Los “libros culpables” de algunos escritores (II)

02/ 05/ 2013 | Categorías: Especiales, Herramientas, Lo más reciente

Siguiendo con la consulta entre autores venezolanos, acerca de cuáles fueron esos libros culpables de su vocación por la literatura, en esta ocasión presentamos los testimonios de tres autores y, por sobre todo, tres grandes lectores. Se trata de la gran Elisa Lerner, Igor Delgado Senior y el prestigioso librero Andrés Boersner. Conozcan a continuación sus libros culpables.

 

Elisa Lerner

David Copperfield de Dickens, Crimen y Castigo de Dostoiesvski e «Impaciencia del corazón» de Stefan Zweig al final de la infancia. De catorce años me encanté con «Ifigenia» de Teresa de la Parra». El prìncipe idiota y los Hermanos Karamazov de Dostoiesvski fueron lecturas en la temprana adolescencia. Luego quedaría atormentada con Julián Sorel en «Rojo y Negro» de Sthendal y con Ana Karenina de Tolstoy. Un poquito después —a los diez y seis, diez y siete años— «El retrato del artista adolescente» de James Joyce y «Contrapunto» de Aldous Huxley junto a «La bahía de silencio» del olvidado novelista argentino Eduardo Mallea (eran las lecturas de nuestro ídolo literario Andrés Mariño Palacio) más «La montaña mágica» de Thomas Mann. A los diez y seis «Nada» de la española Carmen Laforet y las «Novelas ejemplares» de don Miguel de Cervantes. De diez y siete: «Las olas», «Orlando» y «La señora Dalloway» de Virginia Woolf.De diez y ocho son inolvidables la lectura de «Demián» y «El lobo estepario» de Herman Hesse, las dos novelas de Albert Camus, «La náusea» de Sartre, «Pan» y «Hambre» de Knut Hamsum (lamentablemente, sabido después, un nazi), «Juan Cristóbal» de Romain Rolland. De veintipocos «La invitada» (más que «Los mandarines» de Simone de Beauvoir) y «El corazón es un cazador solitario» de Carson McCullers. Años después me ha gustado muchísimo «El bosque de la noche» de Djuna Barnes.
Del boom latinoamericano: la emoción en Buenos Aires al leer las primeras pàginas de «Rayuela». Luego, siempre mi cariño y nostalgia por «El astillero» de Onetti y mi admiración hacia «La ciudad y los perros» de Mario Vargas Llosa. En la adolescencia, la América Latina literaria, han sido la poesía de Neruda, «El aleph» de Jorge Luis Borges y la lectura de la revista «Sur» de Victoria Ocampo.
En los últimos años he descubierto las novelas de Sebald y las memorias y algunas novelas de Thomas Berhhard. Y seguir —deleitosamente— empeñada tras alguna página de «El Quijote» o algún capítulo «Guerra y paz» de Tolstoy. Para no hablar de la monumental «En busca del tiempo perdido».
Habría olvidado la saga imposible del agrimensor: «El castillo» de Kaka. Y, ¿cómo olvidarse de «Cumbres borrascosas» de Emily Bronté? Una pluma femenina, en lo aislado de sí misma, desde una aislada sacristía rocosa dibuja en su novela el retrato de un estupendo personaje masculino.

