Secuestro, de Luis Barrera Linares
02/ 08/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteBruca Maniguá, su socio, le había telefoneado muy temprano para informarle que era preciso poner en movimiento todo el personal de la «oficina de servicios detectivescos especiales», ya que unos señores de malas costumbres le habían participado la noche anterior que tenían secuestrado a su hijo, a la secretaria de la oficina y al mensajero motorizado que diariamente se quebraba las espaldas recorriendo la ciudad de polo norte a polo sur, a objeto de mantenerse en forma obligada cumpliendo con sus deberes. A decir verdad, a Ramón le sonaba muy extraño lo de la secretaría puesto que, siendo socio de la empresa, nunca se enteró de que tuvieran una. Le daba un cierto dolor de riñones tener que pagar ahora una recompensa por lo que estaba seguro que no era más que un chance de esos que Bruca Maniguá encontraba cada vez que juraba amor eterno a su esposa y le agregaba que con esa vaina del sida él no sería capaz de fornicar extraconyugalmente ni siquiera con una mosca. De todas maneras, el viejo lobo Garzón sabía que la joven zorra esposa de Bruca no le creía ni un centímetro de sus palabras desmedidas y que si esta vez no había gato por liebre, al menos estaban tratando de venderle una pepita que no era precisamente de oro. Pasó de nuevo la mano derecha por su boca fofa, hizo un gesto típico de detective privado de película italiana, tomó el paraguas que nunca usaba para parar el agua sino para lucir europeo, y se dispuso a salir a luchar por la justicia, cual supermán tropical subdesarrollado.
Bruca Maniguá le había dicho que si no encontraba a su hijo, a su amante y a su motorizado, en menos de lo que cantaba un gallo, entonces tomaría las medidas necesarias para que fuera al otro día a despedirse de la «oficina», recogiera sus pertenencias y se fuera al mismísimo a fungir de detective en otras tierras, lo que no había podido fingir en éstas. Bruca, también conosureño, de San Miguel, —Tucumán, para mayores señas—, sabía que la debilidad de los porteños era precisamente que como vivían en un chantaje permanente, sentían pavor cuando se les amenazaba con sacar al aire sus trapos sucios (y también los limpios, si los tuvieran). Y Salomón era obviamente eso, porteño, pero de verdad del puerto: presuntamente, era esta una de las pocas verdades que hubiera dicho alguna vez en su vida, aunque jamás se atrevió a agregar que realmente su original destreza provenía de un puerto del Uruguay, donde de niño había aprendido el arte de la demagogia y la fanfarronería. Su apellido, incluso, lo había adoptado gracias a la afición de uno de sus abuelos por los vinos y las putas francesas. Más tarde, ya adolescente, decidió que sabía demasiado para seguir en una ciudadela como Montevideo y optó por respirar los buenos aires de un puerto mayor, hasta adquirir la nacionalidad de Evita Perón. «Quiero ser Evito, el masculino de Evita, y evitaré que alguna vez se sepa que desde el llano adentro vengo». Fue lo que pensó y grabó en su memoria una vez que tomó la decisión de llegar a ser capaz de engañar a quienes se creían la tapa del frasco del continente latinoamericano. Pero lo acogotó la pudibundez de una ciudad como aquella y entonces descubrió que todos los caminos conducían a Caracas. De ésta se rumoreaban mil leyendas: fundada por idiotas, habitada por idiotas, y gobernada por idiotas, parecía el pasto propicio para sus ansias de vaca sagrada. Estaba seguro de que muchas cosas cambiarían allí con la presencia de un auténtico conosureño como él. Su genio y su labia resonarían y harían crecer aquella poblada de eunucos que, como buenos herederos de tribus atrasadas, no habían sido capaces de desarrollarse en el campo de la investigación privada. Suponía que nadie allí sabría que se necesitaba haber ejercido mil profesiones antes de convertirse en detective. Cuando a la salida de la aduana le preguntaron por su profesión, se llenó la boca con aire de orgullo para decir: «Soy lo que aquí necesiten, desde un vulgar plomero hasta un mofletudo magistrado de la corte, escriba usted la profesión que más le agrade, aunque debe bastarle con mi palabra puesto que, como se sabe en todas partes, las dictaduras acabaron con todos los diplomas y certificados de nuestra raza. Sepa que me gradué con honores pagando buenos honorarios a mis honorables maestros. ¿Viste?».
