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Primero lo descubrí en un video bloqueado. No sabía que en Caracas había existido alguna vez un museo de los niños. En el video gente muy extraña discutía sobre la campaña que había iniciado un local nocturno para salvarlo. El sitio se llamaba Modo.
Algunos se insultaban defendiendo el local. Otros insistían en que había nacido de mezquinas negociaciones, entre diferentes escalas de gobierno y audaces comerciantes de la más variopinta raigambre, unidos por la urgencia de mover dinero e influencias en el marco de algún bloqueo económico. Había quienes más bien defendían la nobleza de aquel suntuoso emprendimiento en tanto contribuía a agrietar la solidez de un régimen dictatorial acuñado por el ideario comunista. De ambas ingenuidades se reían otros, bañados en emojis y comentarios, considerando que era menester agradecer el surgimiento de ese y otros negocios pues, al menos daban trabajo y alimento a la gente tras el uno-dos con cambio de hombros y gancho al hígado que había implicado la desilusión política, el éxodo, la emergencia humanitaria compleja. Ah, y la pandemia. El respiro estaba más que justificado.
Considerar una nobleza el arte de mal pagar, aunque fuese en dólares, a una cuadrilla de empleados en un país donde por ningún lado se asomaba la posibilidad de un verdadero seguro social, público o privado, con prestaciones y pensiones de verdad; a varios les parecía vomitivo a pesar de agradecer la cuota de honesto placer y buen negocio con la cual semejantes empresas revestían una ciudad a la cual todos, hace nada, daban por muerta. Aún así no se cansaban de repetir que era esa la razón por la cual se vivía en una sociedad sin garantías, indispensables para que existiera la confianza, es decir, el crédito.
No faltaron los toscos chismes en torno a quién realmente era quién o no era del todo quién se pensaba y quién había estado por detrás todo el tiempo de las jugadas que las grandes especulaciones inmobiliarias sostenían gracias a lugares semejantes en connivencia con escuadrones de la muerte y otros espantos.
Hubo quien intentó describir con fantástico detalle cómo el desfalco continuado era en efecto un mecanismo de represión más cruento que el de cualquier parapeto gubernamental. A un sujeto en particular le molestó que se asociara directamente la corrupción generalizada desde hace siglos con el empeño hasta ahora incuestionable y sensato por ofrecer un servicio honesto. De inmediato fue interpelado por quien —no pude ver su perfil—, señalaba que la alegría y la fiesta con la cual se creía dinamitar el peso del totalitarismo, más bien perpetuaban una peculiar evasión. El disfrute, lejos de integrar a quienes se oponían a la opresión y quienes la detentaban hasta formar un tejido capaz de solidarizarse ante el ejercicio de la violencia, terminaba por correr la arruga y correr la arruga era todo lo que un estado forajido necesitaba. Entre fuga y transición todo estaba admitido, tanto más si dicho movimiento —acaso el mismo— resultaba arreado por intereses que jamás aparecerían en el mapa. Conspiranoias aparte, me encantó una pelea en particular, más o menos incomprensible, entre unas chicas que insistían con urgencia en que era “menester despojarse de la noción de estado moderno para desasirse de las manipulaciones de distintos regímenes”, y un señor más o menos entrado en años, muy angustiado por el modo en que quienes regresaban o se iban formaban bandos en pugna que, por igual, se calificaban de mediocres.
Copiar a mano aquella tertulia no me dio trabajo. Aburrida no era, por más aparatosa y truncada que resultare dada las emociones desbordadas y las fallas del servicio de Internet. Sin embargo, yo estaba ahí para otra cosa. Necesitaba ubicar cuanto antes a tres personas y determinar si pertenecían o no a mi pasado. Dado que sus voces me llegaban distorsionadas y la imagen era borrosa, tardé tanto en convencerme de que, en efecto, ahí estaban grabados los rostros de mis afectos perdidos, que no pude evitar distraerme con los hechos.
Investigué.
De Modo supe que tenía bowling, seis escuetos pero lujosos canales. Barras en que se ofrecían cócteles. Tarimas para conciertos. Esmerada atención. Dulcería criolla exótica. Distintos tipos de servicios de comida. Valet Parking cerca del remozado Mercado Municipal. Todo lo que, al parecer, aún se exigía para los guiones de Scorsese. En la tienda, vendían objetos de diseño producidos por figuras emergentes y creadores de prestigio. Durante la campaña para salvar al Museo de los Niños podías adquirir mercancía alusiva. Pocillos. Franelas. Libretas. Memorabilia. Las ganancias se destinaban a la maniobra de rescate.
