La cuchara de Uri Geller, de Salvador Fleján

08/ 02/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

Para Yrisalvi y Rosita, porque la sangre llama

Ahora sé que perder la virginidad es un asunto más serio de lo que en realidad aparenta. Es el tipo de cosas que solo te ocurren una vez en la vida, como los dientes de leche, la primera menstruación o, más concretamente, cuando te mueres. Otro dato: de esos importantes momentos casi nunca sobreviven recuerdos. Que se sepa, nadie atesora su primera toalla sanitaria o llega a enmarcar la foto del infarto fatal. A lo máximo que se puede llegar en ese sentido es a coleccionar colmillitos amarillentos y eso solo si se cuenta con la ventura de una madre fetichista. Sin embargo, de mi primera vez, sí que conservo algo. Un objeto tonto, sin duda, y que vayan ustedes a saber por qué he guardado todos estos años.

Esa ocasión la recuerdo como si hubiera sucedido esta mañana, aunque lo cierto es que pasó en el año 76. Yo recién había cumplido los diecisiete y Rolando, mi novio, tenía meses pidiéndome lo que en un principio llamaba una «prueba de amor» y luego un «ultimátum».

Rolando era bello. Se parecía a Jesucristo (en realidad se parecía a Robert Powell, el actor que hacía de Jesús en una película que todavía pasan en Semana Santa) y en aquella época se puso de moda tener un novio así. Así que yo tenía suerte de tener a Rolando y a Jesucristo en una sola persona.

Pero Rolando no se conformaba con los besos con sabor a frenillos que nos dábamos en su CJ-7. Él pretendía algo más que besos y el caso era que yo no estaba preparada para ese tipo de asuntos. Mi estrategia fue hacerme la loca. Darle largas diciéndole: «papi, espérate uno de estos sábados a que mamá esté de guardia y probamos, ¿sí?».

Mi mamá era enfermera en la clínica Méndez Gimón y nunca tenía guardia los sábados. Así que la espera de Rolando iba a ser larga y extenuante. Pero las cosas cuando van a pasar pasan y un sábado, como a las diez de la mañana, llamaron a mamá de emergencia de la clínica.

Ese sábado Rolando también andaba de emergencia. Se presentó en la casa sin haber llamado antes. Eso nunca lo hacía y como es lógico me extrañó muchísimo. Tocó el timbre con la insistencia de un vendedor de Electrolux, como si le hubieran revelado que aquel podría ser su Sábado de Gloria. De eso me acuerdo clarito porque Henry Altuve anunciaba las atracciones de La Feria de la Alegría cuando abrí la puerta.

Parecerá infantil, pero aquello me molestó bastante. Los sábados de 4 a 9 eran míos: ese era el horario de La Feria… y ni que se cayera el mundo me lo perdía. Creo que lo dejé entrar porque en una mano traía una olorosa bolsa con comida del Meen Nang y en la otra un pote familiar de un helado de pistacho que la EFE jamás ha vuelto a sacar.

Sin embargo, y para ser justa, creo que la culpable de lo que pasó aquella tarde fui yo. En las visitas que Rolando hacía a la casa nunca pasó más allá de la sala. Mamá no lo dejaba ni ir al baño del pasillo. Pero aquel día no sé qué demonios me picó y le dije que fuéramos a ver la tele en el cuarto. Esa era la oportunidad que había estado esperando Rolando y yo se la puse en bandeja de plata.

Cuando nos instalamos en la cama a comernos la comida china, Trino Mora cantaba Libera tu mente. Eso, pienso, fue el principio del fin. Pero me armé de valor y aguanté mi cosa como si escuchara un aguinaldo de Las voces risueñas de Carayaca. Era temporada de rating y las atracciones de esa tarde iban a estar muy buenas. Aparte de Trino, también actuarían Águila Blanca (un viejito ecuatoriano que lanzaba cuchillos disfrazado de sioux), La Momia y Uri Geller. A Uri Geller era la primera vez que lo veía y ese detalle me iba a costar carísimo.

