La ascensión, de Federico Vegas

07/ 04/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

picobolivarPacheco Luján era, y seguirá siendo, el mejor pintor de la clase y de toda la historia del colegio. Mientras jugábamos en los recreos se la pasaba buscando creyones huérfanos. Un 910 “verde esmeralda” de Prismacolor, gastado, quebrado, hundido en los pantanos de las primeras lluvias y rodeado de tapitas de refresco, en manos de Pacheco se convertía en un resto arqueológico y recibía un trato de especialista. Después de limpiarlos y afilarlos, rellenaba con el nuevo color un recuadro en su block de dibujo y escribía al lado: “arena sucia al mediodía”, o “sangre en la acera cuando llueve”. Llevaba su colección de creyones en una bolsa de tela escocesa amarrada a la correa; allí estaban entrecruzados ejemplares de todas las marcas y ninguno era tan viejo ni tan corto como para no merecer una punta digna y un recuadro clasificatorio.

Además, su nombre era Pedro Pablo, lo que venía bien para una seguidilla que entonces existía y se la endilgamos: “Pedro Pablo Pacheco, pobre pintor portugués, pinta preciosos paisajes, pero, para poder pintarlos, pide prestados papeles, pinturas, pinceles…”, continuando con variantes que solían ofenderlo, pues tenía las erupciones belicosas de los grandes artistas.

Su especialidad eran acorazados alemanes explotando en medio de un mar oscuro y frío, bajo un cielo tan lleno de terribles resplandores que nunca había sobrevivientes. También le gustaba hacer cortes transversales del barco justo antes de la explosión, mostrando el ajetreo de un día normal o la paz de las noches: los depósitos de balas y bombas de profundidad, los ascensores y las poleas, los motores y las hélices, los tubos de goma del agua y la gasolina, las ollas con litros de sopa, el salón de juegos con mesas de billar, los largos cuartos con las hamacas y los marinos que iban a morir mientras dormían.

Otras de sus especialidades eran los viajes submarinos, las tumbas de los faraones, las ciudades perdidas en la jungla y escenas aisladas de una historieta sin final ni principio, donde unos personajes monstruosos exclamaban sin que supiéramos la razón: “¡Recórcholis!”, “¡Cáspita!”, “¡Zambomba!”

Nuestro amigo no era bueno con la figura humana y la disimulaba con bocanadas de humo o masificándola en ejércitos de los cuales sólo se veían estandartes, botas y lanzas. Una vez que nos mandaron a representar a Simón Bolívar, pintó primero una llanura y, más allá, a lo lejos, una selva intrincada, una cascada con neblina y un río. En el río había un barco y en el barco un punto azul y rojo que era el uniforme del Libertador.

Tenía un sacapuntas en forma de mapamundi donde el Ecuador se había borrado por el uso. Cuando afilaba un creyón echaba la viruta en la misma bolsa escocesa y se iba formando en el fondo un aserrín tornasol, mezcla de todos los colores del mundo. Una vez que el dibujo parecía estar listo, Pacheco metía la mano en su bolsa, sacaba un poco de aquel polvillo mágico y lo dejaba caer sobre el dibujo como la pimienta en una sopa de cebolla; luego movía la hoja para que las partículas encontraran sitio en los poros del papel y por entre los altibajos de los colores, soplando delicadamente el sobrante de vuelta en su bolsa. Entonces surgían los halos en la luz de los ocasos o los destellos del fuego en el mar. Ese era el momento en el que podíamos acercarnos a su pupitre y enumerar las sorpresas que iban emergiendo: jirafas jugando con castores, una culebra con una rara sonrisa asomada entre las sombras, vuelos de pájaros o de aviones. Y siempre ejércitos de hormigas que avanzan a través del musgo hacia un tronco viejo, suben hasta otras ramas que arrojan sombra sobre un camino que se pierde en un horizonte entre campos de cultivo con amplias chimeneas cuyas volutas de humo ocultan las señales de otras comarcas en lo más alto de las montañas.

