La decisión justa, de José Miguel Roig
12/ 02/ 2014 | Categorías: Capítulos de novelas, Lo más reciente1
Agarrados de la mano, mi madre en el centro, mi padre a la derecha y mi hermano a la izquierda se tiraron desde el piso 81 de la Torre Sur del World Trade Center, a las 9:26 del martes 11 de septiembre de 2001. Quizás pensaron que, empujados por las nubes negras de la densa humareda, se elevarían por encima de los edificios circundantes y, aleteando los brazos como si fueran ángeles, flotarían hasta deslizarse suavemente en las aguas verdosas del lago de Central Park. La rea- lidad fue otra. Se estamparon contra el concreto de las aceras, llenas de escombros, de papeles revoloteando, y cubiertas de una gruesa manta de polvo gris. Si bien por fuera sus cuerpos quedaron casi intactos, por dentro se deshicieron en añicos como si estuvieran hechos de cristal. Pero, aunque pareciera mentira, todavía sujetados de las manos, como si estuvieran soldadas; así sería el deseo de enfrentarse juntos a lo que les esperaba. De seguro que mi madre, una mujer optimista y siempre de buen humor, les animó sonriente a último momento:
–¡Vamos, lo lograremos!
Mis abuelos se abstuvieron tres días de contarme lo sucedido. No obstante que yo, como el resto del mundo, no solo estaba enterado del atentado y las consecuen- cias sino que me pasé horas pegado a la pantalla de la televisión viendo cómo se estrellaban los aviones contra las Torres Gemelas y como ardían y se desmoronaban como si fueran castillos de arena. A nadie se le ocurrió apagarme la televisión o prohibirme continuar viéndola. Es lo menos que debían haber hecho, considerando que mis padres estaban en Nueva York pasando una semana y mi hermano trabajaba en la zona de negocios de la ciudad. Diego, después de graduarse de la Universidad de Georgetown en Administración de Empresas, había resuelto quedarse un tiempo en Estados Unidos para adquirir experiencia antes de regresar a Venezuela. Incluso había conseguido un buen trabajo en la misma Nueva York… el nombre del edificio donde estaban localizadas sus oficinas no se me había registrado en la mente.
A pesar de que era diez años mayor que yo y en el fondo diferente, nos llevábamos muy bien. Me llamaba un día sí y un día no y charlábamos mucho. Tenía un carácter como mamá, alegre, desinhibido, gregario. La verdad, comparando nuestras vidas, la mía no era gran cosa pues yo era tranquilo, callado, más bien dado a leer y divagar. Él era un hombre de acción. Se le daban bien los deportes, sobre todo equitación. Era un magnífico jinete y había formado parte del equipo de la universi- dad. Desde chiquito le gustaron los caballos. Mis padres le compraron un corcel color canela que había llamado Rocinante, según mi sugerencia, y que montaba en las caballerizas del Country Club o a veces en la hacienda que tenían mis abuelos en Aragua, donde pasaba días enteros galopando. Diego era alto, de ojos verdes claros, pelo negro azuloso ligeramente ondulado y con un tono de voz grave. Un auténtico galán que tenía mucho éxito con las muchachas. Me contaba de sus andanzas y de sus logros en los estudios. No alardeaba, simplemente quería compartir conmigo su vida.
Eufórico, me contó sobre el trabajo que había con- seguido. Era en una casa de bolsa o algo por el estilo, venta y compra de acciones o bonos, de lo cual yo no sabía nada y, si bien su sueldo no era de lo mejor, tenía excelente futuro. Se sentía orgulloso y ya se refería a la empresa como si le perteneciera y fuera la mejor del mundo y su puesto de gran responsabilidad. Quería que papá y mamá vieran el lugar donde trabajaba, el escritorio que le habían asignado, de metal y madera, la silla de cuero negro, la computadora último modelo, no tan cercano a los ventanales de la fachada pero desde donde, poniéndose de pie, podía ver la Estatua de la Libertad.
Mi padre era un hombre alto, delgado, poco hablador, que siempre vestía con traje y corbata y usaba unos lentes de carey que le daban un aire intelectual. Mi madre, al contrario, era toda risas y ternura, alta también, elegante, pelo castaño corto y los ojos verdes claros que heredó Diego. El día antes me telefoneó, primero para saber cómo estaba y luego para contarme que habían ido la noche anterior al Carnegie Hall: un concierto de la Filarmónica de Filadelfia con un programa de Mahler, donde papá se había dormido… no porque no le gustara la música clásica sino porque habían salido con unos amigos ese mediodía a almorzar al Four Seasons y se había tomado varias copas de vino. Mamá me dijo que nos veríamos en cuatro días. El vuelo salía a las tres de la tarde. Temprano en la mañana irían brevemente a conocer dónde trabaja Diego, pues mi hermano quería presentarles a su jefe, un mexicano ya mayor que lo había acogido desde el comienzo bajo su tutela. Irían temprano, repitió mamá, porque esa misma tarde abordaban el avión de regreso a Miami, y de allí, donde pasarían tres días en el condominio que teníamos en Coconut Grove para hacer unas últimas compras, regresarían a Caracas. Mamá estaba ávida de verme; le preocupaba que me hubieran dejado solo en el apartamento, aunque estaba Adela, la mujer de servicio que trabajaba con nosotros desde que yo nací y era de completa confianza… y Júpiter, nuestro cocker spaniel. Y además, el apartamento quedaba a dos cuadras del edificio donde vivían unos tíos míos y ellos se ocuparían, llegado el caso, de tener que cuidarme… Pero ya tenía catorce años y no necesitaba que me cuidara nadie.
La demora de mis abuelos en comunicarme lo su- cedido se debió al temor a mi reacción; a que no podría soportarlo. Sinceramente, no me conocían. Yo quise profundamente a mamá, papá y Diego, pero no iba a hacer una escena y tirarme al suelo a patalear y a gritar; no era mi carácter. Luego de reunirse con mis tíos y tías, concluyeron y programaron cómo decírmelo: designaron a mi abuela, la más sensata, la menos exaltada de ese familión que tenía, para que me explicara los hechos. No debía esperar a que mis padres regresaran, me dijo, en voz baja y en tono reposado: ellos habían subido al cielo… y lo mismo mi hermano, mi querido hermano. Durante unos minutos me dejó sin habla. Cuando comprendí sus palabras, por un instante creí morir. Me escondí de ellos y me encerré en mi cuarto, sentado en el borde de la cama, y allí estuve horas, sin hacer caso a las súplicas de mis abuelos y de mis tíos que desfilaron por el apartamento. Cuando salí del cuarto, mi abuela y una de mis tías, que se habían momentáneamente mudado al apartamento, me esperaban en el comedor. Ambas trataron de decirme algo. Yo me llevé el índice a la boca, para rogarles que no me hablaran, que solo necesitaba comer. Adela preparó panquecas en un santiamén, pues sabía que era mi plato preferido, con miel y crema batida y también un chocolate caliente. Bajo la mirada de las tres, en total silencio, comí lentamente, dejando el plato limpio y el vaso vacío.
Antes de retirarme de nuevo al cuarto, mi abuela me comunicó que me mudaría a vivir con ellos. Una decisión inconsulta, pero por suerte acertada. Quedar- me solo, imposible. Las otras alternativas eran peores: internarme en un colegio o irme a vivir con alguna de mis tías empalagosas y con mis primos que, no obstante ser buena gente, no compartían mis intereses.
La decisión justa y La luna envidiosa (Oscar Todtmann Editores, 2014)
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Hola, ya avisamos a la persona encarga de prensa de la editorial. Luego les contactarán. Saludos.