Buscar

‎ Cuentos
‎ Cuentos

Todos los cuentos publicados

‎ Novelas
‎ Novelas

Capítulos de novelas disponibles

‎ Sobre el oficio
‎ Sobre el oficio

Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

En verano duele más

  • Compartir:

Un padre tiene la obligación de ser mejor 

que su hijo, pensabas, un padre debe ser inalcanzable para su hijo. Eso que no me enseñaste tuve que aprenderlo solo, y esa es una soledad que desde entonces me acompaña: la del que sabe que no puede confiar en nadie: ni en su propio padre…

Jesús Aguado

 

I

He vuelto a Punta de Mata por dos razones que son una sola: la enfermedad. El hombre que me dio su apellido y ADN se está muriendo de enfisema pulmonar y yo tengo un mal sin cura que me aqueja en un lugar gobernado por las sombras. Aunque a veces me cuesta hablar de mi padecimiento, gracias a la zona afectada he obtenido conocimientos de mí mismo y complacencia. Estoy entrando al hospital Doctor Manuel Núñez Tovar de Maturín, estado de Monagas. Voy a visitar al paciente que, en la plenitud de su virilidad, embarazó a su mujer y la abandonó en el Líbano como tributo al machismo legendario. Cinco años después, regresó tan orondo un 24 de diciembre para reclamar lo que consideraba sus propiedades: los lazos sanguíneos que disolvió, la familia que relegó sin enviarle cartas o coloridas postales. Con los villancicos de fondo, junto al arbolito de Navidad lo esperaban la esposa y una criatura. Para la bienvenida ella llevaba puesto un taller de terciopelo verde y el pequeño vestía un trajecito de marinero azul y blanco. Yo extrañaba la invasora presencia; yo era el hijo que el recién aparecido no conocía. Después de la cena de Nochebuena, los brindis con champán, las sonrisas ensayadas frente a la Kodak Disc 4000 y los regalos que intentaban sellar vacíos —para mí un tractor amarillo manejado por control remoto—, el sujeto me subió a un avión con destino a Venezuela. Me forzó a mudarme a un pueblo abrasado por el sol del Caribe. A los niños no los deberían obligar a nada y mucho menos a vivir en tierras tan calientes. En la puerta de la habitación 11-7 hay un papel colgado que dice en torpe caligrafía: «Anatole Dager». Así se llama mi padre. El mismo que, sin yo sospecharlo, me vendió a cambio de unos pocos billetes. Las flacas riquezas que despilfarró. Tres décadas después confesó el pecado como prueba de su arrepentimiento.

A pesar del odio y rencor que me avivan, tengo un mes yendo y viniendo a la clínica. Soy el único pariente de Anatole que está a su lado. Me cuesta decirle «papá» a ese cuerpo postrado en una cama de hospital público donde otros muchos han fallecido. Con una libreta y un lápiz, registro su agonía; es una forma de purgarme por medio de su sufrimiento. A veces, él interrumpe sus resuellos por un comentario y la punta de grafito se me quiebra; no es nada práctico el sacapuntas en una emergencia médica (las virutas de madera saltan, las migas de la borra pululan como termitas), pero me gustan los lápices. No le tomo fotos porque los álbumes retratan tiempos pretéritos que son dignos del recuerdo, y yo quiero olvidar. A veces pienso que, al terminar estos párrafos, habré extinguido mi memoria. Quiero volver a cero. Según el neumólogo, el pronóstico de Anatole no es nada favorable. Respira con asistencia artificial. Está conectado a máquinas que contabilizan el agotamiento de sus pulsos. El agua y los mocos inundan su pecho y un pitido amarillea sus estertores.

