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Natasha Rangel (Caracas, 1994) es licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela y magíster en Escritura Creativa por la Universidad de Texas, en El Paso. El año pasado publicó su primer libro, la noveleta Estorninos negros (Dospájaros Ediciones, 2024), ganadora del primer lugar en la convocatoria Breves Sismos convocada por esta editorial uruguaya. Antes de esa primera publicación individual, fue una de las narradoras convocadas para Feroces. Compilación de autoras venezolanas (Autores Venezolanos y Sello Cultural, 2023); también aparece en la antología de terror latinoamericano Cabezas en la ventana (Elefanta Editorial, 2024). En el 2023 su crónica “Saborear la casa en una sopa de arroz” ganó la VI edición del premio Lo Mejor de Nos.
Un animal impronunciable (2025) es el primer libro de cuentos que publica Rangel, el cual forma parte de la colección Zorzal Mecánico, de la editorial chilena Trazos de Aves. Diez cuentos nos acechan desde el índice, una nota bene es el nudo que desata el libro; la presentación de las chicas —nuestras protagonistas, las sílabas del aullido inarticulable—. Este preámbulo me hizo pensar en Felisberto Hernández y su explicación falsa de mis cuentos —un narrador intenta no explicar sus cuentos—; sin embargo, Rangel no pretende dilucidar alguna arte narrativa o negarla, simplemente plantea un final distinto para cada uno de los personajes que conoceremos en un simulacro novelesco o un panfleto para una obra de teatro en potencia. Ya eso singulariza el libro, lo enrarece, porque la narradora bosqueja un mapa para adentrarnos en la espesura de sus cuentos: mujeres que afrontan lo impronunciable que las circunda.
El primer cuento del libro es “Las Fortune”, un coming of age protagonizado por Mabel Garmendia, quien nos cuenta cómo conoció a Evelyn Fortune, su amiga del colegio. “Lo verdaderamente interesante era su capacidad para interpretar los sueños” (p. 9)[1] nos dice la narradora, revelando un rasgo que hizo famosa a esta Fortune entre sus compañeras; las consultas oníricas hacen que la gente se refiera a Evelyn como Madame Cloc: “debido al chasquido que hacia su lengua antes de emitir la sentencia detrás de cada consulta”(p. 9). La amistad de ambas chicas se refuerza mediante pruebas y confidencias, esto hace que una le cuente uno de sus sueños recurrentes a la otra: la complicidad de revelar significados sobre esas imágenes orbitales las acerca más. No existe una linealidad en esta narración, solo incisos y recuerdos que se superponen en un presente incierto. La historia es un huracán que va destrozando las convenciones presentes entre las estudiantes de un colegio católico. A medida que el cuento avanza, aparecen nuevas Fortune —quienes volverán en futuras páginas, a veces como personajes secundarios y otras como protagonistas—. El cuento avanza y nos hace testigos de un acto que congrega a las jóvenes muchachas en el sótano de la escuela: “Aprendimos que la sangre es el mayor secreto de las mujeres…” (p. 20). Sin embargo, no todo es unión entre Mabel y Evelyn, eventualmente se da una ruptura entre ambas: “En alguna parte de mí escuché el eco de una fractura”, a partir de allí nos alejamos del núcleo del cuento, comienzan los desprendimientos atómicos, vienen los regaños a Mabel, las reprimendas y la mirada inquisitiva de las autoridades del colegio. “Nunca más quise a nadie como quise a Evelyn Fortune. Y de primas, de Mermina y Rosaura, no volví a saber nada” (p. 23). Este cuento presenta vetas que se se extenderán por algunos de los demás, mi lectura pasa por excavar y observar cómo algunas Fortune aparecen en nuevos cuentos/situaciones; para ellas, la obra sigue y eso hace que el libro adquiera capas inusitadas, más allá de relatos que dialogan con mitos, lo siniestro y lo grotesco desde la feminidad.
“El tributo” presenta un salto generacional de la familia Fortune, ahora conocemos a Cordelia Marie Duchamps Fortune, la hija de Evelyn Fortune; acá se conjuga una obra con otra, porque Cordelia es una de las protagonistas de Estorninos negros —junto a Wilhelm, quien también aparece— este guiño interno revela un poco del ecosistema narrativo que Rangel ha ido consolidando. En esta narración, Cordelia es el centro de un rito familiar en el que participan sus tías, su madre y su abuela; una especie de anti bautizo para la más pequeña de todas: “Cordelia estaba en el medio del círculo. Vio cómo las mujeres se subían a los taburetes. Los rostros semicubiertos por máscaras de pico que habían sido modificadas…” (p. 47). Ese es un primer fragmento del cuento, después viene otro en el que se la narradora dice: “Olió la sangre antes de verla y se quedó unos minutos absorta en el trozo de papel tualé con la marca de su sexo estampada en la superficie, roja y abierta como una cayena” (p. 48). En otra parte se menciona a Rosaura Fortune, la tía de Cordelia y otrora amiga de Mabel Garmendia, lo interesante es el flash forward sobre este personaje, su historia se expande en este fragmento. El cuento cierra con un encuentro entre los protagonistas de Estorninos negros, alejados de los ritos y el misterio familiar, albergando otras emociones impronunciables.
