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La tirria con Rufino Blanco Fombona viene de años atrás, un siglo para ser exactos, cuando Carlos Antonio Villanueva publicó “Monarquías en América”, polémico libro en el que mi bisabuelo aseguraba que Simón Bolívar era monárquico. Según la leyenda familiar, Blanco Fombona —idólatra de la memoria del Libertador— al leer que Bolívar tenía serias dudas de la capacidad criolla para gobernarse, se puso furioso ante semejante profanación del pensamiento bolivariano y dio su amistad con el historiador Villanueva por terminada. Por eso cuando hace algunos meses encontré Diarios de mi vida de Rufino Blanco Fombona en una vieja edición de Monte Ávila, con cierto morbo saqué cinco mil bolívares de la cartera y me llevé el libro amarillo para mi casa.
Como en bachillerato Blanco Fombona sólo es una referencia y no lectura obligada, debo confesar que hasta ahora el único acercamiento que había tenido con la obra del detractor de mi bisabuelo era “El hombre de hierro”, pero no la novela que según su autor logró un verdadero milagro en 1906: “¡Caracas leyendo!”, sino el viejo culebrón de Venezolana de Televisión protagonizado por Rebeca González y Luis Abreu. Por eso iniciándome en lo más íntimo de una vida literaria como suele ser un diario, me extrañó saber que este escritor querrequerre nacido en Caracas en 1874 y fallecido en Buenos Aires en 1944, antiyanqui, editor, novelista, poeta, historiador, que vivió casi toda la dictadura gomecista en el exilio, hoy apenas leído, fue traducido a más de seis idiomas, incluyendo el sueco, y alguna vez aspiró al premio Nobel de Literatura nominado por intelectuales españoles de la talla de Valle Inclán y Marañón.
Diarios de mi vida es una selección de los diarios de Blanco Fombona hecha por el autor al final de su vida, arranca en París de 1904 con la publicación de su primer libro en francés: Contes Americains. Ya en esta primera entrada en la que el joven escritor describe el inmenso tedio de tener que dedicar libros nos encontramos con un mozalbete arrogante, sintiéndose predestinado para la grandeza, creyéndose superior a su país y sus circunstancias políticas y sociales; 400 páginas y 26 años después, leemos a un achacoso Blanco Fombona viviendo en Madrid tras un largo exilio político, a quien no se le apacigua la prepotencia mantuana ni con las dificultades económicas ni con el amargo sabor de haber vivido una vida derrochada, incompleta: “lo poco que hice no es sino un índice de lo que pudo ser”.
Por más que busco, entre las múltiples veleidades del irascible Rufino no encuentro a mi bisabuelo, por el contrario, en la página 314 hay un reconocimiento a la “voluminosa e interesante obra de Carlos Villanueva”. El odio profundo lo reserva Blanco Fombona a Juan “Bisonte” Gómez, a los Estados Unidos de Norteamérica y cierto desprecio a los poetas españoles modernos “carentes de luminosidad y relieve” como el jovenzuelo Rafael Alberti. Sin embargo, el verdadero encanto de Diarios de mi vida no está en la política ni en la literatura —que en estás páginas poco muestran a una de las grandes mentes venezolanas de principios del siglo pasado— sino en el desenfado con el que el Rufino, tan seriecito que se veía, se jacta de sus devaneos sentimentales desde con bien chaperoneadas caraqueñas cuando era un peleado soltero de la alta sociedad, hasta del encuentro fortuito, ya cincuentón, con una pícara francesita de dieciocho años que de pura excéntrica tal vez, le pareció el vejete merecedor de sus favores una noche de verano en un tren.
Pero de los devaneos del ardiente Rufino ninguno tan apasionado como la seducción de sor Dorotea, inocente monjita italiana quien le entregó su corazón y algo más (Rufino no era muy caballero en esto de ocultar detalles galantes) en una romántica travesía por el océano Atlántico.
Al final de la aventura con la fruta prohibida, los años pasaron y ni un pensamiento, ni siquiera un remordimiento a la pobre sor Dorotea, quien con el corazón en el hueso en su inevitable despedida le reprochó al escritor escurridizo el negarse a huir con ella a pesar de que la valiente monjita desafió al infierno por amor a este intelectual venezolano que al final de sus días, se lamenta melancólico en su diario el haber atesorado una extraña capacidad para prescindir de los demás.