Tengo dos hermanos mayores que viven en Beirut. Por el escaso contacto —son fruto de una mala unión con una «fulana», como diría mamá—, sé que no quieren saber nadita de Anatole. No los culpo. ¿Por qué habrían de cuidarlo si jamás veló por ellos? ¿Por qué tener consideraciones por alguien que los tiró como un trapo sucio? Él se los entregó a su madre muy pequeñitos porque la fulana también se los sacudió, o sea, los parió y se fugó con otro. Ni pecho les dio. Dos carajitos a cargo de una anciana que no podía ni con la curvatura de su joroba. Pienso en abuela Salama y lo primero que veo son sus manos deformadas por la artritis frente a los fogones. Ella se pasó la vida picando cebollas, removiendo guisos y cocinando pollo y balila, un cocido de garbanzos con limón que aromatizaba con muchas especias para camuflar las privaciones de su alacena. Hoy se considera una delicia de la gastronomía libanesa, pero durante la guerra civil, entre 1975 y 1990, era la comida de los pobres, el pábulo para aguantar el siguiente bombardeo, el ataque que volaba el sosiego. En mis remembranzas también la observo en sus labores de limpieza. Como no tenía radiadores eléctricos, en invierno se calentaba quemando madera. Con cada nuevo día, antes de tomar café, deshollinaba las estufas y una chimenea que estaba en el salón. Entonces la cordillera de su lomo se estremecía movida como por la fuerza de un terremoto.

Poco después de recibir la noticia de su fallecimiento —partió a los ochenta y tantos años en arcana soledad, sin su único hijo y sin los nietos que ayudó a criar—, decidí repatriarme al Líbano. Me instalé en el apartamento donde ella había fundado su matriarcado; aunque modesto e incómodo por la distribución de las habitaciones, era propio. Papá lo había heredado y mis dos medios hermanos ya se habían independizado. Por consiguiente, no tenía que preocuparme por pagos de alquiler ni por lavar los platos antes de que otro los encontrara sucios. Un año y medio después de asentarme, Jacqueline Helo me mandó un mail en el que detallaba la gravedad del estado pulmonar de Anatole; aseguraba que por haber fumado más de cuarenta años ininterrumpidos su salud se apagaba igual que las ascuas de sus cigarrillos Astor, una marca de tabaco muy común en Venezuela entre borrachos, albañiles y vagabundos, o sea, la chusma que con ahínco él despreció. Un jalón de Astor equivalía a diez inhalaciones de limaduras de hierro y vidrio. Mientras leía sus líneas pensaba: «¡Qué impersonal! ¡Qué fría es mamá! Ni siquiera un mensajito por WhatsApp ni me pidió un encuentro por Skype, nada». En ese momento su apellido, Helo, que en árabe significa ‘bonito’, me sonó más bien a helamiento. Un helamiento atenazó mi pecho y me puso la piel de gallina.

Al cabo de dos o tres días de recibir su correo, Jacqueline finalmente me llamó. Con argucias, me engatusó para volver al lugar que tanto había detestado: Punta de Mata. Me juró y requetejuró que, por disposición en el testamento de su marido, yo heredaría la casa y el negocio familiar: una zapatería de quinta categoría con la que Anatole faroleaba de oreja a oreja. Tal cual como un farol se paraba cada tarde en la puerta del local para encender las bromas pesadas y jactancias que les hacía a los transeúntes. ¿Cómo podía sentirse tan orgulloso de esa tienda ubicada en el centro de un pueblucho que le daba la espalda al refinamiento y a la sofisticación? En sus vitrinas siempre se han exhibido mocasines de cuero chimbo, botas de plástico, cocuizas y toda la gama de calzados que empieza con che: amuñuñadas en los estantes posaban las cholas, chanclas, chinelas, chancletas. No me gustan las palabras que empiezan con che porque me dejan un resabio a miseria, a estrechez, a penuria. La pobreza es de muy mal gusto, como lo son la choza, la chapucería, la chabacanería y el chovinismo.

