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Un domingo cualquiera de cuarentena, después de leer a Osamu Dazai, me fue revelada mi auténtica naturaleza: soy una vaca. Una vaca que pastaba muy tranquila hasta que un día, de repente, levanté la cola y descargué un latigazo mortal sobre una pobre mosca. A veces pienso que esa tranquilidad me fue impuesta por la Iglesia de la Misión Carismática de la Cruz. Allí asistía los domingos en la mañana solo por acompañar a M, pero al llegar a casa sentía que mi naturaleza emergía indetenible, aunque en apariencia continuaba siendo la calmosa vaca de siempre, rumiando y mirando películas de horror, serie B.
Y sí, era una vaca, pero una vaca que mataba a rabazos.
Los domingos en la tarde me afeitaba. El espejo reflejaba un rostro duro, cada línea de expresión se convertía en un surco terrible. Arrugas en forma de elipses, casi anillos. Mi aspecto de lombriz y mi alma inicua saltaban a la vista. Ya nada me espantaba; era una marioneta liberada. Aceptarlo me ahorraba lo siniestro de las paradojas. No digo que ahora sea una versión lacustre del Doctor Jekyll & Míster Hyde, ni que un diablillo rojo me susurre a un lado y un ángel paliducho al otro, soy más bien un Hombre Nuevo, de anchos horizontes morales, el eslabón soñado de la evolución social.
Cada noche iba a La Cocaleca, un bar al borde de la cañada Zapara, al final de la curva de la calle 60 de mi barrio Pueblo Nuevo. Era fijo que antes de la medianoche Ginger Rogers nos cantaba un rato. Ginger Rogers es un cincuentón que de chico estudió conmigo en la primaria Lucila Palacios. Al pobre nunca lo aceptaron en su casa, pero a mí no me importaba lo que fuera. Y bueno, ni la peste china nos desarraigó de esta rutina. El bar funcionaba bajo la custodia de un sargento de la Policía Revolucionaria de apellido Churio. Nadie supo nunca su nombre, ni dónde vivió, ni nada de su vida, era como si solo existiera al verlo aparecer. Simplemente era Churio. No hacía falta saber nada más. Y con Churio conseguía gasolina para mi pickup Mazda y una pequeña planta eléctrica que me salvaba de medio día de racionamiento, aunque a veces pasábamos hasta una semana sin servicio. Churio también me suministraba una cisterna de agua por mes. Motorizados de su destacamento escoltaban el camión hasta mi casa de la 9B.
Yo estaba jubilado de la universidad y mi paga no alcanzaba para un día de comida. Sin embargo, resolvía trabajando para Churio. Viajaba hasta la Universidad de La Guajira, en Riohacha, a un taller literario. Asistía como oyente, pero en La Cocaleca y en mi calle se creían el cuento de que yo dictaba el dichoso taller, a fin de cuentas me conocían como escritor. Lo cierto era que llevaba más de diez años sin escribir nada. Ninguno esperaba ya mi próxima novela, ni yo.
Decía que iba al taller literario de La Guajira, lo cual era cierto, pero en la noche me veía con un eleno que me entregaba una maleta con 2 kilos de cocaína distribuidos en envoltorios de látex metidos en ejemplares ahuecados de Doña Bárbara, la novela de mis supuestas disertaciones guajiras. Churio me daba ochocientos dólares al mes por estos desplazamientos. Una paga mezquina aunque no corriera ningún peligro. En el puesto fronterizo conocían para quién trabajaba. De modo que, además de ser la vaca de Dazai, me convertí en la mula de Churio. Algo así como el Earl Stone de esta playa no apta para bañistas.
Para ser mula primero hay que ser vaca, vaca Dazai me refiero. Es una metamorfosis lenta. Misteriosa como los caminos del Señor. Empezó una noche cuando el sargento Churio se sentó en mi mesa de La Cocaleca. Dijo que vendía bultos de harina blanca, café y papel sanitario. Me los daba a buen precio por ser un habitual del bar, pero si conseguía compradores, me salían gratis. Así que comencé como promotor merchandising de contrabandos. Luego cambiamos de rubro. Churio se llevó un día mi camioneta y le instaló un tanque adicional de gasolina. Él se encargaba de poner ambos tanques full y yo conducía, en solitario, hasta Maicao donde los vaciaban. Apenas me dejaban lo necesario y regresaba a cargar de nuevo. De vuelta traía bultos de medicamentos colombianos, —de uso institucional —, que vendíamos en las farmacias de la zona norte. No sé cuántos trabajarían para Churio. Nunca me interesó saberlo, pero yo era el único que iba a La Cocaleca, quizás sea la razón por la que me trataba con cierta deferencia. Tampoco sé por qué le atrajo mi aspecto distraído de profesor universitario, o más bien lo juzgó conveniente. Jamás se lo pregunté. Un año antes de la peste de Wuhan, me llamó al celular y me habló como si fuéramos espías del Mossad. Quedamos en vernos en La Cocaleca. Esa noche Ginger Rogers se dedicó a Sandro. Churio llegó cerca de las 11. Vestía de civil y llevaba una gorra de las Águilas del Zulia.
