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Ojos verdes de Burdeos, profundos y almendrados…
No paraba de pensar en ellos mientras veía estirarse la estela de combustible quemado que dejaba en el aire el 727 de Air France. La línea blanca se prolongaba hasta un lugar en el que perdía su elasticidad, y al romperse se convertía en un punto insignificante en el cielo azul cobalto, tan limpio y perfecto como el que nos arropa cada diciembre en este lado del mundo. Apenas un par de nubes desentonaban con aquella pulcritud, una pequeña con la forma de un perro pateando un balón de fútbol y otra, mucho más grande, que parecía un águila enorme y amenazante con un sombrero de mexicano alas extendidas, lista para llevarse al perro con todo y pelota.
Al acercarse el mediodía los rayos del sol taladraban con saña perpendicular la tierra y las cabezas de las personas que desde la terraza del aeropuerto esperaban, o como yo, despedían a alguien. El calor parecía derretir el asfalto hasta convertirlo en pegajoso chicle negro y gris que contrastaba con el monte ocre de hierba seca, a punto de incendiarse, de los alrededores. A mi lado una familia de quince portugueses de al menos cuatro generaciones se consolaban entre sí mientras miraban el avión de TAP retroceder para abandonar el área de rampa, mientras que dos hombres de corbata, con whisky en mano, no ocultaban su felicidad porque un socio –cómplice– acababa de torear una prohibición de salida del país con apenas unos cuantos billetes para que el funcionario de inmigración “accidentalmente” no revisara la lista de solicitados, lo que les daba esperanzas de seguir en sus negocios y luego disfrutar las mieles de su botín en algún condominio de lujo en la eternamente anhelada Miami, un lugar que, a pesar del culto extraño a los semáforos, a las señales de “pare”, a no botar basura y a otros mecanismos de coacción de las libertades a las que acostumbramos aquí, es el sueño recurrente de una inmensa mayoría de mis paisanos.
Mi sueño era más sencillo. Solo quería ir sentado en el asiento 7b, aunque no tuviese ventana y seguramente mi vecino del pasillo sería un gordo enorme, maloliente a cenicero, cerveza, pollo en brasas y, para completar, conversador. Uno de esos tipos que pretenden relatarte sus cuarenta años de miserias en apenas hora y media de vuelo. Sin embargo, en el 7a, junto a la ventana, viajaría Nicole, beberíamos juntos un vodka on the rocks, su bebida favorita, y de ahí en adelante seríamos siameses voluntarios por el resto de nuestras vidas.
Pero la realidad era mucho menos complaciente. Ella volvía a Martinica y yo me quedaría atrapado en el valle de Caracas. Debía conformarme con mirar el avión desaparecer de mi campo visual con el mismo desconcierto de un bateador que, con el bate al hombro, le cantan en su cara el último strike. Ya no tenía nada que hacer ahí, lo que reducía mis aspiraciones de estar con ella a un vulgar guayabo.
Odiseo me sacó de mi trance. Era domingo e insistía en dejar el aeropuerto y tomar la autopista cuanto antes para evitar quedar atascados en la eterna procesión de carros, casi aparcados, en la hora pico de retorno de los bañistas a Caracas.
