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Suponía el ingeniero que, de algún modo, cabía esperar que en sus circunstancias las horas fueran más llevaderas, que fuera menos dilatado el camino por el tiempo macizo de la tarde hacia ese momento en que el teléfono sonaría por fin. Al otro lado de la sala, arrinconada dentro de una sombra rayada por los mosquitos, había una pequeña biblioteca. Hizo el primero de los movimientos necesarios para levantarse del sillón, pero se quedó sentado en su borde, aguardando a que cayera la ola de sueño, con leve mareo, que se había levantado en el interior de su cabeza.
Había cruzado nueve horas de tierra y de asfalto para llegar allí, la medianoche anterior, con lumbago y ansiedad. Había forzado la máquina de su cansancio y el ánimo de la camioneta, que rechinaba de trajín, pintada por tanta arena. Alimentándose con café aguado y pan de Achaguas, dejó al amanecer la finca donde había estado haciendo las mediciones —imaginando canales de riego en la estepa reseca que vibraba bajo la resolana— y viajó solo desde el sur del Cinaruco por la región vacía, sin radio ni tabaco. En la chalana sobre la que atravesó el Capanaparo supo de la primera lluvia del año, que acababa de ocurrir, le dijo un peón, a muchas leguas de distancia; agradeció que hubiera podido trabajar sin barro. A media tarde tuvo que apagar el aire acondicionado para guardar gasolina, de la que pudo abastecerse (así como de cigarrillos) en San Juan de Payara. No tenía hambre. Los ríos pasaban bajo los puentes como arterias de viscosa arcilla. Los guardias de las alcabalas tenían demasiado sueño como para andar molestando. Cerca de la concurrida Biruaca le pareció oír a un mono araguato.
Todo para que, cuando por fin había señal para su celular, no encontrara ningún mensaje, ninguna llamada sin contestar. Se había retrasado un día en volver, y ni aún así alguien había marcado su número en otro lugar: nadie había escogido, entre los muchos nombres posibles, el suyo en la memoria de otro aparato, ni se había tomado el trabajo de apretar su índice (o su pulgar, como lo hace su hija de 16) contra unos botones tantas veces como fuera necesario para que una microonda transitara por el cielo hacia él. Nadie lo extrañó hasta ese punto. Nadie lo necesitó tanto. Ninguna vida remota, en seis días, había querido estirarse hacia la suya, pensó el ingeniero.
Esa célula de memoria sin nada dentro acentuaba su sensación de haber desembarcado en un limbo, en una pelota de aire, seres y sitios donde nada ocurría. Fuera, notó por las estrechas ventanas, no soplaba el viento, ni iba o venía ningún ser humano. No sonaba el timbre. No servía la televisión. Ni siquiera cantaban las chicharras. Sólo existían el siseo hipnótico del ventilador de pie, que tendía a quedarse cabeceando repetidamente hacia la izquierda hasta que el ingeniero lo desatascaba, y el cambio de ciclo de la nevera, que de pronto zumbaba con vehemencia, como saliendo de una siesta vergonzosa. Lo demás era parálisis, ausencia, la realidad en punto cero. El ingeniero había ido a la finca del Cinaruco para moverse todo lo rápido que el clima y la tarea lo permitían, animando a los peones, dando y recibiendo instrucciones, clavando troncos de congrio, cuadriculando la tierra con sus instrumentos mientras los alcaravanes cortaban las líneas invisibles de su proyecto agrícola. Al tanto de lo que la atmósfera de abril era capaz de producir, fue todo lo activo que le era posible durante esa semana, y se esforzó por mantener el mismo ritmo en su regreso. Pero no pudo sostener la victoria, y ahora, en esa quinta desierta de San Fernando , había sido él también colonizado por la inacción.
