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La música de los barcos

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Los corazones solitarios del sargento Preston

Alberto Hofman y Raymond Andrade se conocieron el primero de junio de 2007 en un bar sin nombre en el puerto de Cumaná. Según Andrade, el bar era llamado «La cabaña del Sargento Preston» por su parecido con la del héroe del Yukón en una antiquísima serie televisiva que ya casi nadie recordaba. Un cobertizo hecho de rolas de madera oscura que parecía dispuesto para proteger del frío canadiense, solo que estaba incongruentemente ubicado en un puerto frente al Caribe, exactamente frente al desembarcadero del ferry con destino a la isla de Margarita. El día en que se conocieron ambos recién habían cumplido 40 años y habían ido a ese bar a «celebrarlo», así, a destiempo y entre comillas. Ambos sabían, además, que justo en ese día, hacía 40 años también, había sido publicado el disco Sargent Pepper Lonely Heart Club Band de The Beatles y se sentían de algún modo marcados por eso. No obstante, toda esta serie de casualidades solo fue descubierta luego del encuentro, en el transcurso de aquella noche y en el brillo del amanecer. Al principio sus vidas iban paralelas —sentados en mesas contiguas— y nada indicaba que alguna vez podrían tocarse.

Así tendría que comenzar mi historia sobre ellos, los corazones solitarios del Sargento Preston, los corazones rotos que abandoné y que me abandonaron una noche hace ya bastantes años. Nunca más los volví a ver ni supe qué había sido de sus vidas. Se habían ido sin dejarme sus señas pues suponían que yo me iría con ellos. En la escuela de música ya nadie recordaba a Ray, el profesor suplente de mandolina de hacía tanto tiempo. Ya la escuela era otra, por lo demás, con otra gente, mucha política y muchas más ínfulas. Y a Alberto no lo recordaban ni sus perseguidores, ni sus clientes, ni sus putas. Las putas se habían ido; los clientes tal vez tendrían una idea vaga de él, pero yo no sabía quiénes habían sido; los perseguidores habían desaparecido. Raymond Andrade y Alberto Hofman eran dos sombras de las que nadie sabía nada. Solo yo sabía de ellos porque en aquellos días en los que estuvimos juntos se empeñaron en contarme sus cosas. En aquellos días yo vagaba por la ciudad y me topaba con gente empeñada en contarme cuentos. Ahora es otra historia, ahora soy otra historia. Lo cierto es que de ellos, de mis corazones, no conseguí ningún rastro, ni siquiera en Internet. Tal parece que hubiesen sido dos inventos míos.

Sé que Raymond Andrade entró al Sargento Preston y se sentó a esperar el designio de la noche. Su noche —o la noche en la que había decidido celebrar su cumpleaños cuarenta— se abrió en la ventana con olor a barcos oxidados y el ruido de hierros y sogas acunados por el tejemaneje del mar. La música de fondo repetía estribillos de moda y cacofonías, él apenas la escuchaba, ocupado en el sonido de afuera. A lo lejos, una cola de carros en minuciosa danza, en microscópica lucha por entrar a las fauces de una ballena de hierro rojo y abierto que los llevará a la isla de Margarita, al otro lado del mar, a una realidad más brillante. Esta, la de aquí, era una realidad opaca, como cubierta por una película de grasa a la que el tiempo había añadido polvo. Esta vez él no estaba allí, a la espera del ferry en aquella larga fila, sino en ese bar y en esas mesas que alguna vez miró desde la ventana de un carro que no era suyo, desde la burbuja de un aire con olor a plástico, un aire fresco que lo aislaba del calor del puerto, pero sobre todo de su olor. Ahora podía sentir el aire caliente de la noche, un motor en funcionamiento que despedía vapores ardientes y un olor que no era tan grave después de todo.

Un mesonero esquelético le trajo la primera cerveza de la noche en una bandeja redonda que promocionaba algún refresco que ya no existía. Raymond Andrade señaló con el dedo la bandeja y dijo que era una antigüedad, que bien podría estar en un museo, que de pronto un coleccionista… pero no siguió hablando porque sintió la mirada feroz del esqueleto andante, una mirada que hablaba de hastío, de pocas ganas de escuchar, pero sobre todo de hambre y de sueño y de trabajo mal pagado y sin propinas. Raymond Andrade prefirió callarse antes de que el esqueleto se arrancara su propio fémur y lo usara para reventarlo a golpes. A pesar de todo, ese bar —me contó luego— era justo lo que necesitaba.