En la escalera que subía a los laboratorios de biología y de química, un día colocaron en el descanso una enorme foto mural donde reinaba el pico Bolívar. Era una majestuosa fotografía

en blanco y negro del Centro Excursionista Loyola tomada una mañana de sol inmaculado cuando el rocío barniza las rocas y a cada pliegue de la nieve lo define una sombra. Con el tiempo nos acostumbramos a la infinitud de aquella cordillera y nadie le prestaba atención mientras hacíamos filas en la escalera antes de entrar al laboratorio de química. A veces el Padre Rector nos mandaba a arrimar para mostrar el gran paisaje a algún visitante ilustre. Sólo entonces nos volteábamos por cortesía a mirarlo de nuevo y volvía a asombrarnos.

Una mañana, al apretujarnos contra las barandas, vimos, al igual que el Rector y su comitiva, un descomunal güevo pintado con un grueso marcador Berol Titánic entre la segunda  la tercera estación del teleférico. Era la clásica gran A con las dos puntas girando en espiral como los bigotes de Salvador Dalí, y una rayita vertical en pleno tope de la cabeza de la cual brotaba un chorro igual a la cola de los cometas, o a la lava de un volcán desparramándose por las estribaciones de los Andes. Era un dibujo ordinario y anónimo idéntico al que rayan con navajas en los tabiques de los baños sin destreza ni mérito, salvo el insólito lugar donde había sido perpetrado. Fue realizado de prisa, sin detenerse a medir las proporciones o el efecto, pero esas son las características que exige ese estilo furtivo.

 Mientras buscaba con tenacidad al culpable, el Padre Rector empezó a recubrir los rayones con témpera blanca, pero a los pocos días la tinta resurgía, cada vez más decidida a permanecer para siempre en las cumbres nevadas. Las decenas de retoques que requería el camuflaje de aquel testimonio lo fueron enfureciendo y arreciaron sus interrogatorios y amenazas colectivas, al punto de anunciar que traería a la Policía Técnica Judicial. Prometió castigos tan terribles que hasta los acusetas de siempre se asustaron.

En una de sus sesiones de restauración, el Rector descubrió que había algo más en la montaña. Por entre una hendidura que podía ser una gruta, lo miraba un indio vestido sólo con un taparrabo. Creyó que era parte integral de la foto, pero, ¿cómo podía aguantar tanto frío un aborigen de los Andes? No le fue fácil concluir que aquel individuo en cuclillas, portando un penacho de plumas y un hacha para cortar cabelleras, no era un timoto-cuica, sino un genuino miembro de las tribus sioux o apache.

Cuando estaba a punto de compartir el extraordinario hallazgo antropológico con Ayestarán, el director de disciplina, encontró también unas huellas que siguió metódicamente cuesta arriba hasta notar oculto en un glaciar al Abominable Hombre de las Nieves. Justo en aquel sitio pasaba un manto de neblina y la figura estaba borrosa, pero el rastro de sus huellas sí era inconfundible, y pudo percatarse de que a la bestia la seguía un cazador con un rifle de mira telescópica. Corrió a su despacho, buscó una lupa y una escalerilla, y se pasó el resto de la tarde encontrando alpinistas perdidos, corredores de trineo, rebaños de llamas, medio caballo del indio sioux y otras cientos de figuras que vio o creyó ver encandilado por los resplandores del sol en la nieve.

Al entender por fin la técnica del dibujo, basada en sugerencias impresionistas que desaparecían al alejarse o acercarse demasiado, terminó su pesquisa agotado y contento al saberse dueño de un gran secreto, pues sólo había una persona en todo el colegio capaz de realizar esas criaturas en miniatura, alguien que dibujaba primorosas imágenes de la virgen para la Congregación Mariana, escenografías de teatro y los adornos gráficos del anuario escolar.

A Pedro Pablo Pacheco Luján le extrañó que lo llamaran en febrero para empezar a trabajar en la nueva edición del anuario, y le costó disimular su sorpresa al conocer el verdadero motivo de la cita y comenzar a enfrentar la acusación. Logró escuchar con dignidad la extensa y detallada enumeración de sus intervenciones, pero cuando el Rector pretendió extender su falta al dibujo superpuesto y sin escala, sí le cambió el color de la cara y el tono de voz:

–Padre, yo jamás dibujaría algo tan mal hecho.