Dio otro envió y se puso de pie, estirándose. Le picaban los ojos, pero no podía decir que tuviera sueño. A la biblioteca, abandonada desde hacía años, la acompañaba el polvo y la tapa de una botella de champú para niños, puesta allí como un adorno, con la cabeza de Winnie The Pooh. Había libros escolares, un Nuevo Testamento, dos guías telefónicas de los llanos centrales, una antigua agenda, una novela de vaqueros descuadernada (que ojeó hasta darse cuenta de que estaba incompleta), cuatro recetarios, cinco fascículos de Introducción a la informática , uno de Ágata Christie que tenía la impresión de haber leído y unas pocas cosas más. Los dueños de la casa, que le habían prestado la llave, no se ocupaban mucho de su colección. Nada de lo que tenían le interesaba, aunque de todos modos no era un hombre demasiado dado a la lectura. Pero a falta de televisión y de sueño, tenía que ayudar al tiempo a que pasara.
Su plan era mantenerse distraído, con la mente ocupada, y que la llamada arribara de pronto, casi como un sobresalto. Fue a la cocina y abrió la nevera, que andaba en su fase silenciosa. Sabía, por supuesto, qué contenía, lo que compró esa mañana en San Fernando: litro y medio de agua, dos cervezas, un cuarto de kilo de mortadela, harina precocida para hacer arepas y cuatro mandarinas. Quiso algo dulce. Podría comprar un helado, pero tendría que ir en la camioneta al pueblo, cruzando el puente María Nieves, y tal vez un martes a la hora de la siesta no habría nada disponible. Por lo demás, era poco factible que pasara un heladero por esa calle desolada.
Pero, ¿en verdad no había nadie por ahí? Abrió la puerta de madera oscura (una puerta muy cara para este lugar, para esta casa, se dijo) y miró a un extremo y otro de la calle. Su mirada de ingeniero evaluó el asfalto, que no estaba tan mal para lo que era común en Apure, tal vez por la falta de uso. Vio aceras estrechas, postes sin bombillos, garajes poblados tan sólo por la mala hierba. Ignoraba qué había pasado con esa urbanización, por qué había sido construida para nadie, por qué estaba deshabitada, al menos según lo parecía. No estaba seguro de que no hubiera por la zona una clase media capaz de adquirir una propiedad allí, o de que los ganaderos no hubieran querido tener una quinta pequeña pero cómoda, sin ostentación, en San Fernando. Imaginó el trabajo que dio levantar ese proyecto, el dinero que costó, las ilusiones fallidas de sus accionistas.
El sudor empezó a mojarle la camisa y volvió a la casa. El celular yacía sobre la mesa de vidrio del juego de recibo. Lo tomó para comprobar que no hubiera recibido ninguna llamada mientras había estado viendo desde el umbral hacia la calle. Llamó a la central de mensajes: nada. Puso de nuevo al aparato sobre la mesita. Con las manos en los bolsillos paseó otra vez por la casa; en el patio techado miró las extensas flechas indígenas con puntas de arpón y pasó los dedos sobre una tiesa piel de cunaguaro, con su interior rugoso y su olor característico a sucia reliquia familiar, con el cuero de la cara mal recortado, los ojos rasgados y oblicuos como una máscara de carnaval. No encontró el agujero del balazo.
El patio techado daba a uno descubierto, separado por ventanales; el sol ocupaba con presencia arquitectónica, como un edificio de luz, esos metros cercados de intemperie. Era demasiado fuerte, por el momento, para salir a caminar, y seguía desalentando la posibilidad de ir a San Fernando por algo tan poco digno de los esfuerzos del ingeniero como un helado de pueblo. Además, tenía la certeza de que allí el teléfono podía sonar. Más allá de los límites de la urbanización podía no ser del todo segura la recepción. Volvió a la biblioteca.
Tras unos momentos de vacilación exploró la sección que le quedaba, donde esperaban la desintegración no más de una docena de volúmenes. Estaba Historia de dos ciudades en los Clásicos Jackson, llena por dentro de huevos de cucaracha; una revista de zootecnia dedicada al brahman blanco; Meditaciones , de Marco Aurelio; un libro de contabilidad y uno de inglés comercial. Tomó Meditaciones . Leyó en la contraportada de esa edición barata, argentina, que era “una selección de las cavilaciones del emperador Marco Aurelio (121—180 dC), hábil y ambicioso soberano a la par que memorable filósofo estoico”.