Andrade no era habitué del Sargento Preston y eso se le notaba en la camisa extremadamente planchada y de mangas largas, en los pantalones con filo y todo el esfuerzo invertido en parecer muy formal. Llevaba zapatos de trenza, siempre negros y brillantes de betún, el pelo cortado al rape para contener la explosión de sus crespos, un afro abundante de rizo cerrado. Así, casi rasurada, su cabeza era una bola negra y contundente en la que resaltaba una nariz de agujeros tan grandes como sus ojos (un negro con cuatro ojos, así lo había llamado yo antes de volverme «una piedra fría y distante»). Estaba sentado frente a la ventana para mirar el movimiento del puerto y para paliar el calorón, que no era fácil ir de manga larga en pleno trópico, ni aún de noche, y mucho menos en ese bar de atmósfera densa y olorosa a madera, cerveza y orín. Un bar de marineros, maquinistas, pescadores, transformistas y cada vez menos putas. Pero esto último no lo sabía Andrade. Él no estaba allí para ver putas, ni drags de media pinta, sino para beber cerveza barata en el punto más bajo de la tierra, en su opinión. Estaba allí para tentar a la suerte, a la mala suerte, en honor a su cumpleaños número cuarenta. Quería beber y quería que se armara una trifulca. Sentir de pronto el frío de una navaja que no le estaba deparada, pero que por estar él en el lugar equivocado, le atravesara alguna parte de su cuerpo irremisiblemente. Porque la vida, su vida, era una mierda y lo más terrible de todo era que él no se atrevía a terminarla por propio pulso. El suicidio no era para él. Mejor esperar al azar, tentar al azar en bares de mala muerte, en puertos de pacotilla. Sentarse a esperar hasta convertirse en un número más en las páginas amarillas de los periódicos locales. Y no solo por el miedo a quedarse sin balas en el momento de la decisión final o no tener la fuerza de carácter necesaria para hacerlo, sino porque también existía la posibilidad de repensarlo, de echarse para atrás a última hora y salir corriendo, cosa que no podría hacer quien saltara de un octavo piso. ¿Acaso no debe ser terrible retractarse mientras se está en el aire? Su idea de suicidio, además, era aleatoria. Puede que sí, puede que no: una especie de ruleta rusa.

Estoy segura de que Alberto Hofman también pensó en suicidios aquella noche. Seguramente recordó a Ramos Sucre, el poeta ilustre de la ciudad, a quien solía leer con fervor. Probablemente pasó por la mente del argentino la famosa sobredosis de Veronal del poeta, días después de su cumpleaños cuarenta en un frío asilo en Ginebra. Su cuerpo arrasado por la vigilia extrema, pálido y tal vez desnudo en un suelo de mosaicos, un neblinoso 13 de junio de 1930. Pero pronto esa imagen solitaria fue sustituida por otra más bien colectiva. Tal vez por eso se dedicará más tarde, aquella misma noche, a repartir pastillas a los habituales borrachos del bar. Regalará esas mismas pastillas que solía vender, las obsequiará a todo el que se encuentre en aquel bar: una especie de suicidio económico también, si se toma en cuenta que era esa la base de su sustento. Pero cuando Raymond Andrade llegó al Sargento Preston, Alberto Hofman todavía estaba perdido entre la maleza de la boca del río, aún no había comenzado su jueguito con las pastillas, tal vez ni siquiera lo había pensado.

