La prisión termina al amanecer, de Héctor De Lima

14/ 05/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

guarapo chirrincheDe modo, señor Camilo, que usted quiere que yo le cuente algo para su revista, ¿no? La literatura, amigo, es una cosa muy seria. Uno no puede andar con zoquetadas diciendo esto o lo otro, simplemente por hacer ejercicios narrativos como si la literatura fuera un deporte, un clinch de boxeo, un maratón para el cual hay que entrenarse, con ejercicios respiratorios y todo y decir que aquí va una coma que me comí en alguna parte de esta enrevesada historia que pienso contar aunque no sepa dónde carrizo van las comas. ¿Sabe usted? Yo he vivido sin comas y sin puntos aparte. De corrido como quien dice, porque la vida le va pisando a uno los talones y no le dice: «aquí, punto»; más allá: «punto y coma» y empieza otra historia. Yo diría que las páginas de mi historia, es decir, las páginas de mi vida no están escritas en los números pares ni impares, sino en los cantos, en el filo de una hoja, porque la vida es una cosa muy seria y uno anda siempre por un filito a punto de que el libro de la vida de uno se cierre en la página que esperábamos no haber contado nunca. Pero se cierra, amigo, y la vida no le dice a nadie dónde va el punto final, de modo que si la vida no sabe nada de puntos, ¿para qué quiero yo los «ejercicios narrativos»? ¿Para qué quiero yo saber dónde se colocan los puntos si no sé nada de la vida? Escoja, señor: entre los puntos y coma y la vida. Se queda con la vida, ¿no? Gracias. Yo también.

Pero yo tengo que contar una historia, señor Camilo, porque la vida es una cosa muy seria que empezamos a vivirla de corrido, desde hace tiempo, mucho antes de que el sol clareara en nuestra conciencia y nos dijera que la vida no es «ejercicio narrativo», como quiere la gente que sea, porque si no es así, no es literatura. Dígame eso, enfrentar la literatura a la vida como si los Papillones hubieran vivido simplemente por «ejercicio», por deporte, por hacer literatura. Mire, ¿sabe usted una cosa?, la literatura nunca va delante de la vida, va detrás, de modo que al acabarse la vida, la literatura lo atropella a uno y ella sigue animada por el aliento que le infundimos. Eso que algunos llaman «trascendencia» y que no es más que la vida de uno bien vivida, sin comas, sin puntos, es decir, furiosamente saboreada por los poros, a la luz de todos los mediodías, en la mujer más hermosa cuya hermosura no ha podido describir literatura alguna, en el vino, en el aire del atardecer cuyos colores han sido extraordinariamente distintos todos los días. Porque, ¿sabe usted? La gente cree que todos los atardeceres son iguales y lo que pasa es que no saben ver las cosas, y creen que la literatura es como un entrenamiento, frecuente, que debe remontarse hasta los griegos y a lo mejor uno se remonta hasta los indiecitos de Santa Marta de Ipire, entonces dicen que no hay literatura. ¿Y acaso los indiecitos de Ipire no han amado? ¿Ah? ¿Diga usted? ¿No existe allá el amor? ¿No ha muerto un poco de gente? ¿No? Por todo, por repartir propaganda, por decir cosas que se le antojaban buenas. Porque, ¿sabe usted una cosa? Nadie dice nada si no cree que eso es bueno. Uno dice cosas porque le salen de adentro, como la literatura, ¿sabe usted? Son cosas que han nacido con uno y nadie es capaz de preguntarse en qué momento le nació esa idea fija, de que la vida no era la vida sino una cosa burda y caricaturesca de lo que debe ser la vida.

Pero yo tengo una historia que contar, señor Camilo, de modo que no me distraiga usted más, y déjeme una página en blanco para yo entregarle un pedazo de mi vida, escrito sin puntos ni comas. ¿Sabe usted? Si yo pudiera empezar a vivir de nuevo recorrería las mismas líneas, tropezaría con los mismos muros grises donde por cierto se desarrolla esta historia que le voy a contar, iría a parar con mis huesos adoloridos al mismo calabozo donde me empujaron por decir las cosas que yo sentía, pero que era muy peligroso sentir en ese momento. Porque si por un lado uno vive la vida sintiendo cosas que le suenan adentro, por otro lado la gente no quiere que uno viva diciendo lo que siente, sino pronunciando aquellas otras que están exactamente al otro lado del corazón. Yo no puedo, señor Camilo; por eso pienso que muchas veces más me van a empujar en un calabozo. A lo mejor por decirle esta historia a usted, ya me están amarrando un grillo de una pata y están pesando cada uno de mis actos, como si la vida de uno fuera un marrano que pueda pesarse en una balanza. Nadie puede ser pesado, ¿sabe? Nadie.