–¿Por “mal hecho” se refiere a mal ejecutado o a que constituye una mala acción?

–Usted sabe que mis dibujos sólo se ven con lupa, en cambio el otro se ve desde la entrada al rectorado.

–Usted dice que ese dibujo no es suyo, pero sí reconoce que ha hecho todos los demás, lo cual quiere decir que es cómplice de una acción de vandalismo contra los bienes del colegio. O usted me dice quién es su socio arruinando la foto mural, o lo tendré que expulsar por lo que usted supone que está bien hecho. El tamaño y la altura del adefesio indica que el criminal recibió ayuda… en alguien se encaramó.

¿Qué puede haberle causado a Pacheco tanta indignación? ¿El forzarlo a convertirse en soplón o haberlo involucrado en una obra de arte tan vulgar? Aquí es oportuno reflexionar sobre la manera en que la educación jesuita, con sus rígidas normas y silogismos, podía traernos beneficios tanto por acción como por reacción. Quiero creer, para beneficio del Rector, gloria de Pacheco y reconocimiento del movimiento muralista en Venezuela, que en ese momento se consolidó la voluntad y responsabilidad creadora de Pedro Pablo Pacheco. No debo entrar en un terreno que desconozco, pero me atrevería a decir que incluso encontró el estilo que iba a caracterizarlo, pues esa misma tarde reapareció el mismo güevo en las mismas cumbres. Pero ya no se trataba de aquella figura escueta, que un estudioso de las tendencias colectivas podría llamar “clásica”, y algún otro “popular”, o “populista”; ahora había volumen, consistencia, identidad y fiera expresión.

Pacheco rescató el planteamiento de la representación inicial y partiendo de su esquema simplista fue elaborando una variante más tridimensional, más corpórea y abigarrada, utilizando sombras sin abusar del degradé. Los pocos que lograron verla aún hablan de “gallardía y donaire”. Para la maraña de pelos en la base elaboró un enredo selvático semejante al chorreteo de un Pollock. En cambio, para acusar los nervios, venas y tendones que participan en los frenéticos estiramientos de un orgasmo juvenil, se valió de unas líneas semejantes a los grabados de Durero. Fue en la explosión de semen donde hubo más propuesta y celebración, quizás demasiada, al tomarse la libertad de fundirla con cremosos aludes de nieve que amenazaban a los pueblos en la base de la sierra y todo el valle de Mérida.

Con esa obra de arte, y su firma en la esquina de la foto intervenida: “P. P. P.”, había decretado su propia expulsión. La categoría de “rechazado” siempre es un buen comienzo para un pintor; así aparecerá cuando se escriba su biografía, pues él mismo anota en su currículum, espero que con más humor que rencor: Expulsado del colegio San Ignacio a los trece años.

La expulsión era suficiente castigo. No hacía falta ensañarse con su primera obra en gran escala; bastaba algo de sensibilidad artística para que el Rector, quien valoraba con pasión el dinero, mas no los placeres que con el dinero se consiguen, hubiera guardado en las bóvedas del colegio aquella obra adelantada a su tiempo, esperando por épocas más liberales para el mercado de un Pacheco fundacional, inicio de un estilo que, insisto, no estoy llamado a definir. Basta con leer en el catálogo de su última exposición:

Una búsqueda que siempre parte de elementos infantiles, oníricos y paisajísticos, llevados a límites entre mitológicos e hiperrealistas, y apoyada sin complejos en la máxima de Wölfflin: “La naturaleza nos ofrece el privilegio de participar en una existencia más amplia y más pura”.

Hoy en día, con un sugerente título entre panteísta y religioso como “Ascensión en los Andes”, aquella primera obra de gran formato y técnicas mixtas, que fue quemada frente a la arquería de un campo de fútbol, se podría haber vendido por el equivalente a unas mil fotografías del Centro Excursionista Loyola.

 Del libro: Los peores de la clase (Lugar Común, 2012)

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