La escopeta, de Roberto Echeto

07/ 03/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

Eso de tener una escopeta es una maravilla. Cuando la gente se entera de que guardas una en tu casa, te mira con respeto y te alaba con curiosidad. No es mentira. Créanme que sé de lo que estoy hablando. Desde que pasó lo que pasó, aquí en mi edificio me idolatran, me tienen por un gran hombre, me saludan, me dan los buenos días y hasta me esperan en el ascensor. Desde que pasó lo que pasó, mi vida social adquirió sentido. Los niños detienen su juego de fútbol cuando paso por el estacionamiento, los abuelos me muestran afecto, las señoras me atienden, me hacen dulces y me llevan el pan a la casa. Todo el mundo me quiere y me toma en cuenta. Nunca imaginé que salir una noche con mi escopeta iba a ser tan rentable.

El cuento es más o menos así: era un jueves por la noche y yo estaba tranquilo, en mi apartamento, en calzoncillos, tomándome un whisky y limpiando cada parte de mi Remington Wingmaster, cuando de pronto, escucho una maraña de gritos y golpes que venían del apartamento de al lado. Quizás en otro instante de mi vida aquel escándalo me hubiese importado lo mismo que me importa la venta de bolitas de naftalina en Beirut, pero esa vez había algo en los gritos y en el tumulto que me empujó a meterme, con los setenta y un centímetros de mi dulce muñecota, en algo para lo que nadie me había llamado.

La luz estaba rara en ese largo espacio en el que alguien se tomó la molestia de dañar las viejas lámparas en forma de morrocoy del pasillo y de la escalera. Por eso me aferré a los diez años que llevo viviendo en esta colmena y a la asordinada luminosidad que entraba desde el poste de la calle para caminar con seguridad en ese valle de la muerte lleno de gritos desgarradores que sonaban a violación o a asesinato.

En medio de aquel trance aciago yo no pensaba. Sólo me dirigía hacia la puerta del apartamento de donde salía aquel matadero sonoro y escuchaba los susurros de los vecinos que, al igual que yo, no resistieron la tentación de asomarse al pasillo.

—Eso es en casa de la Maribel —dijo un anciano español que masticaba un trozo de pan con aire nervioso.

—¡Pobrecita, la están matando!

Poco a poco el pasillo fue llenándose de gente que decía cosas confusas mientras los gritos seguían ahí, helándonos la sangre a todos. En mi cabeza bullían al mismo tiempo varios datos que pillaba al vuelo entre las cosas que los vecinos no dejaban de murmurar: ese es el marido de Maribel que le está pegando con un tubo; ese es uno de los tipos que Maribel vive metiendo en su apartamento; ese es el novio de Maribel que tiene una hélice en el pipí y la vuelve loca… El caso es que yo no conocía a la tal Maribel ni sabía que era actriz de televisión ni que su hábito favorito era robarse los juegos de cubiertos de todos los restaurantes a los que iba; tampoco sabía que Maribel era una loca que hace tres meses se operó las tetas para salir más exuberante en cada capítulo de su telenovela Amor encerrado, y mucho menos sabía que ella estaba casada con un narcotraficante bastante extraño que no vivía allí y que al parecer le daba libertad para andar inventando rumbas con desconocidos en su apartamento y haciéndose la joven con el primero que se le cruzara.

El caso es que yo estaba parado frente a la puerta del apartamento 7—B y detrás de mí tenía a un montón de mirones electrizados con el arma y con mi presencia en calzoncillos. Estoy seguro de que más de uno esperaba sangre, gritos, balacera y desgracia a juzgar por el «¡vuélvelos chicle!» que gritó un señor de bigotes que cubría su magro cuerpo con un albornoz azul.

Yo me aferraba serenamente a esa hermosa escopeta que sólo había utilizado para cazar venados y para echarle plomo a los tigres que hace años rondaban las vacas de mi tío Rigoberto allá en el llano. Recuerdo que en ese momento, ante el silencio de los vecinos y más gritos de Maribel, me preguntaba si sería lo mismo matar a un ciervo libre y feliz que matar a un malviviente que dentro de un apartamento malogra a una mujer y no siente el menor remordimiento por nada. No debía existir la menor diferencia, y cuidado si era más doloroso dispararle al venado y llenarse las manos con su sangre que matar a un violador o a un sinvergüenza que maltrata a las mujeres. El caso es que en lugar de actuar con prontitud, estaba yo meditando más de la cuenta y mi escopeta se impacientaba. Así que decidí hacer algo drástico.

