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¿Acaso ya olvidaron que vivir bajo una tiranía no es solo una vergüenza y maldición, sino que también es una acción abyecta que nos contamina, pues, quieras o no, hay que cooperar con el tirano si se vive bajo sus leyes?
Los hijos de Papá H
La revolución de Pablo Hacha, también conocido como El Ojo Eterno, en el hundimiento de su ilegítima existencia, impulsaba una última ofensiva para silenciar las voluntades de sus seguidores y contrarios. Como una campaña similar al Gran Salto Adelante, la iniciativa, concebida por el único partido autorizado, Movimiento Social Rural (MSR), se libraría por los milicianos que se subordinaran al llamado. El odio y el resentimiento, azuzados durante los veinte años ininterrumpidos de dictadura, propiciarían la formación de las Huestes Salvadoras, como también se llamaba a los Operativos Contra los Enemigos del Pueblo. El propósito de Hacha no era otro sino guillotinar las presiones internacionales —para la retórica oficialista eran amenazas extranjeras— y extinguir los poquísimos pero persistentes rescoldos de la antigua oligarquía terrateniente, la que antes ejercía hegemonías.
Replegado en su credo proletario, Jon mordía los anzuelos proselitistas del MSR. Sus padres, Sandra y José Sanabria, dos campesinos analfabetos que cosechaban café y encono en alguna localidad de montaña, de donde eran oriundos, lo emponzoñaron de rencor. Cuando apenas comenzaba el modelo gubernativo, sus progenitores se rindieron ante El Ojo Eterno. El cariz populista y el verbo desenfadado y por momentos vulgar del líder conectaban con los necesitados; Sandra y José le creyeron y, en lugar de rehuir su promesa de salvación, vieron en él la reencarnación de un mesías. Ese fue el ejemplo que Jon aprendió en su casa de bahareque, infestada de chinches, violencia y exclusión, entre otras plagas milenarias. Apenas hubo cumplido los veinte años, sus papás lo exhortaron con sermones de hiel a sumarse al escuadrón de los OCEP correspondiente a su municipio. Habían detectado en él, a pesar de su rictus machito anudado en plaza de toros, cierta blandura y delicadeza que debían extirpar para evitar el cáncer público de la vergüenza. Concluyeron que pertenecer a las Huestes sería el antídoto que lo inmunizaría contra el escarnio.
Antes del cumpleaños de Jon, un 19 de octubre, José se mostró especialmente apurado, como si reprobara aún más la presencia de su hijo. Necesitaba librarse de él para prescindir de los artificios y de los pormenores de una tragedia que no quería contar. Fue tal la insistencia con el asunto de los OCEP que Jon obedeció sin rezongar. No era un problema para él porque, además de alardear como defensor e hijo de Pablo Hacha —las generaciones nacidas en sus tiempos de tutela también le decían Papá H—, su despedida pondría el sanseacabó a una debilidad que había opacado su inocencia. En cuanto entró a la pubertad, a los diez o doce, se dio cuenta de que los maltratos de José arreciaban. La maduración de la voz, el olor a cebolla debajo de las axilas y la enuresis que ensuciaba sus pantaloncitos cortos de piyama incitaron también la deformación del cariño. En la medida que su cuerpo se desarrollaba, Jon infería más ensañamiento por parte de su padre, pero no sabía cómo negarse a él ni cómo explicarse la situación.