—Le tengo malas noticias, profesor —dijo.
Yo no respondí, ni puedo imaginar la expresión de mi cara, pero Churio debió ver que me tenía en la sartén. Entonces explicó que había traspasado el negocio a otros camaradas suyos porque se le presentó una tremenda oportunidad.
—No se asuste con lo que voy a decirle, profesor, oiga y después me responde —hizo una pausa y pidió a Olivares dos Regionales light. Olivares es idéntico a Michael Gambon. A medianoche, Churio se marchó satisfecho.
Yo esperé a que Ginger Rogers acabara la última canción: «Por ese palpi- tar… ».
Caminé hasta mi casa con las manos en los bolsillos de la guayabera. Pensé en la inescrutable voluntad de Dios. ¿Dios acababa de convertirme en mula? Una bocanada de brisa llegó desde el lago. Olía a peces muertos. Vi a Pedrito dormido en la puerta de su casa, recostado en una vieja poltrona de mimbre, la cara ladeada, los brazos caídos y una botella de Estrella Roja a sus pies. En eso vive desde que le dio un ACV y tuvo que abandonar la mecánica.
Me acosté con náuseas y soñé con Berenice. A la mañana lo escribí para no olvidar nada: «Un día mi prima Berenice despertó y ya no estaba su esposo. La puerta del apartamento quedó entreabierta como firma suicida. Se había echado a los caminos sin preocuparse de la dirección geográfica como el Simón del Walser de Historias de amor… Edgar, el esposo de mi prima, fue en vida un solvente contable de oficina propia. Tuvo una buena cartera de clientes a los que registraba sus cuentas. Pero desde que llegó la revolución las anotaciones se fueron extinguiendo. Y cierto día, no tuvo nada que llevar a casa. Imaginó el llanto hambriento de su hijo y la expresión atribulada de su mujer. Sintió, de pronto, que ya no hacía nada en ese lugar ni en este mundo. No sé si la decisión de Edgar, de echarse a los caminos, fue la falta de carácter para un suicidio oportuno. A nadie, en sus cabales, le habría sorprendido. Hacía poco las redes mostraron a una madre cancerosa lanzarse desde un sexto piso para no ser una carga. Pero la decisión de Edgar sí que dejó boquiabierto a más de uno. Los practicantes del pensamiento circular lo tildaron de loco y estuvieron tranquilos en su circularidad. Y un sábado sin corriente, sin agua, sin nada qué hacer, Edgar se metió en mi cabeza. Pensé que su circunspecta desaparición nada tenía que ver con la falta de carácter para un suicidio ejemplar sino con un tipo de curiosidad extrema: saber hasta dónde podía soportar la destrucción de sí mismo y su progresiva disipación hasta convertirse en nada. Y que todo este proceso de aniquilamiento se lo había planteado como un alegre funeral. Para saberlo tuvo que desaparecer. Edgar se entregó a la vagancia. Sin embargo, entendió que esta era una forma de contingencia. Entonces dejó de comer de la basura y se echó a la dejadez radical. Y de tanto pensar en Edgar, se apareció su fantasma. Me dijo que para juzgarlo bastaba con imaginar la recta numérica, al llegar a cero, cruzas al camino de los números negativos, lo sigues y simplemente desapareces. Te pierdes en esa espesa negatividad, me dice riéndose de su chiste matemático».
Por la noche le conté el sueño a Ginger Rogers y se le escapó una lágrima. Luego se dedicó a Julio Iglesias. Empezó cantando, a capella, El mar que llevo dentro, y volvió a llorar todavía más. Ginger Rogers llora por nada. Yo pedí mi primera cerveza y al rato llegó Churio con cara de pocos amigos. No paraba de decir frases entrecortadas por el celular. Olivares le sirvió una cerveza.
—Yo me encargo —dijo y colgó. Se pegó de la botella hasta acabarla. No sé si era sed o rabia. Me limité a mirarlo. Ginger Rogers cantó: «como noche como sueños, son los ojos negros…», y Churio hizo que escuchó, pero sabrá Dios en qué pensaba. Olivares sirvió otras tantas cervezas. A las 12 trajo carne para picar. Churio eructó. Vació una pizca de coca, la alineó con un cuchillo e inhaló.
Me levanté.
—No se vaya, todavía, profe —dijo leyendo un mensaje de texto—. Le doy el aventón, venga.