Y el hombrecito escribió en la planilla de inmigración lo que se le decía. No podía creer que hubiera falsedad alguna en aquella cadena segura y certera de palabras bien pronunciadas y puestas todas en su santo lugar. Más adelante, las puertas electrónicas se abrieron a toda velocidad para dar paso a la gloria inmarcesible que nos llegaba desde las alturas de la Suiza de América. «Buenos dias, buenos aires, señor, soy de allá pero no voseo. Soy una maravilla en lo que usted desee, señor. Tengo un amplio currículo y una inmensa canícula para cualquier oficio, ocupación o profesión. Haré lo que usted mande, señor. Quiero decirle también, señor Bruca, que lo que mejor practico es la investigación privada, que he sido por más de treinta años investigador de la vida privada de mucha gente, soy sabueso y sabroso (Experto en archivo, balística y criminología). Aquí vengo a rendirme a sus pies, señor, Bruca, sí, me ha dicho su merced que se llama Bruca Maniguá, pero supongo que eso debe ser un nombre artístico o algo parecido, ¿no, señor? (Abundoso en criptografía e implacable en dactiloscopia). Si no lo es, disculpe usted, jefe, claro, ya puedo llamarlo jefe, a partir de este momento es usted mi jefe y asumo mi conducta de subordinado (Ducho en derecho penal y maestro grafotécnico). Porteño, si, supongo que es porteño y debe saber que la gente que más admiro en mi país es la porteña. Son seguros, decididos, arriesgados (Nadie me supera en medicina legal y peritaje) No se parecen a los tucumaneses que por el contrario son temerosos, embusteros y aduladores, (implacable en defensa personal). No, no, no se preocupe, estoy bien aquí, de pie, ya sabe usted que como bien dijera Don Jacinto Benavente los árboles son poemas que mueren de pie quebrado, parados. (¿No fue él), es decir, señor, quiero demostrarle que soy desde este momento su más ferviente servidor y que precisamente he venido a este pais a trabajar con hombres como usted, (¡ni qué decir de mis profundos conocimientos en psicología criminal!). Si me necesita, señor, llámeme, no le importe la hora, llámeme y úseme (no encontrará a nadie mejor en retratos hablados), utilice mis servicios, pues, le aseguro que no se arrepentirá…
Y Bruca, conocedor absoluto de la verborrea de su propia raza, no se detuvo a pedir aclaratorias sobre lo de los habitantes de Tucumán; había decidido nombrar a Ramón Salomón ayudante de órdenes, que era un cargo creado en su empresa para que no fuera igual que las demás. Ayudante de órdenes quería decir entonces cumplidor de mandatos o ejecutor de exhortaciones. Ramón Salomón sintió que lo estaban nombrando y que eso era lo más importante. De lo demás se encargaría él con su astucia y con sus dotes de buen saltarin. Lo primero que haría sería tratar de desplazar al otro entrometido que hacía de socio de la oficina. Luego vendría el paso final: adueñarse de lo que aún no era suyo pero que podía llegar a serlo. Tres meses transcurrieron y un socio de la compañía era echado por malversación de fondos malhabidos. Garzón se sentó entonces en el sillón de su antecesor e intuyó que era la oportunidad para fumar su primer habano. «Lo demás viene por añadidura», se dijo, antes de acercar el cenicero y colocar sus zapatos de charol sobre el escritorio.
