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I don’t wanna fight in a holy war
Nunca he servido para fingir interés o conmiseración. Puedo ser una cosa dura y no me pican ni los zancudos. No me ven llegar ni largarme. Nadie adivina el tamaño. Cuando Victoria, mi abuela materna, cayó en cama, pudriéndose en sus costras y graznidos, a regañadientes adquirí una disciplina sobrenatural, a fin de convencer a la familia de que me afectaba la inminente partida. Pero es que no solo no me importaba, sino que, francamente, era un consuelo que la vieja se terminara de morir. Al menos la muy coña tuvo la decencia de pagarme el pasaje de regreso.
Creo que tuve fiebre, estar despierto es contar ovejas o vidas pasadas y a lo mejor terminas muerto en una zanja para que las ovejas cuenten cosas como tú hasta el infinito. Ya dispuse mis mejores ropas para el entierro y le avisé a Eduardo que se prepare, que me tiene que aguantar y sentarme en un rincón para que coja aire cuando empiecen los golpes de pecho y aquellos lagrimones, mientras suena Rocío Durcal y se reparten el chocolate caliente.
La abuela Victoria llegó al país cuando tenía veintitrés años, después de trabajar en un sanatorio infantil al norte de Oviedo. Según las dos fotografías que adornan el corredor, aquella muchacha de ojos verdes y manos esbeltas era la enfermera favorita, no de los de niños, sino de los médicos. Nunca supimos de cuál doctor fotografiado era la preñez con la que llegó al puerto de Guanta. Nunca supimos nada de sus hermanos o sus padres: ninguna carta, ningún recuerdo acariciado casi al descuido durante alguna cena melancólica. Lo cierto es que el trópico le sentó muy bien: cinco niños más, de médicos diferentes, lo atestiguan. Mamá fue su último parto, casi perdido, luego de que la esposa de mi abuelo se enterara de la travesura y pretendiera cortarle la barriga con unas tijeras en pleno pasillo del Hospital Universitario.
La amé profundamente los primeros diez años de mi vida. Solía ser una abuela de carácter, disciplinada, cómo no, como deben ser las abuelas de otros tiempos. Pero de vez en cuando se permitía algún complot: un chocolate por debajo de la mesa, una moneda para comprar barajitas en el quiosco del viejo Pedro. Incluso una vez permitió a mis hermanas mayores recibir aquellas visitas comprometedoras, cuando mis padres se iban a trabajar. Pero el amor, como dije, nos acompañó apenas hasta mi décimo cumpleaños. Mis padres se envolvieron en los trámites de un divorcio a ratos ridículo, y me dejaron con regularidad en la casa de Los Rosales. Mis primos, que rondaban entre los doce y los diecisiete, se juntaban en los rincones más oscuros para meterse mano y lengua, ignorándome despiadadamente, de modo que yo me las arreglaba con Tintín y sus aventuras, a la sombra de la acacia que se levantaba en el patio.
Una noche, a Victoria la vinieron a visitar, y me pidió que procurara no subir a la segunda planta: según entendí, había dispuesto el balcón para tomarse unos vinos con su acompañante, un señor, aunque no muy viejo, al que apenas pude verle unos bigotitos ridículos. En aquel entonces cualquier persona mayor de treinta años solo podía oler a alcanfor.
―Está bien, abu― dije con franqueza. Podía ser obediente si me lo proponía. Igual tenía algunas historietas que leer y el televisor para mí solito, dado que el resto de los muchachos se habían largado al cine con el tío Roberto.
Algunas sábanas, olvidadas en el tendedero, se agitaban con la brisa. Si los fantasmas existieran, pensé, pero preferí no continuar dándole vueltas a esos asuntos. ¿Por qué no tenemos un perro? Yo necesito un perro. Tenía diez años y el corazón limpio como un disparo que acierta en su blanco. No quería oler a alcanfor cuando fuera grande.
Cerca de las nueve me preocupé cuando creí distinguir algunos golpes y luego unos quejidos que venían de la segunda planta. Más que miedo, lo que sentí fue una picada de abeja en la barriga. Una picada que se ponía caliente y me calentaba la frente y las manos. Traté de fingir indiferencia y corrí a la cocina por un vaso de agua. Aproveché para devorar el último golfeado, cuando tropecé con unas botellas de vino, arrinconadas en el mesón junto a una caja que siempre estaba cerrada con llave. Eso, en cambio, sí despertó un miedo preciso en mí. La abuela manipulaba aquella caja con recelo, y parecía necesitar cada noche reencontrase con su contenido. Los adultos son cartógrafos de sus penas y sus secretos, comenzaba a entender; no pueden eximirse de andar y desandar el camino y luego regresar al principio, donde hay un mapa dibujado sobre un firmamento de venganzas, amores imposibles o deudas. Yo sabía que el pasado de mi abuela estaba más inflado que perro muerto, precisamente porque se callaba mucho, aunque se riera como una chiflada cuando le deba por servirse unos palos de ron.