De día predominaba el ambiente familiar. Por las noches, leí que, si habías sobrevivido o necesitabas hacerlo, podías darte una vuelta y pasarla bien. Beber. Cantar. Vender o salvar una idea de país. En fin, lo mismo de siempre. Es decir, lo que fuera. Y lo que fuera, dada la hondura de aquella desesperación, era una desmesura atiplada y sin parangón. No en vano, los acabados del sitio eran de incuestionable calidad. La elegancia del tinglado irrefutable y, a su vez, modesto. Mejor dicho, sobrio. Sobrio de sobriedad. Así es como suele escamotearse la intoxicación.
En cuanto al Museo de los Niños he tenido pesadillas. Creo que se debe a unas notas de voz que recibí hace no mucho. Hablaba en ellas una joven, preguntándose si era válido o no compartir anécdotas personales para un ejercicio. Por más que busqué otras notas en varios teléfonos, jamás di con las instrucciones de aquel juego. En todo caso, la chica hablaba de cómo, durante años, asustada por la inseguridad, cada vez que volvía a la ciudad no hallaba mejor cosa que hacer que jugar ping pong con su hermana en la planta baja del edificio. Eso y pasear por el Museo de los Niños. Un sitio seguro en el cual, por su baja estatura, podían permitirse casi todo. Especialmente, volver a la infancia.
Lástima, sin embargo, que no cupieran ya en la molécula a escala humana, una de las principales atracciones del lugar.
Además de la enorme molécula, el museo tenía un túnel de colores que funcionaba como un piano de ciencia ficción, una pared que retenía tu sombra, una cabina de radio para todas las edades y otros espacios donde, a través de juegos, palancas, espejos y perillas, podías comprender la realidad. Cautivantes exhibiciones se encargaban de que jamás sintieras que habías perdido el tiempo. Tenía un planetario y una sección dedicada a la conquista del espacio. Se hallaba ubicado en la planta baja de una de las torres residenciales de Parque Central, un conjunto futurista de edificios que semejaba un manojo de hojillas con cuarenta y cuatro pisos de altura rematados por un techo cuyo filo parecía hincarse en el cielo. Hubo un fotógrafo que se hizo famoso al retratarlos con hilos de sangre manando de sus innumerables ventanales. Desde hace décadas, los edificios se hallaban infestados de problemas. Los ascensores no servían. Chasis abandonados a su suerte y coches recién comprados ocupaban codo a codo sus tenebrosos estacionamientos. El conjunto luchaba peor que muchos otros lugares con la escasez de agua. Ni hablar de las fallas eléctricas. De las prodigiosas torres gemelas que lo acompañaban, una se incendió durante quince horas en diez pisos, precisamente donde se hallaban las oficinas del Ministerio de Interior y Justicia, el Ministerio de Infraestructura y la ONIDEX, encargada por aquel entonces de la identidad legal de los ciudadanos. Me causa cierta suspicacia la ocurrencia de que tales despachos ardieran juntos. En el fuego también se perdieron los planos de los acueductos y cloacas de la ciudad.
En cuanto al museo contemporáneo a sus pies es posible que cambiara de nombre, al parecer en más de una ocasión. Obras de reconocidos artistas internacionales habían sido hurtadas con anuencia de sus funcionarios o volvían a aparecer de la nada, como si algo más que el tramado eléctrico hiciera corto circuito. Poco o nada sé de un supuesto museo audiovisual y un museo del teclado, además de un helipuerto y recuerdos de piscinas.
Me he topado con transcripciones de un videógrafo que intentó hacer un documental sobre un sujeto que vivía bajo el vertedero de basura del edificio y a quien llamaban El Topo porque jamás había visto la luz.
Sin contar la vez del robo de cableado eléctrico, solo se tiene por cierto, del Museo de los Niños, que algunos de sus espacios han aparecido en otros lugares, lejos, muy lejos de la ciudad. Por lo menos yo puedo dar fe de que aún existe en mis pesadillas.
