Buscar

‎ Cuentos
‎ Cuentos

Todos los cuentos publicados

‎ Novelas
‎ Novelas

Capítulos de novelas disponibles

‎ Sobre el oficio
‎ Sobre el oficio

Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

La muerte del Tío Cosa

  • Compartir:

La muerte del Tío Cosa fue una liberación insólita. Llegó cuando nadie la esperaba. A sus 67 años ya toda la familia pensaba que sería eterno, que desde su cama vería pasar nuestros cadáveres uno por uno, sin entender ni proferir frase alguna, como vio pasar los de tantos parientes: desde su mamá y su hermana menor hasta el angelito de Chana. El mismo año que derribaron el muro de Berlín, un glaucoma le cortó la luz a papá y a mamá le sacaron un nudo maligno del estómago. Él, desde su indiferencia fenobarbital, jamás lo advirtió. Cuando mamá –o sea, su hermana mayor- se curó, él entró en una de sus famosas crisis epilépticas que lo ponían al borde del abismo y en un descanso de los ataques ella le dijo sobándole la cabeza: Ay, Pedro, tú como que te nos quieres morir. Él se quedó mirándola un buen rato como quien llega de un largo viaje y le dijo al cabo: No señora, a usted le toca primero. Como si el asunto fuera por orden de aparición.

En casa nunca le tuvimos miedo a la muerte, sólo nos preocupaba tener que esperarla en semejante compañía: la dote compartida entre mamá, Chana y hasta papá -quien solía asestarle sus palos de ciego al pobre Tío- la cual, en un futuro no muy lejano, dada la precariedad de las ancianas, heredaríamos, sin duda, Xiomarita y un servidor, sin la participación de nuestras respectivas parejas, como había sido acordado previamente.

Cosa no sabía ni dónde se hallaba: pasó sus últimos años entre Bejuma y Caracas y, al parecer, nunca lo supo o, al menos, no atinó a reconocerlo. Mamá le preguntaba con frecuencia: ¿Dónde estamos, Pedro? Y como a la media hora le respondía: Pues en Bejuma. No, en Caracas. Lo corregía la vieja. Al día siguiente le volvía a hacer la misma pregunta y él de pronto contestaba lo mismo o no contestaba.

Cuando a la tía Chana le daban vacaciones en la tintorería, invariablemente lo trasladaba a la casa materna en Bejuma y aquello era todo un acontecimiento, algo así como la realización de un largometraje cuya producción de campo comenzaba con dos o tres meses de antelación, cuando Chana empezaba a preguntarse a voz en cuello que cuál de sus sobrinos le haría el favorcito de llevarla esta vez, que ella ya estaba mayor y no podía ir sola en autobús con sus maletas, entre las cuales, por supuesto, incluía a Cosa, las cosas de Cosa, desde el pato o la bacinilla hasta la más incómoda y aparatosa: la silla de
ruedas.

Entonces Xiomarita y yo tirábamos una moneda sólo por molestarla, porque igual nos alternábamos el rodaje de doscientos sesenta kilómetros, cuyo catering comprendía los respectivos sándwichs de pernil en La Encrucijada y la docena de cervezas que Chana solía despachar en el traslado cuando la autopista estaba libre, porque si algo trancaba la vía, la cantidad de birras era incalculable y todos llegábamos más allá del bien y del mal -incluido el Tío, para quien tal estado no reportaba novedad alguna- con ganas de agotar la existencia de alcohol en aquel pueblo.

Una vez instalados en la vieja casa, mi tía le hacía la pregunta de rigor y Cosa contestaba: En Caracas, con la mirada perdida entre los árboles. Un mes después, cuando debían regresar, ambos más repuestos y con mejores semblantes, Chana le volvía a preguntar: Pedro ¿dónde estamos? Y él a contestar: Pues en Caracas.

