¿Que diria Mario Briceño Iragorry, qué diría?, por Carlos Yusti

25/ 03/ 2013 | Categorías: Opinión

Una licenciada en Artes, criticando alguno de mis libros, aseguró (en tono de perdonavidas) que mis «ensayos» no pasaban de ser un veto a la postmodernidad. Que me regodeaba escribiendo sobre autores clásicos para quedarme varado en la playa idílica de la modernidad. Remataba su faena crítica exclamando, con un tono burlón, sobre lo que diría Don Mario Briceño Iragorry si leyera mis escritos.

La crítica me tomó por sorpresa. A mí como escritor siempre me ha interesado más el prostíbulo que la postmodernidad. No respondí en su momento porque estoy consciente que la Universidad no convierte en escritor a ningún hijo de vecina licenciándolo en Artes ni en Letras. Además como yo he tratado de convertirme en escritor en la ruleta rusa de la calle, sin título que certifique mi oficio, mi respuesta iba a tener ese tono inefable del resentido social.

Lo dicho, no me produce insomnio ni monstruos el sueño de la razón postmoderna. Por otra parte detesto las playas idílicas y soy más bien un frotaesquina de los laberintos urbanos, amante de la bronca y el jaleo. Además Iragorry, Arturo Uslar Pietri y Mariano Picón Salas (insignes ensayistas y escritores venezolanos) para mí son unas carracas insufribles a los que he leído, sin pedantería, para cumplir con la tarea. Poco me ha enseñado un beato, un profesor y un frustrado que quiso ser novelista de talla como Gallegos y sólo estuvo jadeando en las arenas movedizas del ensayo. Reconozco claro, en ellos esa gran precisión al momento de utilizar el lenguaje, sus eruditos enfoques, pero creo que estaban preocupados en la imparcialidad impecable del estilo, olvidando angelizar la frase. Desestimaron la necesidad de organizar las palabras con más música y menos almidón doctoral. Mis modelos de ensayistas son Juan Nuño, Elisa Lerner, José Ignacio Cabrujas, Santiago Key Ayala y María Fernanda Palacios.

A mí lo que hubiera gustado es ser un escritor light. O sea un escritor en esa tónica de Paulo Coelho, quien lee los cuentos tradicionales chinos y con las verduritas, como diría Cortázar, que toma a cada tanto va confeccionando su escritura de tópicos de iluminación y autoayuda. También me gustaría escribir telenovelas para convertir mis gazapos e ignorancias, con respecto al lenguaje, en pautas y muletillas para que el respetable las convierta en moneda corriente del habla cotidiana. Pero no, infectado por la ingenuidad suprema sobre la alta misión del escritor en sociedad, uno se cree llamado a enduendar la vida a través de la literatura.

Uno hubiese querido ser un nostálgico anacrónico que asume esto de la escribidera, como lo expresara mi madre, por eso de la bohemia, por eso de la tertulia más etílica que ética, por formar parte de una asociación de escritores, una peña literaria o de una República del Este de las letras.

Lo escrito por Carlos Villaverde retrata mejor este asunto: «Los nostálgicos —incluso de buena fe— añoran aquellas asociaciones de escritores que escribían poemas «críticos» a los presidentes que «sufría» el país y debatían entre alcohol y pendejadas el destino «inminente» de la patria «hermosa y fecunda» donde todos seríamos una mezcla de Simenón con Borges; o de Cortázar con Hemingway. Nada de eso ha ocurrido. Hemos devenido en funcionarios de «quince y último» (con sus admirables excepciones) y en silenciosos acompañantes de la ópera que nos monten desde los gobiernos».

Luego, con los ninguneos editoriales y los empeñones que te dan las roscas literarias va uno descubriendo que este oficio de las letras es una cabronada, que este es un oficio de egos enfrentados, de zancadillas y hambre garantizada. Que uno tiene que ejercer otros trabajos para verle la costra al pan, que muchas veces debe hacerla de puta de las letras, de «negro» tarifado para comprender de que coño va la realidad y donde empieza la ficción de las palabras y las metáforas.

Los licenciados en Arte, los profesores de Castellano y Literatura y los escritores funcionarios no tienen porque vérsela negras con ese saber/sabor de la lengua, no necesitan trabajar la hojalata del lenguaje para sacarle algún brillo. Para ellos la literatura es sólo material de trabajo para simposios y revistas arbitradas especialísimas que nadie lee. Para ellos la literatura es una clase bien planificada que adormila al más tigrazo, cuando barajan los términos de postmodernidad, literatura comparada, estructuralismo y demás papilla académica. La literatura como actividad creadora no se encuentra en las universidades, ni en las revistas arbitradas, ni en los cursos de postgrado; la genuina literatura se forja en feos cuartos alquilados, en buhardillas cochambrosas donde los sueños y las palabras tratan de darle coherencia y poesía al mundo no siempre poético ni hermoso.