En mis pesadillas el museo contiene cosas de niños. Es decir, además de la máquina de hacer burbujas y las infografías interactivas, además de las paredes donde puedes comprender el eco y otros fenómenos acústicos, el museo contiene franelas, zapatos, medias y muñecas y muñecos, juegos de mesa y sábanas con caricaturas, mandos de videojuego y juguetes de playa. Loncheras. Bolsas de chucherías con nombres antiguos. Largas listas de regaños. Hay una exposición itinerante de ruedas de monopatín, de patín y de patineta. A un precio módico, es lo que dice el cartel, puedes comprar material para hacer juegos tradicionales y ser feliz. Una de las exhibiciones cuenta con miles de mochilas utilizadas por los niños que debieron abandonar el país. La idea es vender un millón de ellas en representación de la cantidad de niños que, más bien, fueron dejados atrás por sus padres “tras diez años de crisis económica”.
En un invernadero hay un hueco enorme con una leyenda gigantesca describiendo el proceso agudo de desnutrición sufrido por la infancia venezolana entre los años 2012 y 2022. Es un texto con frases como “un tercio de los niños menores de dos años sufren de desnutrición crónica”, y que se activa ante el más mínimo contacto. Cada vez que acaricias sus palabras el hueco repite un nombre distinto hasta que alguien más se acerca y toca el texto con sus propias manos. No muy lejos se levantan varios estantes con los zapatitos de los niños que murieron esperando una operación en el hospital J.M. de los Ríos. Dicen que hay una sección entera donde se conservan los trasplantes de órganos que no recibieron dada la suspensión de los mismos en el año 2017. También hay un piso entero dedicado a exhibir réplicas a escala real de distintos tipos de niños. Mejor dicho, niños que murieron por distintos tipos de abusos perpetrados por maleantes y gobiernos. En el techo cuelgan, inflables, las más grandes omisiones, bañadas con luces de neón. Por lo que entiendo, hay galerías donde exponen a los niños que alguna vez fuimos.
No sé si por suerte, antes de llegar a estos recodos, suelo despertarme confundido y sin saber del todo quién soy, vuelvo paso a paso, lentamente, a lo que otros presumen es tan solo mi trabajo. Cuando el proceso de investigación se torna demoledor, me dedico a escribir historias fantásticas para recuperar el aliento y la concentración. Entonces olvido cosas importantes, como la de precisar si por lo menos tres personas que debaten en un video atrapado en mi teléfono, pertenecen o no a un pasado que preferiría olvidar y sin embargo, necesito más que nunca. A continuación, motivado por un reciente concurso al cual, sin embargo, no pude presentarme a tiempo, comparto un relato antes de terminar con mi descanso:
—Vengo del museo de los niños… —dijo la chiquilla—. Ni idea de cómo por fin logré escapar de ese lugar.
Fania, mi perra, ladeaba el hocico intentando comprender. No había visto a un niño como ese en años. Tampoco estaba acostumbrada a que se comieran parte de su cena.
—Come tranquila, no hay apuro —comenté, no sin antes arrojarle cual un hueso roído, la misma pregunta de siempre—: ¿y tú qué hacías por allá?
—Lo mismo que los demás —dijo ella, encogiéndose de hombros.
Vinieron a mi mente imágenes de niños que fingían portarse bien o mal; jugar, estudiar, “fastidiar la paciencia”, “aceptar ser vigilados” —por maestras, padres, nanas, hermanos, aparatos, policías, interfaces— y otros tantos sujetos y predicados que de vez en cuando me duelen.
Crujieron las brasas de la fogata y la chiquilla, asustada, ni se inmutó, babeada las mejillas con sangre de pollo y la ropa, no sé de qué años setenta, sumida en tierra.
Por lo menos dos grandes océanos se disputaban el rumor en la copa de los árboles.
Cuando Fania enderezó las orejas, hice todo cuanto pude por asir mi revólver sin alarmar a la chiquilla. No pude, sin embargo, ocultar en mi rostro la siguiente pregunta que me hacía. Ignoraba si tendría sentido o no intentar ayudarla.
Era la primera vez que algo así me pasaba, y me odié.
No muy lejos había gente que aún atravesaba la selva entre los aullidos de los coyotes que, lo sabíamos por lo menos Fania y yo, no eran animales.
Ganador del Concurso de Cuentos por los Derechos Humanos de Provea, en su edición 2022.