La función de vivir, de Gustavo Pereira
03/ 04/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, No ficción¿Será, como afirman los teósofos, que la vida es eterna?
¿Qué cabe esperar cuando al cabo de diez mil millones de años el universo colapse, tal como lo deducen físicos y astrofísicos contemporáneos como Hubble, Penrose o Hawking?
¿Tendrá aún la materia consciente, razón y poder para librarse de sus prisiones?
Pareciera que todo ser vivo en el planeta y fuera de él desempeñara un papel perfeccionado en el interminable transcurrir del espacio-tiempo.
El espinoso arbusto que nació y creció sin arbitrio humano en el peñón estéril donde escribo estas líneas, el hosco tunar o el adusto cardón, ¿tienen ellos conciencia del vivir, intuyen o saben que abrigan algún cometido en el universo?
Sobre los cactáceos impasibles anidan pájaros y se acogen los insectos y de sus frutos se proveen criaturas insospechadas. Por sus espinas las iguanas trepan como si fueran por sendas de tersura. A sus raíces, casi al ras del peñasco, se constriñe la pequeña porción de tierra que ha logrado vencer vientos, intemperie y desamparo. La vida, en suma, se aferra tanto a la yerma superficie como a su más pequeña hendidura para desde allí desplegar su misteriosa taumaturgia.
Ni siquiera el presuntuoso ser pensante que es el hombre puede prescindir por ahora –y tal vez nunca– de esas otras presencias, que tiene por hostiles, con las que comparte el planeta. Por ellas ha nacido y ha evolucionado. Cada molécula consciente o inconsciente del cosmos ha conformado sus ser y su estar. Y aunque no reconozca sus antiguas filiaciones, cada gota de agua del océano, cada grano de polvo de la tierra y cada partícula microscópica del aire perduran en sus huesos.
Mientras tanto, el cactus aferrado al puñado de polvo seco que el viento marino ha arrastrado hasta el endeble pajonal, ofrece a los cielos, en medio de su lacónica indigencia, una lección de amor que los humanos debemos aprender cada día.
Del libro: Cuentas (Monte Ávila, 2007)
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