Grandeliga, de Salvador Fleján

02/ 06/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

El juego no se acaba hasta que se termina.

Yogui Berra

grandeligaEnorgullecerse de que un hijo herede los ojos azules de la abuela o hable corrido al año y medio de nacido me parece tan tonto como alegrarse de que el vecino se gane la lotería.

Ayer en la piñata de mi sobrino escuché a un niño talentoso recitar y tocar el cuatro. Fue entonces cuando caí en cuenta de una certidumbre que me abisma y me apena a la vez: supe que detrás de esa clase de niños siempre se halla un padre orgulloso y bobalicón arrogándose méritos que no le competen.

Mi historia, como verán, es distinta, aunque ustedes sacarán sus propias conclusiones.

Nada más había que verle  el cuerpo y los brazos a Keny cuando me cumplió los diez años. Era para ponerse hacer cálculos. Para soñar un poco. Parecía un Hércules enano. A primera vista impactaba; tanto que  su maestra y mi mujer llegaron a preocuparse. Yo no. Eso, en mi familia, acaso fuera un signo trágico o pavoso, pero nunca la “elefantitis” que decía Rosalía que tenía.

Por esa época (aunque eso ya yo lo sabía) supe que mi hijo había nacido con las condiciones. Cuando digo “condiciones” me refiero a las que hay que tener para ser alguien es este país: buen brazo, poder, y velocidad en las piernas. De lo demás –con excepción de la inteligencia–  se encarga cualquier Rookie League.

Keny, al igual que mi tío y mi hermano, nació con esas aptitudes. Un privilegio que en la familia se ha pagado caro.

Calixto, el hermano de papá, poseía un talento nato para la pelota. Un talento que él estaba lejos de saber que poseía. Nunca jugó profesional. Sus mejores tardes de beisbol se las entregó  a campeonatos interobreros, en terrenos sin grama ni público. Mi tío era una orquídea de pantano. Un talento realengo. Oportunidades le sobraron. Lo único que le faltó fue que viniera el mismísimo dueño de los Orioles a rogarle que firmara con su equipo. Pero, ¿qué se le podía pedir a alguien que nació para obrero? No lo culpo. Era otra época y el bueno de mi tío prefirió la serena certidumbre de una jubilación del INOS al vértigo de un contrato multianual. A los cincuenta y tres años y en plena cola de un banco le dio un infarto esperando cobrar su cheque de pensión.

 

II

Con mi hermano las cosas fueron distintas, aunque yo hubiese preferido todo lo contrario. A principios de los sesenta firmó con un equipo profesional venezolano. Una franquicia que tuvo una vida efímera. Lo cierto es que cuando lo firmaron tenía diecisiete años, medía 1,90 y poseía el talante de los elegidos. Qué hermoso era mi hermano. Con semejante regalo de la naturaleza y su indisposición para los estudios, dedicarse al beisbol fue de las pocas decisiones mesuradas que tomó en su vida.

Eleazar apenas jugó dos temporadas en la liga venezolana. Nunca antes el término “destrozar la liga” fue más explícito para dar una idea de lo que mi hermano hizo en esos dos años. De estadísticas y averages no me pregunten; no me interesan los números. Lo que sí recuerda todo el mundo es que encabezó varios departamentos ofensivos y que amenazó seriamente con zarandear varios récords sagrados.

Ese olor a sangre fresca inevitablemente tenía que alborotar a las hienas.

Los reportes de los scouts daban cuenta de un diamante de demasiados quilates hallado en una mina de difícil pronunciación. Eleazar  lo tuvo todo para llegar. O casi todo. Lo que pasó con él aún continúa siendo un misterio. Un misterio que sólo la familia conoce, pero que ya no vale la pena seguir manteniendo en secreto. Hay quienes dicen que no supo manejar la presión. ¡Los quiero ver! Poca gente hubiese podido soportar aquello. Mi hermano, que ni siquiera  terminó el bachillerato, de buenas a primeras se ve descosiéndole la pelota a los pitchers importados. Mi pobre hermano, un muchacho más de la parroquia San Juan, de repente perseguido por los equipos más poderosos de las Grandes Ligas. Hace cuarenta años el asunto era más silvestre, “beisbol romántico”, lo llamaban. Yo les voy a contar algo sobre el beisbol romántico: no existió nunca. Los muchachos de ahora la tienen más fácil, que lo digo yo. Los equipos grandes tienen hasta psicólogos que los ayudan a sobrellevar sus millones. La diferencia entre el beisbol de antes y el de ahora no es el romanticismo, son varios ceros a la derecha. De resto era y seguirá siendo el mismo negocio. Un negocio con lobos y ovejas.