La historia de nuestra literatura es la historia del boato y el partido. Andrés Eloy Blanco no es el poeta del pueblo, sino de Acción Democrática. Con esto no quiero menospreciar su obra, pero aquí se han dado mejores poetas que Andrés Eloy, no obstante quizá los otros poetas no estuvieron a la altura para pulsar las cuerdas de la cursilería mundana, no estuvieron a tono con la sensiblería de unos angelitos negros; que si uno aguza bien la vista podrá distinguir a lo lejos que se trata de zamuros sobrevolando la carroña dejada por el partido y sus enquistados militantes. La historia de nuestra literatura es la historia de las falsas promesas, de los bebederos insignes, de los poetas acribillados por el alcohol a la par que escriben «70 poemas estalinistas» o «Amanecí de bala» y en verdad amanecen con un ratón al cual hay que alejar con una birra que esté «como culo de foca».

Nuestra travesía escritural tiene sus santones literarios, su encoñados autores de la oficialidad sin obra, pero con una plusvalía curricular bastante extensa y proporcional a su burocracia a la hora de encarar la hoja en blanco. Ante este panorama desolador es imprescindible reivindicar a un tracalero y trampista como Rafael Bolívar Coronado, cuya única plusvalía fue la literatura, la suya y la que fue inventándole a los escritores connotados de su época. Tuvo claro que como él no era nadie en la república de las letras debía usurpar el nombre de los consagrados para ser alguien y así publicar tratando de quitarle, según sus propias palabras, «las telarañas a las muelas».

En nuestra historia literaria hay muchos escritores excluidos, muchos mediocres encumbrados, mucho estructuralista pendejo que ahora escribe de la postmodernidad para estar a tono con la moda así como antaño lo hicieron con el estructuralismo, de escritores que viven quejándose por la falta de lectores, cuando en verdad se necesitan autores que no aburran tanto con sus experimentalismos, como si la literatura fuera un laboratorio y los lectores pequeños roedores que al final terminan enterándose quien les robó el queso.

No sé qué diría Don Mario Briceño Iragorry, sobre la realidad política y cultural del país, sobre la pstmodernidad o con respecto a nuestros escritores que ahora se dedican a estampar la firma en manifiestos, que de seguro fueron redactados por el bedel de la Universidad, a favor, o en contra, de los derechos creadores del pueblo y la libertad y con este gesto, con aires de 19 de abril, ya creen haber cumplido con sus deberes ciudadanos.

Ni idea que diría Don Mario, de todo este marasmo político, de este país saturado de mensajes, pero donde el país sigue sin un destino cierto.

Aunque yo si puedo escribir/decir que «Mensaje sin destino» es uno de los textos más pavosos y crípticos de la ensayística nacional. Que me niego a escribir como Don Mario y que preferiría escribir como Delia Fiallo y compañía. Como se sabe las telenovelas ocurren en países indeterminados, en países virtuales donde no hay niños de la calle, ni huelgas, pero en las que abundan los conflictos amoroso—uretrales que venden detergentes y elevan la sintonía. Que no me siento en disposición de escribir un pizarrón semanal para enseñarles a palurdos lectores el abecedario de la universalidad con enciclopedia incluida. Que la academia de la lengua no salva a los escritores ni al lenguaje. Que más útiles son las academias para aprender a conducir. Que otros hagan literatura peinada como al estilo del primero de la clase. Que yo sólo quiero hacer burocracia escribiendo en la sección «carta de los lectores». Que otros escriban la gran obra en papel Biblia y que me dejen la hoja de los baños públicos, inigualable trinchera de escritores postmodernos y miniminalistas.

En nuestro país, pese a quien le pese, tienen más relevancia y centimetraje de prensa nuestros ignorantes políticos; ellos son la conciencia ética y espiritual del soberano. Nuestros políticos al menos hacen reír a la gente cuando meten pie y eso se agradece. La incultura nacional no les perdona a sus escritores su seriedad, su engolamiento y esa elevada autoestima de la que hacen gala. No les perdona su petulancia rebuscada, sus currículos abultados de pura nadería. No les perdona su escritura aburrida y laudatoria que cuida mucho las faltas políticas y ortográficas. Por eso la gente lee a Coelho, por eso mira con fruición telenovelas.

Aquí hay mucha hipocresía a la hora de escribir, mucha beatería ensopada/ solapada, mucha disfunción eréctil a la hora de asumir la literatura como una fiesta canalla. Quizá Don Mario diría con su erudito estilo: Carniceros con las manos limpias, verdugos que han sustituido el hacha por el sello ministerial y escritores con computadora, eso es la postmodernidad.

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Un Comentario a “¿Que diria Mario Briceño Iragorry, qué diría?, por Carlos Yusti”

  1. daniela dice:

    que flojera da este tema…. castelllano es lo peooooooor..

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