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Refugio azul profundo

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De tener a mano un diario, un cuaderno o una hoja de papel, escribiría que es 15 de diciembre de 1974; pero no estoy seguro, tal vez ya sea 16. Hace tres noches que mi reloj se detuvo a las 20:15. Las constelaciones ya no me dan la hora, se desdibujan entre las hojas de las palmeras anfitrionas. De tener a mano un diario, escribiría que yo también emito luz: el plancton cubre mi cuerpo desnudo. La ropa y el pasaporte han quedado atrás. Soy uno más entre los salvajes, un ave, un zorro. El firmamento se hunde en el océano, frente a mí, de donde vengo. No puedo decir cuándo llegué a las palmeras anfitrionas, a la arena cálida y seca. Quizás hace cinco minutos, quizás hace cinco horas. Nadé en una bahía en calma. Había tiburones. Olas gigantes me golpearon contra un arrecife de coral. Mis piernas sangraron, vi mis rodillas en carne viva. La corriente era fuerte, demasiado fuerte. No pude alcanzar un islote. Fueron tres noches solo en el océano, detrás de la frontera prohibida. El océano me trajo hasta aquí, a la arena seca y cálida, a las palmeras anfitrionas.

Si tuviera un diario, escribiría sobre los primeros humanos que he visto. Un niño y un señor, quizás su papá. Caminan ligero, se hablan con la mirada, con señas cómplices. El niño me mira asustado; tal vez piensa que soy un espectro o un extraterrestre, con todo este plancton sobre mi piel. Ya no tengo sueño, debo haber dormido, pero tengo sed. Quiero llamarlos, al niño y al padre, pedirles agua dulce, preguntarles dónde estoy. Pero cómo explicarles que soy un náufrago voluntario, que salté de un barco que no estaba en llamas, que no se hundía, que estaba en perfectas condiciones, donde los pasajeros todavía comen el desayuno, se reúnen en la piscina y bailan después del buffet de la cena. ¿Cómo preguntarles dónde estoy, sin levantar sospechas? Sé que estoy vivo, que logré llegar a tierra, una tierra de los mares del sur, quizás Siargao o Dinagat en las Filipinas.

Si tuviera un diario, escribiría que hace diez días era una persona vestida, civilizada, con pasaporte. Hace diez días era un ciudadano respetable de Leningrado, tenía un trabajo, un apartamento y buenos amigos. A mis mejores amigos los vi por última vez en una fiesta de «despedida» que organicé el 6 de diciembre. Despedida para mí, no para ellos. Necesitaba abrazarlos, reír con ellos, llevarme sus carrillos rojos por el vodka en mi memoria. Necesitaba, además, mentirles por última vez. «Mañana me voy de vacaciones», les comenté. Mi vuelo a Vladivostok, desde donde luego tomé el crucero Sovietsky Soyuz, estaba reservado para el día siguiente. Tenía los boletos en la gaveta de mi cuarto, junto a mi pasaporte. Dima y Sasha me desearon felices vacaciones, buen descanso y buen regreso al trabajo. Sasha me invitó a su boda planificada para marzo. Lo tomé por su gabardina gris, lo empujé hacia mí y susurré al oído mi mentira: «No me pierdo tu boda por nada». No podía decirle la verdad, por su seguridad y la mía. No podía decirle: «Sasha, te dejo, los dejo a todos, a Leningrado, al país, tal vez no los vuelva a ver nunca más. Voy a saltar de un barco, arriesgar mi vida y nadar en el océano hasta llegar a alguna playa del sur».