Subí a la Toyota Prado de la Policía Revolucionaria y, frente a mi casa, Churio apagó el motor y me habló de un asunto terrible:
—Cada cuerpo de seguridad tiene que aportar un muerto. La parroquia debe amanecer con uno. La comunidad pide ver la lucha contra el crimen. ¿Entiende?
—¿Y si no pasa nada?
—Tengo que matar a cualquiera; siempre hay alguien jodiendo por ahí —confesó y me echó una mirada que no pude menos que notar.
Repliqué sacudiendo la cabeza:
—¿Y por qué no pasa ese encargo a otro?
—No puedo. Si no, pues me quitan mis asuntos.
—¿Y por qué me lo cuenta?
—Para que se deje de ese tufillo moral que tanto me jode y que ya no le cuadra.
—No entiendo.
—¡Vamos, profesor! Usted me trata con pinzas y somos iguales. La misma cagada.
Guardé silencio. ¿Qué podía decir? De pronto, golpearon mi ventanilla y salté del susto. Churio apretó su pistola.
—Hola, ¿tienes cigarros? —dijo Pedrito más borracho que nunca. Le di una caja entera y volvió a la oscuridad de donde salió. Arrastraba los pies, cabizbajo.
—Y si pierde sus asuntos, yo pierdo los míos. No creo que pueda dormir hoy —dije pensativo.
—Es mejor no saber algunas cosas, ¿ah?
—Es el secreto de la felicidad.
—Eso nos pasa por ser más listos que ellos.
—¿Ellos?
—Los revolucionarios —dijo Churio y se echó a reír. Sacó del bolsillo un blíster de Alprazolam y me dio dos comprimidos. Prometió que dormiría como un lirón.
A la mañana no sabía ni qué día era. Me despertó mi vecino, Enrique, que vivía a un lado de mi casa. La gente miraba en silencio hacia la esquina. La furgoneta de la morgue recogía a Pedrito. Los portales de noticia dijeron que la Policía Revolucionaria había abatido a un peligroso criminal. La Misión Protección del Pueblo seguía su exitosa marcha hacia la paz y felicidad de la patria. Una foto de carnet descolorida dominaba la nota. Pedrito parecía un hombre malo, un enemigo del pueblo. En otra foto se veía el cuerpo ensangrentado.
La madre de Pedrito lloraba desconsolada. La verdad no sabía qué decirle. Me fui a caminar para drenar la agitación que me embargó. En la Plaza del Sector 18, un cisterna llenaba tobos con agua de tubo a un dólar. La mayoría llevaba tapabocas sucios e improvisados. Anduve hasta la cafetería Irama. No había electricidad en todo el país. El encargado, don Oswaldo, me trajo un negro recién colado. Me pareció raro que Rubén no lo sirviera y pregunté por él.
—Ayer le amputaron una pierna, profe —dijo don Oswaldo con resignación.
—¿Y eso?
—Falta de cobres.
¡Qué mañana tan mierda!, pensé molesto. Don Oswaldo no dijo nada más. Del chat de Karl Krispin me llegó un texto de @cristiancrespoj: «En Cuba nos alumbrábamos con tubos de pasta de dientes cortados por la mitad, se les introducía un cordón (mecha) y se metía dentro de un frasco de vidrio con queroseno para hacer una lámpara artesanal. No había velas. Así nos mantenían ocupados de invento en invento. Y no solo es el apagón, es el hambre, la falta de agua, el calor, lavarte la boca con jabón o sal, ponerte bicarbonato en las axilas sin bañarte. En medio de los apagones, como además escaseaba el gas, muchos vecinos sacaban puertas y marcos de las habitaciones para hacer fogatas, cocinar y mal comer».
Tiré el teléfono en la mesa y me quité el tapabocas.
Las paredes de Irama son de vidrio con delgados barrotes de hierro pintados de aluminio y cortinas beige translúcidas. Pedrito miraba desde fuera, aplastando la frente contra el vidrio y los ojos entornados. Abría y cerraba la palma de la mano llamándome:
—Ven, ven —leí en sus labios. Bebo el café de golpe y salgo a ver qué quiere. A los fantasmas no hay que tenerles miedo, hay que encararlos como hizo Dani Clayton, la institutriz de La maldición de Bly Manor, con su novio atropellado por un camión de cuatro toneladas.
—Espero que no te vaya a dar por seguirme —dije al fantasma de Pedrito. Saqué un cigarro y le ofrecí, pero no quiso. Los fantasmas no fuman. Nos sentamos en el tope del estacionamiento que parece un pequeño muro de contención.
—¿Por qué dejaste que me hicieran esto? —preguntó afligido.
—¡No me jodas!, ¿qué podía hacer?
—¿Estás seguro?
Me quedé un rato con él, sin hablar, fumando.
De la edición de ABediciones, 2025