Una pulmonía le puso fin al dilema. La noticia me llegó en un mensaje de texto enviado por Xiomarita en estilo telegráfico: Murió Cosa. Te toca a ti. Feliz viaje. No lo podía creer. La llamé enseguida para aclarar el asunto y ubicar el error -cualquier error, tenía que haber un error tratándose del inmortal Cosa- y sólo obtuve la confirmación. El error se convirtió en acontecimiento y me hizo olvidar el reclamo por ese modo tan impersonal de imponerme la sensible baja. Sabíamos de su delicado estado de salud; pero estábamos seguros de que, una vez más, se salvaría. Desde la primera falla respiratoria no albergamos dudas al respecto. Y como ninguno de nosotros es adivino, no hubo apuestas. La verdad es que nadie estaba en condición de botar la plata apostando a su muerte y no precisamente por optimismo, sino por la vocación de eternidad a la cual nos acostumbró desde siempre, cada vez que volvía a abrir los ojos después de una temporada de terremotos corporales, cuando superaba el coma alcanzado por los cortocircuitos.

No tenía alternativa y me dispuse a cumplir. En dos horas estuve listo y pasé a recoger a los viejos, no sin antes avisarle a Carlitos, (padrino de mi hijo y marinovio de mi hermana). Me dio el pésame y me dijo que aceptaba acompañarme si le brindaba el litro de whisky que tardaríamos en llegar. Era el primer jueves de enero y él ya había despachado una botella de Dewar´s con un par de clientes. Equipamos en Maitana. Mamá se conformó con media botella de anís, papá con un marrón grande, mi Renault con treinta litros de gasolina, Carlitos y yo con una botella de William Grant´s. Hasta allí poseía suficientes elementos para hacer una proyección: hacia el anochecer, cuando llegáramos al pueblo, mi compadre ya estaría en condición de montar su acostumbrado show.

 

El olor de la bebida le removió el espíritu a la vieja y comenzó a rociar la semblanza del difunto con un llanto anisado. Tal biografía no consumiría los treinta minutos necesarios para atravesar los Valles de Aragua y dejar atrás la tradicional hilera de chaguaramos de la Hacienda Santa Teresa; no obstante, comenzaba la media hora más larga del viaje: todos conocíamos los datos de memoria, lo cual no le impedía ni a la narradora echar su cuento como si fuera la primera vez, ni al interlocutor más inmediato recibirlo como tal: papá, incluso, le hacía preguntas cuyas respuestas alguna vez supo de antemano, pero que a estas alturas de seguro había olvidado. Con la monotonía de la autopista era suficiente. Intervine para contrarrestar el tedio del archiconocido relato:

Y qué le habrá dicho a su tocayo San Pedro, al momento de llenar la planilla de entrada al cielo, cuando éste le preguntó: de dónde vienes, hijo?

De Caracas. Contestaron al unísono.

La procedencia es lo de menos. Dijo Carlitos y enseguida preguntó:
¿Qué habrá colocado en el espacio donde uno debe poner la profesión?

Santo –dijo mamá secándose las lágrimas-, ese muchacho fue un santo, no le hizo mal al prójimo y cumplió los mandamientos de la ley de Dios al pie de la letra. Un santo. Le voy a escribir al Papa para que lo canonicen; porque alguien que haya nacido en sus condiciones un 15 de febrero de 1939…
No sólo se salió con la suya, también nos aplicó el castigo de añadir una gran cantidad de detalles superfluos por tratar de sabotearla. La vida del santo concluyó cuando llegamos al pueblo.

 

El velorio era en la casa. La gente y los carros apenas permitían el paso. Cada quien quería verificar el deceso, confirmar con sus propios ojos tan increíble acontecimiento. Algunos acudían para ver y dejarse ver, otros aprovechaban la ocasión para lucir los estrenos que no habían podido mostrar el día de año nuevo. Estacioné en la esquina. Avanzamos con dificultad saludando a los familiares y demás deudos y amigos hasta llegar a la sala donde nos esperaban una Chana y un Tío Cosa muy distintos: ella en evidente estado de embriaguez y él tieso bajo una póstuma elegancia, quien en vida fuera un sujeto muy austero que sólo superó las mangas cortas de las camisas gracias a las bajas temperaturas de diciembre y enero cuando alguna mano bondadosa le echaba encima un suéter. Un elemento simple, el Tío, quien, entre otras exquisiteces, se saltó olímpicamente el campo de las buenas fragancias: nunca disfrutó las bondades de los perfumes franceses y apenas si alcanzó a vivir la fantasía viril del after shave, poco después de la adolescencia cuando aún podía servirse por mano propia y empapó la cara en el resto del agua colonia Jean Marie Farina que le pasó papá junto a unos billetes para que se acicalara y fuera a montarse en el carrusel de las putas.