Después de la fiesta de despedida, salí a caminar sin rumbo, inquieto, insomne. Tantos años en Leningrado, pero ese día la vi por primera vez. La miré con el asombro de un turista, como si acabara de llegar. Las calles y los edificios brillaban junto a los faroles. Entré en la calle Nevsky Prospekt y me detuve frente a la Iglesia del Salvador. De pronto fue más grande, más imponente que nunca. Estaba cerrada a esa hora, pero podía recordarla por dentro. Sus detalles barrocos, sus cientos de mosaicos y pinturas con marcos de mármol y madera. Me reproché nunca haberla visto con el cuidado que merecía. Crucé la calle, me acerqué a ella, quería decirme algo, reclamarme por mi locura. Sentí un afán de pedirles perdón, a ambas: a la iglesia del Salvador y a la ciudad. Lo hice, me tomé unos minutos para hablar con ellas, explicarles mis razones. Volví a mi casa más tranquilo. Practiqué mi meditación y respiraciones. Dormí las pocas horas que me quedaban.

El crucero Sovietsky Soyuz partió el 8 de diciembre de 1974 desde el puerto de Vladivostok. El barco era originalmente un navío nazi construido por los alemanes en los años 30. Según la leyenda, el Führer lo usaba como yate privado. Los aliados lo hundieron durante la guerra, pero los ingenieros soviéticos lo recuperaron y lo convirtieron en el crucero vacacional más grande de Rusia, orgullo de la gran patria.

Abordé el barco creyendo en el espejismo vacacional. Llevé mis cosas a mi camarote y luego volví a la cubierta para mirar la partida del muelle y agitar mis manos como el niño que se despide de sus abuelos. Apoyé el codo sobre la baranda, mirando hacia al puerto. De pronto, justo antes de comenzar a sentir el movimiento del barco, un sonido grave pero constante me golpeó. El sonido de la cadena subiendo el ancla. El ancla arrancada de la tierra, alejándose poco a poco de ella, abandonándola. Esa ancla fue lo último que me unió al suelo que me vio crecer y que quizás nunca volveré a ver.

A la entrada del barco nos entregaron el programa turístico con la ruta aproximada de la travesía. Cruzaríamos primero el mar del Japón, haríamos una pequeña parada en el estrecho de Tsushima —entre Corea y Japón—, luego nos dirigiríamos hacia el sur por el Pacífico hasta acercarnos al ecuador y luego volveríamos a Vladivostok. No había planes de atracar en ningún puerto, los pasajeros no teníamos permiso de bajar del crucero y caminar en tierra firme. Permaneceríamos en altamar tomando sol en las piscinas, disfrutando de los colores del cielo, de la vista del océano y, de vez en cuando, de la silueta borrosa de alguna isla.

El entretenimiento programado comenzaba en la mañana, justo después del desayuno. Un experto en geopolítica nos daba lecciones sobre la economía y otros datos de los países cercanos, pero inalcanzables. Los soviéticos nos ofrecieron la generosa oportunidad de visitar lugares invisibles con nuestra imaginación. No era una idea muy popular. Poco a poco los pasajeros dejaron de ir a las conferencias, preferían incluso llevarse los panecillos del desayuno a su camarote, como los niños que se esconden en su cuarto para no ir a misa. Para mí, esas conferencias eran importantes: necesitaba saber con mejor precisión dónde estábamos, qué tan cerca de tierra y del ecuador. Necesitaba preparar mi escape. Después de la cena, había baile hasta la medianoche. Muchos se emborrachaban, incluyendo algunos de la tripulación. Definitivamente, la noche sería mi momento, con todos ebrios o durmiendo, con el mínimo de personas alertas.

Conocía muy bien mis capacidades. Como nadador de aguas abiertas, estaba en las mejores condiciones físicas, mi plan no era tan descabellado, mi entrenamiento había sido riguroso. Además, como oceanógrafo había estudiado las tierras del Pacífico, así que la región por donde pasaría el barco no me era totalmente ajena. Solo me faltaba conocer el crucero por dentro e investigar los lugares posibles para abandonarlo en plena marcha.