Diligente, porque los muchachos de su pueblo jamás contradecían a sus mayores, Jon consideraba normal la educación sentimental que lo había formado: «las mujeres son bellas y los hombres son feos», «a las mujeres ni con el pétalo de una rosa», «los varones no se tocan ni lloran». Quizá por eso su papá no lo abrazaba sino en Navidades, en el aniversario de Pablo Hacha y en otras fechas especiales; también en aquellas madrugadas cuando, saturadas las neuronas de tanto anís y chicha rancia, irrumpía en su cuarto, le acariciaba la pelusita del cuello y le mascullaba a la pata del oído: «Hijito, eres lo más hermoso que tengo, tú sabes que te quiero mucho». Jon, hecho una madeja de nervios, fingía sus ronquidos en tanto Sandra pegaba gritos: «Deja al tripón dormir tranquilo. Estoy harta de tus pendejadas». Luego se sucedían las palizas, los moretones, la lágrima que agrietaba la mejilla. Y el insulto final que retumbaba días y días en la hoguera extinta de aquel ranchito. La rutina de agresiones y terrorismo transgredía la morigeración y los preceptos caseros. La norma de «a las mujeres ni con el pétalo de una rosa» se diluía con la sola enunciación, porque en su casa eran habituales las contusiones de Sandra después de las borracheras y los zafarranchos de José. Jon llegó a creer que la manifestación y la certeza del amor se sellaban con sangre y dolor. Aprendió que los hombres, para seguir comiendo, sintiendo y durmiendo en las noches de caos y licor, se construían no solo con la memoria sino también con el olvido.
Estoicismo como catalejo, Jon divisaba en los OCEP la suerte no solo de deslastrarse del rechazo paterno, sino también la oportunidad de ganarse glorias; defender la soberanía e independencia heredadas —argucia repetida una y otra vez por la propaganda oficial—. Incluso podría retribuirle a Papá H los favores que le concedió: salud gratuita y educación. Educación que nunca recibieron Sandra y José. Atiborradas de materialismo histórico y dialéctica, eran las lecciones que se impartían. Y aunque Marx era la referencia periódica, muy pocos diferenciaban entre Formen y modos de producción; las tajadas temporales de la historia, como grandes trozos de una torta, de revolución en revolución, se volvían fárragos en una población a la que le formateaban el disco duro. Era tal el adoctrinamiento que todo lo que no había sido creación de Pablo Hacha era malo. Todo lo anterior a él era malo.
En esa reingeniería o reprogramación del pensamiento no se hacía alusión a La riqueza de las naciones, al libre mercado, ni a capitalistas ni a fisiócratas, menos a citas bibliográficas que promovieran liberalismos: «Dejen hacer a los hombres, dejen pasar las mercancías». Así de manipuladas eran las epistemes que embriagaban a una población sedienta de significados y símbolos. Papá H había dispuesto los textos y los panfletos que un buen revolucionario debía leer. De tonos y lectura poco amigables, estos libros preconizaban ideas de un constructivismo pretencioso y arcaico, cuyo fin principal era validar el intervencionismo del Estado no solo en la economía sino también en cualquier otro ámbito de la vida, incluyendo el privado. También exaltaban la organización de la sociedad a través de la represión y de la fuerza bruta. Instauraban y divulgaban una verdad oficial que encaminaba hacia la uniformidad y el igualitarismo. Estas guías mal escritas omitían libertades individuales, negaban la propiedad privada y la coexistencia de diversas mentalidades y creencias.
Como Hacha había desterrado cualquier otro párrafo sin tufillo leninista, elaboró, emulando una antigua aberración, la que dispusiera alguna vez el Concilio de Trento, un «índice» de libros prohibidos: proscribió la literatura, confinó la historia en las sombras, relegó a poetas y filósofos. Sancionó el escarmiento de Sísifo a todo aquel que se rebelara con y gracias a la palabra —dicen que los escritores pueblan lugares rotos— y en esto fue literal: mandó a acarrear piedras en cárceles de trabajo forzado a quienes abrazaran universalidades y heterodoxias y a quienes no se postraran ante su bota.