Verlo ahí, debajo del vidrio, con cuello duro y corbata, como dispuesto a sacarse la foto del pasaporte -sin los algodones en las fosas nasales, claro- resultaba muy extraño, en un ser que vivió confinado en la casa escuchando rancheras en la radio, imaginando quizá, entre las nebulosas, la fiestas de la plaza Garibaldi y al México que nunca supo distinguir en el mapamundi. Era muy raro despedir con tal indumentaria a quien se marchó sin conocer en persona a mariachi alguno, salvo a los hermanos Capriles, ecuatorianos de origen, vecinos del edificio Vittorio donde viven los viejos, a quienes acaso miró algún fin de semana desde la ventana del primer piso cuando salían disfrazados de charros de la pequeña imprenta ubicada en el sótano, dispuestos a amenizar alguna fiesta para redondear un presupuesto familiar sostenido a duras penas.

Chana volteó gruesa como una vaca con la nariz colorada y el pelo deshilachado por todo el invierno del mundo, vino hacia mí, se echó mi brazo sobre sus hombros y me dijo:

Más tarde vienen los mariachis.

Ahora sí la perdimos, pensé.

Los muchachos del Villa Juárez -continuó sin darme tiempo a, por lo menos, cerrar la boca-. Los contraté para la despedida. Dijo y me brindó su aliento añejo, antes de arrancarse hasta donde la moqueadera se lo permitía con la primera estrofa de “Nadie es eterno en el mundo”, al estilo de Toñito Aguilar.

El Tío, sin prometerlo, hizo lo posible. Quizá le dolió defraudarnos cuando ya no pudo más. Esa muy suya vocación de eternidad se le reveló temprano con el comienzo de los males, poco después de regresar a casa con la fragancia mezclada con el pachulí de una de las tarambanas amigas de su mamá -o sea, mi abuela- quien sabía que algún día Pedrito acudiría por voluntad propia a beber agua en la piedra de las gallinas y ya le tenía palabreada a la más aseada, La Negra Alejandrina, para allanarle el camino al muchacho, de modo que le exprimiera con cariño las primeras leches y éste no llegara a traumatizarse, razón por la cual -según las caprichosas estadísticas de la sexigenaria de mi abuela- muchos adolescentes torcían el rumbo y perdían la virilidad para siempre.

Entonces va el Tío a debutar bañado en agua colonia y se encarama con tal desesperación que al nomás calzar la veteranía de La Negra sintió que le venía la vaina y, por unos diez minutos, entregó su voluntad al maremoto cuyo epicentro, según la mujer, lo tuvo en la mismísima paloma que logró sacarle primero una sonrisita nerviosa, luego un gemido, después varios gritos y al final un saldo de seis polvos al hilo que la dejaron despatarrada y le arruinaron la noche.

Tan disparejo fue el evento que el par, de distinto modo, experimentó por vez primera sentimientos encontrados: Aleja quedó como si la hubiese machacado una locomotora (pese a su característica liviandad, al muchacho le roncaba la máquina), contenta y sin un cobre. El incipiente Cosa, o el Cosa en cierne, anduvo durante varios días como un zombi perdido entre la mezcla de aromas, cierta alegría y el sinsabor de no poder echarle el cuento a papá, por la sencilla razón de que ignoraba lo ocurrido.

 

Cómo así, si el Tío ni los conoció, replicó Carlitos muy serio devolviéndome al presente.