La comida que había traído Rolando estaba algo picante y rebosaba en frutos del mar. Ese fue otro golpe: al rato me puse aceleradita y como rochelera. Tanto que tuve que echarme un baño relámpago para ver si se me pasaba el vaporón. Sin embargo, más vale que no hubiese tenido esa mala idea. Cuando regresé del baño, el Rolando ya se había quitado la camisa y las medias. Si mamá llegaba en ese momento, seguro salíamos directo para la jefatura a casarnos. Fue entonces que me acordé del helado en la nevera y vi la oportunidad de enfriar el momento.

Pero cada salida mía de la habitación significaba una prenda menos en el vestuario de mi novio. Al volver de la cocina me lo encontré en calzoncillos. ¿Pueden creerlo? Ya me estaba poniendo nerviosa cuando escuché una voz narcótica que salía del televisor. La voz parecía decir «ahora quítate la bata y ve a la cama», porque fue exactamente lo que hice como una pendeja.

Uri Geller tenía unos ojos preciosos. Usaba, además, un peinado tipo «totuma» y unos pantalones de poliéster que le quedaban apretaditos. En eso me fijaba cuando Rolando empezó con la tocadera.

La primera parte del acto consistía en adivinar el número de cédula de identidad o, en su defecto, el de una licencia de conducir de alguien del público. «Concéntrense en sus casas», decía Uri Geller a cada rato y yo
estaba súper concentradísima. Rolando, en el ínterin, me tenía tomada de los pies y me daba masajes en los tobillos y en las pantorrillas. Rico, la verdad, pero de ahí no hubiese pasado si en ese instante no le hacen un close up a los ojos del mentalista.

Eso me mató.

Empecé a sudar y me subió una especie de corrientazo desde el cóccix hasta la nuca. Aquel espasmo me dejó sin coartadas. Horrible. Hasta bizca me puse tratando de desentrañar el misterio de aquellos ojos en blanco y negro. Ya Rolando había cruzado la frontera como perro por su casa y venía directo a lo suyo, embalado.

«Concéntrense», repetía el desgraciado de Uri Geller y más concentración de la que yo tenía sí que estaba difícil. Juro que estaba a punto de salir levitando por la ventana.

Tuve un último chance de salvarme cuando fueron a comerciales pero antes de eso comenzó el segmento de las cucharas. Uri Geller había invitado a una doña al escenario. Me sorprendió que la señora mantuviera una mano en alto como si le rezara a un santo. Cuando poncharon a la vieja reparé en la cuchara que sostenía como si fuera un crucifijo.

Uri Geller le quitó la cuchara a la viejita y, como si fuera a tomarse una sopa muy caliente, comenzó a mirarla fijamente. La escena tenía su dramatismo. Entonces vino un nuevo close up a los ojos del mentalista y supe en ese instante que todo estaba perdido.

Acto seguido comenzó a darle con el dedito índice en la parte más delgada, casi con ternura. Ignoraba lo que pretendía con aquello hasta que la cuchara comenzó a ceder. Parecía como si un fuego invisible la estuviera derritiendo.

Entonces sentí el pinchazo.

Los bufidos de Rolando en mi oreja hicieron que perdiera toda la concentración ganada hasta ese momento. En un intento desesperado por recuperarla, eché una mirada al televisor. Uri Geller ya había pasado a otra cosa. Me parece que intentaba «detener» el mecanismo de un reloj despertador de Mickey Mouse.

Al siguiente día descubrí, con horror, que Uri Geller había tenido éxito con el reloj: eran casi las diez. Me había quedado dormida y mamá no tardaría en regresar de su guardia.

El cuarto estaba hecho un desastre y la sábana parecía la bandera del Japón. Rolando no pudo encontrar sus interiores y se fue diez minutos antes de que mamá llegara. Mientras recogía el desastre, pude dar con los interiores de mi novio: flotaban como un barco a la deriva dentro del pote de helado. Pero en el pote también hallaría otro objeto que en un principio me costó identificar y que, sin embargo, asumiría como otro cierto del mentalista.

En días pasados mi hija me preguntó el porqué todavía guardaba aquella cuchara doblada y además oxidada. Estuve a punto de hablarle de los ojos de Uri Geller y todas esas cosas. Pero me callé.

Del libro: Miniaturas salvajes (PuntoCero, 2012)

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