Y de lobos era que estaba llena nuestra casa en La Pastora. Aquello era un hervidero de scouts entrando y saliendo a cada rato. Absolutamente todos intentaron sobornar al viejo con los ofrecimientos más insólitos. Mi papá, que era indio pero no pendejo, los sorteó con evasivas llaneras y sonrisas de fraile. La rebatiña duró hasta que el Loco Torres, que era amigo de la casa, un día se presentó con la solución:

–Mira, Rafael  –le dijo a mi papá, sentados en la cocina–: los caballos no sirven para parrilla. Son muy bonitos, pero comen y cagan mucho. Si sigues esperando no lo van a querer ni en  El Junquito. Vamos a subastarlo antes que se pudra.

La solución del Loco no era ni atroz ni descabellada: era lógica. El presupuesto familiar se tambaleaba cada vez que Eleazar abría la nevera. Su salario con el equipo no era gran cosa y papá no ganaba lo suficiente como para sostener los requerimientos alimenticios del mamut que era mi hermano. Además ya había cumplido los veinte años; una edad en la que los peloteros o ya están adentro o no estarán.

Las cosas se harían al estilo americano, un “trayao”, decía el Loco.

La “subasta”, recuerdo, la pautaron para un domingo en la mañana. El sol en el Universitario rebotaba de las gradas y le confería a la grama del outfield una tonalidad esmeralda que no le he vuelto a ver más. Un verde de bahía solitaria y melancólica que se acentuaba con el silencio reinante en el estadio.

El Loco se había esmerado en todos los detalles: citar a los scouts (más bien descartarlos), la jaula de bateo, los implementos, los ayudantes. Hasta una cava con cervezas aguardaba por la firma. Y todo hubiese salido a las mil maravillas a no ser por un evento que el Loco no previó o que jamás se imaginó que pudiera ocurrir. Yo estaba sentado en la tribuna de la derecha, justo detrás de  la primera base, cuando lo vi frotando con parsimonia un bate, un bate más pequeño de lo usual y con una forma más bien cómica. No supe si lo limpiaba o le pedía un deseo.

 

El deseo le fue concedido dos horas después de la hora convenida. Eleazar llegó más amanecido que borracho, cantando una guaracha y sin saludar ni pedir disculpas. A mi papá y al Loco se les caía la cara de vergüenza. De los scouts, sólo se quedaron míster Mosley, de los Yankees, y un tipo bajito con un sombrero “Panamá” que representaba los intereses de los Medias Blancas. Los demás, ni que decirlo, no soportaron aquel desplante y hacía un buen rato que se habían marchado. No sé cómo el Loco logró convencer a los dos tipos de que “miraran” al prospecto. Aunque creo que  las cervezas de la cava, de alguna manera, contribuyeron a que las palabras del Loco sonaran más elocuentes y persuasivas.

Eleazar se metió en el dogout y a los cinco minutos salió uniformado y con un bate en el hombro. Viéndolo caminar hacia la jaula de bateo, nadie se hubiese imaginado que llevaba a cuestas una noche  de ron y merengue.

Cuando se paró en el home yo pensé que de un momento a otro se iba a derretir; ponerse debajo de aquella llamarada que era ese sol de mediodía era poco menos que un suicidio. La modorra con que empuñaba el bate y la lentitud de los swings eran tan  sólo una impresión engañosa que los tañidos del bate se encargaban de despejar. Eran sonidos secos y cóncavos, como el galopar de un caballo en un piso de cemento.

Aquella música logró atraer un poco la atención de los dos scouts, más interesados en pescar una última cerveza de la cava que en las incidencias del terreno.