Pues no importa –dijo Chana sin molestarse en mirarlo- el repertorio siempre es el mismo y yo soy la que paga, ¿algún problema mequetrefe?

El showman comenzaba a impacientarse: al compadre Le resultaba incómoda tanto la ropa, como la gente agolpada en la salita y, mucho más, la competencia. Necesitaba seguir siendo el rey y demostrar que, tanto como un médico a sus pacientes o un comerciante a sus clientes o un profesor a sus alumnos o un pastor a su rebaño o un siquiatra a sus chiflados o un marinero a la mar o un difunto a sus dolientes, él se debía a su público y no estaba dispuesto a devolverse después del entierro sin aprovechar la oportunidad de rendir sus honras fúnebres ante tan nutrido y diverso auditorio.

De las insolencias de la vieja tomó lo mejor. Dada la hora, el Mariachi Villa Juárez podría hacerle de telonero e irle preparando a ese rebaño de dolientes conformado por chiflados o pacientes, alumnos y clientes; es decir, su público -o, más bien, el público del Tío Cosa- que por haber llegado a aquella casa desde los más apartados rincones de la geografía nacional no merecía pasar la noche en vela entre chistes y oraciones que ya no animan ni a los vivos ni a los muertos.

En eso se acercó hasta el féretro una figura misteriosa. Le cedimos el paso sin demora: érase una mujer magra y oscura, cuyo rostro no podía ocultar la pena. Es La Negra Alejandrina. Susurró Gato Viudo e inmediatamente corrigió: Bueno, lo que queda de ella. La pobre guardó silencio y dejó correr las lágrimas suficientes para resumir la dicha remota: una vez consciente de que su felicidad dependía no de mi Tío sino de su enfermedad, se opuso a la curación y esto, como era de esperarse, le hizo entrar en conflicto con mi abuela quien recorrería el país a pie, si fuese necesario, hasta encontrar la solución para su único hijo varón. Y aquí coincidían ambas: eso sí te me tenía él, decían, era un varón, aunque, para bien o para mal, excepcional. Para bien, según La Negra, porque era la excepción entre los hombres: no era lo mismo estar a su lado que tenerlo arriba cuando le venía el ataque. Para mal, según su mamá, porque siempre sería excluido y si no podría tener alguien al lado, mucho menos debajo cuando padecía una convulsión, de modo que sólo la caridad humana (es decir, familiar, porque ni siquiera la social) se encargaría de él si ella llegare a faltarle (a menos que apelara a la caridad divina, pero temía que ésta aplicara su único recurso y lo sacara del juego antes que a ella); porque la negra esa, a quien en mala hora le solicitó sus oficios, lo quería por el puro furruco (y eso era finito o provisional) hasta que llegara un macho bien plantado que la volteara al revés (y eso si aún existían) lo cual era muy improbable, como le había pasado (o mejor, como no le había pasado) a ella después de sus cuatro maridos.

La sexigenaria le cerró las puertas a La Negra Alejandrina y se entregó en cuerpo y alma a buscar el remedio en una peregrinación cuyo itinerario cubrió, por lo menos, cuatro puntos básicos: el consultorio del doctor Hoffman en Aguirre, la casa del profesor Durán en San Martín, el altar de Andrés Barrios, el iluminado de Santa Teresa del Tuy, y la cátedra del sabio Torrealba en San Juan de los Morros, de donde regresó al poco tiempo, cabizbaja, por la amargura que le causó el diagnóstico de las eminencias.

Desde entonces Alejandrina no pisaba la casa de Cosa. En todos esos años se limitó a adorarlo como a un santo, específicamente desde el suceso del gatillo alegre que quiso hacer méritos probando su puntería en el cuerpo del pobre Tío, quien no acató la orden de alto y huyó en carreras al ver a unos soldados que venían alegremente disparando al aire, como parte de una tropa cuya tarea era peinar las montañas, desde Chirgua y La Mona hasta Canoabo, para pacificar a la fuerza a los posibles residuos de guerrilleros, como lo mandaba el presidente Caldera. Según la declaración del teniente, los reclutas lo confundieron con un presunto rebelde y cuando lo abandonaron en el hospital con la rótula derecha destrozada, los policías locales que lo conocían desde niño -sólo por cubrir las formalidades del caso- le decomisaron los mamones que llevaba en los bolsillos, en cuya búsqueda andaba cuando lo sorprendió la patrulla.