Yo estuve cinco años preso, señor Camilo. Cinco años con seis meses, ocho horas, quince minutos y veintiséis segundos. Quien dice, toda una literatura, ¿no es cierto? Cualquiera diría que yo aliso una historia y formo un griterío y puedo decirles a los demás. «No, señor, usted no es escritor, usted es un preso que nada sabe de literatura» ¿Habrase visto semejante vaina esa de alisar a los demás? ¿Por qué quieren alisarlo a uno con ejercicios que a nadie le interesan? Pero esa vez, señor Camilo, yo contesté: «Yo soy escritor, porque aunque no he escrito ni una palabra, he estado cinco años preso, como les corresponde a los buenos escritores de este país». ¿Y qué quieren? ¿Qué escriba antes y viva después? ¿Para qué? ¿Usted no sabe que todos los escritores de este país han estado preso? Más aún, mire, en la calle, la gente le dice a uno ¿Qué hace usted? Y uno contesta: «Yo soy escritor». Entonces preguntan de nuevo: «¿Y cuántas veces ha estado preso? ¿Ninguna? Perdone, señor, pero usted no es un buen escritor, escritor acaso, pero nunca un buen escritor. Usted será escritor porque lo han becado y ha conocido otros países que sí saben de ejercicios, pero un buen escritor, de esta tierra que ha metido a todos sus escritores en chirona, eso nunca». ¿Sabe usted? Porque para ser escritor hay que escribir, una sola vez aunque sea, una sola palabra, una palabrita apenas, una simplísima palabra que, sin tener imágenes ni metáforas, es a la vez la metáfora más hermosa y la más bella de todas las imágenes: «LIBERTAD PARA LOS PRESOS», en carbón, detrás de los muros de alguna policía, en silencio y sin pie de imprenta. Un anónimo que nadie sabe quién lo escribió pero que uno sabe que es de uno, que es su obra, que es su libro. ¿Ve? Ahí está la diferencia.

Pero por favor, señor Camilo, yo tengo una historia que contar. ¿Sabe usted? Cinco años preso. ¿Por qué? Bueno, por la propaganda. ¿No sabe que la propaganda es una cosa peligrosa? Es peligrosísima. Se necesita tener un cerebro extraordinario para saberse manejar con la propaganda. En este país uno puede decir lo que uno quiera siempre y cuando eso que usted diga tenga un beneficio mercantil, pero si usted dice cosas sin beneficio mercantil alguno, entonces prepárese, porque le caerá un mundo de cosas encima. ¿Se imagina usted la forma tan sospechosa con que le mirarían en seguida que usted haga propaganda a favor de cosas sin beneficio mercantil, sin ganancia monetaria? Nadie hace propaganda si no es por ganar algo, de modo que en cuanto usted diga y haga cosas inútiles y sin beneficio, desde ese momento usted es alguna de estas dos cosas: o un loco, o un escritor. ¡Qué puedo decirle! Usted, por ejemplo, podrá decir: «¡Beba Coca—cola!», eso no importa. Usted puede hacer propaganda. Usted podrá decir: «¡Fúmese todo el cáncer que le dé la gana!». No importa. «¡Beba Coca—Cola!». No importa. No importa. «¡Mire, la vida no es alegre si usted no se fuma un cáncer!». «¡Beba Coca—Cola!» «¡Póngase barrigón bebiendo Pepsi!» «¡El bravo carro toro!» «¡Suyo hasta la muerte!» No importa. Usted puede hacer propaganda. «¡Beba Coca—cola!» Usted puede hacer propaganda. El problema empieza cuando usted dice: «No, señor, no beba Coca—cola!». «¿Hasta cuándo bebemos Coca—cola los venezolanos?» ¿Usted ve? En cuanto usted dice: «Los venezolanos hemos estado sometidos a la Coca—cola. ¡No bebamos más Coca—cola!» Desde ese momento usted está pisando un terreno muy peligroso de la propaganda.

