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A Sergio Chejfec lo conocí en Mérida durante la bienal de literatura Mariano Picón Salas, en julio de 2009, en el Hotel La Pedregosa. Como los demás escritores participantes del encuentro literario, la ponencia de Sergio versaba sobre Territorios portátiles: El lugar del escritor, un título para un congreso hilado a partir de Historia abreviada de la Literatura portátil de Enrique Vila-Matas, homenajeado central del evento.
La primera vez que vi a Sergio me sorprendió su sencillez, tanto en su manera de vestir, siempre con una camiseta de colores oscuros, como en su forma de hablar hipnótica pero a la vez empática. Tenía una manera de comportarse taciturna, misteriosa, que hacía juego con una mirada ingenua transparentada detrás de sus lentes. Uno de los libros que fueron presentados durante la bienal era el de Sergio: Mi dos mundos, de la editorial Candaya, y que tuvo lugar en la librería La Ballena Blanca. Una novela-paseo por un parque en Brasil, esos parques que tanto le gustan a Sergio, también escenario de un maravilloso escrito de no ficción Donaldson Park: “El exceso de uniformidad tiene el efecto, a veces paradójico, de propiciar el vacío, o de revelar los emblemas naturales como una lengua auxiliar, útil solamente para traducir cosas sueltas, las señales que provienen de la naturaleza domesticada”. Luego de una extensa presentación de Mis dos mundos, cuando le tocó la palabra, Sergio se limitó a dar las gracias, no sobrecargó la noche, omitió cualquier exhibición desmedida de ego, evitó caer en lo que Ednodio Quintero denominó como un nuevo género literario: La perorata.
La noche de la jornada de inicio, Antonio López Ortega me invitó a cenar con un grupo de escritores ponentes. Fuimos a un restaurante en el centro de la ciudad. Al sentarnos, Sergio estaba a mi lado y se mostró muy interesado en conocer cuáles eran mis autores preferidos, de qué iba lo que escribía y otros asuntos de una cortesía inusual. La última tarde de la bienal, escritores convertidos en actores, realizaron una representación teatral de la parte de los críticos de 2666, tal vez en homenaje, o debido a la presencia de la viuda de Bolaño, quien acompañaba a Paula de Parma que siempre acompaña a Vila-Matas, y a la que este último dedica sus libros. Sergio tuvo la cortesía de ofrecerme su correo electrónico, mientras Vila-Matas miraba el reloj con angustia, ya que debía estar en el paraninfo de la Universidad de Los Andes para la entrega del doctorado Honoris Causa, mientras proseguía la representación de la obra un viernes por la tarde en una Mérida congestionada por el tráfico. Antes de regresar a Caracas, al día siguiente de terminar el congreso de escritores, me encontré de nuevo a Sergio en el mercado artesanal de Mérida. Llevaba pantalón corto y su camiseta de colores oscuros.
A medida que he ido conociendo la obra de Sergio, puedo decir que la suya es una especie de anti-perorata. Aunque le gusten las digresiones, en su caso, se trata de un recurso narrativo con una intencionalidad específica pero a la vez indeterminada y que no tiene nada que ver con el género perorata. Un autor que produce, casi siempre, como norma, novelas de unas 150 a 200 páginas, cuya narrativa pareciera entrar en piloto automático, amparada por un trance cotidiano de virtuosismo: un aparente mismo número de latidos por minuto que atrapa al lector en tanto no se angustie en conocer con certeza el fondo de las historias. Cada novela de Sergio pareciera ir hacia la continuidad, como parte de una obra en proceso que no tiene, necesariamente, principio ni fin. En sus novelas hay siempre una verdad oculta, como lo podría ser una incomunicación o una decepción, que hila lo narrado en una atmósfera intensa pero sin desbordamientos; como una represa que se va llenando con lentitud pero de manera inevitable. Cuando uno lee a Sergio pareciera escuchar su voz precisa que te acompaña y, al contrario, cuando habla pareciera que te contara algo que podría ocurrir en uno de sus libros. Son uno solo. Por eso cuando narra habla en voz alta y cuando habla narra en silencio: pensamiento vertido sobre obras de difícil clasificación que le dan una factura original: “Y así, el valor de su carácter radicó en combinar desidia con impaciencia. Esto puede parecer contradictorio, o en todo caso infrecuente, pero fue la circunstancia que le permitiría soportar la agotadora tensión de su época: el pasado era el olvido, el futuro era irreal; quedaba por lo tanto el presente aislado del universo, como una burbuja suspendida en el aire que necesita sin embargo de ese mismo tiempo del que está exiliada para permanecer flotando sobre su ambigüedad”, así nos dice al inicio de su novela El aire. Por algo el propio Vila-Matas comenta que Chejfec “nos acerca a la verdad muda del vago flotar kafkiano.Leemos la trama al mismo tiempo que ésta se va creando”. La lectura, que se torna adictiva por su tono, debe ser desprovista de expectativas y uno debe dejarse llevar, como una barcaza sin motor, sobre aguas en constante movimiento pero que, vistas a lo lejos, parecieran inmóviles o apaciguadas.