La mujer debió conformarse con contemplarlo a distancia cuando lo traían o lo llevaban en parihuela de aquí para allá y de allá para acá y a brindar a la memoria de su amor perdido cuando alguien lograba producirle algún pálido placer. Un día se enteró de que un asma cardíaca había obligado a mi abuela a entregarle para siempre la guardia a Rosita, su hija menor, la mujer de El Gato -quien, por cierto, no duró mucho en el cargo, a causa del estallido de un aneurisma- y ni siquiera en ocasiones tan definitivas como aquellas se atrevió a contradecir la sentencia de la sexigenaria. Ahora era distinto. Venía a cumplir una promesa hecha el día de su retiro, ocurrido varios años atrás, cuando debió aceptar su pérdida de popularidad, al advertir que ya nadie solicitaba sus servicios.

Gato Viudo -mi tío político, otrora marido de Rosa la extinta, hermana de Cosa, Chana y mamá- me sacó de la sala con la maravillosa oferta de un trago. Carlitos nos siguió automáticamente y, antes de llegar al patio a donde nos condujo Gato, me haló por la manga de la chaqueta para pedirme que le sirviera de presentador. No tenía que pedírmelo, ya lo había hecho en varias ocasiones y, una vez más, sería un honor; pero aún faltaba gente y, además, convenía esperar que el viejo se acostara a dormir para que el performance no acabara a punta de bastonazos.

De pronto aparece mamá a mi lado, discretamente achispada, y me invita a participar en el tour de los parientes lejanos y comenzamos a trepar el árbol genealógico desde una selva de primos y primates que en mi vida había conocido ni de vista ni de trato y, mucho menos, de comunicación. Este es mi hijo el doctor, decía para mi bochorno, el más chiquito, el toñeco, el maraco, decía sin el más mínimo rubor como si estuviera presentando a un bebé que ya está a punto de cumplir 50 años y yo, brincando de rama en rama, tenía que sonreír y, como dice la ranchera tan cara a Cosa: “sacar juventud de mi pasado”, hasta que me salvó no la campana sino la trompeta del Mariachi Villa Juárez que hacía su gloriosa entrada.

Todos nos vimos precisados a saltar del árbol y a correr hasta la sala, los unos por gusto, los otros por disgusto, los más movidos por una curiosidad que, superando la capacidad de respuesta artística de los cuates bejumeros, se centraba en el contraste entre la vida y la muerte. Nadie sabía si llorar o reír a la espera de que el difunto se levantara a cantar. Los músicos se miraban entre sí, desconcertados. El cantante nunca había interpretado nada en presencia de un cadáver, acostumbrado como estaba a hacerlo ante el júbilo de los novios o los cumpleañeros; sin embargo enfrentó el nerviosismo general y arrancó un poco desafinado con un repertorio escogido a última hora, dada la singular ocasión.

Chana inició el coro concediéndonos la licencia de acompañarla y así lo hicimos a lo largo de un set donde no hubo peticiones ni dedicatorias. Hasta la rezandera, desgranando el rosario, aprovechó para cantar sus preferidas. El cierre obligó a mi tía a llevar la voz cantante:

Cuando ustedes me estén despidiendo
con el último adiós de este mundo
no me lloren que nadie es eterno
nadie vuelve del sueño profundo…

Los músicos fueron saliendo uno por uno en silencio y los vecinos, saltando el charco que se formó en medio de la sala, comenzaron a despedirse. Algunos familiares fueron a buscar posada, otros se retiraron a descansar en los carros y la solidaria mayoría regresó al patio.

