Música de entrecráneo, de Fernando Núñez Noda

15/ 08/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente
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Incluso sin que funcione ese gramófono de fondo en el cerebelo, que se activa a cada instante como guiado por una mano interna, incluso sin eso, el telón de atrás, la radiación musical de fondo permanece cuando mi mente enhebra y últimamente cuando mi corazón ama, como ahora, frente al gran patio de la Casa de los Amigos o, lo que es mejor, cuando estoy descuidado, que es casi siempre.

Todo el tiempo una música retumba en esa bóveda, hogar de Eco: súbitamente una percusión sin fin, las mil canciones que he escuchado, así como melodías que uno compone a fuerza de repetir patrones sonoros, por años y a veces improvisaciones, que surgen en el momento y luego se olvidan para siempre.

Cada segundo vibra una armonía en mi masa cerebral, en mi materia gris o en las membranas nasales, contagiando de ritmo mi espíritu y haciendo que los actos heterogéneos, casuales o no, tengan una especie de compás, de ilación dinámica que hace presuponer un Destino, aunque no lo haya.

Cuando la música se hace ubicua en el pensamiento, cuando se posesiona del mismísimo espacio interno, entonces decimos que nuestra vida, si se edita adecuadamente, puede tener una progresión dramática.

La música ocurre siempre pero no siempre se escucha. El agite de la vida, la esclavitud de la culpa, la angustia del futuro o simplemente el descuido, son circunstancias que nos hacen sordos a la ubicua melodía. Luego, cuando no lo imaginamos, ella surge como quien sube el volumen de un estéreo.

Ahora ¿cómo es eso? dirá usted. ¿Música? ¿Movimiento vibratorio del tímpano e incluso representación mental de la misma? ¿Me está usted hablando de música?

—Sí.

Este sonido armonizado se manifiesta de diversas formas, de acuerdo con los instrumentos y las pulsaciones espirituales que las produzcan. Nunca lo mental y lo físico produjeron tal sinergia, os digo, de eso pueden estar seguros.

Cuando estoy nervioso, por decir algo, para no mover excesivamente el pie, descargo energía con solos de batería «de lengua». Una ocasión deliciosa se acompasa con un cuarteto de cuerdas en la laringe. Los momento que llamo «griegos» van bien con un delicado soplo de entredientes emulando platillos. A veces la situación requiere un retumbe de tambores, ello es, aire que golpea el cielo de la boca.

Más allá —más adentro— la filarmónica completa hace sonar todos los instrumentos con el orgánico arsenal que guardamos en la cabeza. Más sorprendente aún es la orquesta total que la mente es capaz de ejecutar sin que, en efecto, nada vibre. Éste es un verdadero milagro de la reconstrucción: música etérea, hecha de puro pensamiento.

 

II. Nadie me cree.

Por eso estoy aquí, en la Casa de los Amigos, lugar donde he encontrado la mayor cantidad de personas que me creen.

Ahora ¿cómo hago para producir física o etéreamente esa música? ¿Cómo y por qué la oigo? Bien, para eso os haré una gira (o como dicen ahora, robado de los galos, un tour) por el teatro intracraneal, donde nace y se exacerba este milagro eólico.

La fábrica de melodías incluye principalmente la cara y sus órganos del gusto, así como aquellos sub—sistemas dedicados al intercambio de aire. Intervienen la boca: lengua y cielo. La tráquea: las cuerdas vocales y aquella indecible región donde lo nasal y lo bucal confluyen. El sentido auditivo y su entera cadena de huesecillos también están involucrados.

Instrumento fundamental es el tímpano, verdadero convertidor de vibraciones en pensamiento. Todo temblor óseo o muscular halla en el tímpano su centro vital, su imán. Para efectos musicales, los pulmones se comunican con el cerebro vía tímpano.

Yendo más allá, el tímpano es el auténtico representante de los presentimientos, de esas sensaciones súbitas de profunda comprensión que son mensajes que envía el propio espíritu, mensajes hechos de casi imperceptibles vibraciones, que el tímpano amplifica y distribuye, vía piel.

Una exacerbación del tímpano puede ser aniquiladora en el sentido de un rock estridente, pero sublime e incluso necesaria en otros momentos. El estómago es oído por el tímpano, los intestinos también y, sobre todo, el corazón. Bueno, el mío está roto y no es para menos. Aunque guardo esperanzas, lo cual significa que no está irremisiblemente roto.

Las combinaciones que se pueden hacer con todos los sistemas orquestales y el tímpano son vastas (debo pensar sin pausa para no recordar la rotura), sobre todo cuando interviene la sensación táctil interna, que le da una tridimensionalidad física a la música de entrecráneo. Eso significa que el tímpano es capaz de amplificar el estremecimiento interno de huesos y tejidos, el batir de las pestañas, un corrientazo en las paredes del estómago.