La propaganda es peligrosa en cuanto usted desea meter en el mercado ideas sin sentido monetario alguno. ¿Se imagina usted? «¡Los venezolanos nunca más beberemos Coca—cola!».

Eso es así, amigo Camilo. Yo sé lo que digo. Eso es así y en todas partes. En cuanto los checos dijeron: «¡Huelga de hambre! ¡No comamos más caviar!». Empujaron un pocotón de tanques y camiones y camiones cargados de caviar. No hay derecho, sepa, para que le metan a uno camionadas de Coca—cola todos los días, por los poros, por los ojos, utilizando para ello la imagen de una mujer que nada tiene que ver con la Coca—cola, y uno cree que para encontrar una mujer como ella, hay que zamparse una Coca—cola todos los días del año. ¿Sabe una cosa? Yo estaba loco y creía que la Coca—cola era un símbolo de virilidad. Yo creía que para acostarse con una mujer, había que beberse una Coca—cola primero.

Bueno, ya sabe usted parte de esta historia. Cinco años preso por la Propaganda. Claro que uno tiene sus métodos y del mismo modo como lo demás se las ingenian para llamar la atención, uno también se las ingenia. ¿Acaso uno no tiene derecho a tener sus ideítas acerca de los métodos Propagandísticos? Mire, si usted en diciembre tira un triquitraque, nadie dice nada. Diciembre es el mes de los triquitraques. Ahora bien, si usted tira en julio un triquitraque con un paquete de hojas amarradas en la punta del detonante, entonces no dicen que usted tiró un triquitraque, sino que usted puso una bomba. ¿Ve la diferencia? Un hongo de hojas, una fuente de hojas disparadas hacia arriba que luego caían como lluvia de mariposas. Era un espectáculo impresionante, ¿sabe? ¿Se imagina usted lo que ocurriría si tiráramos coca—colas con triquitraques? ¿Si le ponemos una bomba a la Coca—cola? Un hongo de coca—colas disparadas hacia arriba, como el hongo atómico, y entonces escribir con el humo en el cielo. «Se acabó la Coca—cola». En ese entonces beberíamos chirrinche. Es bueno el chirrinche, ¿sabe? ¡Beba gaseosas de chirrinche! «Hasta suena sabroso. Esas iiii de chirrinche pronunciadas por un locutor loco de esos que gozan diciendo: «chirrinche». «¡Chirrínchate mi vale, no bebas Coca—cola!» «¡La vida es un chirrinche a toda hora!» «¿Con qué quieres que te fría mi chirrinche? ¡Con chirrinche granizado!» ¿Ve la diferencia? Yo antes decía: ¡No bebas Coca—cola! Era una proposición negativa. Iba preso. Ahora digo: «¡Bebe chirrinche!». Es una proposición positiva y, sin embargo, me miran y miran con recelo como si no fuera lícito hacerle propaganda a lo único que queda en la vida. Bueno, señor Camilo, ya sabe usted parte de esta historia.

Claro que uno tenía que cerciorarse primero. Uno tenía que asegurarse de que no fueran a disparar primero para averiguar después. Era más seguro que averiguaran primero quién les estaba tirando los triquitraques. ¡De cajón! ¿Dejaría usted que lo dejaran así como así, sin siquiera averiguar si usted era o no escritor? Uno escribe, ¿sabe? Con lo primero que la vida le enseña, con lo primero que está al alcance de la mano, y por algo los buenos escritores de mi país han empezado siempre con un carbón en la mano, escribiendo anónimos. Eso es. Escribir anónimos es muy distinto a escribir seudónimos, ¿sabe? Los seudónimos usted los cobra en metálico porque el patrón sabe quién es el seudónimo. Pero los anónimos no se los pagan nunca y el patroncito no sabe de quién es el anónimo que escribieron a la salida de su oficina, en las bases mismas de la torre de su propiedad, aunque hablando con propiedad, es mejor escribir con el nombre de uno, así y pelado y todo. De corrido y pelado como la vida de uno.