Dos años después, era el segundo accionista de la oficina y decidía a su antojo. Se había aprovechado de las debilidades «culométricas» (su palabra iba adelante) de Bruca Maniguá y de las imbecilidades de uno de los motorizados, a quien había ordenado hacerse llamar «motorista» y no motorizado, so pena de ser despedido a la mayor brevedad posible. Nunca había sabido nada de la investigación privada en realidad aún no lo sabia, pero al menos ahora era imperturbable al aparentar que sí conocía de eso, y mucho más de lo que cualquiera pudiera imaginar. No obstante, su momento parecía haber llegado esa madrugada cuando levantó el auricular y supo por la voz electrónica de su contestadora que el hijo de Bruca había sido sometido al más vil y vilipendiado de los secuestros. Llamó inmediatamente, pero nadie respondió, hasta que más tarde recibió la noticia definitiva por labios del propio padre que ya lucía desesperadamente abrumado. Desde el primer día. jamás había tenido un caso real en sus manos. Siempre le había tocado trabajar con esposas neuróticas de esas que mandan a perseguir a sus maridos cuando sospechan que andan en oscuras andanzas. Siempre supo Ramon salir airoso al confesarle a las señoras que si era verdad lo de las sospechas y que ya podían ir preparando los papeles del divorcio a objeto de convertir en realidad las amenazas. Nunca supuso Salomón que su prueba de fuego seria precisamente la recuperación del hijo de su mas cercano competidor en la oficina. Pensó entonces diseñar una estrategia por si acaso no podía resolver el caso de la casa y salió disparado hacia la oficina a interrogar a su socio. Llegó con las cejas fruncidas como buen detective, se sentó, pidió al mensajero, segundo motorista de a bordo, un café sin azúcar, y sacó su pipa barilochense, antes de sentarse a consolar a Bruca Maniguá que no temía tanto por el secuestro del niño, sino porque se llegara a descubrir que la secretaria secuestrada ni era secretaria ni estaba secuestrada. Era justamente ella quien había planeado todo, lo había amenazado con llevarse al niño y no devolverlo hasta que Bruca no resolviera facilitarle su vida con un apartamento en el este de la ciudad. Fue entonces la noche anterior cuando decidió poner en práctica su amenaza. Salieron de paseo y a Bruca se le ocurrió que si llevaba al niño, tendría la excusa perfecta con su inocente esposa legal. Los dos años del pequeño eran la mejor prueba de que aún no tenía la suficiente malicia como para darse cuenta de que su papá andaba en malas intenciones con aquella morena king size.
«Si los encuentras, si recuperas al chico, todo será tuyo, lo prometo». Vio Salomón llegada su hora decisiva para dar el golpe final y llamó al motorista para iniciar el plan de rescate: «hay que elaborar la minuta de la hora de las diminutas». Ordenó preparar su pistola de rayos católicos y otra vez llamó la atención de Bruca para abatirlo con su metralleta interrogativa: ¿Cuándo fue la última vez que la vio, señor?, ¿no le notó movimientos o gestos raros?, ¿sabe dónde vive?, ¿qué hace?, ¿puede describirla?, ¿algo más que agregar, señor? ¡Hable ahora o calle para siempre, señor!…
Cuando el segundo motorista le entregaba la pistola cargada de oraciones, Salomón le dijo que esta vez debería ser su asistente de investigación y que era preciso que buscaran al occiso, puesto que ya sospechaba que la secretaria parlamentaria había decidido degollar al pequeño cómplice de las aventuras pasionales de su jefe. De todos modos, salieron a enfrentarse con el lugar donde la noche anterior la muchacha había llevado al niño hasta el baño, para desaparecer con él inexplicablemente. Adormilado y neurasténico, el dueño del local informó por una ventanilla que no solia atender vendedores ni cobradores tan temprano. Entonces Ramón le aplastó la placa sobre la nariz para demostrarle que se trataba de investigar un secuestro y que si no colaboraba se podía creer que era cómplice del mismo. El hombre se rasgó las lagañas que sobrevivian en sus párpados y comenzó a desactivar cada una de las alarmas y a abrir candados hasta que dejó las puertas explayadas. Entraron y Salomón se acercó a una mesa, bajó una de las sillas que descansaban volteadas sobre la misma y aplastó su trasero en ella al tiempo que hacía señas a su ayudante para que le vigilara la retaguardia. Miró otra vez al dueño y engoló la voz para recordarle que podía permanecer en silencio, que cualquier cosa que dijera podría ser usada en su contra, que tenía derecho a una llamada telefónica y a solicitar los servicios de un abogado. Inmediatamente se dio cuenta de que eso pertenecía a otro capítulo del libro televisivo en el que había aprendido la profesión. Inmediatamente, torció el rumbo de su voz pausada para mostrarle una fotografía al hombre, que continuaba cayéndose del sueño. ¿La conoce? ¿Bonita, verdad? Pues no es ella, no es la que ando buscando, es mi exmujer, se quedó en Buenos Aires, prefirió quedarse explorando la mina. Si tiene algo que agregar, si no está de acuerdo con este procedimiento, manifiéstelo por escrito ante el juzgado quinto de la circuncisión penal.
