Cristiani de los cómics de Manara. Tiene el cabello largo y ondulado, la camisa que lleva puesta es lo suficientemente larga para cubrirle los senos de pera cuyos pezones tensan el algodón, y lo suficientemente corta como para dejarle al aire el ombliguito. La nariz es un pellizco, los ojos enormes y oscuros como lagunas sin fondo, la boquita prominente como si chupara un caramelo eterno. No hay una sola línea recta en su anatomía, como si los dioses hubieran decidido diseñar a un ángel a fuerza de compases y transportadores.

Claro que estoy bien, sí no te preocupes, es que me tomé un somnífero que es como para dormir a un rinoceronte. ¿Qué cosa, de qué hablas? Ah, ya, lo de la mano… pues nada… que me corté con un cuchillo aquí en la cocina. Nada grave, lo que pasa es que es de esas cortaduras ruidosas.

Ella me entrega el paquete y con el peso del paquete me vengo abajo como si me hubiesen derretido las piernas con un soplete. Caigo a sus pies.

Me habla con la voz más dulce jamás, que haga un esfuercito para llegar hasta la cama, que no me preocupe que ella se encarga de todo. Ven, vamos, un poquito más. Sí, otro esfuercito y ya estamos de pie, otro pasito y ya llegamos al cuarto. Vamos que vas bien, otro más, eso es, ya estamos en la cama. Acuéstate tranquilito que te traigo algo. Yo te cuido, cariño.

Me paso la mano sana por la cara. Estoy empapado en sudor frío, tengo los labios resecos como un papel de lija. El dedo me duele, pero es como si ese dolor proviniera de la mano de otra persona. Oigo sonidos de tazas y cristales en la cocina, escucho el agua, el sonido de las hornillas que se encienden. Me gana la fiebre.

Anita vuelve con una taza de líquido humeante. Sabe a leche con miel, con moras, con un toque de limón y esencia de polvo cósmico. Me desviste, me pasa un trapo humedecido por la cara y el cuerpo desnudo.

Y me canta. Canta algo en una lengua hermosísima que se me ocurre que es esperanto. Claudia Cristiani, la de Manara, la más sensual y curvilínea de todas las mujeres ensoñadas jamás, me está cantando una canción de Cocteau Twins. La canta en concierto a capela sólo para mí.

Sigue cantando y va haciendo un torniquete muy firme alrededor del dedo malherido. Combina el ardor del desinfectante con dulces besitos. Un roce de algodón con alcohol, ahora uno de labios suaves de mujer hermosa que se posan sobre el meñique descabezado.

Tengo demasiada fiebre, creo que estoy delirando. Ella me refresca con una esponja húmeda y me sigue bañando. Me acaricia y me suplica que duerma un poco. Le digo que no puedo, que debe haber una enzima en mi cuerpo que me impide conciliar el sueño, mucho menos cuando tengo fiebre de cuarenta grados y con una enfermera tan guapa de dedicación exclusiva.

Pues entonces te voy a cantar y a leer poemas. Tú cierra los ojos. Los cierro. La escucho buscar libros, abrir gavetas, cerrar puertas, correr cortinas. Le doy las gracias. No responde. O sí, pero su respuesta es un beso con punta de lengua y contacto de incisivos. Mi dedo meñique está celoso.

Y comienza su lectura de poemas, es algo de Ángel González. Los lee tan pero tan bien que hago un esfuerzo titánico para abrir los ojos y verla mientras me lee. Pero Anita no está leyendo. Anita me ve a los ojos y me está recitando. El libro descansa semiabierto entre sus piernas, se sabe los poemas de memoria y me los va susurrando mientras sus uñas se hunden amasándome el pelo. A veces se detiene pero es sólo para tragar saliva, inclinarse, regalarme otro beso. Cada vez son más largos y más cálidos. Cada vez con más lengua. Y más poemas. Y otra canción con voz élfica.

Retira las sábanas, se desnuda y se mete en la cama. Los versos se entremezclan con estrofas cantadas, tengo frío, pero el calor de su cuerpo es tan reconfortante. Demoledoramente reconfortante. Me abandono. Me dejo hacer. No le impido nada, no opongo resistencia. Ella no se cohíbe, hace lo que le viene en gana y lo hace como los ángeles.

Coño, y yo decido en ese momento que me quiero morir. En ese instante mando una orden de fugaz microsuicidio a cada molécula de mi cuerpo. Si hay que morir, si se puede alguna vez escoger una muerte, pues yo quiero morirme así.

Caigo rendido en un delicioso letargo. He decidido morir en manos de este ángel caído desde sabe Dios dónde que me recita y me canta en lenguas ocultas, que me toca como jamás ha sido tocado un ser humano, que me acaricia como si fuera la primera vez en la vida que una mano ajena me tocara. Toca justo donde tiene que tocar, con la presión de yemas exacta, desliza los dedos en la dirección que más deseo. No hablo, ella tampoco. Simplemente estamos conectados y por eso ella sabe cómo acariciar, dónde, con qué intensidad, con qué parte precisa de las uñas me debe rozar cada pelo.