Pues bien, señor Camilo. Yo aquí podría decirle, como dice Rulfo, que se beba su cerveza porque se le está calentando. La verdad es que cuando aquí no haya Coca—cola, la cerveza va a saber a miaos de burro, pero no importa, si los burros son de uno, y uno sabe que puede hacer con sus burros lo que le dé la gana. ¿Entiende? A eso me refiero cuando le cuento esta historia. Si no lo dejan escribir a uno, entonces uno tiene que agarra una ZK y hacerse la propaganda por sí solo. Al juez no le gustó eso, ¿sabe? Al fiscalito mucho menos, pero yo me vengué de los dos. Esa es la historia que yo quiero contarte. La del fiscalito que me cargó con 30 años, así como quien dice, tres décadas en la vida de un infeliz que quería ser escritor, y los vientos adversos no lo dejaban, es decir, los vientos alisios soplaban de bolina, aunque yo siempre he creído que de bolina se navega mejor.

Pues bien, señor Camilo, como le contaba, el señor fiscalito me cargó con 30 años de una sola leída en el legajo que tenía delante de sus ojitos de zorro asustado. Pero luego me dieron la oportunidad de descargarme y yo como que me cargué demasiado sobre la madre del señor fiscalito, porque el juez intervino y dijo que así no era la cosa, que con las madres no valía el juego, de modo que al intervenir el señor juez, yo le dije que el fiscalito no se acordaba que yo también tenía la mía, que ella estaba allí, sentada entre el público que llenaba la sala, con un pañuelo en la mano (lloraba la pobre vieja como si el fiscalito al cargarme los 30 años me la hubiera mentado) y yo, ¿sabe usted?, sí quise recordarle al fiscalito que si él no se acordaba de mi vieja, yo en cambio sí me acordaba de la suya. Eso fue todo, lo que pasa es que el señor juez no entendía de jugadas, como tampoco podía entender de chirrinches ni cosas por el estilo. Ese juez sólo entendía de coca—colas, ¿sabe usted? Era un juez cocacolo. De modo que con el juez me remonté un poco más y le dije que ojalá se le muriera su abuelo. Pero él me dijo que ya su abuelo estaba muerto y que con eso no le decía nada. Él como que no se acordaba que uno siempre tiene dos abuelos, de modo que a poco tiempo se le murió el otro y quedamos en paz.

Por supuesto, amigo Camilo, que yo tenía cinco años preso cuando sucedió lo del abuelo del señor juez. Aunque usted no lo crea, mi libertad vino por ahí, porque el señor juez, muy triste por lo de la muerte, pidió un permiso a la Corte para ausentarse tres meses, y pusieron en su lugar a un viejito bonachón que le preguntaba a la gente: «¿Y tú por qué estás preso?». Y el tipo decía: «Porque se me pegaron 60 tubos de la compañía aceitera». «De modo que te robaste 60 tubos de las compañías petroleras» —decía el viejito agarrándose las manos en la espalda, y mirando al tipo por encima de las gafas. «¿Y quién pone presos a los consorcios petroleros que tienen 60 años robando en el país?». Y firmaba la boleta de excarcelación de inmediato. El decía que su ley era la de que ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón. ¡Ese sí era un juez! ¿sabe usted? ¡Tronco de juez pusieron en ese entonces! Decían que estaba loco y la gente de la Corte andaba asustada porque decían que ese juez iba a soltar a todo el mundo. No le hicieron nada porque estaba muy viejito y no se atrevían a desautorizarlo. La verdad es que él no estaba loco, sino que se hacía el loco para estar bien con su conciencia. ¿Sabe usted? Esta es la mejor forma de vivir en este país. Usted se hace el loco y lo dejan en paz. Pues bien, ese viejito un día me mandó a llevar al juzgado y me preguntó: «¿Cuánto tiempo llevas preso, hijo mío?». y yo le dije: «Padre, tengo aquí como cinco años y seis meses escribiendo una historieta que no he publicado, yo soy escritor, ¿sabe?». Y él me contestó: «¿Hasta cuándo los buenos escritores permanecen encerrados en mi país? Tú no mereces cinco años, sino tres, con tres meses, quince días, seis horas, veinticinco minutos y quince segundos. ¿Sabes por qué? Por haber escrito con carbón y sin poner tu nombre. Así no se hace, hijo mío. Si la vida te ha cincelado hasta despojarse de todo y dejarte con tu nombre corrido y pelado, ¿por qué no escribir con un cincel y poner lo único que te pertenece: tu nombre?». «Es verdad, padre —le contesté yo—, y le pedí su bendición. El me echó la cruz y me dijo: «mañana vuelves».