Esa parte de mi plan la tuve que resolver pretendiendo la curiosidad del admirador de la maravillosa ingeniería soviética, pero con mucha discreción para no levantar sospechas. Mientras paseaba por el navío, mis ojos hacían una inspección detallada de los mejores sitios para saltar al agua. No había muchos. Finalmente, descubrí un lugar libre de turistas, que permitiría alejarme rápido ya en el agua: la popa. No era ideal, pero era lo menos malo para saltar al agua de un barco en movimiento. El problema era la propela, iba a tener que enfrentarla. Además, desde allí la caída era de unos catorce metros, un poco más alta que mi habitual entrenamiento desde plataformas, acantilados y pequeños navíos (ninguno en movimiento).

Después de la cena me iba a la cubierta a repasar el cielo con mis conocimientos básicos de astronomía. Necesitaba orientarme usando las constelaciones, explorar sus cambios a medida que viajábamos al sur. La primera noche estuvo nublada, pero luego se hicieron claras y generosas. El 11 de diciembre, me encontraba solo en la cubierta mirando las estrellas, mientras todos bailaban, cuando apareció Anna. La vi o, mejor dicho, la escuché muy cerca de mí, me habló casi al oído: «¿Has encontrado algo interesante allá arriba?», me susurró. Callé por unos segundos. Segundos en los que me sentí observado. Mis pensamientos se organizaron en alerta: ¿será ella un espía, un delator soviético? ¿Quién es esta mujer que sale de la nada, que me observa y hace preguntas? «Estoy buscando mi estrella de buena suerte», dije bromeando nervioso, pero rápidamente preferí corregir con algo más serio. «La verdad es que soy aficionado a la astronomía y oceanógrafo de profesión». «Mucho gusto, colega, me llamo Anna. Soy astrónoma, profesora de la Universidad Novosibirsk… me aburrió la fiesta… me da alegría encontrarte aquí, solo con mis queridas estrellas». «Slava Kurilov, mucho gusto. No te había visto antes». «Estoy en primera clase, creo que tú estás en segunda, ¿verdad?», respondió ella intentando no sonar despectiva.

Los pasajeros del Sovietsky Soyuz estábamos organizados en tres clases: primera, segunda y tercera. Todos los pasajeros pagamos el mismo precio por el pasaje, pero algunos viajaban con más lujos que otros. Nunca logré entender en qué consistía la asignación de clases. En la Unión Soviética, en principio éramos todos iguales, pero Anna era primera clase, y yo, bueno, al menos no me tocó tercera. Quizás por mi servicio militar, no lo sé.

Anna tenía unos ojos azules grandes que inspiraban confianza y una voz suave capaz de calmarme, casi al nivel de mis sesiones de meditación. Elegí asumir el encuentro con Anna más bien como una especie de señal divina, ella fue mi ángel durante esos últimos días a bordo. Discutimos las constelaciones y la ruta del crucero, ella sabía detalles de la ruta que yo desconocía. Anna entendió de dónde venía mi ignorancia y enseguida me llevó a una sala de mapas de primera clase donde había cartas estelares, ventanillas con binoculares y, sobre una mesa, cerca de la puerta, una pila de folletos con detalles de la ruta, fechas, horas, paradas, latitudes… Obviamente, me llevé uno contento a mi camarote. El crucero iba a pasar por el mar de China, cerca de Taiwán. Luego navegaría a lo largo de las costas de Filipinas hasta Borneo, dando la vuelta por el sur a las Filipinas y en seguida bordearía enrumbada hacia el norte por el lado oeste de las islas.

Desde la sala de mapas a veces logré ver montañas con los binoculares de lo que supusimos parecía Taiwán. Mi momento no había llegado todavía, la costa se veía demasiado alejada, borrosa y tan al norte todavía el agua estaba muy fría. Con esta nueva información supe calcular mejor mis chances, pude planificar saltar cerca de las Filipinas, al sur del trópico de Cáncer.