Animado por la propiedad privada, a mi parecer el más sagrado de los derechos humanos, mordí los anzuelos de mamá. Ella sabía cómo envolverme. Yo, que nunca he tenido nada, que siempre he cargado encima mis pocas posesiones, no podía abdicar de mi patrimonio. ¿Avaricia? No lo creo. Eran las ganas de tener un poco de estabilidad económica. Un desacierto en Venezuela por varias razones: en 2015 mi retorno coincidía con miles de ciudadanos que emigraban porque el sistema de gobierno no respetaba convivencias democráticas ni garantías constitucionales. No había paz de ningún tipo y, aunque hubiera dinero en los bolsillos, escaseaban el agua potable, la luz, el pan y cualquier bien esencial. Sin embargo, como buen turco, la plata me convenció. Turco: así llaman los venezolanos que no saben de geografía ni de historia a quienes provenimos de Oriente Próximo. Para ellos es más sencillo meter en un mismo saco, a pesar de las variedades dialectales y las diferencias culturales y religiosas, a palestinos, cataríes, sirios y pare usted de contar los gentilicios que desovillan lenguas semíticas. Es muy común escuchar en las conversaciones de los criollos: «Voy a la mueblería del turco», «El turco de la quincalla no fía nada», «Esos turcos saben hacer plata».

En Monagas la comunidad libanesa era dueña de diversos almacenes y mercadillos; incluso había familias muy ricas que transaban acuerdos con los Gobiernos de turno. Se dedicaban al blanqueo de capitales y al contrabando de hidrocarburos, entre otras acciones ilícitas. Todas compartían tres elementos comunes: idioma, exilio y el gen de la venalidad. «Los turcos saben vender cosas», también dice la gente, da lo mismo si son zapatos, mesas, ropa, joyas o petróleo. De hecho, entre las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX, mi abuelo materno había sido un reputado marchante que iba una vez al mes a Caracas para comerciar mercancías. Se llamaba Gustav y de puerta en puerta mostraba lo que entonces contenían sus maletas. En su peregrinación se hizo con una distinguida clientela en Los Chorros, Chacao, Chacaíto, Los Palos Grandes, Sebucán y Altamira, urbanizaciones que habían sido casonas de campo o antiguas haciendas de la aristocracia capitalina y que fueron habitadas por una burguesía en ciernes. Mi abuelo no solo enamoraba a los nuevos ricos con relojes, anillos, cigarreras de plata y sombreros panamá, entre otros productos de sus catálogos, sino que también los hacía endeudar. Deslumbrados por un falso lujo, los compradores pagaban a plazos y él cobraba intereses, sacando generosas ganancias. Así amasó una pequeña fortuna que alcanzó hasta para enviar cantidades mensuales a los parientes al otro lado del océano.

Poco me importa si Anatole sale o no de su trance de moribundo. Antes de recibir sus noticias, los primeros síntomas de mi mal se manifestaban: de tanto en tanto, fiebres incendiaban mis pensamientos, llagas ulceraban mi boca y una extenuación me sojuzgaba. Aun así, mi vida en el Líbano me gustaba muchísimo. Sentía que, a mi manera y aunque no fuera cierto, formaba parte de Occidente, que había vuelto a un terruño mítico —Beirut viene de Beroe, la oceánide que había amamantado a los dioses del Olimpo— poseedor de un pasado vinculado a la Fenicia navegante, la civilización que consolidó su talasocracia por el dominio del Mediterráneo. Creí que había roto las cadenas del tercer mundo latinoamericano, que recuperaba mi lugar en el planeta y que poco a poco me insertaba en una sociedad plural acostumbrada al extranjero. Sin embargo, el peso de mi sangre y el grito comercial de Edurnia —así se llama la zapatería de papá, no sé por qué— me instaron al adiós.

Era la segunda vez que me arrancaban del Líbano. Soy como un bebé destetado. Seducido por cantos de sirenas, seguí un atajo que me llevaba a mi infierno de siempre. Cuando el avión hubo aterrizado en el aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía, tuve un mal pálpito y la certeza de que había cometido un error enorme. ¿Cómo había desoído lo que sabía? ¿Cómo había arrumado en un cajón mis amarguras en ese sitio? Como un condenado a la horca, caminé con la frente en alto para enfrentar mi desventura.