Dejé la terraza a regañadientes. Atravesamos el aeropuerto que a esa hora parecía un hormiguero efervescente de gente que iba y venía. Lágrimas de despedida y alborotos de reencuentro. Los taxistas se movían como pirañas en un charco; los pasajeros llegaban como rebaños de ganado dispuestos a cruzarlo. Algunos de ellos llegarían a sus destinos, mientras que otros, menos asertivos al escoger su transporte hasta la capital, terminarían sin sus pertenencias y desnudos en medio de la autopista. Dos guardias nacionales llevaban esposado y a empujones a un muchacho. Detectaron en su estómago unos dediles de cocaína. El joven caminaba con la cabeza agachada mientras que los funcionarios lo exhibían como si se tratase de un pez aguja azul de un par de cientos de kilos que acababan de sacar del agua, luego de una lucha de varias horas. Se comentaba en el aeropuerto que había sido un “pitazo”. Si algo tenemos los venezolanos, es un don casi divino para hacer conjeturas y poner a rodar rumores. Todos tenemos a alguien que conoce a alguien y, de ahí, no importa cuántos eslabones hagan falta para llegar a esa supuesta noticia que luego propagamos con la velocidad de un incendio forestal. Me quedaba claro que si alguien se había tomado la molestia de delatar al muchacho, habría logrado la distracción de las autoridades para contrabandear con tranquilidad algo mucho más importante, convirtiendo a los pescadores en pescados. Miré a los guardias y sentí compasión, no solo por el muchacho, cuya vida estaba a punto de escurrirse entre los barrotes de una de las tantas sucursales del infierno donde terminaría, sino por los guardias y su ingenuidad convertida en idiotez.
Odiseo era el chofer del autobús en el que acabábamos de despedir a otro grupo de turistas. Caminaba delante de mí con la velocidad que le permitía la circunferencia de su titánica masa corporal. No llegaba al metro sesenta, lo que lo hacía lucir achatado en los polos y abultado en el ecuador. Su camisa le quedaba tan apretada que daba miedo que un botón se convirtiera en un arma mortal y malograra a algún transeúnte descuidado. Pero ese tamaño era necesario para albergar su corazón. Era un bonachón que me tendió la mano desde que comencé en el turismo, cuando los otros guías estaban demasiado ocupados para entrenarme o tal vez recelosos de sus puestos de trabajo. Era el menor de siete hermanos y el único que hizo vida fuera de Maracaibo; fue mi mentor en todo momento. Durante mis primeras excursiones guiadas, cuando los nervios me formateaban el cerebro, se paraba junto a mí, en voz baja y con movimientos casi imperceptibles de sus labios apuntaba los ítems resaltantes para que yo los repitiera y saliera de mi aprieto. Decía con sorna que gracias a nuestra amistad llegó a interesarse en la ventriloquia y con la misma agudeza aseguraba que un muñeco de trapo reposando sobre sus rodillas le traería mejores dividendos que un guía olvidadizo como yo. Como todo maracucho llevaba en la sangre esa alegría y jovialidad que se traducía en una lista interminable de ocurrencias. Nunca perdía contacto con sus padres y hermanos, cada uno con un nombre más extraño que el otro, asociado a la joda y la cerveza, parte del surrealismo de esa comarca occidental.
Odiseo se había casado en Caracas con una morena de Catia, mucho más alta que él. La diferencia en altura era enorme y aunque él compensaba lo alto de su esposa con su excesivo diámetro, ella no vacilaba en imponer su autoridad frente al siempre obediente maracucho. Tuvieron un hijo al que amaban con delirio. Cuando nació, y a solicitud de su esposa, decidieron, en contra de la tradición zuliana, bautizarlo sin ningún nombre helénico. Por eso es que su muchacho, día a día debe soportar la crueldad de sus compañeros de clase, pues en vez de llamarse Eurípides u Orestes, como se esperaba, salió de la pila bautismal con el nombre completo de Betamax Alejandro Montiel Linares.
–Estoy enamorado Odiseo.
–¡Rodrigo, no jodas! –me gritó, apartándome con su mano–. Si recibiera un dólar por cada vez que dices que estáis enamorado me compraría una flota completa de autobuses y me volvería todo un mandamás. Mira, chico. No me vengáis con el mismo cuentico de siempre: que si vos te enamorasteis, que si vos encontrasteis el amor de tu vida. Ese amor te dura a vos lo que te dura el furor que, normalmente, es mientras llegan otras turistas a las que podéis atacar. Cuando coronáis una, se te dispara la amnesia y se te olvida la anterior. Déjate de pendejadas, vámonos, que estoy vuelto leña y ya mis tripas hacen tanta bulla como el intro de una gaita.