La siguiente imagen que tengo de Sergio es de unos meses más tarde del encuentro merideño, en la página de Internet de la Universidad de Nueva York. Me encontré con su rostro y el torso con la camiseta de color oscuro, como profesor de la maestría de escritura creativa de NYU. En septiembre de 2010, a poco más de un año de haberlo conocido, se produjo el segundo encuentro personal en la materia Approaches to Narrative and Poetry de NYU. Lo que pude observar en Mérida, ese tono parco y certero, continuaba en un entorno radicalmente distinto. Sergio ocasionó, al principio, perplejidad entre algunos alumnos, ya que su voz, siendo tan genuina, contrastaba con el ritmo acelerado de la ciudad e imploraba, indirectamente, mesura dentro de la entropía mental. Al cabo de unas semanas, como cuando se busca sintonizar una estación de radio y, al fin lo logras, uno no quiere sino escuchar ese programa: La voz de Sergio. Una voz tan original que tomó, a la inversa de la mayoría de los escritores, más de diez novelas para llegar a Modo linterna, su primer libro de cuentos, cuya primera historia, casualmente, comienza así: “Entonces llegué a Caracas como si fuera la primera vez, pero sabiendo que ese deseo, el de la primera vez, solo es posible cuando se regresa”.
Y a medida que pasaba el tiempo nos dábamos cuenta de que Sergio era humilde, receptivo, considerado, amable, tímido, buen amigo. Cuando traía a clase un invitado especial, en ocasiones íbamos a tomar una cerveza a su bar preferido del Village, cuyo nombre pareciera calzarle a la perfección: Peculier Pub. A Sergio todos le tomamos cariño. Lo apreciábamos y lo respetábamos. Sus clases eran exigentes, a la vez que un compendio de puertas que se abrían: a un venezolano le hacía conocer la maravilla de la obra del uruguayo Mario Levrero y a un argentino le presentaba la asombrosa obra del poeta venezolano Igor Barreto; así se multiplicaban las puertas abiertas, sin pompas ni aspavientos. Sergio tuvo la generosidad de hacer un prólogo a un trabajo que recopilamos los estudiantes de la maestría, cuya tapa fue hecha con material de cartonera. Recuerdo que nos reunimos un día domingo, bajo la certera guía de Javier Molea, el librero que regenta la sección en español de una de las pocas librerías de Nueva York que constituye un verdadero centro literario: la McNally Jackson. Nos reunimos un domingo en el taller de una artista brasileña que Javier conocía y, entre todos, pintamos las portadas de esa edición que llamamos Temporales; una ocurrencia por la ambivalencia del nombre, referida al hecho de que estar en Nueva York era algo “temporal” y que a la vez al estar en la ciudad cosechábamos “temporales”. Sergio dice en el prólogo de la editorial Aparecida Ibarrosa: “Unos escritores errantes, más o menos inseguros de sí mismos, se han reunido en un medio hostil para ver la vida encapsulada, el simulacro de vida encapsulada, es el escenario apto en que tramar una escritura hecha de trasplantes”.
Sergio vivió en Venezuela. Un lugar de tránsito pero que lo enganchó afectivamente. Baroni: un viaje, un libro-trayecto por diversos lugares de la geografía nacional, es una gran pieza narrativa (quizás su mejor obra), y toma lugar en el país donde permaneció unos quince años y trabajó, entre otras cosas, como editor de la revista Nueva Sociedad. Baroni nos pone en nuestras mentes a Sánchez Peláez, Igor Barreto, Victoria de Stefano y, por supuesto, las figuras artesanales de José Gregorio Hernández que fabrica la artista Rafaela Baroni: “…me complacía pensar que también yo estaba sometido al influjo de la casa, entendida como una industria de ilusiones, de seres creados a partir de la voluntad y el espíritu, y que el proceso general de prestar vida al que estaba sometido ese lugar me incluía, yo era una pieza temporal de ese engranaje”.
En las novelas de Sergio hay un narrador que, como él en la vida real, reflexiona, duda, medita, considera opciones, concibe teorías, anuncia que quizás se referirá a algo más adelante (quién sabe si en otro libro), que puede transformar lo narrado en una experiencia tan dramática como la mirada de Dios a través del gran ojo de Google Map: “Puede observar desde arriba y desde los costados, es capaz de abarcar con la mirada un continente o enfocarse en una casa, hasta hacer zoom sobre el patio de una casa”, nos relata en La experiencia dramática. Ese narrador reflexivo que salta de una novela a otra es el hombre que brinca entre sus mundos con la misma actitud-tono ante la vida: De Nueva York a Suiza para asistir a un congreso sobre el fracaso (con su ponencia El fracaso como círculo virtuoso) o de Nueva York a Mérida como escritor portátil. Mi mayor curiosidad en la bienal era conocer a Vila-Matas. Me regaló un bonito dibujo sobre mi ejemplar de Historia abreviada de la literatura portátil en la mesa de desayuno de La Pedregosa, a la que Diómedes Cordero tuvo la generosidad de acercarme por motus propio. Pero la verdadera sorpresa de la bienal fue conocer a Sergio. Piglia dice que siempre hay una historia aparente y otra oculta. Quizás nos referiremos a este punto más adelante.