Tengo una epifanía, un último pensamiento: ahora sí que me estoy muriendo. Realmente me voy. Hay un ángel que me hace el amor, un fantasma vengador que ha venido de otro tiempo y otro espacio a buscarme, me está llevando consigo a otra parte, por fin hay algo que sosiega a este cerebro mío. La muerte, por fin la muerte tan esperada. Me entrego a ella como Asterión en manos de Teseo. Aquí estoy, me rindo, libérame ya. Y sobreviene el delicioso apagón.

Pero, claro, ese apagón no es definitivo. Duraría minutos, tal vez horas, probablemente días. Pero después me encienden la luz. Hay un hombre en mi habitación, habla con Anita, me ausculta como si fuera un médico. Me toma de la mano herida y me hace algo que duele, como si hubiese ahora una aguja mezclada en el interior de un almohadón de plumas sobre el que nos hemos lanzado de bruces. Hay algo que amortigua, que distancia, que hace sentir bien; pero hay un punto en el que las plumas de ganso se abren y dejan surgir una lacerante punta metálica. Tengo ganas de matarlo, pero las fuerzas no me dan, me disuelvo entre mareos.

Anita me calma, me pasa la mano por la frente, me susurra al oído que me quede tranquilo, que todo va a estar bien, que este es un amigo que es doctor y te va a suturar esa herida. Sí, ya sé que te duele y que quieres que te dejemos en paz. Es sólo un momentito, para detener la infección, lo limpiamos, lo cosemos y ya te dejamos que descanses otra vez. Hazlo por mí que yo luego te doy una recompensa.

Y claro que me dejo hacer todo por el cabrón éste, que no tiene cara de cómic de Manara ni pinta de fantasma amigable ni voz de ángel. Es un cabrón que simplemente ha venido porque se quiere encamar con mi angelita. Es el típico imbécil que se las tira de correcto para que las mujeres hablen de él y lo consientan y luego le dejen hacer sus cochinaditas.

El tipo me maltrata con saña, me clava jeringas, me pone sustancias abrasivas que me despellejan lo poquito de dedo que me queda. Tira con fuerza como si se tratara de una soga a la que se anuda para hacer alpinismo. Retuerce el dedo hasta lo imposible, lo vuelve un tornillo de huesos y carne, lo presiona. Yo grito las groserías que me sé y las que no. Pero sólo me calma Anita. Con sus manos, con el olor de sus mechones que derrama sobre mi rostro como una cortina de hilos de avellana cada vez que se inclina para susurrarme frases de aliento.

Por fin el cretino acaba la sesión de tortura. Me venda. Se va. De nuevo quedamos Anita y yo. Solos en nuestro planeta donde no cabe nadie más. Se desviste, se hunde conmigo entre las sábanas. Y, tal como lo había prometido, me da mi recompensa.

Otra dosis de fantasmas y dulces posesiones, más de esperanto en melodías que nunca antes algún otro oído escuchó, más poemas de Ángel González, y otros aún mejores –me imagino que los de su propia autoría–, más caricias como si nunca antes hubiésemos sido tocados. Y sobreviene un segundo glorioso apagón. Y me repito: ahora sí que me morí, menos mal. Pero no me lo creo.

Despierto ya sin fiebre. Maldición, la vida sigue. Porque sigue sin Anita que se ha marchado. Dejó todo en perfecto orden, cada libro en su sitio, la casa limpia como no había estado en años. Pero ni una nota, ni un número telefónico. Ni siquiera el fulano paquete que me había enviado Eduardo. Vino, me curó y se fue sin dejar el menor rastro.

Claro, cretino, tú lo que estabas era delirando. Anita nunca vino, lo alucinaste todo con esa mezcla de somníferos y fiebre de cuarenta y tantos grados. No hubo ángel caído. Es otro truco de tu cerebro, otra jugarreta diseñada por el amo del Experimento.

Sin embargo, el dedo mutilado sí que sigue allí. Carente de falange, cicatrizando de a poco entre las costras y con varios puntos de sutura. Me veo en el espejo, tengo un chupón en el cuello. Es su última y única marca, de sus labios, su lengua y sus dientes. Condenada a desaparecer. La marca y también Anita.

Busco como un demente el teléfono de Eduardo. Lo llamo y mientras repica y no atiende siento que se me escurre la vida entera en esos segundos. Por fin atiende el imbécil de Eduardo.

No, loco. ¿Qué paquete que yo mandé con Anita…? Imposible. No, para nada, disculpa hermano, pero yo no te he mandado un carajo. ¿El teléfono de ella? Espera, coño, es que hay algo que tienes que saber, esa no pudo ser mi prima Anita… Anita se murió hace dos semanas, no te lo había dicho, lo lamento. Sí, muerta. Se suicidó tirándose en las vías del metro… ¿Aló?, ¿sigues allí? ¡Aló!

Ya es tarde, se me cae el teléfono de las manos como si un enano burlón halara el cable desde abajo y me lo hiciera deslizar entre los dedos. Y lloro porque es lo único que se me ocurre, lo único que puedo: largarme a llorar como un crío.

 

Capítulo VII, tomado de la primera edición de Sudaquia editores, 2012

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