En la terminal nacional compré un pasaje para ir a Maturín. Antes del vuelo, tuve tiempo para una arepa con queso de mano y aguacate que devoré con una malta. Una hora después y con la barriga inflada —ese era otro síntoma de mi enfermedad: problemas digestivos y flatulencias—, Jacqueline me recibía con sus ojos de ave adolorida enmarcados en su carita de moneda, carita fané, carita de clavel marchito. No me dio chance de dejar las maletas en la casa: me insistió en visitar a papá en el hospital diciéndome que no le quedaba mucho tiempo. Estaba cansado por las horas de vuelo: salí un miércoles de Beirut y casi veinticuatro horas después, con una escala en París incluida, seguía siendo miércoles; la arepa la tenía atarugada en alguna parte de mis tripas; quería tomar agua, bañarme, cambiarme de ropa, vomitar y caerme a peos, pero con refunfuños acepté las prisas.

—Anatole no deja de preguntar por usted. A veces despierta sobresaltado, lavándose repite su nombre. Creo que… —introdujo mamá, pero un nudo le constriñó el cuello. Me hice el loco porque me fastidiaba el giro melodramático de la conversación. No me pareció extraño que se dirigiera a mí en español; generalmente lo hace si está molesta o frente a personas que no hablan árabe. De pequeño, si me regañaba en público lo hacía en castellano, porque ella no buscaba discreción, sino dureza, exhibir su carácter de madre atenta a las faltas de su hijo descarrilado. Ella me quiso dar otro abrazo y sentí el aletazo de su perfume. Su piel siempre ha olido a esencia de pachulí, a seda recién planchada y a miedo. Para mí el miedo huele a seda. El miedo huele a Jacqueline.

Cuando todavía la familia Dager Helo vivía bajo el mismo techo, a las cinco de la tarde, una hora antes de la llegada de papá luego de la jornada laboral, Jacqueline, hecha un haz de nervios, repasaba la casa con su escoba o plumero, ponía la mesa, se cepillaba el pelo, embalsamaba su pecho con esencia de pachulí o agua de rosas y también se empolvaba con talcos Mon Rêve para recibir con abnegación al señor, al pater familias, Anatole. A las seis en punto, él entraba tirando la puerta. Con apóstrofes interpelaba a presentes y ausentes y amonestaba a mamá por una revista mal puesta o por un cenicero perdido (le gustaba uno azul de Murano que era tan amplio como una fosa común; le cabían muchísimas colillas, las amontonaba como cadáveres de un genocidio). La mujer por detrás repetía con voz musical: «Rou’ Anatole, rou’». En español: «Cálmate, Anatole, cálmate». Ella le tenía pavor a su marido. Entonces, conseguía el cenicero y arreglaba la revista mal puesta (mal puesta debería escribirse pegado: malpuesta).

A pesar del segundo abrazo, percibí que estaba tensa e incómoda. Intentó ser cariñosa, pero hay sentimientos que no se pueden fingir, como hay mármoles que nunca serán esculturas: por mucho que el martillo de un maestro golpee para liberar al genio aprisionado en un bloque, hay piedras que solo son piedras. Salí del aeropuerto y aspiré profundo ese paisaje que era tan mío: Maturín y su acento agudo, que me hacía retintín. Maturín. Con el revoltijo de su arquitectura en mis pulmones y la algarabía de los vendedores ambulantes, motorizados y pedigüeños en mis tímpanos, tuve la impresión de que nunca me había ido, de que ni siquiera había puesto en remojo los sentidos, que siempre había estado allí para contemplar y venerar esa fealdad. Porque Maturín es feísima, fe-í-si-ma, sin teatros ni fuentes ni bulevares para fotografiar y publicar en Instagram. No hay nada en esa ciudad para ostentar en una red social.

