Madame et Monsieur Rincón, de Milton Ordoñez

17/ 02/ 2013 | Categorías: Cuentos

C.C. vino de entre las matas y se sentó.

Al fin habló Bernardo:

—¿Qué viste por allá? —preguntó, aunque también él había estado por allá.

—Vi un mono.

—¿En el jardín, un mono?

—Sí. Igualito a usted, ahora que recuerdo —y empezó C.C. a mover los hombros y la cabeza con torpeza—. Caminaba así.

Bernardo entendió que se trataba de él pero siguió preguntando:

—¿Y qué hacía?

—Miraba las matas. Caminaba así y se agachaba de pronto a mirar. Decía con esa voz: «a ver qué es esto; esto es una amor—ardiente, mjm. A ver que es esto; esto es una siempre—a las once, mjm. Y esta que está aquí; ésta es una uña`e danta…» Pero siempre así, caminando así.

—Inteligente ese mono —apreció Bernardo, ya tranquilo y convencido de que no había nada extraño en la noche ni en el edificio.

Tomó la copa de la escalera y bebió: maravillosa noche. Todo parecía bien afuera y adentro.

—Yo también vi uno —se le ocurrió decir entonces.

—¿Verdad?

—Sí. Caminaba así como ese que tú viste. Pero no era tan torpe ni hablaba tan feo…

—Y se parecía a mí…

—A ver: —los dos se miraron— Sí… un poco.

C. C. cogió su copa del muro y bebió. Una rugiente motocicleta llena de luces llegó a la esquina, dobló y siguió. Bernardo miró la motocicleta hasta perderse. ¿La habría visto ella? No. Ella estaba atenta a otra cosa y parecía más tranquila que él. El estaba pendiente de lo que fuera. Más aún: tenía que hablar. Estaban muy callados y eso estaba bien; pero había sido él el de la invitación…

 
…adentro: C.C. miraba la televisión sin zapatos alargada en la cama y con las manos puestas en la cabeza, cuando él apareció en mitad del cuarto con el saco puesto como para salir. «Mira lo que conseguí —dijo sosteniendo delante la copa—. Reuní lo que tenía y compré esto: algo barato. No sabe tan mal». Ella pidió probar. Sí, no sabía tan mal. Pero estaba allí muy tranquila viendo aquel programa no tan malo también.

—Podría servirte un poco —insinuó él—. Pero no aquí.

—¿Dónde?

—No sé. Me gustaría afuera. Me gustaría salir, dar una vuelta cerca. Me hastía un poco la casa.

—La casa —asintió ella cruzando las piernas y sentándose en medio del colchón—. Todos vienen y es aquí donde se bebe, se habla y se hace de todo. Yo también quisiera afuera, Bernardo, pero no hay plata y tampoco quisiera ir muy lejos. Estoy tranquila aquí.

—Podemos ir por la cuadra; dar la vuelta y volver.

—¿Copa en mano?

—Sería elegante. ¿Quién puede decirnos algo? No andamos con una botella, o rascados y haciendo ruido…

—Bueno —dijo C.C.—, lo haré por ti. ¿Pero a dónde?

Bernardo se apoyó en la cómoda y miró el televisor; estaba lleno de polvo, tarros y cosas para el maquillaje.

—Pensemos —dijo.

—¿Qué tal afuera, en la entrada del edificio? —propuso C.C.—. Llevemos las copas y nos sentamos en las escaleras, junto al jardín. Es bonito.

Bernardo dijo que no era lo ideal —y si le hubiesen preguntado qué era lo ideal no habría sabido responder. Un gran salón, quizá… En un hotel; un buen hotel. Y música, luces tenues, caballeros amables, suaves pasos en las alfombras y embalsamados platos de olorosa comida—, pero tampoco se le ocurrió algo mejor y aceptó.

Luego, yendo a lavar las copas para entonces servir y brindar con aquel menjurje, C.C. preguntó: «y de qué hablaremos cuando estemos afuera». Bernardo hizo que no había oído, y, antes que lo repitiera pidió que su trago llevara un poquito bastante de agua: «últimamente me cuido. El trago puro va como perforando cada vez más las paredes del estómago. ¿Leíste eso que te pasé, lo del alcohol y las enzimas en las mujeres…» Y cuando estuvieron servidos, C.C. vistió el sweter marrón, se puso al cuello una bufanda de lana azul con tocados de blanco y salieron con las copas, haciendo que caminaban como viejitos encorvados de paseo por la cuadra.

¡Mmm, había buen aire en las escaleras! ¡La noche era limpia y transparente! hubiera podido decirse que cada muro silencioso, cada luz, cada puerta y cada auto estacionado ahí en esas calles podía ser tocado con el olfato.