Toc, toc, toc… Sonó la hoja de madera cuando la golpeé con el cañón del arma. Se hizo un silencio sepulcral que parecía el preludio de algo horrible. Los gritos desaparecieron y se escucharon unos murmullos acompañados de unos pasos que se acercaron a la puerta. Había alguien allí detrás, esperando a que yo diera una señal o algo. No sé por qué, pero tuve un presentimiento o algo extraño en la barriga y me aparté de aquel umbral, moviéndome hacia un lado para volver a tocar.

Toc, toc, toc… Nada… Toc, toc, toc… Ya me imaginaba que del otro lado de la puerta había alguien con una escopeta más grande que la mía… Toqué otra vez… Toc, toc, toc… Sonaron unas llaves y unos goznes. Se asomó la cabeza de una mujer rubia y ojeroza que con la boca hizo un gesto conminándome a decirle que para qué le estaba interrumpiendo su sesión de tortura. Yo no respondí. Sólo me dediqué a mirarla durante unos segundos, teniendo cuidado de apuntar el arma hacia el techo del pasillo mientras oía unos leves quejidos que venían del interior del apartamento. Así estuvimos por unos instantes hasta que le dije:

—Si no están matando a nadie allá adentro, ¿podrían dejar los gritos, por favor?

A la mujer de las ojeras no pareció gustarle mucho mi reclamo porque me puso cara de pocos amigos. Levantando las cejas en un gesto muy feo, movió la boca como para decirme algo, pero la interrumpí.

—Por favor… Mi abuelita está enferma.

En ese instante la mujer hizo un movimiento lleno de violencia; abrió la puerta y se me abalanzó con un revólver en las manos. Yo di un paso atrás y, en un abrir y cerrar de ojos, haciendo un movimiento que aprendí viendo las películas de Jacky Chang, le di con la culata de la escopeta en la cara, le quité el arma y la dejé inconsciente en el piso con el rostro cubierto de sangre.

—Te dije que mi abuelita está enferma.

Cinismos aparte, yo tenía un susto que se me desbordaba, que se me salía por cada poro, pero a pesar del miedo, entré a aquel enorme apartamento en el que había un mullido sofá y dos poltronas forradas de cuero negro descansando sobre una alfombra blanca rodeada de plantas y vasijas de barro. De las paredes colgaban unas pinturas abstractas que armonizaban con las esculturas que había por toda la casa. La sofisticada decoración de aquel lugar contrastaba con el olor a humo que había en el ambiente.

Yo caminé por el lugar, detallé algunas fotos familiares que había en la biblioteca como para distraer el hecho de que tenía que cruzar un pasillo únicamente iluminado por la luz de las velas que permanecían encendidas en el mismo cuarto de donde emanaba la hediondez y salían unos suspiros muy extraños.

En la puerta del apartamento ya se agolpaban los vecinos curiosos e indignados por la presencia de una desconocida con facha de drogada que tenía en sus manos un revólver con el que estuvo a punto de cometer una agresión terrible contra el único vecino que tomó la iniciativa de derrumbarle los planes a unos pervertidos. Todos estaban en silencio, no sé si por estupefacción o porque tenían el presagio de que aquella zozobra no había terminado.

Viendo aquel panorama, mi Remington y yo avanzamos por el pasillo oscuro que tenía a la derecha una repisa repleta de libros y a la izquierda un montón de placas doradas homenajeando a Maribel por su actuación en tal o cual telenovela.

Yo continué caminando y, al acercarme al cuarto principal, me di cuenta de que aquello que desde la sala sonaba a suspiros o a jadeos no eran ni suspiros ni jadeos, sino una cadencia que dejaba en el aire un sabor como a letanía, como a rosario que se me terminó de aclarar cuando llegué a la puerta del cuarto de Maribel y la vi desnuda, con su cuerpo tenso y terso amarrado a la cama.

Ella estaba viva porque sus tetas perfectas se movían primorosas al ritmo que les marcaba una respiración que era como un anhelo que se repetía una y otra vez entre ramas de eucalipto y un candelero del que salían las hebras de un humo con olor a incienso. Maribel respiraba y su boca hacía varias veces el amago de decir algo que se quedaba en puro aliento, en puro inflar y desinflar el pecho en un sinuoso movimiento que comenzaba en el rostro y terminaba en el vientre, pasando por ese ojo que es el ombligo en la barriga. Por supuesto que me detuve a ver a esa belleza que me mostraba sin pudor su sexo rodeado de pétalos y de dibujos hechos en algo que se me antojó ceniza marcada en la piel morena más perfecta que había visto en mi vida. Ella estaba allí, atada a la cama, con la conciencia quién sabe dónde y yo permanecía alelado como lo estaría cualquiera, viendo a aquella hermosa ofrenda dada a quién sabe qué dios o a quién sabe qué clase de King Kong que vendría a llevársela a la selva o a la inopia de los barbitúricos.

