Sal del llanto, sal del canto, de Rafael Castillo Zapata
21/ 03/ 2013 | Categorías: Lo más reciente, ReseñasLa escritura es siempre residual. Todo texto es un resto, lo que sobrevive a una experiencia que más allá de la escritura misma como engendramiento de lo que no está primero ni antes que ella, precediéndola, sobrevive en lo significado como hueco. Todo texto se funda pues en un vacío. Todo texto está siempre en falta con algo que, sin antecederlo, puesto que el texto en su progresión, en su tejerse, inaugura algo que no existe antes de su despliegue —y es, por tanto, él mismo, en sí mismo, puro acontecimiento—, lo sostiene desamparándolo: el núcleo vivo de una presencia que no aparece nunca en la secuencia explícita de los signos y que sin embargo hala, templa, agarra desde el fondo la tela toda del tejido narrado.
En Este resto de llanto que me queda Alfredo Armas Alfonzo ha tematizado esta experiencia haciendo de ella un acontecimiento de escritura: el relato mismo es la huella, el resto, el despojo, el escombro de un encuentro verificable en el itinerario vital del artista —y, en este sentido, el componente biográfico es explícito y muy marcado— cuya rememoración da lugar a un ejercicio de recuperación que muestra, a lo largo de su decurso, las marcas características de un proceso necesariamente fragmentario e intempestivo, fracturado por los baches de la memoria y las infructuosidades de una materia reacia que se resiste a ser capturada en la escritura, no sólo por la distancia temporal, sino, sobre todo, diría yo, por la intensidad apasionada con la que ella permanece viva en el corazón de quien la evoca. El narrador es muy consciente de esta dificultad, de este obstáculo que la escritura sólo puede salvar reconociendo su propia precariedad y aventurando desvíos y estratagemas discursivas: «Los sueños —dice— no siempre se pueden relatar como las historias, y produce mucho dolor recomponer los días más aciagos de la adolescencia o del fin de la infancia, ésta sobre todo, cuando en la piel abierta se vierte la sal del llanto.»
Uno podría decirse, ciertamente, que Este resto de llanto que me queda es un texto con la piel abierta; piel sobre la que, efectivamente, se vierte la sal del llanto. Un texto doloroso desde su raíz pero que, en su composición —y en esto radica precisamente la maestría de su acabado, el logro de su inconfundible tono—, trasciende este dolor haciéndolo dolor verbal, no dolor temático. Así, la sal del llanto que se vierte sobre ese texto en carne viva que trata de recomponer los días más aciagos del narrador —los días de la muerte de una muchacha amada— se convierte en sal del canto, en sal de canto. Porque Este resto de llanto que me queda es, sin duda, eso: un canto, una elegía rota por la propia potencia de la presencia que invoca, por la potencia apasionada de la invocación misma. Canto, pues, doloroso en el sentido de que muestra lo que duelen las palabras de toda invocación, el sentimiento de lo que huye en el vocablo que trata de hacer presente lo que ya no está, lo que ya no puede estar porque está él, el vocablo, que suple, que suplanta, que ocupa el lugar imposible de lo imposible de recuperar. Canto, entonces, fracturado, fragmentado, desigual en sus porciones y proporciones, en su sintaxis. Y, no obstante, —porque si no, no sería canto— canto medido, canto acompasado, canto enhebrado, canto concertado.
En uno de los episodios más emblemáticos del texto, el narrador trata de reconstruir las cartas que una enigmática dama rompe y lanza hacia la playa donde el viento las desperdiga y disemina en pedazos inconexos: «intenta reconstruir el poema, esas letras de rigurosa caligrafía de juez penal que se dispersan en los papeles rotos con cierto impertinente desdén. […] Ha puesto cada trozo de papel sostenido por una piedra suficientemente apropiada para que el viento no disperse esos sentimientos tan cruelmente despreciados.» Esto es lo que hace el narrador. Pero es eso mismo lo que hace el texto del relato al intentar reconstruir, desde las intermitencias de la memoria, un discurso que haga presente la magnitud inabarcable de su pasión adolescente frente al lector. Texto que reconstruye lo perdido en una sintaxis recurrente, que en la dispersión se vuelve sobre lo desperdigado para tratar de unirlo, intentando armar un rompecabezas alegórico a partir de las versiones y reversiones que sobre los hechos y sobre sí mismo va haciendo obsesivamente. El texto no consiste sino en este movimiento incansable de reintentar cada vez una nueva combinatoria posible de los fragmentos. Y el lector participa de este proceso sin darse apenas cuenta: él mismo es empujado a actuar como un coleccionista de fragmentos que debe ordenar, como mejor pueda, su colección. Y éste, me parece, es uno de los ganchos maravillosos que imantan la belleza y el poder de seducción de Este resto de llanto que me queda.
Mina alegórica, canto que cuenta y recuenta los fragmentos de la memoria doliente del deudo que no olvida, testimonio que se erige a partir de las cenizas de la amada muerta, el relato de Armas Alfonzo es una compleja red de voces que se superponen, discontinuas, fantasmales, componiendo una suerte de contrapunto que resuena, tal vez, como una fuga, con sus separaciones y sus acercamientos, sus desarrollos paralelos, sus variaciones a partir de un mismo tema que reaparece modificado y, no obstante, sosteniendo un sentido que, en medio de la multiplicidad, mantiene la consistencia y la coherencia de todo el edificio sonoro y semántico que hace efectivamente, sin metáfora, de este cuento un canto. Y es que la prosa de Armas Alfonzo canta. La colección de nombres aquí supera la medida del afán erudito y se desborda como manifestación de una plenitud verbal admirable: la riqueza toponímica, la abundancia de las denominaciones de especies vegetales, minerales y animales es prodigiosa; la contundencia apelativa de los nombres propios, eficaz. Un sustantivo convertido en adjetivo resume en un trazo párrafos de explicaciones descriptivas. Una sutil economía de la abundancia y de la conducción contenida hace del texto una materia al mismo tiempo pródiga y sobria, minuciosa y sugerente. Canto de los nombres, pues, texto en el que los nombres cantan, pero donde también canta la sintaxis con los desniveles tonales propios de la enunciación oral, de modo que el relato se aproxima ambiguamente, no sólo al poema —al poema lírico del cual, dicho sea de paso, el texto está plagado, desde los sucesivos epígrafes, hasta los poemas que el narrador evoca, o las letras de tangos y de boleros que el narrador evoca, canto por todas partes, trepando por las paredes de las páginas, alto, bajo, lento, largo—, sino a la parábola, al relato popular, a la leyenda.
Se sabe que de este libro Armas Alfonso intentó tres versiones, lo cual no hace sino confirmar la idea que nos hacemos al leer la que tenemos entre manos: que no hay versión definitiva del texto, que el texto mismo es una versión de otra versión, que el relato es el resultado de la descomposición y recomposición de un relato anterior que se invierte, se revierte, se convierte, se diversifica ad infinitud.
Hay llanto en este libro, y la sal de lo que llora no siempre en él escapa a la tentación del empalagamiento (por algún límite que toca con lo cursi, del cual sin duda también se nutre).
Hay canto en este libro, y la sal de lo que canta decanta el espinoso tema del amor descomponiéndolo en elegía rota, en diversión de voces, en superposición de planos, en desvíos, en saltos, en suspensos, que afirman la vigencia de su expresión, la incuestionable eficacia narrativa de su estilo. Libro, pues, absolutamente contemporáneo, modélico en su capacidad de riesgo y de aventura.
Sobre el libro: Este resto de llanto que me queda, de Alfredo Armas Alfonzo (Thule Ediciones,2005)
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