A cada toc-toc las caras de todos (incluyendo las de mi padre y del Loco) iban mudando de la incredulidad al asombro y de ahí a la avidez. El Loco comprendió que esa sería la única oportunidad que tendría Eleazar de que evaluaran su talento. Sin dilación, mandó a pedir otro tobo con pelotas. Las que no iban mansas a las gradas del centerfield le pasaban silbantes por las orejas  al ayudante  que servía los lanzamientos.

Como contrapunto, acaso como anticlimax del concierto de batazos, el Loco le ordenó a Eleazar que se pusiera en la tercera base a recoger rolings. Con el guante lució un poco torpe y como alelado. No sé si su cuerpo necesitaba dos litros de agua u ocho horas de sueño o las dos cosas a la vez. Lo que sí pudo mostrar fue un brazo potente y educado que hacía saltar arena del mascotín del ayudante de primera base. Evaluarle la velocidad de piernas era un crimen que el Loco no se atrevió a cometer. Las cosas habían salido lo suficientemente bien como para tentar a la suerte.

La discusión por la firma fue más bien extraña.

O eso pensé cuando míster Mosley abandonó la puja. Cuando la cotización alcanzaba  cifras de jarrón chino, el hombre dijo con voz cansada: “Is Enough, Gentlemans”. Tal vez las finanzas de los Yankees no anduvieran bien por aquellas fechas (cosa poco probable, por demás). O quizás, pero esto lo pensé después, el gringo haya tenido una premonición.

Pero el agente de los Medias Blancas tenía otra opinión. Un par de años en la liga de novatos –pensó–  obraría el milagro de convertir al carbón en gema. Con esa ilusión convertida en certeza ofertó sesenta mil dólares por la firma. Un récord y un escándalo para ese tiempo. Cuando hubo finalizado todo, mi padre sonreía como si una mano invisible le estuviera acariciando la espalda. El Loco, por su parte, parecía un abogado de Yale; sorprendía la vehemencia con que discutía sobre cláusulas, bonos y emolumentos.

Por alguna razón que no sabría explicar, intuí que a partir de aquel día las cosas iban a cambiar para siempre. Eleazar tan sólo pidió por su sudor un Buick del año que destrozó al mes. El resto de la plata (que era mucha) el viejo la invirtió con habilidad en una casa en la Av. Páez y en la bodega que regentó hasta su muerte.

 

Los Medias Blancas, en su propósito de convertir a mi hermano en un verdadero pelotero, lo enviaron a una liga doble A del mediooeste. El campamento del equipo era una antigua base aérea devenida en complejo deportivo. Las instalaciones parecían estar buriladas en la vastedad de unos maizales ambarinos y resecos.

Rápidamente mi hermano demostró ser el mejor de la camada. La contundencia de su bate fue su principal argumento. En medio de aquella Babel de acentos caribeños, los “vales” y los “carajos” de Eleazar fueron ganando cierto respeto. No pasó mucho tiempo para que sus batazos kilométricos empezaran a ser seguidos de cerca por el gerente general del equipo grande, urgido de un tercera base de alto rendimiento y bajo sueldo.

En la casa todos teníamos la esperanza –aunque justo sería decir que todas nuestras esperanzas estaban cifradas en ello– de que a Eleazar lo “subieran” de un momento a otro. Muchas de las prebendas que negoció el Loco Torres estaban supeditadas a ese azar. Verlo convertido en pelotero grandeliga  pasó de ser un anhelo familiar a  convertirse en una suerte de rifa clandestina en la que mi hermano era nuestro único número.

Pero algo sucedió.

Una noche de tedio y hormonas alborotadas, Eleazar se escapó de la concentración sin avisarle al mánager. El equipo había regresado de una gira de tres partidos en Kansas City y todos estaban cansados y aburridos. Todos menos mi hermano, que soñaba con una cerveza fría o más bien con varias cervezas frías.

El pueblo más próximo quedaba a unos cuarenta y cinco minutos caminando a buen paso. Eleazar ha debido de tener mucha sed a juzgar por la media hora que empleó del complejo al bar más cercano  con que se topó. Cuando entró, todos se voltearon a mirarlo con una mezcla de sorpresa y odio. Eleazar no era ni negro ni blanco. Tenía algo de indio pero sus facciones poseían  la rudeza de algún antepasado vasco perdido en nuestro árbol genealógico torcido. Supongo que aquellos parroquianos aún no estaban preparados para aquel entrevero de razas, para tanto encuentro de mundos.