“Rosaura y la piel de los duraznos” es una nueva parada en el devenir de otra Fortune, su historia más allá de lo que nos contó Mabel Garmendia y lo que compartió con su sobrina Cordelia. El inicio del cuento marca su vida más allá: “Rosaura Fortune estuvo en su primera bendición de las motos tres años después del aborto. Lo recuerda mientras se lame el cuero cabelludo con la brocha de tinte” (p. 95). Ella fue la primera de la familia en ir a la universidad, aunque su vida no pudo estar más lejos de lo académico, lo predecible. Esta narración nos describe la órbita de Rosaura alrededor de su irreverente tía, Celeste Fortune, su vida entre motos y un amor leve con Blas, un motero casi jubilado. “Tal vez ella no fuera una muchachita que llegaba demasiado tarde a todos los acontecimientos de su existencia” (p. 103). Los cuentos crecen como las niñas y ahora vemos nuevas facetas de lo femenino en esta mujer que vive y huye, la infancia queda atrás y la adolescencia sólo es una resaca.
El último cuento del libro es “Una trinitaria encendida”, acaso de sus páginas salió la ilustración de la portada: el vientre de un animal rasgado —¿una cabra?—, lleno con juguetes en vez de órganos y la mirada desconcertada de una chica —¿Mabel, Evelyn, Cordelia, Magaly, Rosaura o Ágatha?— ante esta rareza tan familiar. Un relato que empieza con la muerte: “Horacio, el chivo favorito de su tei, había sido degollado fuera del corral… Ágatha rozó con los dedos la raja del cuello, un tajo limpio. No había sangre. No había un rastro que seguir…” (p. 124). Esta cita sintetiza dos de las constantes en el cuento: las reflexiones de Ágatha sobre un evento sobrenatural y la tensión entre las dos lenguas que habitan a la niña, el wayuunaiki y el español. Dos ríos pujantes que van al mar del contar, la relación entre madre e hija, las cabras y su carga religiosa, el chivo y los monstruos que no vemos. Hortensia/tei/mamá con la escritura de sus sueños en un diario y Ágatha comprendiendo su vida tambaleante entre lo wayú y lo otro. “Despertó con las palabras pükaafiija taya, ayuda, trastabillándole en la lengua, pero no supo por qué” (p. 130).
Los cuentos sobre la familia Fortune son una placa tectónica dentro del libro, la más novelesca de las tres. Mientras que cuentos como “El duende”, “Canaima”, “Sayonas” y “Wendigo” conforman otra en la que ciertos mitos o espantos de Estados Unidos, México y Venezuela son renovados mediante el ingenio de la narradora en cada uno de ellos, las protagonistas afrontan bifurcaciones de lo que las acecha: ya sea un duende forestal que te sigue a donde vayas, una pobre novia que no encuentra descanso en el más allá, una Sayona monologante como una diosa para las mujeres y un monstruo que acecha a una escritora que quiere escribir sobre él durante la madrugada. La tercera placa que se afianza en el libro surge como un lenguaje que devora el corsé convencional de párrafos como bloques infinitos en una pared, lineales y equilibrados cuentos breves e independientes. Aquí pienso en: “Sayonas” y sus versos que se contrapuntean con los párrafos; en “Wendigo” y sus corchetes que encierran a la escritora como otro cuarto y el miedo que se gesta y late como líneas fuera del documento de Google; asimismo, en el último cuento del libro “Una trinitaria encendida” y sus tensiones lingüísticas. Las mujeres fueron niñas y las niñas serán mujeres, todas se cuentan sus vidas para sostenerse en estas páginas. Este ciclo congrega a los cuentos “Yo vestía a las Bellas” y “Cabeza de cerdo”.
Un animal impronunciable revela otras aristas de lo venezolano y lo extranjero, Rangel le da rienda suelta a una feminidad habitada por siniestros sueños, esto se puede rastrear hasta sus primeros cuentos publicados en revistas o páginas. Ella es fiel a sí misma, a su oficio. Considero que un buen libro te hace volver, Rangel ha escrito uno de esos, tan necesario en una narrativa venezolana mermada, y aún así, llena de narradoras con cuentos feroces como los que habitan la hondura de estas páginas. Estamos ante una narradora que usa todos sus recursos con la madurez de un ebanista curado por los años: personajes que hablan con la oralidad de alguien que sabe escuchar los acentos que dejan los días, venezolanismos puntuales e historias sinuosas. Todo lo escrito hasta aquí es la impresión descartable de un sismógrafo, ondas dictadas por estos relatos. Los invito a experimentar los sismos tenues que se conjugan en estas páginas.
[1] Rangel, N. (2025). Un animal impronunciable. Trazos de Aves.
Reseña sobre Un animal impronunciable (Trazos de Aves, 2025), de Natasha Rangel.