Igor Delgado Senior

Llegué, muy niño, a la literatura a través de los cuentos de hadas, y de ellos pasé a las novelas de Emilio Salgari (sobre todo me apasionaban las aventuras de Sandokan y Los Tigres de la Malasia).
Ya, finalizando la primaria, un amigo me prestó Fiebre, de Miguel Otero Silva, y me quedé boquiabierto porque Vidal Rojas, el personaje central, expresa luego del encuentro fugaz con una muchacha: «Un seno redondo y blanco se me escapa de las manos con la fugacidad de un jabón húmedo». ¡Mi cerebro infantil no concebía que en un texto «serio» pudiese escribirse la palabra seno cargada de erotismo.
Mis afanes rijosos me hicieron descubrir, casi enseguida, Dos noches de placer, una novelita porno de Alfredo de Musset; y posteriormente me enfrasqué en los cuentos de Maupassant.
De asombro en asombro en ese azar inmóvil que son los libros (Conrad dixit), leí el Quijote de Cervantes, La vida es sueño, de Calderón de la Barca, y Las coplas a la muerte de mi padre de Jorge Manrique.
Más tarde, absorbí todo lo que pasaba frente a mi vista de joven con miopía y, ahora, al vuelo de los años (y con anteojos de mayor calibre) rescato para la memoria personal algunos libros (o textos) que me signaron. No pretendo el consenso de nadie, pues lo azaroso —ya se dijo—forma parte de las letras íntimas. Va la lista que aún bendigo:
Papá Goriot, de Balzac; Los cuentos de Anton Chejov; Los cuentos de Poe; Los cuentos de Horacio Quiroga; Los cuentos de Borges y su volumen de poesía La cifra; La Metamorfosis, de Franz Kafka; La mano junto al muro, de Guillermo Meneses; El idiota, de Fedor Dostoievski; El extranjero, de Albert Camus; Las manos sucias, de Jean Paul Sartre; Gran serton veredas, de Guimaraes Rosa; Derrota, de Rafael Cadenas; Palinuro de México, de Fernando del Paso; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante; Lolita, de Vladimir Nabokov; El siglo de las luces, de Alejo Carpentier; Rojo y negro, de Stendhal, y Funeral en Viana, de Alvaro Mutis.

Andrés Boersner

Los textos que me llevaron a la gran literatura arrancan en comics como los de Hergé y «Las aventuras de Tintín y Milú». Suplementos como «El monje loco» me acercaron al género de terror y «Susy» y «Archi» despertaron con fuerza mi curiosidad sexual. De los libros recuerdo con especial cariño:
1) Las novelas de la serie «Los siete secretos» y «Los cinco», de la inglesa Enid Blyton. Ambiente de camaradería y felicidad. Términos nuevos como «tarta de zarzamora» y «cobertizo», que me obligaban a visitar el diccionario. 2) Las novelas de otra inglesa, Agatha Christie, pero sólo las protagonizadas por el detective belga Hércules Poirot. Los personajes y el ambiente, invariables, se comían la trama. Recuerdo sobre todo «La muerte de Lord Edgware». 3) «Robinson Crusoe». Fue el primer libro en tono confidencial que leí, donde la aventura y lo cotidiano comulgan. Esta novela me acercó a la autobiografía y a textos esenciales de ese género, como «Las confesiones» de Rousseau. 4) «El lobo estepario» y «Narciso y Goldmundo», de Hermann Hesse. Más que por su vena espiritual me identifiqué con la rebeldía de sus personajes frente a los condicionamientos sociales y la «mano pelua» de las instituciones. Y más adelante, con Kafka, terminé de cuadrar mi odio hacia la autoridad, los trámites burocráticos y ciertos oficios perversos. 5) «Dias tranquilos en Clichy» de Henry Miller y «París era una fiesta» de Hemingway. Caminar en la cuerda floja, con espíritu jodedor, pasear rutas marginales e impopulares que terminan conduciendo a otros grandes escritores menores, como Bukowski o Celine. 6) Pocos de los siguientes fueron novelistas y ninguno creó suplementos, pero los que terminaron de dañarme para siempre fueron Maupassant, Poe, Chejov, Horacio Quiroga, Julio Garmendia, Baudelaire, Ramos Sucre, Borges, Octavio Paz y un menor entre menores, pero hambriento de literatura: Argenis Rodriguez.
Algunos suplementos de real y medio reposan en mi mesa de noche, junto a las «Memorias de ultratumba», el diario de Gide, «El mundo de ayer» y los aforismos de Ciorán.

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