Esos son los imprescindibles. Dijo Carlitos desde su comunismo trasnochado, sin advertir la presencia de mamá que salió desde el fondo del solar con una viejita de la mano:

¿Te acuerdas de Teolinda?

Antes de contestarle consideré dos cosas: una, que ya el viejo se había retirado a sus aposentos, de lo contrario mamá no se conduciría con tanta libertad y, dos, que habría que emborrachar esa libertad para que no saboteara el show.
Claaaaro la tía Teolinda, ¡cómo no! Dije tratando de bajar del árbol ese rostro reducido y ajado como una fruta pasada.

Ninguna tía, pero no importa, es una historia muy larga. Consíguenos algo caliente, tenemos mucho frío. Ordenó dándome la espalda para seguir con aquello de es el doctor, el maraco, el toñeco, etcétera.

Regresé con café y les propuse un carajillo. Era lo que mamá deseaba a esa hora de la madrugada.

¿Qué es eso? Preguntó Teolinda con cierta picardía. Mamá explicó y Gato Viudo sirvió.

En México lo llaman café con piquete. Dije para seguir en la onda del velorio.
Pues en nombre de Dios. Dijo la octogenaria y le dio fondo blanco.

 

El streper comenzó a contorsionarse entre los presentes sin previo aviso. Visto a distancia parecía un mimo luchando inútilmente contra una ola de bostezos y de cerca el reality show presentaba a un cuarentón flaco que perreaba solo en el centro del patio para llamar la atención y resolverse la noche con alguna de las presentes. Me acomodé al lado de Gato Viudo y las damas de la tercera edad. El compadre recostaba su delgadez a los espaldares de las sillas o se sostenía y giraba en torno de un tubo tan imaginario como la música que lo animaba a seguir, a arrojarle la camisa a las chicas, a mostrar bajo el pecho lampiño las oleadas en su abdomen, el vaivén de la cintura, las manos que bajaban el pantalón hasta el borde del interior, rozaban el sexo y se devolvían acariciando el ombligo, se detenían en las tetillas y seguían hasta la mandíbula y el cuello como las manos de otro cuerpo.

Esta sí sabe de eso, no ese peor-es-nada, que recogió Xiomarita en el metro. Dijo Chana dándole una palmadita a Teolinda quien no pudo leerle los labios y quedó con la sonrisa colgada tratando de pescar algún comentario que le hiciera entender la extraña actitud de ese señor que convulsionaba. Ocasión que aprovechó mamá para satisfacer mi curiosidad en voz baja: en su época, esta señora que tú ves aquí, Teo, se ganaba la vida en un cabaret de El Paraíso. Hacía de rumbera al estilo de María Antonieta Pons, muy famosa, muy solicitada. La llamaban “Tanabonga, la diosa del deshabillé” y hasta tuvo un jujú con el dueño del club que era nada menos que don Luis María Frómeta, el de la orquesta, el popular Billo. Pero como ya ves –sabía que mamá cerraría con una de las suyas- el tiempo no perdona.

Entonces le hice señas a Carlitos para que se le insinuara, a ver si le despertaba el pasado y se componía el velorio; pero él ya se había prendado de Alejandrina y bailaba sólo para ella con el objetivo de activarle la vida alegre. Poco después desaparecerían abrazados entre las matas de plátano.

A mí me tocó poner orden: recogí algunas sillas y conduje a la tía Chana hasta su habitación, después de interrumpir el concierto de ronquidos que ofrecía en el patio. Me detuve ante un retrato del Tío Cosa que desde que tengo uso de razón permanece en la vieja peinadora de su hermana y entonces cobré conciencia de su muerte, advertí que no había sido un sueño ni una invención de Xiomarita y abracé a mamá y ésta, muy conforme, me pidió otro carajillo.

 

Del libro Todos vuelven (Equinoccio, 2012)

Un comentario en "La muerte del Tío Cosa"

  • Carmen Teresa Azuaje Moreno dijo:

    Me recordó a mi tio Ulpiano, tiene un sincretismo emocional que emana de la vida real, es hermoso e inspirador!!!Gracias!!!

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.