C.C. colocó su copa en el muro del seto de las amapolas y entró al jardín sin dejar de andar como una viejita y dedicándose a examinar los grupos de matas. Bernardo la siguió. Repetía los nombres que ella se sabía y en modo general hacía todo lo que ella hacía. Luego él se vino. La noche ahí tan inmediata y robusta y serena a la vez, y unas sombras del árbol gigante que había visto mecerse en el alto mármol del edificio, además del licor y el brillo de la copa, le dispusieron de pronto a sentirse misteriosamente grande bajo las estrellas que estaban sobre su cabeza. Cuando ella vino y se sentó, tuvo necesidad de contagiarla. ¿Cómo…? ¿Cómo decir hoja, estrella, noche, olor, color indefinido de esta ladilla recurrente que es despertar a cada momento sobre el hecho de andar uno vivo? ¿Qué viste por allá? Fue todo lo que pudo preguntar.

 
Así que era mejor callar.

Volvieron a coger las copas. Bebieron, Bernardo miró de reojo el trago de C.C. por dónde era que iba; a qué ritmo descendía. Porque el alcohol en ellas y según el artículo ese… En fin. Volvieron las copas a su lugar.

El viento a veces venía y removía suave el pelo de los dos. Ella volvía el suyo a su lugar.

Ella bebió otra vez. Se repasó los labios con la punta de la lengua y al volver la copa, ésta casi se fue al suelo. La ubicó bien sobre el muro.

Bernardo bebió y volvió a beber.

C.C. lo miró y se ajustó la bufanda. El se hizo el loco.

Vino un auto. Vino otro. Vino otra vez el viento. —Aquellas luces me gustan —dijo C.C.

—¿Cuáles?

—Aquellas rojas en aquellos edificios.

—También me gustan —asintió Bernardo—. Son las luces de señal para los aviones.

—Parecen como solas, flotando cada una por su lado.

C.C. paseaba su mano por el aire. Entonces se la vio y dijo:

—Qué mano fea tengo yo.

Y hablaron sobre las manos. Las pusieron al derecho, al revés, una sobre la otra, aquella encima de ésta. Y él concluyó:

—No son las manos, son las uñas. Las tienes todas desiguales y negras y mal cortadas. Si te las cuidaras aunque fuera un poco…

—Trato de cuidármelas —decía C.C. poniendo los dedos extendidos—. Créeme. Pero una como que tiene siempre algo feo y sin remedio.

—¿Quisiera decir que debo hacerme la idea de que veré siempre, per sécula seculorum, esas uñas horribles?

—Sí.

—Bueno, C.C. —agregó molesto—, al menos córtatelas.

—Me las voy a pintar, Bernardo. Estoy dejando que crezcan.

 
Entraron y en la cocina sirvieron otra copa. C.C. lo hizo. Bernardo, de pie, miró las copas llenarse y miró también el escurridero de los platos y la bandeja plástica que recoge el agua, ambos con esos rotos y esos sucios pequeños que ya les conocía. Y para qué mirar el resto: la puerta de la nevera con sus síntomas de oxidación, las ranuras ennegrecidas de las baldosas, el polvo blanco en las esquinas para las chiripas…

—Salud.

—Salud.

Y en la sala se sentaron. El por allá y ella por acá.

Se miraron con la copa en los labios.

Rieron.

Miraron el jardín saboreando el ron barato. La suave luz de la lámpara del rincón llegaba hasta las hojas largas de los helechos, que estaban siempre en un movimiento corto y apretado.

Bernardo cruzó una pierna. Se tocó un botón del saco y dejó, flácida, la mano allí. Se imaginó que estaba en un elegante y amplio lugar con mucho ruido, a la espera de una señal para ponerse en pie y entrar en alguna acción distinguida: «Es un placer y un honor saludarle, Monsieur Rincón».

—¿Viste que se llevaron el mueble para forrarlo? —preguntó C.C., que estaba donde iba el mueble.

—Claro —dijo Bernardo desde la otra pared—, estuve aquí esta mañana cuando lo sacaron; me tocó ayudar. Te ves muy bien ahí, Cecé, junto a la lámpara y con tu bufanda, debajo de ese enorme cuadro —aunque de caerle encima, pensó la desnucaría—. No te muevas mucho —le previno—; lo tienes a tres centímetros de la cabeza.

C.C. volteó hacia arriba con cuidado para comprobarlo.

—Oui, Monsieur Rincón —asintió con una venia—. Lo tomaré en cuenta.

Del libro: Todo lugar (Fundarte, 1992)

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