El río desembocaba en un mar pastoso. Un mar azul metálico en el que flotaban desperdicios y extraños peces hacían ondas en el óleo que dejaban los barcos cargueros. Un río sin orillas como una boca sin labios, se me ocurre. Una boca sin labios que aún se empeñaba en pintárselos y con un carmín disparejo señalaba el lugar en el que debería estar la carne. En esa orilla imposible estaban las casuchas en las que cada mañana se vendía el pescado que traían los pequeños botes de los pescadores al amanecer. Alberto Hofman había decidido apagar su teléfono celular e internarse allí, en «el corazón de las tinieblas», que así llamaba a la boca del río y sus alrededores. Por allí solía encontrarse con la gente que le traía las pastillas que luego vendía o hacía vender en discotecas de moda, en Puerto La Cruz o en las puertas de los colegios más caros. Haciéndose pasar por pescadores, aquella gente no tenía mayor problema al desembarcar la mercancía en cajas de metal con hielo seco, debajo de algunos pescados rojos y casi redondos. Todo era oscuro y engañoso, pero a él no le interesaba saber cuál era exactamente el manejo, ni de qué forma era burlada la Guardia Nacional. Desde que había llegado a este país había visto como cada vez se hacía más sencillo hacer todo tipo de trácalas y chapucerías, no importaba quienes estuviesen en el mando, así que no debía ser nada complicado hacer entrar cajas llenas de pastillas. Como para él no era complicado venderlas —o hacerlas vender— aquí o allá.

Desde la adolescencia, Alberto había celebrado su cumpleaños el 1 de junio porque ese día, justo en 1967 —su año— nació el disco que cambió la música de toda una era y configuró su vida, según lo que él solía contar. Así, iba cumpliendo años con los corazones solitarios y no unos cuatro días antes como correspondía, según constaba en su partida de nacimiento, en el certificado del Hospital Italiano de Buenos Aires y en la memoria y los recuerdos de su madre. No así en la cédula de identidad venezolana falsificada o lograda luego de oscuros tratos. Allí se había cambiado la fecha y se había eliminado un segundo nombre que le avergonzaba. Allí constaban sus cuarenta años, que no eran poca cosa sobretodo para quien había llegado a Cumaná a los veinticinco, dispuesto a pasar solo una breve temporada, camino a algún puerto más afortunado. En «el corazón de las tinieblas», Alberto se acercó al río por la orilla de siempre, aquella en la que solía encontrarse con sus contactos en horas más apropiadas que aquella. No había nadie en las chozas de los pescadores. No había nadie tampoco en la choza de siempre, que no era horario de ventas. Sus contactos probablemente estarían surcando los mares, luchando contra monstruos marinos y corrientes imposibles hasta llegar a alguna de las Antillas. Y él no necesitaba comprar nada, tenía su morral repleto de pastillas y podría tragárselas todas y lanzarse en el río, en esa parte en que se mezclan las vísceras de los pescados, el agua dulce y pastosa que trae el Manzanares y el mar tornasolado por la gasolina de los buques y los barcos del puerto cercano. Pero no, que él nunca había tenido piel para ese tipo de dramatismos y mucho menos en solitario.

Solo se sentó y pensó en sus cuarenta años, probablemente. También pensó en su madre que estaría allá en Buenos Aires sopesando la posibilidad de hacerse alguna nueva cirugía para seguir diciendo que era su hermana mayor las pocas veces que se veían, quién sabe. Pensó, y cómo no hacerlo, en el Homónimo, su homónimo, que ya debería andar por los 90 años, si es que estaba vivo, en cómo le había marcado el rumbo de su vida hace tantos años, cuando descubrió que llevaban el mismo nombre. Pensó en su vida, en su guitarra abandonada, en lo que acababa de dejar atrás luego de decidir no volver a su guarida, tal vez. Se sentó y pensó y fumó su hierba que era lo único que se permitía («pastillas, nunca», le dirá luego a Andrade).

Desde la oscuridad de la choza el argentino podía ver cuerpos humanos moviéndose en la maleza de la otra orilla del río. Algo los alumbraba de vez en cuando. Puntas de cigarrillos o alguna pequeña linterna. Allí hacían su vida, una vida que no tenía nada que ver con pescadores ni contrabandistas. Una vida de supervivencia y latas. Ajenos, tal vez por el hambre, parecían salvajes. Y Alberto pensó en lo fácil que sería cruzar el río hasta la otra orilla y aparecer en medio del cobre de aquellas pieles, convertirse en dios y señor del cobre de aquellas pieles como aquel personaje de Conrad. Allí nadie lo podría encontrar y desde allí él podría instaurar un nuevo reinado como el que había establecido de este lado del Manzanares. El reinado de esta orilla ahora se caía y el rey era perseguido por todo tipo de caballeros vengadores y reyes más poderosos y perversos. Probablemente el argentino se sentía en un punto aciago de su vida, en uno de esos momentos en que debemos «escoger entre pesadillas», para seguir con Conrad. Es posible que en verdad estuviese entre cruzar aquel río o quedarse. Lo cierto es que decidió quedarse de este lado de la realidad, en esta pesadilla, dio un último jalón a la hierba y puso rumbo a puerto. Al puerto de verdad, el de los verdaderos barcos.