Ja, ja. Perdonen la risa, pero es que me imagino a usted haciéndose la pregunta: «¿Qué dice éste?». Y yo replico: música, emulación de sinfonías mozartianas o largas repeticiones de coros afrolatinos, no importa qué sino que ocurra. Aquí la abundancia es bienvenida, porque debe llenar absolutamente todos los momentos de la vida. Incluso el sueño.

Ja. Soy como una estación de televisión, o una emisora de radio, que emite información veinticuatro horas al día. En mi caso, es música, a veces cantada, casi siempre no, indetenible, a veces —lo confieso— no bienvenida, pero producida bajo el imperio de una necesidad. De algo que soy yo.

El sistema nasal es, a la vez, una orquesta de viento y un amplificador. La lengua, sacudida como un látigo pero inmovilizada ipso facto genera un golpe de batería. Las distancias entre estos golpes, así como las variaciones de intensidad de los mismos crean virtualmente cualquier ritmo, toda vez que son limitados en sus patrones esenciales y se complementan con el choque —yo diría castañeo— de los dientes. Puedo tocar jazz, blues y rock and roll al combinar esta batería con el bajo nasal.

Para vuestra sorpresa os digo que puedo hacer sonar golpes simultáneos de batería y si necesito apoyo, mis dientes producen un límpido aunque limitado rango de repiques de tambor. Estoy cubierto en la percusión: el bajo son la nariz y la acústica del oído interno. La batería es esa combinación de lengua latigosa con dientes que castañean como movidos por gélido clima.

El instrumento más impactante es el respirón, el acto de inhalar haciendo que vibren las mejillas, aunque muy, muy suavemente.

Yo empecé, entonces, por una consecuencia musical, una degeneración, dirían muchos. El blues, el jazz y rock me parecían géneros perfectos para el desarrollo de percusión. El blues es un gran minimalismo, una reducción a lo básico, por eso se resuelve con un golpeteo de tuntún tuntún sobre el muslo, algo rápido. El bajo es fácil pero la armónica no tanto. Se logra cerrando mucho la boca, pero no como un agujero concéntrico, sino como una ranura de apertura muy pequeña. Ese cerrar y abrir, por medio de la vibración eólica de la comisura de los labios, junto a un aire exhalado que suena a combinaciones de «u» (u, ua, iua), es una armónica.

El jazz es más orquestal, pero en general no puede prescindir de los platillos, que como generan un sonido de «chi», agudo, hace mucho ruido aunque esté solo.

Si me pongo a ver, la necesidad de producir sonidos armonizados —esa bendición y esa condena, a la vez— me obliga a colocar automáticamente largos, larguísimos estribillos y ritmos de batería y bajo que duran horas y horas, mientras otras cosas hago, mientras hablo, mientras duermo, lo que sea.

El problema con la percusión es simple y Louis Armstrong lo entendería al instante: me quedo sin capacidad para emular la guitarra y el piano. La primera es lengua haciendo tarán (o trán). El segundo es también nasal, tarán linguístico y campaneo del cielo de la boca transformado en improvisada «bóveda».

Pero no puedo tocar los dos sistemas musicales (percusión y cuerdas) a la vez. Mis capacidades aérea, muscular y adiposa no dan para eso. De modo que imagino. Todo lo que no puedo tocar físicamente lo imagino. Me imagino tocándolo.

Si por medio de mis músculos organizo las vibraciones eólicas u óseas, es por medio de mi imaginación que lleno la galería con la música que no puedo tocar. El efecto es sorprendente: una sola canción, simultánea y a veces más ruidosa en el lado estrictamente imaginario, hace que mi saco de átomos, entero, se sacuda, se transporte, se separe del alma y deje llegar ese espíritu al paraíso de los músicos, donde —se los juro— veo a Bach y al campesino joropero, discutiendo precisamente de coplas.

No sé porqué, pero siempre me imagino el cielo de los músicos como un bar. Alguien inventó un malévolo concurso: un genio musical saca un papel del sombrero de copa, allí está escrito un género musical completamente nuevo. A Mozart le toca un rock sinfónico; a Wagner un joropo guariqueño y a Dvorak una salsa.

No me puedo imaginar la tertulia de Amadeus con Roger Waters. Ni la teutona disquisición con el Carrao de Palmarito. Menos la del genial checo con Héctor Lavoe.

— Su pieza «Tiempo» de El Lado Oscuro de la Luna es original y tan irónica. Sin embargo, le he hecho unos pequeños arreglos: la dividí en tres secuencias, luego toqué cada una al revés en dos tempos distintos.

— Mire señor Ricardo, usted me está poniendo esa copla demasiado espectacular.

— No sé cómo armonizar el cuarteto de cuerdas con la frase: «y nos vamo´al bembé».

Bueno, estos divertimentos, imaginerías que me hacen divagar y olvidar un poco mi dulcinea, mujer que cura heridas físicas pero no espirituales, me distraen un poco aquí con mi bata de baño, cruzada, sentado estoy y ya miro una estrella, a lo lejos.