Salieron con la certeza de que en el lugar había felino enjaulado (la expresión «gato encerrado» le parecía demasiado tropical). Mientras estuvieron allí, se había escuchado un extraño rumor infantil que los hacía pensar que el niño se encontraba en alguna parte del local. Además el concierto de bostezos de una mujer que despertaba sin conocer la presencia de ellos, los puso sobreaviso. Ramón garabateó unas cuantas nota: en su agenda mientras afincaba el lápiz en la espalda de su ayudante y lo conminaba a que aprendiera, puesto que no le iba a durar todo la vida. Hay que permanecer callado, motorista cayetano mientras planificas el paso siguiente no habrán de entrar moscas por las hendijas de tu bemba, si así lo hicieres, que dios y la patria os lo demanden. Deberemos entrar ahora pero sorpresivamente, busquemos el mejor punto y aparte, la parte trasera, eso es, la parte trasera y ¡tras!, iremos adentro, nos deslizaremos como serpientes en saco de clavos, cubriremos cada rincón del local hasta focalizar (oye bien, fo—ca—li—zar) el lugar exacto donde se encuentra el querubín de tu ex—jefe, ¡Muy bien!, ahora ve tú adelante que yo te cubro, motorista, esta será tu lección magistral, yo alistaré la pistola de rayos católicos y al menor ruido, ¡cataplum!, padre nuestro que estás en los cielos, ave maría por encima, con dios me acuesto con dios me levanto, si la virgen fuera andina y san josé de los llanos, tra—tra—tra, tracatá. plum, sam—bom—bas dispara, dispara tus rezos hasta que el tipo o la tipa caigan perforados por las palabras implacables del misal, perdón del misil, vamos motorista, no te alimanes, quiero decir, no te amilanes, no tiembles que yo casi defeco, pero valor, valor que valor con balas se paga, busca en esa habitación, asómate en aquella rendija, no hagas caso a los ladridos que en tiempos de tanto ladre, nadie atribuye eso a los perros, ¡agáchate, que alguien viene!, sssssss, estornuda para adentro, ¡idiota!, desvía hacia atrás la dirección de tus vientos esfínteres, sssssss, detén la musiquita fastidiosa de tu motor de sangre, sssssss, okey, ya passssó, era el tipejo que nos atendió, va en dirección hacia el patio, allá, atrás, ahí debe estar la vagabunda de la secre con el metiche del zagaletón de tu ex, sigámoslo, él mismo nos va a llevar hasta la boca del lobo estepario, camina con sigilo, motorista, ahorra miedo para más tarde, lo vamos a necesitar, un paso adelante, dos, aquí vamos, tres, el hombre ha salido, una voz se escucha lejana, cuatro, es de mujer, otra más, es de hombre, pero de otro distinto al que vamos siguiendo, cinco, a menos que sea ventrílocuo y proyecte sus palabras contra la cáscara del árbol que tiene en frente, seis, llegó al lugar y no me lo creas, motorista, no me lo creas pero desde aquí, colocado felinamente detrás de esta pared veo lo que no creo, siete, una rama, el balurdo palurdo ha levantado una rama con su mano derecha y en medio del árbol una puertecilla se abre para dejarlo deslizarse, ocho, como si fuera la boca de monedas de una rocola, va cantando y apenas si le escucho, percibo la melodía pero no la letra, nueve, sospecho que entona un merengue dominicano, eso me hace pensar que se trata de una mafia internacional de traficantes de niños y secretarias, ¡vamos, amigo! desempolva tus fétidas posesiones intestinales y déjalas aquí para que no te vayas a desahogar cuando menos lo pienses, diez. Sígueme, follow me, esta es la rama, este es el árbol, estamos en sobretiempo, no sé cómo ocurrió, pero por aquí fumea, si yo levanto la rama así, esto debería abrirse, pero no, debe ser que desconozco la combinación, ¡coño! lo suponía, esa fue la lección en que me reprobaron, apertura