La policía tardó quince minutos en llegar. Para sorpresa de los agentes, la escena, bien mirada, no justificaba la alarma  con la que fueron convocados. Eleazar estaba sentado encima de la rockola. Aunque más bien parecía que levitaba sobre ella. Tenía el pelo algo alborotado y una expresión de placidez y abandono, como la de un mendigo cuando pide un cigarrillo. El resto del cuadro era más bien inenarrable. Tres granjeros obesos desperdigados en el piso, sillas rotas, manchas de sangre. El dueño del bar había sacado una escopeta.

Uno de los accionistas del equipo también era senador por el estado de Michigan. Ese albur le permitió a Eleazar aterrizar al día siguiente en Caracas. Atrás quedarían unos leoninos cargos por asalto y los aplausos del Comiskey Park.

 

Algunos cronistas deportivos locales tuvieron la misericordia de urdir una historia de nostalgia, pabellón criollo y madre enferma. Supongo que el beisbol romántico también incluía ese tipo de sofismas.

Lo que pasó después es más o menos conocido. Aquella caridad periodística le extendió en un año la carrera a mi hermano en la pelota venezolana.  Aunque pienso que la palabra carrera es excesiva: ni siquiera llegó a terminar aquella última temporada. Las juergas y el trago poco a poco le fueron minando tanto el average como su cuerpo.

No sé si el dueño del equipo se hartó o se apiadó de él. Lo cierto es que le dio una baja discreta y silenciosa. El día que lo llamó a su oficina para botarlo remató su discurso con estas palabras:

–Qué lástima, muchacho, en vez de pelotero pareces boxeador.

 

En un abrir y cerrar de ojos aquella estampa de dios olímpico dio paso a un espantapájaros cenceño y encorvado, una pesadilla cruel de lo que alguna vez fuera mi hermano. En la casa nunca más se volvió a hablar de beisbol. A Eleazar cada día se le hacía más difícil mantenerse sobrio. Cuando no se ausentaba largos períodos, pasaba horas borracho sentado en el porche de la casa. La mirada se le había puesto viscosa y descaminada, como si tratara de atalayar sin éxito un horizonte que definitivamente se le había extraviado.

El respeto y la admiración que una vez sentí por mi hermano paulatinamente se fue transformando en una mezcla de compasión, asco y decepción. Papá fue el único que lo cuidó y protegió hasta donde sus fuerzas le alcanzaron. En realidad no era mucho lo que podía hacer. Ya en los últimos tiempos un fuego o un relámpago lo impulsaba a escaparse cada noche de la casa, tal vez creyendo que huía del tedio de la  antigua base aérea.

Una noche se fue y ya no regresó más.

Al principio no nos percatamos de lo prolongado de su ausencia. Ya nos habíamos habituado a su presencia como quien se acostumbra a un mueble viejo e inútil o a un fantasma. Pero algo le decía a mi padre que aquella fuga no era igual a las otras. O que por lo menos  su retorno  se había dilatado más allá de los límites normales. Alguien lo había visto con la ropa hecha jirones y sucio hasta lo indecible caminando por la  cuneta de una autopista. Otro lo habría reconocido en las escalinatas de una iglesia pidiéndole limosnas a los feligreses. Hasta yo mismo creí verlo una noche en que me asomé a la ventana de mi cuarto. O quizás lo soñé. Pero era él. Se veía aseado y con sus ropas intactas. Había ganado peso y su mirada tenía la vivacidad de otros tiempos. Lo que logro evocar luego es su sonrisa, una sonrisa extraña, como si no sonriera, pero en realidad sí lo hacía. Se lo conté a mi padre pero no me creyó. Tal vez haya sido mejor así. Papá salía todos los días a buscarlo armado con esas falsas pistas. No recuerdo (en realidad muchos detalles comienzan ya escapárseme) haber visto nunca al viejo regresar derrotado o desanimado. Siempre traía nuevos avistamientos que le renovaban las  esperanzas.

Cuando nos llamaron para avisarnos que a Eleazar lo había arrollado un camión, sentí como si nos dieran una noticia vieja, como  si nos pusieran al corriente de un evento ocurrido hace ya mucho tiempo. Creo que Eleazar ya había muerto desde el mismo momento en que los Medias Blancas lo montaron en el avión de regreso.