Pues bien, amigo Camilo, ésa es la historia que queda contarle. En la noche, como a las diez y media, el abogado mío, que era un poco sádico, se presentó en mi celda y me dijo: «Tu padre firmó la boleta, mañana a las ocho de la mañana saldrás en libertad». Yo me senté en mi cama a comerme las uñas, ¿sabe usted? No les dije nada a mis compañeros porque no quería que también ellos perdieran el sueño pensando en que al día siguiente yo saldría en libertad. Yo estaba sentado en mi cama esperando que amaneciera. Ese sol sí tardaba. Nunca se había tardado el amanecer como esa vez. Generalmente yo suponía que el sol salía muy temprano porque a las cinco y media llegaba un guardia con una ametralladora que tenía el pico muy frío, y la metía en las costillas y le decía a uno: «¡Número!» «¡Uno, Dos, Tres!» y nos contaban con las puntas de las ametralladoras. Con una ametralladora el número siempre estaba completo. Por supuesto que yo recibía al guardia con mala cara y me decía para mis adentros que no bastaba con poseer una ametralladora para ser buen escritor. Se necesitaba además tener buena puntería para derribar el mayor número posible de botellas de Coca—cola. Después del guardia era el sol el que se metía inmediatamente por los barrotes, y con tanta claridad encima de la cara no era posible dormir. El sol salía en ese entonces muy temprano, pero ahora se tardaba como nunca. Por un momento llegué a pensar que a lo mejor era un sueño y que nunca amanecería, pero me cercioré cuando las uñas se me acabaron y empecé a morderme pedacitos de carne de los dedos. Cuando el sol apareció en el horizonte me encontró sentado en mi cama con un par de lagrimones en las mejillas. ¿Sabe usted? Yo estaba pensando en mis compañeros que se quedaban todavía. ¿Sabe usted una cosa? Cada quien tiene un sol y un amanecer. No todos los soles son iguales ni los amaneceres tampoco. Hay que aprender a ver bien las cosas para saber en qué se diferencia un amanecer de otro amanecer. Ese sol era el mío. Yo lo miraba con cariño cómo se iba remontando en la línea del horizonte, más allá de los barrotes y alambradas que me rodeaban. Era un globo blanco que se iba inflando poco a poco, como si se fuera llenando de un viento cálido que luego esparcía sobre la tierra. Por primera vez recibí al guardia amablemente. Descubrí que en el fondo no lo odiaba. No podía odiarlo. Me parecía hasta simpático, sólo que era un poco tonto porque no sabía cuál era la diferencia entre una botella de chirrinche y otra de Coca—cola. ¡Qué tonto ese guardia! Pero no podía odiarlo. No me nacía, como tampoco me nace ahora odiarlo. Creo que nunca he odiado. El sol es demasiado bello para que uno pueda odiar a nadie. Si alguna vez empuñé una ZK debió ser porque amaba demasiado. Nunca pude hacerle daño a nadie, es la verdad.