Después de subir a un taxi, Jacqueline terminó lo que antes no había podido:

—Se quería despedir de usted, mami —me aseguró.

Mamá nunca ha hablado bien español: confunde tiempos verbales, se come artículos y pronombres, tergiversa conjugaciones y amputa palabras. Ella intentó decir «Se quiere despedir de usted, papi», pero jamás se preocupó por mejorar el idioma; se valía de sus perfectos árabe y francés para excusar su desgano. De chiquito le propuse estudiar juntos, varias veces me ofrecí a darle lecciones con mis diccionarios y Mi silabario —un libro de uso popular en Venezuela para enseñar a leer en cuya portada se engallaba un llanerito en liquiliqui blanco y alpargatas—, pero ella me despachaba con un «Sal de aquí, carajita». De todas sus faltas, esta es la que más amo: ella modifica el género. «Se quiere despedir de usted, mami». A mí su pésimo español siempre me ha conmovido. Sin saberlo, llamarme «mami» en lugar de «papi» hace las paces con mi interior y me reivindica. Su inconsciente no solo me mira muy adentro; también me reasigna identidades, que son múltiples y caprichosas. Sus equivocaciones nos acercan. Obran el milagro de la complicidad.

El tinte de su voz era violeta. Hacía mucho tiempo que no veía voces. Venezuela activaba mis poderes de mago. Empecé a distinguir los colores de los sonidos cuando tenía más o menos siete años; la época coincide con mi primer encuentro sexual con el primo Marc. Gracias a la sinestesia, supe que las voces podían irradiar luces. Según los tonos, identifico el estado de ánimo de mis interlocutores. Por el brillo en la de Jacqueline, comprendí su cansancio, el ajamiento de sus esperanzas, el viacrucis que todavía no llegaba a la última estación.

Dentro del carro, ella me narró cómo habían sido los meses anteriores a la hospitalización. Papá resistió dos neumonías y, sin embargo, no soltaba su Astor; perdió el apetito, le dolía el pecho, escupía babas oscuras y con dos o tres pasitos se cansaba y jadeaba como hiena malnutrida. Dejó de ir a la zapatería y puso de encargada a una mujer que había sido su amante; no había vecino que no supiera de sus infidelidades. En las noches, el suplicio era aún peor: pasaba las horas en duermevela, tosía a intervalos de quince y veinte minutos, sudaba goterones fríos y su aliento era nauseabundo.

—No sé cómo explicar. Basura, olía a basura. Le dijo: «Mijo, debría lavarse los dientes». Hasta lo acompañaba a los lavamanos, pero no había forma de quitar peste —discurrió Jacqueline con esos síncopes tan suyos, que transgreden las normas de la gramática. De pronto su voz dejó el violeta para teñirse de cárdeno. El cambio me pareció que indicaba un buen augurio, como una persignación; no en balde era el color de los emperadores y príncipes de la Iglesia católica. Continuó su peroración con pormenores de la cotidianidad: las largas colas que hacía para comprar carne o pollo, los tejemanejes de un hogar en los apagones (velas para iluminar rincones, candilejas en el porche, una pequeña fogata en el jardín trasero para cocinar, la recolección de aguas blancas en pipotes y baldes porque el suministro no era constante). Ni hablar del humo que flotaba en la casa porque había que quemar la basura. El aseo urbano no pasaba a recoger los desechos sino una vez a la cuaresma.

—¡Mamagüevo, quítate de ahí! —estalló el chofer del taxi porque un autobús público se interpuso en la vía, ocasionando un atasco repentino. Con gestos agresivos, el conductor actuó como si fuera a bajarse del carro para confrontar al imprudente que le había obstruido el tránsito, pero el autobús aceleró motores y se apartó con ronroneos mientras el tubo de escape vomitaba una cortina de esmog. Como las ventanas estaban abiertas, la niebla tóxica se colaba para emponzoñar el interior del vehículo. Eran las dos de la tarde; el sol a esa hora picaba en la piel, achicharraba la paciencia. Todavía hoy no puedo describir la dificultad de respirar aquella neblina a treinta y cinco grados de temperatura.