 

III. Mis días en la Casa de los Amigos no siempre son felices. De hecho, los caracteriza una cruel monotonía y los acontecimientos relevantes implican el dolor de alguien. Mis compañeros son solidarios, pero también pasan mucho tiempo ellos mismos, dentro de sí mismos, escuchando su música esférica.

Tengo dos días sin ver a Eurídice. Su perfil puntiagudo, sus labios carnosos, como un corazón girado a la mitad.

Cuando la vi entrar por primera vez a la Casa estallaron mil violines. Suena cursi, digamos, demodè. Pero así fue, el violento y seco choque de miles de cuerdas vibrando en la inmensidad, dejadas en libre faena de deshacerse, para fundirse con el silencio vibratorio de su paso. Las flautas comenzaron mucho después, cuando penetró el caserón.

(La Casa de los Amigos se divide en dos partes: el caserón y lo demás.)

Me gusta estar en lo demás: amplio patio y un paisaje sin igual al frente, montañas nudosas y azules de la Cordillera de la Costa, en este lado del mar. Siempre he sabido que Eurídice es del mar, de la llanura que muere en las olas. ¡Ah, las olas, las formas del universo, las ondas musicales de Pitágoras!

Formas, que se solidifican en su torso, por ejemplo. Yo no puedo mirar su perfil sin deslizar un dedo imaginario por las curvas que la separan de la tarde y ese recorrido de mi índice ocurre como un solo de cello. No se porqué, pero es así. Cuando se acerca, a veces son tambores que laten en mi corazón o como gritos lejanos que rebotan en mis paredes internas.

El amor llena mis galerías con una música que fluye sola, por sí misma, no necesita premeditación. Pienso en otra cosa pero allí está. No me necesita, la música.

Y parece que ella tampoco. La otra. A quien llamo Eurídice. Porque ella tiene otro nombre, un nombre falso con el que se burlan de mí, porque la llaman así para que yo olvide esa palabra original. De hecho, lo hago a cada instante y para mí ya no tiene sentido otra cosa que Eurídice.

El problema, lo diré, es que alguien, aquí, en la mismísima Casa de los Amigos, le ha robado a mi amada mujer de blanco su sentido más precioso. Es decir, no precioso en sí mismo, sino en relación con mi exclusiva forma desbocada de expresar mi totalidad. No sé porqué, pero como no me oye nuestro amor atraviesa momentos tormentosos, al menos para mí. Antes mis flautas llamaban su atención a muchos metros de distancia, cuando sostenía esas extrañas piezas que yo me imagino instrumentos musicales de mímica.

Se acercaba, yo le hablaba de mis temas habituales: el bar de los músicos muertos y cosas así, ella me acariciaba el pelo, me escrutaba, quería saber tanto de mí. Ahora no, ahora pasa de largo, dedica tanto tiempo a los otros, los celos (que aunque no lo crean son cellos) me incineran por dentro.

No sé qué pasa, repito. Yo la afronto, sin mirarnos, pero ejecuto despacio y noble, como un largo suspiro que busca atrapar, frenar ese caminar incesante. No hay eco. Luego voy más largo que despacio, como un adagio o entre adagio y andante o moderato o alegretto… A veces esputo los solos de trombón, libero a Armstrong, a Von Karajan, a toda esa gente, Amadeus viene en mi ayuda, sacudo el botiquín de los músicos: Dvorak, borracho, me dice que no puede porque está ocupado.

A veces he pensado que puede ser cera, creo incluso haberlos visto: pequeños tapones de cera. Esa es una circunstancia que explicaría muchos momentos… de incomprensión, de una mirada fugaz, como indagando cuál es la motivación real del aria de Rossini cuando ocurre en mis adentros y se proyecta al afuera. Antes podía, ahora no puedo. Sin embargo, estoy en la Casa de los Amigos ¿por qué no habré de poder?

Les narraré esta imagen patética: ella entra, majestuosa, de blanco velo ajustado, con sus instrumentos, yo me le acerco, soy su sombra momentánea y toco con toda la orquesta, con las cuerdas bucales y las imaginativas, las bato salvajemente, desato los coros de cientos de voces que gritan mi hastío y Eurídice no los oye. Me acerco más y nada. La Casa de los Amigos tiene largos corredores. Llega el final de recorrido, ella sigue, yo me detengo, aquí termina mi mundo.

Otra noche sin entender, componiendo la próxima melodía. Quizá mañana si penetre esa concha de silencio y de distancia. Por ahora me voy porque veo a mis amigos, uno por uno, ser gentilmente conducidos por los de blanco hacia el «ala norte». Nos vamos a dormir y a soñar con el afuera.

Y yo con mi melodioso tormento de mañana.

Del libro: La rebelión de los espejos (Comala, 2001)

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