Mañanas del Álamo, de Fedosy Santaella

05/ 03/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

Me gusta el Álamo por las mañanas, cuando se abre la puerta de la terraza y entra la luz y el mar. Nunca he visto quién abre esa puerta. Dudo incluso que alguien lo haga. Es más bien como si la casa despertara y luego bostezara. Lentamente, sosegada.

Esa puerta es la boca del Álamo. También podría ser su centro sagrado. Si estuviéramos en México o en Guatemala, podría pensarse que la casa fue alguna vez una pirámide. Ahí, montada sobre un cerrito tapiado con concreto y con sus sesenta escalones que llevan hacia la reja cancelada. Es como si unos conquistadores españoles la hubieran construido sobre un templo pagano. Un templo pagano sobre otro templo pagano. Una iglesia sobre otra iglesia.

Me gusta ir hasta el extremo opuesto, pararme en la penumbra y contemplar la luz de la puerta y el mar. El mar que está más allá de todo.

El cuadro se ve mejor cuando la sala está vacía, cuando no están las mujeres en el sofá fumando basuco. Aunque esa composición también tiene su belleza. Por lo general, las mujeres no hablan de lo fumadas que están, y eso las hace lucir más pictóricas, así saturadas de corpúsculos blanquísimos. Más Vermeer digamos. Vermeer caribeño y bajo fondo.

También me gusta el silencio. Es un silencio de verdad. Está hecho del roce de las patas de las arañas cuando tejen en las esquinas, del sonido estereofónico del mar, del eco de los sonidos que se produjeron durante la noche y de las notas diminutas que crea el aire que entra por las bocas de las botellas abiertas. Dentro de cada una de esas botellas crece un silbido imperceptible para el oído humano. Esos silbidos luego se alzan en el aire, se acoplan y se convierten en una voz o una melodía que los poetas mediocres que han pasado por el burdel confunden con las voces de unos dioses atávicos. Siempre habrá uno que otro pendejo, ¿no?

Sólo la mujer fantasma conoce el verdadero origen de esa orquesta de vientos mínimos y minimalistas. Sólo ella la escucha claramente y la disfruta a plenitud, con los ojos cerrados, sonriente. En más de una ocasión la mujer fantasma ha agradecido el haberse colgado en las vigas de esa casa. Ninguno de los que ahora viven ahí sabe cuándo ni por qué la mujer se suicidó; ella tampoco recuerda. Sólo puede decir que antes sufría y que ahora es agradable amanecer en la casa, pasearse por las esquinas e incluso sentarse con las fumonas.

A veces, las arañas bajan hasta la mujer fantasma y le regalan sus tejidos; ella los acepta con gusto y los usa como velos para hacerse visible. Entonces una que otra muchacha la ve, se persigna y le pide algo. Dicen que la mujer fantasma es la santa privada del Álamo. Que ha concedido favores. El Álamo tiene a su santa fantasma, pero nunca le montará un altar. El Álamo, en el fondo, es un lugar de buen gusto. No obstante, podrías buscar en las gavetas de las muchachas; ahí encontrarás cosas extrañas, como cartas escritas con letras torcidas y amarradas con ramitas. En una de esas cartas, Beatriz pide por la salud de su hijo enfermo. Su hijo enfermo que nunca terminará de crecer, que no mejora ni mejorará, pero que se mantiene vivo, y eso para Beatriz es un milagro. En otras gavetas también verás bolsitas de papel enrolladas en cuyo interior hay cabellos de clientes y de novios. Lourdes tiene un mechón de su novio Leo; ella espera que llegue el día en que él la saque de esa vaina. En aquellos cajones de la esperanza tampoco faltan barajitas de santos, rosarios y talismanes. El Álamo es una pirámide, una iglesia, un templo, y también un bosque con brujas donde ningún dios griego manda, ni siquiera Dionisios. A ése lo despedazaron hace siglos, y nunca lo remendarán. Ahora gobierna la mujer fantasma. La santa fantasma que todas, por lo menos una vez, han visto gracias a su manto tejido por arácnidos. Por las mañanas, eso sí, siempre por las mañanas. Porque nunca verás a la mujer fantasma de noche. Basta y sobra con los espectros de carne y hueso que invaden aquella casa después de la siete.

La mejor hora para verla, dicen, es esa en que el tiempo se detiene; el instante en que recién se acaba de abrir la puerta para dar paso a la luz y al mar. Esa hora que no tiene hora, justo antes de que Ulises empiece a calentar la sopa, y de que salga algún visitante ilustre como Trino Mora o un amanecido con ganas de seguir bebiendo en las mesas de afuera.

Un día, pasados unos minutos del intersticio eterno, llegó un taxi al Álamo. Un muchacho con aspecto extranjero se bajó y tocó el timbre. Ulises lo dejó pasar sin pronunciar palabra, hipnotizado casi. En el pequeño patio, el muchacho le mostró unos billetes y dijo «Yokasta». Ulises le hizo con la mano un gesto de aguardar y salió dando brinquitos al interior del burdel.

—¡Niñas, niñas, escuchen! —dijo a las que ya estaban en la sala fumando y hablando en el sofá—. Allá afuera está el hombre más bello que jamás hayan visto.

Las muchachas lo miraron sin hablar. Ulises estaba realmente en éxtasis, y ellas no tenían palabras para él, por el asombro de verlo en tal estado, y por el basuco.

—Está buscando a Yokasta —completó Ulises.

—Bueno, hazlo pasar —dijo Yokasta en la puerta de su cuarto, fresca, sobria. Era una mujer blanca, de labios prominentes, pómulos altos y ojos verdes y achinados. Más que hermosa era una mujer exótica, con un rostro que daba la sensación de estar en constante cambio hacia algo sublimemente salvaje. Un rostro como para quedarse explorándolo durante horas. Yokasta tenía además las tetas más grandes del burdel. Tetas naturales, blanquísimas y de aureolas gruesas y cariñosas. De vez en cuando, capitanes o segundos de a bordo llegaban preguntando por ella. De barco en barco, de puerto en puerto, se pasaban el dato. «En Puerto Cabello, en el Álamo, solicita a la divina Yokasta, no te arrepentirás.»

Ulises corrió a buscar al muchacho y lo trajo. Las niñas fumonas comprobaron que era realmente hermoso.

—Es casi un niño —dijo Yokasta.

—Pero es bello —dijo Ulises.

—Como todos los que parecen niños —replicó ella y entonces le hizo unas preguntas en inglés al recién llegado. Una vez que éste respondió, Yokasta dijo:

—Es marino y es griego —le lanzó dentelladas con la vista y, sin poder aguantarse más, agregó—: Todo un dios griego.

Acto seguido lo hizo pasar a la habitación y cerró la puerta.

Afuera, en su esquina, la mujer fantasma se sintió todavía más orgullosa de haber muerto en esa casa. En el sofá, las muchachas siguieron fumando basuco. En la cocina, Ulises revolvía la sopa de nuevo.

Y la mañana seguía avanzando, cada vez menos mañana.

Del libro: Ciudades que ya no existen (Fundación para la Cultura Urbana, 2010)

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