de cerraduras secretas, inténtalo tú, amigo, búscale la vuelta al moño, escucho voces, alguien viene, una sirena, dos sirenas, ¿qué vaina es, motorista? ¡No me agarres por ahí!, ¡por el pecho no, que me da cosquilla!, otra sirena y otra, golpes, porrazos y cachiporrazos, tipos que salen y se cubren con la puerta de las patrullas, luces rojas incandescentes, un faro que ilumina la noche que comenzó a aproximarse mientras los dos sabuesos se las arreglaban y esperaban dentro. Motorista se siente desconcertado. Ramón no capita absolutamente nada de lo que ocurre. Cree que de pronto ha caído en una película de Kojak sin proponérselo. Las luces lo encandilan aunque trata de protegerse con el árbol, al tiempo que una voz le llega desde las afueras del local, ¡salgan, rindase que están rodeados, tienen cinco minutos y llevo tres, tres y medio, tres y tres cuartos, con las manos en la cabeza, sin armas en el pecho, salga usted primero señor Salomón, ya lo tenemos identificado, no le haga daño al niño o lo atrapará una condena afectada por una estimable inflación del año dosmil, deje a la chica en paz y dígale a su compinche que deje de moverse tanto, que cese de manejar esa motocicleta imaginaria, que él sabe a qué hemos venido… ! Salomón se levantó encandilado, puso las manos sobre su testa. Juró no entender nada pero prefirió obedecer. Su táctica de intrépido caza secuestradores le había fallado y estaba casi seguro de que se trataba de un malentendido, de modo que ordenó al motorista copiar sus movimientos como si estuvieran en una gala gimnástica.
Pasito a pasito comenzaron a caminar hacia la puerta de donde venía la voz: un, un, un, un dos tres, saldrían para que la voz que los llamaba se diera cuenta de que habían cometido una equivocación, les diría que con esas cosas así no se jugaba, que él formaba parte de una poderosa compañía de investigaciones y que andaba en busca del niño dorado de su ex—socio, a quien una mujer de malas costumbres había secuestrado irresponsablemente, sin asumir, señor agente, la obligación que concierne a toda secretaria fiel a sus principios e infiel a su marido. Cuando Salomón Garzón abrió la puertecilla de patio por donde se le indicaba que saliera, vio con extrañeza que al lado de la voz del parlante estaba la figura risueña de Bruca Maniguá. Sonrió también con cierta duda. La mirada que Bruca le echó al motorista, le indicó que le habían preparado una traición y él había mordido el anzuelo cual idiota e inexperto pez gordo. Sintió un ruido de «salid sin duelo lágrimas corriendo», volteó y observó que detrás de ellos venía una mujer sollozante acompañada del primer motorista de a bordo. Era la que había hecho el papel de secretaria, y lo señalaba con un dejo de desprecio para indicar que él había sido su secuetrador. Mientras, el niño de Bruca dormía a pierna tendida en su casa, sin saber que había protagonizado la última aventura del socio de su padre. Garzón meditó por unos segundos y continuaba preguntándose cómo habrían logrado el efecto maravilloso del árbol que se abría accionando una rama. Cuando le colocaban las esposas para ingresarlo en la patrulla, masculló el último mandamiento de los que fracasaban en su oficio: «El pendejo al cielo no va, lo joden aquí y lo joden allá»… Sí, sí, cómo no señor carcelero, soy del Puerto de Palos, colega del descubridor, conozco bastante de lenguas extranjeras y puedo ayudar enseñando griego clásico a los demás compañeros, también hablo sánscrito y latín eclesiástico, conozco teoría, estudié solfeo y acabo de terminar mi curso de…
Del libro: Cuentos de amor, de locura y de suerte (Fundarte, 1993)
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