Eso también es Venezuela: bullicio, grosería, intimidación y un calorón que ahoga.

En tanto me hacía un juicio de cómo podía ser el suplicio respiratorio de Anatole, había llegado al Manuel Núñez Tovar. Estaba cargado como un equeco, con el equipaje a cuestas, una maleta de veintitrés kilos y un bulto sobre la espalda donde guardaba mi laptop. Sentía que nada había cambiado, ni siquiera las emanaciones de cloro y desinfectante Pinolín de los pasillos superiores, después de que el visitante dejaba atrás las convulsiones de un hospital público: niños llorando, embarazadas en labores de parto, heridos desangrándose, zombis implorando la muerte por la falta de asistencia. Pertenecía a ese lugar, no necesitaba el hilo de Ariadna para recorrer sus laberintos: los conocía bien, eran míos. Allí, hacía más de veinte años, fui diagnosticado por primera vez. Con sus estetoscopios de hielo y termómetros de fuego, mis médicos de entonces determinaron que yo tenía un trastorno crónico que, en caso de no tomar en serio la medicina, se volvería metástasis o degeneración. Porque, para ellos, mi homosexualidad era una enfermedad terrible y la fuente de gérmenes de la que dimanarían males aún peores. Quizá no se equivocaron. Quizá los desacredité como a la prensa del corazón.

El Manuel Núñez Tovar no solo me enviaba un mensaje al inconsciente, sino que también me preparaba para mi futuro inmediato. Una asombrosa imperturbabilidad me acobijó. Atravesé el cuarto 11-7. Papá estaba terminando de comer. Solo estaban él y un ayudante, porque Jacqueline había sobornado a unos funcionarios a cambio de privacidad; otros pacientes habrían empeorado aún más la precaria situación. A regañadientes, tomaba los últimos bocados. Me sorprendió esa primera imagen: ¿qué había sido del coloso de pies planos y barba tupida que se pavoneaba por el estado de Monagas? ¿Dónde estaba el altanero que miraba por encima del hombro? Anatole siempre fue muy echón: presumía de las fortunas y saberes que no tenía, hablaba con convicción de la plata de los otros en un intento de burlar sus fracasos y bancarrotas y, aunque no tuviera ni un centavo en el bolsillo, en su muñeca izquierda siempre relampagueaba un reloj de marca. Pero yo estaba frente a un despojo lampiño y sin ninguna razón para el engreimiento. ¿De qué podía echárselas sino de la gelatina sabor a piña que se le había resbalado de la boca?

Como en aquellas Navidades, cuando me lo presentaron a los cinco años, una vez más Anatole me pareció un extraño.

—Hijo —pronunció sin espíritu poniéndose las manos en la cara para embozar su agitación. Se había excitado, pero no tenía fuerzas para recibimientos más efusivos. La gelatina amarilla, como un coágulo, temblaba sobre la bandeja, que también hacía las veces de babero.

Anatole se había convertido en un minusválido.

Aunque con grima, me acerqué. Sin el pelo en la cara, Anatole era otro. ¿Por qué acentuaron su quebranto? ¿Por qué lo afeitaron así? En treinta y tantos años jamás lo había visto sin los remolinos que se enfurecían entre sus patillas y el cuello. ¿Qué ser era ese, calvo y sin barba? A pesar del rebuscamiento de mi pregunta, en esa breve abertura entre el pensamiento y la idea no pude dejar de plantearme el porqué de la existencia. De su existencia.

¿Quién era? Solo los hombres se preguntan si son hombres.

—Cambiaste de estilo. Te queda bien —mentí finalmente para romper el hielo. Los reencuentros y las despedidas son Estados desprovistos de palabras, son interregnos donde la pena toma posiciones de mando hasta que una frase o un verbo aparece para formar un Gobierno de transición.