Andrade pidió la segunda cerveza de la noche. No había en aquel bar mucho para escoger: o cerveza o ron. Y la cerveza era de una sola marca: la que al dueño le hubiese dado la gana comprar o la que le quedara a los proveedores. Y esto le gustó a Andrade, esa dictadura de la cebada en la que está basado el régimen del Sargento Preston. Pensó en el dueño del bar como un delgado sargento de otros tiempos, retirado, sin honores ni pensiones, decidiendo el tipo de cerveza que debe ser tomado en su bar, dueño y señor de las borracheras ajenas. Se rió de la ocurrencia: un emperador que domina a fuerza de una cerveza única.

Al final todas las cervezas son una misma y te hacen morir a la mañana siguiente sobre la poceta, le dijo al mesonero, pero este no lo oyó o no lo entendió o se hizo el loco porque no lo quería oír, le tenía rabia por el comentario de la bandeja, a quién se le puede ocurrir que una bandeja llena de mugre sea objeto de coleccionistas o pueda ser siquiera vendida, a quién se le ocurre tal mariconada, solo a ese negro pendejo, se dijo el mesonero a sí mismo, probablemente, y por eso no lo escuchó y lo vio con disgusto. Y esto también le gustó a Andrade: que no lo oyeran, que no importara lo que dijera, que no hubiese necesidad siquiera de hablar con nadie, que lo que se esperara de él fuera solo que levantara el índice para pedir que le trajeran la próxima cerveza, que todos siguieran el curso de sus vidas como si él no estuviera allí. Le gustó que la música fuera tan mala, tan monocorde y repetitiva, y sobre todo, que nadie la escuchara, que fuera solo un ruido más como el arrastrar de los zapatos o el encendido de los carros que se esforzaban, afuera, por mantener una fila imposible frente al atracadero del ferry, una fila regida por las leyes de lo improbable, como él bien sabía. Apenas había llegado a Cumaná había conocido a un tipo que se dedicaba a guardar el puesto de los demás en aquella disparatada fila de carros que querían entrar al ferry para cruzar a la isla de Margarita. Andrade se había visto forzado a abandonar su puesto de maestro en una ahora lejana escuela de música en Maturín, cargando una mandolina y un violín, un bolso con dos trajes de orquesta, una corbata y nada más. No sabía qué exactamente lo había traído a Cumaná. Había deambulado por calles y callecitas sin encontrar trabajo ni casa hasta que en el puerto había conocido a aquel hombre. El tipo, que era evangélico para más datos, se apiadó de él y lo aceptó de inmediato en su «sociedad portuaria». El asunto no prosperó y aunque el buen evangélico le entregó las llaves de un Toyota Corolla a la siguiente noche, no pasó de allí. Solo una noche en un carro —último modelo—, aprovechando el aire acondicionado, escuchando buena música, participando en aquella extraña danza automotriz hasta entrar en las fauces de la ballena. Luego entregar las llaves a la familia y recibir la plata. La familia estaba compuesta por una abuela italiana, dos niños pequeños y una pareja más o menos de su misma edad. En el momento de pagar, la abuela lo reconoció. Lo había visto en alguna retreta en la plaza Bolívar de Maturín, dijo apuntándolo con un dedo curvo. Y él se quería morir de la vergüenza, como si aquel dedo arrugado hubiese señalado su fracaso. Aquella misma noche habló con el evangélico y renunció. Y fue el mismo buen hombre, aquel evangélico, quien le consiguió una chambita como profesor en una congregación en La Llanada. Allí daba clases de música a tres o cuatro niños descalzos y más interesados en bañarse en los pozos que en las notas musicales. Pero no fue allí donde nos conocimos, sino en la escuela de música, un tiempo después.