 

III

El bono que recibió mi hijo por la firma no fue ni bueno ni malo. Todo depende como se lo mire. Ochocientos mil dólares no era un pacto mediocre para la época en que lo firmaron. Pero tampoco creo que haya sido la suma justa por un pitcher zurdo y controlado como llegó a ser Keny a los dieciséis años.

Esa cantidad, ahora que lo pienso, en poco honraba las innumerables tardes de domingo que pasé sentado en unos tablones llenos de clavos y mugre mientras me hacía la idea de que estaba en un palco VIP del Yankee Stadium. Nadie lo comentaba, pero todos los que nos sentábamos en los tablones sabíamos que ese era el precio que había que pagar. Sabíamos también que todo era cuestión de tiempo. De que nuestros capullitos retoñaran. De que no se pasmaran en la maldición del 1,70. De que no preñaran a una loquita.

Después que a Keny me lo firmaron los Astros, mis antiguos compañeros del ministerio –los pocos a los que aún trataba–  me saludaban con un gesto instalado entre la envidia y el asombro. ¡Ah, la envidia¡ No sé quién dijo que la envidia está flaca porque muerde y no come. Pero es verdad. ¡Y qué cosa tan venezolana, Dios mío! Cuando lo de la firma salió en la prensa,  uno de los primeros que llamó a la casa poniéndose a la orden fue un antiguo jefe mío, un tirano que me hizo la vida imposible. Como no soy hombre de rencores le acepté una invitación a almorzar. Yo sabía que el hijo le había salido mariguanero y vago. Eso lo sabía todo el mundo en el ministerio. No soy quién para estar juzgando a nadie, pero luego de que el tipo me diera su “apenada congratulación”, y comenzara a lanzarme puntas como que “lo importante no es llegar sino mantenerse” o “ese muchacho heredó todo del tío”, no aguanté más y decidí ponerle los puntos sobre las íes a aquel Salieri general sectorial:

—Mira, puede que el hijo mío dure dos días en las Grandes Ligas. Puede también que haya heredado mucho del tío. Todo eso es posible. Pero dime algo, chico: yo sé que la flojera de tu hijo es herencia tuya, pero, ¿el gusto por la mafafa de qué lado de la familia viene?

 

El paso de Keny por las ligas menores fue como una exhalación. En tan sólo un año había saltado de una liga instruccional de novatos a la sucursal del Norfolk triple A. Su foja de ganados y perdidos: 7 y 3,  más una espeluznante efectividad de 1.59,  indicaba a las claras que Keny rompería  de una vez por todas el hechizo que se cernía sobre la familia. El gerente general de los Astros estuvo a punto de subirlo a mitad de temporada al equipo grande. El mánager del Norfolk fue más ponderado: arguyó que al novato todavía le faltaban por pulir algunos aspectos de su mecánica de pitcheo.

Cuando Keny regresó en el receso de invierno, me llamó la atención la tranquilidad con que se tomaba todo. Lejos de tranquilizarme, el asunto me preocupó. No estaba ni contento ni triste, ni entusiasmado ni apático. Con unas palabras más bien frías, nos anunció que si todo seguía como iba el próximo año estaría en el roster de 40 de los Astros. Nunca entendí a ese muchacho. A un pie de la gloria, a un tris de salir del montón  y parecía como si se lo fueran a llevar de peón a una hacienda. Antes de marcharse a Virginia –donde el Norfolk tenía su sede–  Keny me revelaría el motivo de su desazón. La causa era tan obvia como sencilla:

–Nunca me ha gustado el beisbol, papá. Esto lo estoy haciendo por  ti.

En aquel momento no supe darle el justo valor a aquellas palabras, ahora sí. Ahora logro comprender por qué mi hijo se dejó llevar por aquel plan ideal de “mucho estadio y poco estudio” que le tracé desde niño. Los únicos buenos promedios que le exigí no eran en  química ni física sino al bate. Siempre supo que mi felicidad era ver nuestro apellido escrito en su espalda, no en un diploma académico.

 

A mitad de temporada Keny se lesionó el brazo de lanzar.