Leyó:
Al amanecer, dite a ti mismo: me voy a tropezar con un indiscreto, un desagradecido, un insolente, un envidioso, un insociable. Todo esto les sucede por ignorancia del bien y el mal .
Le picaban los ojos.
Pero yo que he visto la naturaleza del bien
Pasó las páginas. Estas líneas no le inducían a seguir leyendo. Quiso darle al libro otra oportunidad. Fue adonde decía Libro III.
Hipócrates, que curó muchas enfermedades, enfermó él también y murió. Los Caldeos vacitinaron la muerte de muchos; luego a ellos también les alcanzó su destino. Alejandro, Pompeyo y Gayo César, que destruyeron hasta los cimientos ciudades enteras tantas veces
No podía concentrarse. Fue a servirse agua. Justo entonces sonó, imitando Für Elise de Beethoven, el teléfono.
Corrió a la mesa de vidrio. Eran las 3:49 pm. El número que aparecía en la pantalla le era desconocido.
—¿Sí? ¿Aló? —dijo.
—Buenas tardes —respondió una voz de hombre.
—Buenas, a la orden —inquirió el ingeniero.
—Ajá, ¿Contreras, por favor?
—¿Quién?
—Contreras, Julio Contreras, ¿anda por ahí?
—No, no, está equivocado.
Hubo una pausa. Pero el ingeniero no colgó.
—¿Ese no es el número de Contreras?
—No.
—¿No es el 3055458?
—No, éste es el 3065458.
—¡Ah caramba! Bueno, disculpe, pues.
Pulsó end . Le sudaban las manos. Se dio cuenta de que le dolía la pierna, de que le había pegado con ella al borde de la mesa.
La nevera estaba abierta. Una hilera de hormigas negras marchaba desde debajo del refrigerador hacia el lavandero. Tomó medio vaso de agua y guardó el resto junto a la botella. El libro estaba sobre el sofá, cerrado, sin que lo hubiera marcado por nada. Lo abrió en cualquier parte.
Cuanto acontece a cada uno interesa al Todo. Eso bastaría .
No podía leer. Las letras se unían unas con otras y las ideas rebotaban contra su razón aletargada. No era la clase de libro de la que le hubiera gustado disponer en ese instante. Tal vez no fuera eso, ni siquiera, algo que estaría alguna vez dispuesto a leer. Se sintió de mal humor. Vio hacia el patio; la resolana había disminuido. Soltó el libro, con cierta violencia. Pegado a los ventanales junto al cuero del felino, se dio cuenta de que el cielo trataba de encapotarse, de que algunas nubes aliviaban el bombardeo y a lo mejor hasta podían hacer el calor más tolerable.
Tomó su cartera, se metió el celular en el bolsillo de la camisa —para que no hubiera ninguna posibilidad de desoír el timbre— , agarró las llaves de la casa y cerró la puerta de madera tras de sí. Las hormigas negras lo precedían en el camino a la calle, desde varios centros de actividad entre la grama reseca. Tal vez, pensó, eso era un indicio de que estaba por llover; mucho antes de ser ingeniero agrónomo había aprendido que a las hormigas les salían alas luego de un chaparrón, pues partían varios machos y una reina a fundar otra colonia, aprovechando que la tierra estaba húmeda. Pero no estaba seguro de si esta laboriosidad anunciaba las precipitaciones. Llegó a la acera y se decidió por la derecha, hacia la carretera nacional. Olisqueó el aire, pero no percibió el vapor dulzón que acompaña un palodeagua.
Salvo una, en cuyo garaje había un viejo Aspen con el techo roto, todas las casas parecían no sólo vacías, sino además por estrenar. La urbanización era un “elefante blanco”, como llamaban en la escuela de Ingeniería a las edificaciones grandes y costosas que nunca habían sido inauguradas, que habían pasado de la construcción a la decadencia sin haber justificado nunca el esfuerzo y la inversión que significaron. A él le atraían esos abortos de concreto a menudo ridículos, cuando no inhabitables; le interesaba la historia de cómo fue congelado ese estreno, cómo no se sirvió nunca la champaña ni ninguna tijerita cercenó la cinta ceremonial. Eran edificios a los que no había ido un cura con su agua bendita, que no habían tenido la oportunidad de albergar vidas, o muertes, de personas. Los conocía desde sus muros y procuraba detenerse cuando pasaba cerca de ellos para observar sus ventanas sin cristal, queriendo conversar con los vigilantes sobre cómo se pasa las noches en un sitio como ese.