El 12 de diciembre, por la mañana, el capitán decidió desviar ligeramente el curso, acercándonos a la isla de Luzón, en Filipinas. Los pasajeros salieron como hormigas a la cubierta. Por fin pudimos ver las costas de un país extranjero con el ojo desnudo. En mis cálculos estábamos a unos ocho o diez kilómetros de distancia, ya apenas a dieciocho grados de latitud norte. Por la tarde, el crucero se detuvo por unas horas para que pudiéramos disfrutar el aire del trópico sin el viento creado por el movimiento. Volví a quedar con Anna para almorzar, y en menos de 24 horas ya éramos los mejores amigos. Ella consiguió un vale de acompañante para que yo pudiese entrar con ella en la piscina de primera clase. Discutimos nuevamente de astronomía y de la ruta. Ella me explicó que estábamos cerca de Samar, sin ver la costa, solo llevando registro de la posición del Sol. Entender los planes del Sol era entender dónde estoy de día. Absorbí las explicaciones de Anna como el mejor de los estudiantes.

La tarde del 13 de diciembre, pasamos cerca de Siargao (donde creo que estoy ahora). Desde el barco vi las montañas a lo lejos, borrosas en el horizonte; ya estábamos a solo diez grados de latitud norte. Había llegado el momento. El 13 de diciembre fue la última fecha que registré en el barco. Debía esperar a la noche. La noche es el momento de la huida, la noche es cuando los reos escapan de prisión. Sabía que el plan era muy arriesgado, como el plan del Conde de Montecristo. Yo era Edmundo Dantés. Discutía conmigo mismo, con mis voces interiores, todavía no había saltado y había conectado de inmediato con la bella y sabia Anna, una ocurrencia extraordinaria en mi vida. Todavía había marcha atrás en mi plan. ¿O no la había?

De niño iba a la biblioteca de La Casa de los Pequeños Pioneros, en mi ciudad natal de Semipalatinsk, en Kazajistán. Quería leer libros de aventuras, pero la bibliotecaria tenía su propia agenda educativa. Se subía en una escalera descomunal y me alcanzaba libros de propaganda soviética como Héroe del proletariado socialista o Acero y escoria. Un día la bibliotecaria se cayó de la escalera y mi destino cambió. La nueva bibliotecaria, una joven con unos ojos negros rasgados y profundos, llamada Olga, me dejó entrar a los estantes a buscar mis libros. Entonces pude leer La isla del tesoro, El conde de Montecristo, Robinson Crusoe… Al salir de la escuela me iba a clases de natación. El agua y la aventura se convirtieron en mi hogar.

A los quince años reuní dinero, compré un pasaje para Leningrado y me alisté como trabajador de barco, tal como los héroes de mis cuentos favoritos de mi niñez. Para mi decepción, nunca me dieron permiso para trabajar en un barco por ser menor de edad. Entonces me quedé trabajando como limpiador de barcos.

Luego traté de enlistarme en la marina a los dieciocho años, pero no pasé el chequeo médico por mi miopía. Por aquella época leí sobre la oceanografía y quedé fascinado, parecía una carrera diseñada para mí. Ya graduado, comencé a trabajar en el grupo de investigación de aguas profundas del Instituto de Oceanografía de Leningrado. Allí aprendí todo sobre submarinismo, aprendí a usar el equipo de buceo que consistía en el tanque de oxígeno y regulador de aire que inventó Jacques Cousteau, que lo llamó el aqualung. Aprendí cómo con ese equipo se podía nadar bajo el agua como un pez.

Todos los años hacíamos investigaciones y prácticas en el Mar Negro. Por fin pude hacer un verdadero trabajo de campo de oceanógrafo. Mi entusiasmo no duró mucho. Pronto me aburrí. Hacíamos expediciones todos los veranos al mismo lugar exactamente. Anatoli Mayer, un señor entrado en años, con el pelo quemado por el sol, la piel curtida y un ojo extraviado, era nuestro profesor de aqualung y líder de las expediciones. Anatoli me enseñó a amar el riesgo y me enseñó yoga. Ese riesgo era necesario para mantener viva la pasión por el mar, disfrutar del momento del peligro seguido del momento de calma y paz en la orilla.