Respondí su comentario con una sonrisa falsa. Él pudo notarlo. Me conocía tan bien que era capaz de leer mis alegrías y mis angustias. Negó con la cabeza y subió jadeando las escaleras del autobús.
–En vez de andar perdiendo el tiempo con cuanta carajita viene de afuera, deberíais pensar en cómo ganar más propinas para instalarle al autobús una escalera mecánica –comentó, casi sin aliento.
–Si hicieras ejercicio –murmuré–, no sentirías que escalaste un barranco cada vez que subes la escalera.
–Hasta contestón te volvisteis. Mira, que quien no escucha consejos, no llega a los veintidós. Ya deberíais empezar a pensar en tu futuro. No puedes seguir viendo la vida como una película, sentado en una butaca comiendo chucherías. El tiempo pasa.
En cierta forma tenía razón. A mi edad, Odiseo había formado un hogar, modesto, pero suyo. Sin embargo, en este momento sus consejos sonaban fuera de contexto. Pues esa tarde solo podía pensar en Nicole. El resto del mundo no podía ser menos importante.
Repasaba el último segundo en que mis ojos hicieron contacto con los suyos. Cuando el agente de inmigración tomó su pasaporte, revisó su foto y le dijo algo mirándola con ojos de lobo. Ella sonrió, me miró de reojo y yo la miré. Solo Dios sabe qué le dijo ese oficial, porque sus colegas rompieron en carcajadas y la miraron con ojos de jauría. No soy un tipo violento, pero en ese momento me provocó reventarlos a los tres. Pero, ¿a quién iba a engañar? Era flaco como un silbido. No porque no me alimentara, pues a los 21 años comía de más. Tampoco es que fuera tan alto, mido un metro setenta y cinco; tengo ojos pardos achinados, cabello castaño oscuro y sin seña particular alguna, gracias a mi abuela llanera y a uno de los muchos remedios caseros que abultaban su repertorio de mejunjes milagrosos: un emplaste de jabón azul y retoños de guayaba que me salvó de un acné sañoso que invadió mi cara durante mi pubertad. Ella tenía una cura para todo: infusiones de frailejón para el asma, anís estrellado para los gases, y uno que hasta ahora sigue salvando mi vida: mascar hojas de cilantro para disimular el aliento a alcohol.
Cuando le sellaron el pasaporte, Nicole me volvió a mirar e hizo un ademán de adiós. Cuando guardó su documento en la cartera, di por desahuciada nuestra relación y las posibilidades de volvernos a ver. Los besos, las caricias, nuestras interminables conversaciones pasarían a ser parte de un recuerdo difuso que con el tiempo se volvería ilegible.
¿Estará ahora ella tan triste como yo? Intuía que sí. Nicole me dejó marcado. Nunca pude dejar de mirarla con ojos de idiota, ni mucho menos quitarle la vista de encima. Había venido por apenas una semana, que pasó en un abrir y cerrar de ojos. A quien dijo: “de lo bueno poco” deberían fusilarlo: lo bueno jamás fue suficiente, solo los conformistas piensan lo contrario. La realidad tiene la pésima costumbre de abofetearte. Quedaron muchas cosas por decir; aunque quizás no tantas por hacer, lugares que yo no recorriera con mis dedos, mis manos, los dientes, la lengua. Su espalda larga dejó de ser un latifundio; la besé desde Calais hasta Marsella. Dibujábamos constelaciones sobre sus pecas como si fuéramos un par de astrónomos; adivinábamos dónde estaría Orión y su rectilíneo cinturón. Ella respondía pícara que más arriba de su cintura, donde terminaba la redondez de sus nalgas y comenzaba el torso. Nalgas que parecían dibujadas con el compás de un geómetra. Dibujamos la Osa Mayor en su seno izquierdo y la menor en el vecino. Sobre su omoplato derecho resaltaba una rosa tatuada de unos cinco centímetros, con un rojo tan intenso que más de una vez quise convertirme en abeja para polinizarla. Su sonrisa infinita, las palabras y a menudo susurros que brotaban de sus labios color rosado guayaba tenían un poder hipnótico. Creo que hubo algo de vampirismo en nuestra corta relación porque cuando Nicole me mostraba sus dientes perfectos, yo perdía toda mi voluntad; aunque me llegó a morder todo el cuerpo hasta sacarme sangre, aún me sigo reflejando en el espejo y como ajo sin problemas.