Esta urbanización pegada a la capital de Apure pero construida, qué curiosidad, al norte del río y por lo tanto en Guárico, era una pequeña ciudad de elefantes blancos. Cuando dobló la esquina, cerca de la vía a Camaguán por donde pasaban mugiendo las gandolas, y empezó a transitar por la cuadra de atrás de la casa, vio al fondo de la calle el esqueleto de un centro comercial de dos plantas. La curiosidad le hizo acelerar el paso, y estaba consciente de eso, pero no quería pisar las rutas de las hormigas, así que caminó muchos metros mirando al suelo hasta que una mancha parda en las fronteras de su visión le hizo levantar la cara.
Una res mordisqueaba la grama inculta de un jardín delante de él. De una bocacalle, a la izquierda, salieron más vacas y algunos mautes. El rebaño caminaba despacio, con un aire de posesión del territorio que le divirtió. Era ganado de carne de mediana calidad, cebú con criollo, nada puro, observó. La bosta seca y entera que salpicaba toda la vía sugería que ningún vehículo había pasado por allí en varios días. Los animales, ligeramente espantados por la presencia del ingeniero, trotaron un poco hacia donde se dirigía, el inacabado centro comercial, que ocuparon con sus pezuñas resonando sobre los pisos de cemento rugoso.
Con las manos en la cintura, el ingeniero admiró la escena: reses que paseaban por el lobby sin paredes con el cielo blanco de nubes por detrás, las colas batiendo el vacío lleno de insectos, las cabillas y las tuberías sin destino extendiéndose desde las columnas como pidiendo auxilio. A medida que entró en la construcción, las vacas se retiraban lo indispensable. Halló una escalera sin barandas que iba a la segunda planta y evaluó la posibilidad de subir. Parecía segura, y lo hizo sin percances. En la segunda planta, notó la brisa de lluvia, que traía las nubes desde el oriente. El cielo se estaba llenando y tal vez llovería pronto. Pero no podía tener la certeza, así que no había razón para irse de ahí mientras hubiera luz. Igual tenía el celular consigo, pegado al pecho. Le pesaba y le deformaba la camisa, eso sí. Se le ocurrió subirle el volumen al máximo y tenerlo en el bolsillo del pantalón, uno de sus favoritos, por cierto, ancho y ligero, cómodo y de color kaki. Era el pantalón con el que esperaba llegar a Maracay; los otros, todos bluyines, estaban impresentables luego de los días de labor. Era, por tanto, el pantalón con que comparecería ante Natalia, si era el caso. Si finalmente iría, de San Fernando , a verla a Maracay.
¿Por qué no sonaba el teléfono? Ella había dicho, en un momento en que no parecía tan insegura como solía presentarse ante él durante los últimos ocho meses, que tomaría una decisión mientras él estuviera en el Cinaruco. Le prometió, durante esos minutos de tregua, que lo llamaría para comunicarle su respuesta. Así que no era necesario marcar el número de su hija, con el riesgo de someterse a su desganado resentimiento, para averiguar sobre el tono de la decisión de su madre.
—Mi mujer —dijo de pronto, mientras las vacas mordían el gamelote tres metros más abajo. Le resecaba la boca, le humedecía las sienes llamarla así, aunque fuera parado allí, tan lejos, sin que nadie lo oyera, porque no sabía si eso fuera cierto, si esa mujer era todavía suya. Tampoco sabía el dato más determinante, si ella decidiría o no suspender la acción de divorcio. Otros datos —muchos menos precisos, una zona fantasmal y tenebrosa de asuntos sin resolver— le faltaban: por ejemplo, si él estaba en verdad dispuesto o no a quedarse con ella, a volverlo a intentar. Más allá de la muchacha, remota y en apariencia indiferente a esas batallas, era escaso y débil lo que vinculaba el mundo de Natalia (ceñido a Maracay, a la universidad, y a una reciente vida secreta en la que sospechaba el merodeo de rivales) al suyo, austero, sin amigos, que prácticamente cabía en la camioneta mientras saltaba sin mayores pausas de un monte a otro.