Un miércoles de fecha inexacta, Jon se inscribió en los OCEP. Antes de la evaluación de Montenegro —general del Ejército encargado del reclutamiento— coincidió con Emilio. Por sus brinquitos y otros andares estremecidos lo identificó como «insecto». Luego de la perorata a puerta cerrada, el examinador, al constatar su perfil y ADN marginales, estampó en tinta carmesí el timbre definitivo de su ruina. Jon fue aceptado sin obstáculos ni cortapisas para formar parte del Destacamento III, Honor a Papá Hacha, nombre que recibió el cuartel donde cumpliría servicio. Al salir, tropezó con el otro candidato. «Aquí está la mariquita», rebuznó. Emilio, por su parte, al trasponer el umbral, balbuceó una cortesía. Él era de fisonomía armoniosa, llevaba un bigotico infantil que traslucía su apenas alcanzada mayoría de edad. Con petulancia, el interlocutor dominó su sofoco apenas distinguió la esbeltez del aspirante. Sin embargo, lo delataban las diminutas gotas de sudor que esmaltaban su frente de arcilla.
Emilio no había visto nada igual: una cara porosa, manchada por algo gris, como el hollín, donde cientos de verrugas pululaban. Sabía que el mundo era una galería de caras. Las había de todo tipo: inofensivas, deformes, adustas, amables; algunas registró por su bestialidad y otras desechó por su insignificancia. Pero la cara de Montenegro lo había sorprendido como ninguna otra. Emilio perdía la concentración con rapidez; una voz interna, que tintineaba como un par de campanas, lo hipnotizaba. Dejó de oír la exposición del militar y se introdujo en una de sus ensoñaciones despierto: «Voy al mercado, recorro los puestos de venta donde relumbran mangos, guanábanas y tamarindos. Compro una piña. Me gusta la piña madura. De regreso, saboreo el jugo que quiero preparar, rememoro un sueño raro de la noche anterior, “nunca he ido a París, pero podía caminar sobre las cabrillas del Sena”, y, mientras surfeo el recuerdo, allí está: aparece una cara. Me asusta. A veces es la más ridícula, la que se encajona en una pollina de quinceañera trasnochada; otras veces es la más atroz, por las excrecencias que, a punto de hacer erupción, parecen larvas dejando sus envolturas. Siempre hay una cara que no abandona, que persigue, que acosa».
Montenegro interrogaba a Emilio entre retratos apolillados de ídolos que aparecían en las cartillas escolares. En un gesto de arrabal, de pícaro entre compadres, el general se estrujaba la bragueta cada vez que hacía preguntas incómodas acerca del álbum familiar del postulante, quien no había flaqueado en ningún momento. Emilio despertó de su ensueño para responder en un mariposeo fifí el cuestionario: se había acunado, aunque en orfandad, en los privilegios de la clase media. Era hijo de Ana Riquelme y Francisco Viso, dos abogados que, antes de ser atropellados por el leviatán de corrupción y anomia de Pablo Hacha, habían amasado una considerable cantidad para garantizarle vivienda propia y universidad a su retoño. Mas no lo verían graduarse. El dinero no solo se evaporaría con la intervención y nacionalización de la banca privada, sino que también serían apresados por manifestarse en sedición.
Ya hacía once años de la fecha. Fue un 23 de diciembre, poco antes de que Ana confirmara el presentimiento de un segundo embarazo. ¿Un bebé en semejante situación? ¿Un hermanito para Emilio? Ella y su esposo habían estado en conjura junto a otros adversarios para organizar una revuelta en contra de los encarcelamientos de jueces de la Corte Máxima de Justicia. Un infiltrado, que afectaba solidaridad, los acusó. En un instante fueron confinados y obligados a comparecer ante un tribunal que les imputó cargos por insurrección y traición a la patria. Sin derecho a impugnaciones, la sentencia se cumplió, como todas, de manera pública en el patíbulo del Congreso, donde ejecutaban a no afectos y disidentes. Ligeros de ropa y con un cartel atado al cuello que decía «conspirador», fueron fusilados una mañana frente a una trapisonda deseosa de fracturas y pingajos. Cuando los cuerpos cayeron arrodillados sobre sus charcos, como adorando su muerte, la muchedumbre se precipitó sobre ellos y los rebanó, desmembró, amputó, dejando al sereno la semillita que no prosperaría. Los más enajenados mojaron migas de pan en la sangre y las embucharon para saciar su furia.
