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Colecciono agujeros.
La costumbre me viene desde que un viernes, camino al trabajo, aturdido por el turbulento despertar de la ciudad —digamos en un afortunado accidente— caí en uno de ellos.
Vaya a saber cuánto tiempo pasó entre mi caída y la llegada de una brigada del cuerpo de bomberos. Lo cierto fue que durante ese breve o extenso intervalo me sentí inexplicable. Es otro mundo el de ahí abajo: oscuro, húmedo, silencioso; pese a que unos cuantos metros sobre mi cabeza la ciudad chillaba y exhalaba su insana alegría.
Yo no sabría decir ahora si pedí o no ayuda, si grité o no que me sacaran. De repente, así nomás, sentí el vaivén de un objeto alargado frente a mi rostro, busqué su contacto y pude darme cuenta de que se trataba de una cuerda. Alguien desde arriba preguntó que si estaba bien. Creo que respondí que sí, que claro. Inmediatamente la voz repuso que cogiera la cuerda que me habían lanzado y ajustara el arnés a mi cintura, que iban a sacarme. Eso hice y enseguida estuve afuera.
Por segundos la claridad me molestó en los ojos. Después pude ver cómo los curiosos me rodeaban y veían como si se tratara de algún fenómeno o bicho de zoo. Una cosa así. Uno de los bomberos se acercó y al tiempo que me auscultaba con rapidez preguntó de nuevo si estaba bien, sin ningún hueso roto. Sí, desde luego, estoy bien; un poco mareado nada más, dije. Me parece que también le di las gracias. Justo en ese instante, alguien cuyo rostro no recuerdo, se ofreció muy amablemente a llevarme a casa. Yo me rehusé con tacto porque a pesar de todo prefería caminar.
Ya en casa telefoneé a la oficina explicando lo ocurrido. Creo que el supervisor no me creyó gran cosa, sin embargo, de igual manera dijo que podía tomarme el día. Después de colgar me quedé largo rato echado en la perezosa. Me jalé un par de cigarros mientras pensaba en no sé qué. Sólo entonces pude percatarme de que estaba todo enlodado. Casi de inmediato fui por una toalla y me metí en el lavabo.
En el cuarto de baño ocurrió algo extraño. Todo el tiempo suelo encender la luz enseguida que cruzo el marco de la puerta puesto que ése es el sitio de mayor penumbra de la casa (mi casa es una de esas casas antiguas, de las que tan pocas quedan en la ciudad; con altas paredes y ventanas postigos por donde el sol le aterra meter alguno de sus dedos). Pero esta vez no lo hice, no encendí la luz y me bañé a oscuras. Lo que me intriga es que estas son cosas que uno hace de modo inconsciente, la costumbre, claro, y dejar de hacerlas así de improviso es como un rompimiento, como un divorcio, como una traición inexplicable entre el ayer bajo la ducha y el hoy bajo la misma ducha.
Mientras me secaba me abrazó una sensación agradable. Entonces me vino a la cabeza el momento del accidente y fue exactamente como esas fotografías de cámara instantánea donde las imágenes van apareciendo a pedacitos y uno se siente casi feliz de ver aparecer así su imagen, de ver cómo el trozo de plástico se va hinchando de forma y color. Una sensación bastante estimulante.
El resto de la mañana lo pasé incómodo. Como con ganas de hacer algo pero sin saber muy bien qué. En menos de media hora me jalé media cajetilla de cigarros. Pensé que lo mejor sería vestirme y largarme a la calle. A caminar un rato por el centro. A mirar la primavera de las vitrinas.
A las once estaba parado frente al cristal de una ferretería mirando motores, sierras eléctricas y esas cosas. Entré con el propósito de preguntar el precio de una sierra eléctrica que me había interesado (aunque lo que debía preguntar en realidad era qué diablos podría hacer un empleado del Ministerio de Hacienda con una sierra eléctrica). Desistí al ver adentro tanta gente y a los pobres dependientes correr y saltar de un lado a otro como conejitos. Salir de inmediato hubiese sido un escándalo, así que me quedé un rato a observar las herramientas de los estantes y mostradores giratorios.
En uno de los estantes encontré una pala que consideré una belleza. La pala mejor fabricada que había visto. El mango estaba hecho de material plástico recubierto con una gruesa capa de goma—espuma verde (confieso que me desbarata el verde); la parte metálica era de un gris intenso, casi negro, y la parte de madera, no quedaba duda de que era en verdad madera. Dos o tres pasos más allá estaban un pico y una barra que hacían juego perfecto con la pala. Quedé de veras impresionado con aquellas herramientas, tanto, que deseé terriblemente llevármelas a casa, sentir que me pertenecían. Llamé a un dependiente y pagué su importe sin regateos.
Ya en casa el apetito monstruoso de usarlas me obligó a cambiarme y salir al patio. Mi patio no es muy amplio. Ocasionales árboles aquí y allá lo hacen parecer todavía más estrecho. Busqué un lugar despejado y comencé a cavar. Primero usé el pico, luego la barra. La pala la usaba para echar fuera la tierra que iba quedando suelta. La intención primera fue cavar un agujero pequeño para comprobar la eficacia de las herramientas recién compradas, pero después de los treinta centímetros, no pude parar. De modo que cuando cerró la noche sobre mis espaldas fui por una extensión eléctrica y algunos tubos y parapeteé un rústico faro sobre el agujero. A pesar de todo no me sentía cansado y juraba que podría llevar el mismo ritmo de trabajo hasta el amanecer. Pero la actividad de subir y bajar con un cubo a cuestas por una escalera casi vertical (rebasado el metro setenta fue preciso usar un cubo y una escalera para echar fuera la tierra que iba quedando suelta) confiscó mi aliento y mis esperanzas enseguida de haber alcanzado los cinco metros treinta.
No me sorprendió el hecho de que ese fin de semana lo dedicara exclusivamente a la excitante tarea de excavar agujeros. Recuerdo que cancelé mi viaje a la playa con María T. Tuve que inventarle el cuento de que un pariente cercano había enfermado y que yo debía acompañarle en su convalecencia. Ya sabes como son estas cosas, María T., le dije, y ella, sí, sí, te entiendo. Será entonces el próximo fin de semana, agregué yo, y ella, claro, claro.
Por supuesto no conseguí ningún agujero tan profundo como el primero. Acaso porque no puse gran empeño. Actitud que he atribuido a mi necia manía de conservar sobre el resto de las cosas lo primigenio, lo inicial.
Tengo que confesar que ahora no queda mucho espacio libre en el patio de mi casa. He tenido que pagar para que saquen las pilas de tierra que durante todos estos días se han ido acumulando sobre los rincones.
He pensado seriamente en cambiarme, mudarme a otro sitio. A un lugar con patio más amplio, claro está. Tal vez lo que me detiene sean los recuerdos que esta casa alberga de mis padres y la infancia. Sin embargo, creo que a veces tenemos que llenarnos de valor y pasar sobre todas estas emotividades. Quizá lo mejor sea alquilarla y mudarme al campo con mis tíos maternos.
Sí. Eso haré.
Mi trabajo no es inconveniente. Al fin y al cabo en las últimas semanas la oficina se había vuelto insoportable. Un pequeño infierno. Ya no era posible seguir detrás del escritorio entre tanto papel y memoranda inútil, sufriendo el bullicio de luz que se colaba sin piedad a través de los cristales.
Era para volverse loco.