Pero el miedo nunca detuvo a nadie. ¿Para qué otra cosa uno tiene diez años y se cree inmortal? En menos de un tris, vacié el contenido de la misteriosa caja de madera y encontré unas carpetas anticuadas con una capa de polvo y ácaros, donde se leían palabras como «láudano», «torniquete» o «mercurio». Luego abrí un sobre con alrededor de cien fotos que me dispuse a inspeccionar. Pero antes busqué un vaso de refresco y examiné los alrededores por si quedaba otro golfeado. No tuve suerte, por lo que terminé conformándome con un trozo de casabe con mermelada.
Llevé las fotos al cuartico de los peroles y empecé a verlas, ahora sí, con mi linterna de lectura:
Foto 1: médicos del Sanatorio Corazón de Jesús.
Foto 2: enfermeras del Sanatorio Corazón de Jesús.
Foto 3: jardineros, mucamas y celadores del Sanatorio Corazón de Jesús.
Foto 4: niño de diez años, desnudo.
Foto 5: niña de doce años, desnuda.
Foto 6: niña y niño, antes mencionados, tocándose.
Las siguientes veinte fotos retrataban a niños entre los ocho y los catorce, en las posturas más disímiles, casi acrobáticas; y en la siguiente veintena, aparecían algunos adultos con los niños, incluida mi abuela. Pensé que Victoria era realmente hermosa en aquel entonces, mientras golpeaba un culito con un fuete, sobre sus rodillas.
No comprendí muy bien qué estaba mirando ni por qué sentía de nuevo la-abeja-picándome-en-el-estómago o el-miedo-engordándome-la-garganta. En la última foto tenían a mi abuela en cuatro, y aunque era la primera vez que veía algo así y sin duda me impresionaba, tampoco era como si nunca lo hubiese imaginado. Y eso me asustó más, confesarme a mí mismo que antes había pensado en Victoria como imaginaba a otras señoras. Luego volví a sentir preocupación por el ciclo de golpes, risas y quejidos que venían de la segunda planta.
Devolví el material a su sitio y fui a buscar aire en el jardín. Cuídate del sereno, solían decir, pero no tenía cabeza para la amenaza más ridícula de todas. Creo que tuve fiebre, estar despierto es contar ovejas o vidas pasadas y a lo mejor terminas muerto en una zanja para que las ovejas cuenten cosas como tú hasta el infinito. Yo creo que me dio fiebre porque empecé a alucinar, porque me vi rodeado por todos los niños de las fotos: tenían la piel de tiza y las bocas llenas de carbón o lápiz labial. No tenían ojos pero miraban mucho, y susurraban, como aullidos de otro planeta, como las sirenas de unas ambulancias que parten en pedazos el candor de la noche. Caí al piso y vomité, mientras sentía una docena de manitos heladas, pellizcándome donde podían. Los fantasmas no son trapos que flotan, pensé, que era lo que siempre contaban mis hermanas para asustarme, trapos que flotan en un pasillo y dicen «buuuuuuuuu». Los fantasmas, ahora, me arrancaban la ropa y hasta me hacían vomitar el golfeado, el casabe y el refresco. Los fantasmas eran la noche estrellada que venía a morir muda en mi boca. Pero yo gritaba.
La gritadera fue de tal estridencia que Victoria bajó a ver qué sucedía.
―Andrecito, ¿qué te pasa?
―Unos niños muertos me estaban cayendo a palo.
―¿Cómo es la cosa?
―Los niños de las fotos.
Victoria hizo una pausa y se alisó el baby doll.
―Anda, criatura. Vuestra pequeña merced no puede revisar mis cosillas.
―Abuela, pero yo…
―No te preocupes, esas son unas barajitas de la época, total exageración. Mira que uno hacía lo que podía en aquellos bosques…
La abuela me llevó a la cama, no sin antes limpiar el vómito y cambiarme la ropa. Tarareó una canción sobre la Virgen y el niño, me recomendó contar ovejas y ponerles nombre si hacía falta. Dejó mis historietas en la mesa de noche, por si despertaba a media madrugada con ganas de leer. Sentí el olor de sus tetas y de su aliento, de su cara y de sus manos, y años después supe que mi abuela estaba hedionda a semen cuando la quise por última vez. Desde ese entonces me dolía el estómago cada vez que ese olor se me aparecía o me lo echaban en la cara.
De la antología El adiós de Telémaco (Editorial Confluencias, 2024)