Yo seguí parado como un idiota hasta que comencé a percibir una voz distinta a la de Maribel amarrada a la cama. Era una vocecita gris que decía con tono endemoniado:

—Marico, mamagüevo, puta, verga, culo, teta, nalga, peo, mierda, no joda, güevón, pinga, cuca, güevo, vaina, cagar, cagada, cagón, carajo, tirar, joder, peorro, peorrera, sobaco, lame culos, lame vergas, coño de tu madre, coño de tu pepa, pendejo, mal cogido, cogedera, cojones, cogeculo… ¡Me vas a hacer la paja! ¡Te voy a coger! ¡Te voy a culear, marico! ¡Te voy a culear con mi huevo horrible!

Y yo me asusté como nunca porque no veía de quién era esa voz que parecía venir ora de la cama, ora del armario, ora del techo, ora del baño o de la ventana hasta que alguien salió de detrás de la puerta de la habitación, asustándome y atacándome con una botella que se estrelló contra una pared hasta ese momento libre de máculas. Lo mejor, lo más cómico y hasta lo más interesante fue que todos los ruidos, todas las groserías en un sólo instante y desde distintos puntos de aquel cuarto desordenado e inmerso en una orgía de drogas, revólver, brujería, mujer amarrada y demás aditivos angelicales, fueron obra de un enano cabezón vestido con una ceñida licra roja que dejaba al descubierto unos brazos musculosos y llenos de tatuajes.

—¡Huevo pelao, cuca pelúa, singar, singón, singazón, culillo, coño, coño de la madre, coño de la pepa, marico, mamagüevo, puta, verga, culo, teta, nalga, peo, mierda, nojoda, güevón, pinga, cuca, güevo, vaina, cagar, cagada, cagón, carajo, tirar, joder, peorro, peorrera! ¡Te voy a coger con mi huevo engrifado que es el huevo más feo del mundo! ¡Mi huevo tiene várices y tiene también una uña en la punta! ¡Mi huevo es horrible! ¡Tiene dos cuerpos y una sola cabeza! ¡Es un monstruo engrifado con el que te voy a follar, marico! ¡Te va a doler el culo después que te coja!

Poco a poco el enano fue gritando con más y más fuerza, encimándoseme y tratando de darme puntapiés hasta que se me agotó la paciencia y le pregunte: «¿qué pasó, Vulgarcito?» y le puse el cañón de la escopeta en la cabezota. Él, casi sin inmutarse y enseñándome la sonrisa más fea que tenía, puso con fuerza sus manos en el cañón y en la corredera, apartando con displicencia la escopeta de su cara y tratando de golpearme con una cámara de video que se atravesó en su camino. Lo malo (para él) fue que en ese instante se me terminó de agriar el alma y, sin pensarlo, hice otro movimiento muy rápido de muñecas y le di con la culata en la frente.

Después de reventarle la cabeza a dos personas en una misma noche, ya no tenía fuerzas para nada. Ni siquiera para desatar a la belleza desnuda. «Que otros se encarguen de ella», me dije. Ya yo había hecho bastante acabando con los gritos que azotaban al edificio. Por eso no me dio ningún remordimiento de conciencia haberme ido a mi casa y no participar en la recuperación de la loca de la puerta ni en la del enano forzudo ni en las preguntas que hizo la policía cuando llegó preguntando por el desastre. La verdad es que debo agradecerle a los vecinos el hecho de no haber pronunciado mi nombre ni el de mi escopeta en las averiguaciones. Supuestamente fueron ellos quienes disolvieron esa extraña orgía en la que una estrella de la televisión, un enano y una loca gritaban frenéticos en un encierro perverso.

A la mañana siguiente, a ojos de los habitantes de mi edificio, yo era un héroe. No hubo vecino que no me saludara, que no me sonriera hasta el sol de hoy. Lo más extraño que me sucedió, después de esos acontecimientos, fue la visita que, dos o tres días después, me propinó el marido de Maribel. Yo creí que, en vista de la fama de matón y de narcotraficante, el hombre venía a darme un tiro en el pecho y luego dos más en la cabeza, pero no fue así. El tipo vino a darme las gracias y a ponerse a la orden para lo que fuera por haber salvado a su mujer de esos chupa sangres malditos.

De resto, no tengo más que decirles, salvo que después de este episodio, Maribel se mudó y ahora sólo sé de ella por la novela que protagoniza. La verdad es que es muy mala actriz y prefiero recordarla como la vi aquella noche demasiado extraña.

Del libro:  Breviario galante (Fundación para la cultura urbana,2003)

 

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Un Comentario a “La escopeta, de Roberto Echeto”

  1. Reinaldo Echeto dice:

    Muy bueno. Felicidades

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