Cuando eso ocurrió, mi muchacho era considerado el prospecto A-1 de la organización. Estaba invicto en ocho salidas y era la sensación del torneo. Ningún otro pitcher (zurdo o derecho) en la historia del Norfolk había logrado semejante registro en su segundo año de novato. Dos días antes de lesionarse, la orden de ascenso al equipo grande  reposaba en el escritorio del mánager.

Keny nunca llegó a enterarse.

La lesión en sí misma no revestía mayor gravedad. Una calcificación en el codo es tan común en los pitchers como la costumbre de ensalivar la pelota. La operación y rehabilitación fue cosa de rutina: el equipo tenía un médico especializado en ese tipo de cirugía.

El regreso de Keny a la rotación del Norfolk no fue del todo satisfactorio. Su rendimiento había decaído un poco. La recta había perdido un poco de fuerza, no mucha, pero sí la suficiente para activar la alarma del gerente general.

Cuando mi hijo me llamó para decirme que habían vendido su contrato a un equipo de Taiwan, en el fondo buscaba mi aprobación para regresarse a Caracas. Creo que lo sentí sollozar al otro lado de la línea, o tal vez la comunicación era deficiente. Le improvisé un discurso sobre la perseverancia y otras idioteces. En algún momento también lloré. Tanto él como yo sabíamos que jamás llegaría a vestir un uniforme de grandeliga.

Lo que sucedió después lo he ido componiendo con cabos sueltos, medias verdades y hasta con mi propia fantasía.

El equipo que compró el contrato de Keny se llamaba los Osos, tal vez Elefantes, o puede que incluso se llamara Coyotes; si es que ese animal existe por aquellas lejanías. Lo cierto es que se trataba de uno de los conjuntos más fuerte de esa liga. También el principal objetivo de la mafia taiwanesa de apuestas.

En Taiwan Keny volvió a recuperar su forma. Aunque creo que nunca la perdió; lo que había perdido era la confianza y eso sí que es grave para un lanzador. En sus dos primeras salidas estuvo sencillamente imponente. Mostró el control y la velocidad de antaño. Le llegaron a cronometrar rectas hasta de 98 millas. Sus envíos llegaban duro y a las esquinas, cosa que hace mucho daño a bateadores de baja estatura. Taiwan, como se sabe, no es tierra de gigantes.

Una noche en la que el monzón de verano amenazaba con ahogar las calles de Taibei, Keny recibió una propuesta. Esta vino sustentada por dos argumentos irrefutables: un  bolso henchido de dólares taiwaneses y una amenaza.

Keny no tardó en comprender de qué iba todo el asunto. Vanamente intentó esgrimir razones. La mafia –taiwanesa, italiana o venezolana– cuando quiere algo primero acaricia. Los emisarios, como si conocieran el libreto de antemano, dejaron el bolso sobre la cama y poniéndole  una mano en el hombro, le dijeron:

–Tú va perder mañana.

Aquella sentencia sin gramática lo llenó de pánico y perplejidad. Su primer impulso fue  buscar al mánager del equipo y presentarle la renuncia. No lo hizo. En su lugar recibí una llamada a las dos de la mañana que me sobresaltó.

Fue la última vez que hablé con mi hijo.

 

Con el dinero del seguro le mandé a construir un mausoleo en el Cementerio del Este. Es de mármol blanco y está en la mejor zona del cementerio. Lindo, en realidad. Un homenaje que quise hacerle a mi muchacho. Voy todos los domingos y aunque no rezo, paso muchas horas frente a un retrato que mandé a encriptar en la lápida: tiene doce años, está uniformado de pelotero y sus ojos son translúcidos y severos.

A veces creo (otras veces estoy seguro) que en vez de estar sentado sobre los mosaicos de mármol lo estoy sobre los tablones  llenos de clavos y mugre donde me sentaba  a esperar y soñar.

Del libro: Intriga en el Car Wash (Mondadori, 2006)

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2 Comentarios a “Grandeliga, de Salvador Fleján”

  1. gregorio dice:

    Disfrute cada linea del cuento, solo me resta saber, que tanto de ficcion tiene?.

  2. Raquel Cárdenas dice:

    Es el único cuento que me gustó del libro. Deja un sabor a tristeza.

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