Me enseñó ejercicios de meditación y respiración. Mi obsesión por el yoga se unió a mi obsesión por el mar. Un día de ayuno me senté en la orilla a hacer ejercicios de meditación. Entonces, vi el mar por primera vez. Lo vi como lo que es: una criatura viva, familiar, protectora. Me miraba intensamente. No pude percibirlo de otra manera: el mar me miraba desde su profundidad, con toda su masa. Me sentí enamorado, tenía miedo de levantarme, volver la vista y no encontrarlo de nuevo, como cuando uno se aleja de un amor y teme perderlo.

Nuestro grupo de investigación logró un acuerdo nada menos que con Jacques Cousteau para realizar una expedición conjunta en una casa submarina en Túnez. En el verano de 1970 debíamos enviar nuestro remolcador con un grupo de ingenieros de buceo a Mónaco. Todos los planes se vinieron abajo porque el gobierno ruso nos negó las visas de salida de la Unión Soviética. En vez de eso, decidió enviar a un grupo de «investigadores» desconocidos, sin preparación alguna en Oceanografía, Biología Marina o aqualung. Jacques Cousteau consideró que este personal de última hora era inadecuado y decidió cancelar el proyecto por completo.

Era la segunda vez que perdíamos una expedición internacional. Luego surgió una nueva oportunidad, también con Jacques Cousteau, para investigar los atolones del Pacífico. Me estuve preparando durante todo un año para ese trabajo. Entrenaba con ilusión todos los días, incluso recibí un certificado de la academia marítima rusa de navegador de aguas profundas. Pero el gobierno nos negó la visa de salida nuevamente.

Desesperado, intenté salir del país para visitar a mi hermana que había logrado irse a vivir con su esposo e hija a Canadá. Mi argumento fue que no veía a mi familia desde hacía diez años. Pensé ingenuamente que salir a ver a mi hermana y regresar probaría mi lealtad a la URSS y que luego me darían una visa de salida para poder viajar a otras partes del mundo a trabajar en proyectos interesantes de oceanografía con los mejores científicos y los mejores barcos. Seis meses más tarde recibí una carta que decía: «Estimado camarada Kurilov, no es recomendable viajar a países capitalistas». Después de esa carta, fue claro para mí que yo era un oceanógrafo prisionero. Veía pasar los barcos en el horizonte prohibido y desaparecían, perdía todas las esperanzas de abordar alguno, ni siquiera tenía acceso por mi trabajo. Quería salir del país, quería irme al mundo libre, pero eso era soñar con lo imposible.

Me di cuenta de que nunca llevaría a cabo mis sueños de conocer otros mares, otras latitudes, otros ecosistemas. Madagascar, las Bahamas, Hawái, Túnez, Nueva Zelanda, Haití… Era un astrónomo sin telescopio, un barco sin motor ni velas, un hombre sano atrapado en una silla de ruedas. Para mí, fue imposible llegar a un acuerdo con mi situación, con la idea de pasar el resto de mi vida encerrado, sin ejercer mi oceanografía como yo quería, en mis términos y no los del Estado soviético. Por eso planifiqué mi escape al océano, al ecuador, compré mi boleto sin retorno y planifiqué saltar la cortina de hierro como mejor lo sé hacer: nadando. Por eso, la tarde del 13 de diciembre no había marcha atrás; estaba decidido a saltar por la borda del crucero Sovietsky Soyuz.