La primera cerveza de Alberto Hofman la trajo una de las chicas que se había desempotrado de la pared y a petición del mesonero, que esa noche no daba abasto, trajo la botella con desgano y bostezos a la mesa de un Alberto decidido a su ritual iniciático. Se reía el argentino, con esa risa de dios que a veces tenía, risa de ojos azules, risa enmarcada en barba crespa y negra: un Jesucristosuperstar apaleado, en medio de un bar sin nombre, repleto de fariseos, mercaderes y vellocinos de oro. Se reía Alberto Hofman como quien acaba de escoger su pesadilla, con la superioridad de quienes conocen a priori el curso de los acontecimientos. O creen conocerlo, porque ya se sabe que la realidad es mucho más caprichosa que la imaginación. Y así, en medio de esa risa elevada de quien se cree más allá del bien y del mal, salió la primera pastilla y comenzó el juego casi sin proponérselo. En la mano de la chica la pastilla parecía una lenteja colorada.

—¿Esto quita el hambre? —preguntó no por anoréxica, sino por carente.

—Y da felicidad —explicó Alberto Hofman levantando las cejas, casi sin acento extranjero.

Raymond Andrade recordaba aquel levantar de cejas, pero no el motivo por el cual apartó la mirada de la ventana y se dedicó a observar al argentino. Seguramente le llamó la atención su ojo amoratado o que fuese la chica la que le llevase la cerveza y no el mesonero, quién sabe. Luego vio la mano extendida y la mano de Alberto entregando un obsequio microscópico. Entonces vino el levantar de cejas, una de las cuales ponía énfasis sobre ese ojo, una mirada apaleada que parecía traer malos presagios.

Las manos se separaron, tras la transacción. La chica se colocó el pequeño presente en la boca. El argentino le ofreció un trago de su cerveza para pasarlo. Ray se sobó el cráneo, sintió la rugosidad del pelo que comenzaba a nacer con fuerza y pensó que ahí había «gato encerrado», algo se cocía en ese intercambio, en las entrañas de ese morral desvencijado, en el gesto de ese hombre extranjero y espigado, en ese ojo morado. Su cerveza, la de Andrade, se calentaba sobre la mesa mientras pequeños regalos eran repartidos a diestra y siniestra en la mesa de Alberto. Manos se extendían, manos se encogían, algunas negaban, otras ponían un freno, pocas preguntaban y se abrían. Andrade se sobaba el cráneo y los retoños de pelo que pronto se convertirán en crespos fuertes y cerrados. Mañana me cortaré nuevamente el cabello, seguramente pensó, mientras miraba las idas y venidas de la mesa vecina y una especie de murmullo en crecimiento que se iba apoderando del bar en la medida en que el argentino entregaba sus regalitos. Andrade, encantado, miraba todo como quien ve una película sin sonido. Adivinando como quien ve televisión de noche sin volumen para no despertar a nadie, que en eso él era experto.

Alberto Hofman se sintió vigilado y enfrentó con la mirada a Raymond Andrade. Desde que lo vio supo que era músico de escuela: ese vestir infortunado pero impecable, el orden de su mesa, los dedos. No lograba determinar qué instrumento tocaba, pero sabía que era músico, de esos que han estudiado, que leen y escriben pentagramas y que, además, tienen oído. Un músico desamparado por lo demás, uno que no estaba en ninguno de esos exitosos programas musicales del gobierno ni en ninguna orquesta. Él, en cambio, era músico por imitación, de poca escuela y mucha calle. Demasiada calle. Raymond Andrade cambió la dirección de su mirada, pidió otra cerveza con una seña de su dedo índice, vació el contenido caliente de la botella anterior en una palmera desdichada que sobrevivía en un rincón, mientras Alberto Hofman dejó de mirarlo y volvió a su jueguito. La primera pastilla —que salió de su morral sin previo análisis— había causado un cierto revuelo entre las chicas, quienes habían estado pegadas a las rolas de madera de la esquina, como ocultándose, seguramente en la misma posición en la que las vi aquella noche en la que fui al Sargento Preston, la noche en la que ninguna de ellas recordó las pastillas, ni a los corazones, o por lo menos eso fue lo que me dijeron. Entonces no tuve nada más que hacer sino sentarme a tomar una cerveza y a mirar la cola de carros para entrar al ferry que se armaba afuera, en la calle, hasta que ya no pude soportar el asedio de los borrachos y me fui casi corriendo entre los carros, huyendo de miradas, manos, ladrones, hasta el taxi más cercano. Las chicas, que en realidad eran chicos, aquella noche de aquel primero de junio se fueron acercando una a una a la mesa del argentino. Algunas se sentaban con él, risueñas. Otras salían del Sargento Preston luego de agarrar su ración. Todas recibían las lentejas coloradas como quien recibe el cuerpo de cristo en la comunión, con entrega y conocimiento de causa.