He conocido a muchas turistas en el sentido bíblico. Es cierto que ser un guía turístico tiene sus beneficios. Muchas mujeres feas o bonitas me invitaron a terminar la excursión revolcándonos en su cama, lo que es algo común entre quienes comparten esta profesión. Sobre todo, gracias al mito del latin lover. A algunas mujeres, cuando venían de vacaciones, se les nota a leguas desde que abordaban el autobús lo que querían: una sonrisa prolongada, una mordida de labios cuando te miran o una batida del cabello eran indicios de que las turistas querían poner un check mark en su lista de experiencias sexuales o tal vez solo era un optimista a ultranza y es verdad aquello de que todo lo que se quiere se hace realidad. Y algo más, los gemidos de Nicole eran cantos de sirena que te hacían desear estar amarrado para no zozobrar. Para que tu razón y el resto de tu cuerpo no se escurrieran por sus peores y sus mejores cavidades y orificios. Desde allí dentro, tan cerca de Nicole, mi entorno se volvía vago e insignificante. Necesitaba volverla a ver. No habían pasado ni treinta minutos en el aire y ya la extrañaba de más.
Subí al autobús como quien camina hacia el cadalso.
–¡Ah! Por cierto, Rodrigo. Tu musiúa me pidió que te entregara esto a vos cuando ella se fuera –dijo Odiseo, mientras ponía en mi mano un sobre amarillo con mi nombre escrito con una caligrafía impecable.
Miré el sobre durante unos segundos antes de abrirlo. Adentro había una foto de Nicole que le tomé descuidada en la noche de fin de año. Su sonrisa refulgía, aderezada con ponche crema y complicidad. Esa noche fue como hacer tu lista de deseos y que, simultáneamente, cada uno de ellos se hiciera realidad. Ocurrió en un pequeño cuarto detrás de la cocina del restaurante que alquilamos en el centro de Caracas para la ocasión. Afuera todos brindaban. Algunos reían, mientras que a otros los afligían las ausencias. De fondo, la canción faltan cinco pa´ las doce, el soundtrack del año nuevo venezolano, en la voz de Néstor Zavarce, nos recordaba que el año noventa y uno, estaba de preaviso. Nicole me miró y sin decirme nada entendí lo que quería: exactamente lo mismo que yo. Éramos cómplices… me perdonan que me vaya de la fiesta… Nos levantamos…una linda viejecita que me espera…Cerramos la puerta de un pequeño depósito. A tientas levanté su falda y ella desabrochó mi pantalón en esa diminuta habitación que olía a verduras y detergente. No encontramos el interruptor de la luz. Nos guiamos por el tacto. Nos imaginamos. Volamos por instrumentos. Nos revolcamos a ciegas sobre una cama de pimentones y ajíes dulces. En la penumbra acoplamos nuestros sexos. Nos adivinamos. Sentí su ardor, el aumento de su temperatura, su transpiración. Respiré cada una de sus exhalaciones, abrazó mi espalda con sus piernas, apreté sus nalgas como una toronja en mitades… Diez, nueve, ocho, siete, seis… Engarroté los dedos de los pies, ella clavó sus dientes en mi hombro… cinco, cuatro, tres, dos unoooo… –Feliz año, me susurró al oído. –Bonne anné, Besé su frente llena de sudor. Nos despedimos del año caduco.
Volteé la foto y por detrás estaba escrito: “A BIG KISS FOR MY LITTLE BABY. SEE YOU SOON”.
Solo haría falta esta línea para que entendiera que mi única misión era nuestro reencuentro…
Capítulo I, tomado de la primera edición de Oscar Todtmann Editores, 2013