Papá extendió la mano; estaba claramente movido. Como el reflejo de las nubes sobre un espejo de agua, la ansiedad temblaba en sus pupilas. Nosotros dos no éramos de roces ni de demostraciones afectivas: el contacto físico nos producía crispaciones o nos petrificaba. No obstante, me acerqué para darle un beso. Emitía un olor a metal y a vitamina B12. Creí que transpiraba gotas de óxido.

¿Cuánto hacía que no besaba a Anatole?

En nuestra testarudez de la corrección y del control de las emociones, nos habíamos vuelto indiferentes y cínicos. En ese momento no tenía cómo suponer que sería nuestro último beso. A pesar de su deterioro, no me conmoví. Entonces recordé que había olvidado llorar. Recordé también que había olvidado sangrar por las lesiones que siempre habían estado abiertas. Él carraspeó. Buscaba frases que justificaran el acercamiento de nuestras pieles. Quería que no fuera tan patético después de año y medio de ausencia y de malestares que, además de arredrar al uno del otro, mataban.

—Hay cosas que quiero contarle —se apuró a decir, e hizo algo que me ha repugnado toda mi vida: se metió el índice derecho en la boca y escarbó un diente hasta extraer un hilo blanco que parecía una fibra de pollo. Siempre ha tenido esa manía. También la había olvidado. En la casa, después de comer, se introducía el cuchillo, un palillo de madera o el crucifijo que le colgaba de la cadenita de oro que tenía atada al cuello (cadenita que no he vuelto a ver, por cierto). Entonces los pies o la cabeza de Cristo sacaban el sucio. ¿Y cómo no? ¡Si Jesús se sacrificó para expiar los pecados de los hombres! Para mayor inri, Anatole chupaba el extremo de la cruz donde pendía el residuo.

Un eco erizó la decoración de ese hospital pobre de país suramericano. Me pareció cursi y telenovelesca la ceremoniosidad de la escena. Además, papá no esperó ni una hora, así de urgido estaba. Fueron muchos años viendo los culebrones de Venevisión o Radio Caracas Televisión. Las exageraciones de Angélica pecado, El país de las mujeres y Estrambótica Anastasia, por nombrar unas pocas producciones de último cuño, son materias indispensables de nuestra educación e inteligencia afectiva. De hecho, mis amigos de la universidad se burlaban de mí porque según ellos hablaba como si estuviera declamando un parlamento frente a unas cámaras. Me llamaban «la Choucera». Lo que ellos no entendían era que de verdad siempre había sido así, lo sigo siendo: no salgo de una tragedia cuando ya necesito inventarme otra.

Jacqueline recogió su cartera y zapateó al muchacho que había dado de comer a papá. Ambos salieron con sus trastos. Parecía el ensayo de una comedia de teatro, como si mis familiares hubieran escrito el guion y cada movimiento hubiera estado marcado por el director de la obra, que era Anatole. Entonces escuché mi nombre, después de mucho tiempo, con esa entonación tan suya, única e imposible de imitar y que tanto daño me había hecho. Esa entonación que era de gravedad y mando.

—Siéntese de una vez… Camille.

Sí, tengo un mes yendo y viniendo al hospital. Acabo de llegar otra vez, pero la habitación de papá está vacía. Pienso lo peor y me apresuro en cualquier dirección. El suelo de linóleo sofoca los jadeos de mis pasos. Me tropiezo con Jorge Cortesía, el neumólogo. ¡Qué bonito es apellidarse Cortesía! Y este señor hace gala de su nombre, porque sus maneras son siempre afables y comedidas. Me dice que Anatole fue ingresado a la unidad de cuidados intensivos. Comienza a darme razones, pero yo me dejo imbuir por ideas no tan piadosas: «No se puede morir. O sí, pero después de explicarme por qué hizo lo que me confesó que hizo conmigo».

 

De la edición de Editorial Egalés, 2023

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.