—¿Alguien sabe que estás acá? —interpeló el general esperando la respuesta con la boca abierta.
—No —respondió Emilio sin aspavientos de asombro: engavetó la historia sanguinolenta. Sabía que era vigilado por su prontuario genético.
Mientras observaba cómo las babas del milico encrestaban olas, Emilio se acordó de Margarita, su abuela y único pariente vivo, a quien no había informado de su intención de enrolarse. Costurera de oficio, lo remendó con hilos de confección católica, en arcano ministerio, para no llamar la atención, a pesar de las amenazas sobre su aguja y misal —el Estado se había decretado no solo laico sino también contrario al rito de San Pedro—. A sabiendas de los sacrilegios de El Ojo Eterno, crio a su nieto y lo hizo pudibundo y mariano. La anciana no lo dejaba trepar samanes ni cazar lagartijas para que no se apartara de los viejos y nuevos testamentos. La cotidianidad del muchacho se debatía entre las tareas del colegio —castellano, matemática, instrucción premilitar—, versículos de la Biblia y, por supuesto, cuando la señora entregaba sus fatigas a San Gerardo, patrono de las amas de casa, se afanaba en vigilias de goce masturbatorio.
Antes de acostarse, al fin solo con su intemperancia sexual, con la incontinencia y la energía de la adolescencia, libre de la ubicuidad de su aya, Emilio escandalizaba sus sentidos con la fantasía de un ángel caído hecho piel y testosterona que lo expiaba «coito a tergo». En la hemeroteca de la ciudad leyó un artículo que describía posiciones que facilitaban la penetración entre parejas heterosexuales. De todo el catálogo, una se le quedó fija en la mente: se llamaba, supuso que era un nombre técnico o médico, «coito a tergo». La ilustración mostraba a una mujer en postura de perrito mientras un hombre, dibujado con un trazo más grueso y oscuro, de rodillas, parecía asaltarla. Desde entonces, Emilio se imaginaba en cuatro patas para que un ángel, con la bendición de Dios, antes que nada, lo hiciera merecedor de la gracia celestial. Por cada orgasmo expulsaba rosarios y avemarías y en cada padrenuestro espiraba viacrucis y suspiros. Era tal su paroxismo que llegó a pensar que de tanto sube y baja, de tantas pajas y entrega erógena, se ulceraría las manos y así impetraría el milagro de los estigmas de Cristo. ¡Aleluya! Asumido en su fe, nunca se sintió en pecado o en acto de contrición. Justificaba sus inclinaciones «contra natura», como las nombraba Pablo Hacha en cadena nacional, como un designio de la Santísima Trinidad. ¿Quién era él para oponerse a una decisión divina? Nunca maldijo sus preferencias, las aceptó en silencio, como Cástulo su enterramiento vivo.
Pero Emilio estaba hasta la coronilla de su abuela y de su coerción de salmos; por eso vio en los OCEP no solo la ruta para escabullirse de su moralina, sino también la forma de asordar su homosexualidad. Sabía que las leyes condenaban los encuentros de varón con varón. Los infractores eran enviados a «lugares nazis» —como decía él— de los que nunca regresaban. Y como no quería pisar uno, estaba sometiéndose al interrogatorio de un depravado con charreteras que le aclaraba, mientras un gluglú testicular henchía su bulto, el procedimiento de inteligencia que habría de soportar. Por ser descendiente de detractores, la Policía de Vigilancia —organismo a manera de la Securitate de Ceaușescu— estudiaría su caso para dar el consentimiento, siempre que comprobara la inexistencia de fallas en su expediente ciudadano. Emilio, por un arrebato, por zafarse del yugo místico, desoyendo las recomendaciones de la viejecita, «mantener chito y distancia», no inmiscuirse en política ni en antagonismos, se echaba su cruz a cuestas, su martirio. Uno que sería como el de San Sebastián bajo la lluvia de flechas.
De la edición de Editorial Egalés, 2020