Tras la ventana, de Alberto Hernández

18/ 03/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

Ya desaparecieron los tranvías
Han cortado los árboles
El horizonte se ve lleno de cruces.

Marx ha sido negado siete veces
Y nosotros todavía seguimos aquí.

Nicanor Parra

Me coloqué en proscenio para que la muerte llegara más rápido. El espectador más cercano a mi desempeño logró ver con clara mirada el deseo de ser ajusticiado en público. En su rostro marcado por las sombras de la sala no atiné a captar ningún cambio de expresión. Entonces entendí que era él quien me mataría.

¿Qué culpa tiene un actor de las verdades que dice? Mientras habla a una sala a medio llenar, el país –pequeño planeta emputecido- es colocado en el mismo paredón. “Así también me hizo saber José Donoso. Y no es que haya hablado con él. Se trata de que estamos trabados en un texto que nos acaba de regalar sin haberlo escrito aún. No es El obsceno pájaro de la noche, tampoco ninguna novelita burguesa que alguien puede recoger de un bote de basura. Se trata simplemente de que estamos metidos en una trampa de la que no saldremos fácilmente”.

-¿Es ese el contenido de la pieza teatral? Me huele a mucha gente, a Kafka, a los mugres personajes del Berliner Ensamble. No me vengas a joder con el teatro de vanguardia, porque con el paisito que tenemos me basta.

-Sí, lo sé. Vivimos en una versión ampliada de un mal programa cómico, sin menoscabar el esfuerzo de quien inventa bondadosas groserías.

El silencio del preestreno nos aliviaba el peso de los disparos cerca del teatro. “Allá se están matando, aquí agonizamos”.

-Buena idea para comenzar un monólogo. Pero qué carajo, no tenemos derecho a burlarnos de nuestra propia muerte, porque no la merecemos.

-¿Qué, la muerte?

-No, la burla, porque la muerte es la más grande de las mentiras inventadas por ciertos intelectuales que se creen eternos.

Las butacas comenzaron a ser ocupadas por seres anónimos, borrosos. Marcaron el espacio con nosotros y algunos silbidos revelaron los deseos de salir aceleradamente de quienes están menos pendientes de la fantasía. “Bueno, a escena”.

-Los actores somos conceptos.

-Quizás, y con el país que tenemos…

El telón corrió con la lentitud deseada. Al fondo, un desnudo miserable, porque María la O, nuestra estrella, estaba pasando trabajo, tanto que aceptó decir cuatro palabras incoherentes en esta revelación del infortunio.

El espectador –el escogido para volarme la cabeza- me miraba desde lo hondo de la oscuridad. Yo sabía que hasta hoy me pavonearía en escena, sobre estas tablas flojas del Ateneo. Que hasta hoy le mostraría el culo al mundo. Por eso traté de dar lo más de mi sabiduría teatral para encarnar el personaje. El oficio me permitió entrar en el odio de mi cercano agresor. Entonces, apareció en escena un sujeto distinto, dado a quebrantar la realidad y entrar en los crímenes más estúpidos. Bajé del escenario –según la acotación- y me pasee entre el público para tratar de desviar las intenciones de quien venía a descargar un arma contra mí.

El tipo advirtió la frialdad del personaje. En un violento arranque de destreza sacó el revólver y disparó un par de veces contra el personaje. De momento, no sentí dolor. Creí que lo sentiría quien me cubría la cara con los gestos aprendidos. Sólo un pinchazo, pero cuando la sangre y el griterío me sacaron del personaje que aún vibraba en mi alma, el mareo me desdibujó la sala, los rostros despavoridos. El vacío me hizo rodar por las escaleras y caer a los pies de mi asesino. “Todo asesino es nuestro asesino personal”.

Los espectadores y mis amigos actores huyeron de la escena. Quedamos en la sala los dos solos. Me haló por uno de los brazos y me arrastró hasta proscenio. Me colocó bajo el cenital. Rodó una silla y me sentó en el centro donde sabemos que suelen morir los actores, los verdaderos actores como yo. “Soy Moliere herido de bala”.

Allá afuera, adiviné, también están matándose. Antes de morir quiero decirles que soy un personaje del relato El francotirador, escrito por un imbécil que sádicamente disfruta con sus enfermizas anécdotas.

Recordé mi infancia en mi pueblo natal. Solía colocarme tras la ventana de nuestra pequeña casa desde donde veía mi muerte todos los días. Entonces en Galina las noches tardaban en llegar. Claro, todo en broma. Sólo que desde esa edad ya era fanático de las historias que ustedes leen con cierta regularidad en las carteleras del teatro. Pero no me arrepiento. Así es la locura, una tenue luz que nos arropa. “La demencia es una enfermedad indolora”.

Pero cuando entendí que en verdad alguien me había mandado a matar, sentí miedo. Mi asesino, el que recibió la paga, no sé por qué, sonrió cuando apretó el gatillo. Sólo que ya no tenía balas y él formaba parte del elenco. “¡Coño, vale, los espectadores dejaron la sala!”, grité angustiado ante el fracaso de nuestro estreno.

-Mejor, así acabo con esto de una buena vez y no permito que la multitud disfrute del mejor de los actos, el último-, dijo con cara de espectador mientras recargaba el arma.

Y disparó. Lo demás es parte de un cuento que no podré culminar.

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