La mañana del escape ayuné y practiqué mi rutina de yoga. Debía mantener el estómago vacío para maximizar mi rendimiento nadando en aguas abiertas, así que tampoco fui a cenar, pero sí a la fiesta. Otra despedida, otro momento de mentirles a mis amigos, esta vez a la cálida Anna y a otros que ya me eran familiares en el crucero. Y para asegurarme de verlos a todos allí bailando y borrachos. Debía saltar mientras estaban en la cúspide de la alegría, con los pasajeros y algunos de la tripulación distraídos. No tuve que dar muchas explicaciones, yo era conocido por ser solitario, por preferir mi cabina. Irme de la fiesta no sería lo que los extrañaría, más bien haber asistido. Pero Anna insistió. «Quédate, Slava. Quédate conmigo, no te vayas». Ella era lo mejor que me había pasado en meses. Quisiera decir que conocerla bastaba para echar atrás mi plan suicida. Pero no, lo había decidido. Ningún poder humano a esa altura hubiese podido mantenerme más tiempo encerrado en ese país comunista. Nos hallábamos ya tan cerca de las Filipinas que podía oler la selva en mi imaginación, escuchar los sonidos de los animales, ver el verde de sus montañas y sentir el clima cálido que nos llegaba hasta el barco. No había saltado, pero yo ya estaba allá. Pero no quería mentirle a Anna. «Necesito practicar mis ejercicios de yoga», le dije. No era una mentira, realmente eso iba a hacer en mi camarote. Al salir de la fiesta sonaba: «Cuando salí de la Habana, ¡válgame Dios!».

Bajé a mi camarote, hice mis últimos ejercicios de yoga de purificación del cuerpo, metí unas aletas, un visor con su snorkel y unos guantes palmeados de natación en una bolsa que escondí en mi chaqueta. Amarré a mi traje de baño un amuleto que me había regalado mi maestro Anatoli y en mi mente las líneas «Camarada Kurilov, no es recomendable viajar a países capitalistas».

Salí de mi camarote directo a la popa. Vi a Orión claro en el cielo, aunque el resto estaba un poco nublado. Ya en la popa me quité la chaqueta, la escondí en una caja de salvavidas y, sin pensarlo, con la mente en blanco, me impulsé con todas mis fuerzas y volé sobre las aguas. Torcí mi cuerpo para caer con los pies primero y abrazado firme a mi equipo de natación. Al caer al agua pude ver la propela tan cerca, tan grande. Sentía el agua revuelta, las burbujas rozando mi cuerpo, y el sonido y la vibración retumbaban cáusticos. La propela era un monstruo, un cíclope submarino; yo necesitaba la astucia de Ulises para nadar sin mirar atrás y huir de ese monstruo. Traté desesperadamente de mantenerme sobre el agua; me puse el equipo: el visor, el snorkel, las aletas y los guantes palmeados. Nadé perpendicularmente a la corriente que podía arrastrarme a la propela y matarme. Cuando me supe fuera de peligro, miré mi reloj. Se había detenido a las 20:15.

Mi compañero ahora era el silencio. Vi al barco alejarse vertiginoso, como un espectro, entre la bruma. En pocos minutos me adentré en mi nueva realidad. Estaba solo en el océano. Nadie en el barco pareció darse cuenta, si no, hubiese dado la vuelta para rescatarme; alguien me hubiese lanzado un salvavidas o enviado un bote. Nada de eso ocurrió. Esa noche el cielo se cubrió con nubes negras y comenzó a llover. Solo veía las olas azul oscuro iluminadas por el plancton. Volví a dialogar conmigo mismo. «Slava, esto es lo que querías, ¿no? Ya estás detrás de la frontera prohibida. Nada. Solo te queda nadar, cruzar la línea marítima fronteriza con otro país, así, sin pasaporte, como un delfín o un tiburón. Eres un refugiado, tu refugio es ahora el océano. Nada».

Conté tres noches de nado. Tres noches y dos días, solo en el océano. Y después de perder las fuerzas, la sensación en las piernas y desmayarme dormido, de algún modo, llegué a la arena seca, a las palmeras anfitrionas de alguna isla de las Filipinas. Tengo sueño y sed, quisiera hablar con alguien, pero antes quiero cerrar los ojos y respirar el aquí y ahora, el instante perfecto. Si tuviera un diario, un cuaderno, una hoja de papel, escribiría que soy Slava Kurilov, oceanógrafo ruso, escapé de las cadenas del comunismo infame, estoy detrás del horizonte prohibido y voy a recorrer libre todos los mares.

Del libro Irreversible (Editorial Lector Cómplice, 2025)

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