El ingeniero lamentó haber dejado en la quinta los cigarrillos. El momento era el que uno supone que es para fumar, y además el humo le hubiera ayudado con los mosquitos. El ganado renunció a recelar de su presencia, ya que estaba arriba, y el tiempo le hizo el favor de transcurrir a saltos discontinuos. Se sacó el celular del bolsillo y echó un vistazo a la pantalla verde, que sólo decía la hora: 5:36 pm. ¿Cómo pasó tanto tiempo? ¿Por qué no llamaba? Esa era la última noche que podía esperar. Si Natalia no se manifestaba antes de la mañana siguiente, él cargaría en San Fernando su camioneta, llevaría a lavar su ropa, iría al banco allí mismo y partiría, río Apure abajo, hacia Amazonas, donde lo esperaba una contratista con un encargo rápido y provechoso. Si Natalia lo convocaba a Maracay, estaría en el apartamento después de almuerzo, esperando instrucciones sobre el lugar del encuentro con un whisky para domar los nervios.
Supo que la hora más febril de los insectos iba a ser muy desagradable cerca del ganado, en el monte y, según le informó una ráfaga contraria de la brisa, al borde de un canal de agua estancada. Bajando las escaleras, se dio cuenta a última hora de que estaba a punto de estrellar la frente contra una tubería que sobresalía del techo; echó la cabeza hacia atrás y perdió el equilibrio. Salvo unos raspones en la pierna izquierda y una mano, y una mancha doblegable en su último pantalón, se levantó sin problemas del suelo polvoriento. Tuvo suerte: no cayó sobre la bosta ni desde lo alto. Se sacudió y volvió a la quinta.
Llegó sereno, contento por la caminata, y hasta con ganas de leer. Abrió la penúltima cerveza y volvió al sofá. Repitió el método de abrir el pequeño volumen al azar, metiendo el índice de pronto entre las hojas amarillas y ásperas.
Piensa muchas veces en la rapidez del paso y desaparición de las cosas que existen y están ocurriendo. Pues la sustancia es como un río en incesante fluir; las realizaciones están en continuos cambios; las causas, en infinitas alteraciones, y casi nada para, ni el presente tan cercano, ni el abismo infinito del pasado y el futuro, en que todo desaparece. ¿Cómo, pues, no sería un loco el que se hincha con estas cosas o se desgarra o se siente desgraciado, como si le hubiesen perturbado durante largo tiempo?
Muy bien: logró leer un párrafo completo y hasta le gustó, le pareció interesante y accesible, entendió su sentido. Pensó esto para convencerse de que había superado la parálisis del mediodía y que estaba en una mejor disposición para lo que viniera, para enterarse de la decisión de Natalia. Recordar la importancia de ese contacto, aunque fuera por enésima vez en los últimos ocho días, le alteró el pulso.
Prendió la luz de la sala para seguir leyendo. Como si hubiera activado el cielo con el mismo interruptor, pesadas gotas empezaron a ametrallar el techo de cinc del lavandero. La primera lluvia llanera del año pasaba sobre el ingeniero. Escuchó el arribo del agua durante unos segundos, orgulloso de haberse devuelto a tiempo. Como un adolescente, pensó que el ruido del aguacero podía ocultar el trino del celular, y se llevó la mano al bolsillo.
El celular no estaba. A lo mejor le hubiera dado risa saber que el aparato sonaba al mismo tiempo una y otra vez, tratando en vano de que alguien lo atendiera, donde el ingeniero no podía oírlo: metido entre la hierba, cerca de la escalera de donde había caído y se había levantado sin revisarse los bolsillos, a pocos centímetros de la cara con una mancha blanca en forma de diamante de una vaca vieja, que apenas se dio cuenta de los acordes de Beethoven mientras buscaba monte tierno y la sequía era despedazada por soberbias capas de agua, derribando las moscas sobre el lomo del ganado y disolviendo las tortas de bosta en las avenidas por las que no pasaba nadie.