Pues bien, amigo Camilo a lo mejor a usted ya la cerveza le sabe a miaos de burro y nunca más beberá Coca—cola. No importa. También usted tiene derecho a hacerse propaganda. Le estaba diciendo entonces que el sol salía despacito cuando yo me sequé las lágrimas. No quería que mis compañeros pensaran que había estado llorando toda la noche. Es la verdad, amigo Camilo, yo no lloré cuando me pusieron preso, pero en cambio lloré cuando me pusieron en libertad, como si aquellos cinco años hubiesen sido un llanto que yo había contenido durante mucho tiempo. El sol salió para mí y me entregaron un papelito que tenía mi nombre corrido y pelado. Ese papelito era yo. Yo no era nadie sin ese papelito. Entonces abrí mi maleta, la maleta que celosamente había guardado debajo de mi cama, cuidando los pocos objetos que me pertenecían: «Ricardo —dije—, toma el pantalón azul que tú siempre me habías dicho que te hubiera gustado tener. Carlos, toma la pipa que a veces me pedías prestada a pesar de mi desagrado. Joaquín, toma el juego de ajedrez. Oberto, aquí tienes mis botas, aquí les dejo la caja de pinturas, aquí lo tienen todo, compañeros, todo lo que me pertenece es de ustedes, lo único que no puedo repartir es mi cariño porque los quiero a todos. A todos ustedes los quiero mucho, aunque ustedes jamás han escrito una línea, ustedes son los mejores escritores de mi país, ustedes han escrito las páginas más bellas, esas páginas del pan que compartimos por igual cuando todos pasábamos hambre. Ustedes son los verdaderos escritores, para quienes el sol es el sol y no un ejercicio de lenguaje».

¿Ve usted, amigo Camilo? En verdad a mí no me pertenecía más nada que mi libertad. Agarré el papelito y sin más ropa que la que llevaba puesta, crucé los siete candados que me separaban de la última puerta, o sea, de la primera que crucé al llegar. Los guardias todavía tenían una ametralladora cuando yo crucé con mi poderoso papelito, pero tuvieron que apartarlas. ¿Sabe una cosa, amigo Camilo? Yo creo que durante cinco años se había estacionado encima de la cárcel una nube gris que no dejaba ver el firmamento. ¡Qué cielo tan azul había allá fuera! ¡El viento! Empecé a pegar saltos de alegría en medio de la calle. Levanté los brazos y empecé a pegar saltos. «El sol, el viento —decía—, el horizonte, la curvatura de la tierra». Eché a correr como un loco por esas calles, embriagado de sol y de viento.

¿Sabe una cosa, amigo Camilo? Yo creo que siempre he sido un escritor. Yo tengo algo que contar. Algún día le contaré esta historia.

 

Del libro: Cuentos al sur de la prisión (Monte Ávila, 1970)

 

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4 Comentarios a “La prisión termina al amanecer, de Héctor De Lima”

  1. Yoly dice:

    Si es buen libro, yo tengo el original

  2. Este cuento lo escribi en el 1970 y salió publicado en mi primer libro de relatos Cuentos al Sur de la Prisión. David Aliso quien es mi amigo, se opuso a la inclusión de mi nombre en un libro sobre nuevos escritores venezolanos que en aquel entonces preparaba el poeta Juan Lizcano. David decía que yo no era escritor porque hasta ese momento no había publicado ningún libro. Por eso en el relato hablo de los que quieren «alisar» a los escritores y arman un «Griterio» (Novela de David Aliso). Ese cuento lo escribí tres años después de salir de la prisión. Fui prisionero político desde 1961 hasta el 1967.
    Actualmente he publicado dos libros más Desaparecida (2012) que será llevada al cine a través del director Carlos Malave y «La Pasajera de la Revolución» (2013).Estos pueden conseguirse a través de Amazon.com
    En el primer trimestre de este año saldrá «El Amanecer del Reino» y Desaparecida II que serán publicados en USA por la editorial Palibrio.
    Gracias por la publicación de mi cuento, aunque creo que «Pasa Raya y Suma» es el mejor.
    Hector de Lima

  3. Gustavo De Lima Sayago dice:

    Tantos años queriendo leer este libro y me llega un fragmento a través de esta ventana virtual. Casi mágico, «Sabe usted?». Ingenioso relato, por demás conmovedor, más aún habiendo escuchado desde niño, con tanto pesar y de boca de tu hermano Gustavo, el vacío que en la familia causó tu condena. Lo mejor, la alegría que causó el final feliz en mi! Cómo carajos no ser escritor? Si aun en tu etapa mas «incipiente», si logras transportarme a tu juventud y al mismo sentimiento de impotencia de querer gritar unas cuantas verdades a este peligroso régimen que hoy fustiga en tu país «plagado de cocacolos». Vaya un abrazo y mi admiración mi estimado Tío Héctor. Saludos Gustavito

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