La cosa se complicó un poco más con los borrachos viejos, quienes pegaron el grito al cielo, con una mano rechazaron y con otra se persignaron. Alberto se rió, pidió disculpas y devolvió las pastillitas al frasco de una manera tan educada que hizo que los viejos se sintieran descorteses. Entonces siguieron hablando de política, ahora sentados en la mesa del argentino, entre las chicas que comenzaban a reírse de manera estridente. Pero Alberto Hofman nunca, o casi nunca, hablaba de política de modo que estaba rodeado de una trouppe enloquecida, pero ajeno al furor de las conversaciones, las risas, las primeras visiones. «La política es el opio de este pueblo» —solía decir con ese tono de quien se cree capaz de entenderlo todo.

Como toda conversación política de los últimos años en este país, la de la mesa de Alberto Hofman se fue tornando cada vez más violenta. Gritos iban y venían, caras rojas y rabiosas. Las chicas, que siempre habían estado en la esquina, no solo físicamente sino también a la hora de expresar sus opiniones, ahora lo hacían desde el centro de una desfachatez reforzada por los químicos. Los viejos, que generalmente eran el foco de discusiones de cualquier índole, que llevaban la voz cantante en ese bar sin nombre por el solo hecho de ser viejos y por borrachos, se sintieron agredidos. Como si les hubiesen metido mano a las chicas esperando encontrar eso que las hacía ser chicas, pero en cambio se hubiesen topado con un miembro masculino en guardia. Esas —que ni siquiera eran chicas— les habían faltado el respeto. Esas —que ni siquiera votaban por ser menores de edad, o indocumentadas, o apáticas— opinaban o repetían opiniones escuchadas en los pasillos de sus pensiones de mala muerte. Esas —que probablemente no sabían leer— no tenían idea de lo que es un proyecto de país, o más aún: un proyecto de continente. Si a esto le sumamos los litros de alcohol en viejos con fuerza de gandoleros y los gramos de alucinógenos en las chicas que en realidad eran chicos de músculos tensos, no fue de extrañar que todo concluyera en una trifulca de aquéllas, de las que solo terminan con muertos, con sangre, gritos, policías que no se atreven a intervenir y por eso disparan desde lejos, etcétera.

Probablemente todo eso hubo aquella noche en el Sargento Preston. Y Raymond Andrade, que desde que había llegado estaba esperando una trifulca que lo sacara del juego, se quedó en su mesa impecable, mirando como las botellas explotaban a su alrededor, tentando a la suerte, a la mala suerte en honor a su cumpleaños número cuarenta. Tenía miedo pero sabía que era eso lo que había ido a buscar esa noche al Sargento Preston. Un regalo en honor a sus cuarenta años y a su vida rota: la navaja que no le estaba deparada, la botella que se quiebra en la mesa equivocada, la bala perdida, el puño desacertado. Tenía miedo pero esperaba, ridículo como su mesa limpia y su vestir correcto. Absurdo.

Alberto Hofman se refugió en una esquina, esperaba el momento oportuno para huir del mar de vidrios y cebada desperdigado por los aires. Miraba con atención, buscando un hueco en medio de la locura creciente para llevar a cabo su escape. Pensaba que las cosas más serias suelen comenzar como un chiste y trataba de recordar el momento exacto en el que la idea de repartir pastillas en un bar de mala muerte se le había instalado en el cerebro con la fuerza de una decisión acertada, o de un experimento en honor al inventor del LSD, su homónimo. Tenía que desaparecer antes de que llegara la policía y lo encontrara con su morral cargado. Tenía que evaporarse antes de que las chicas y los viejos lo delatasen. Miraba las mesas volar, las sillas quebrarse, las botellas, los gritos y ese cuadro inverosímil de un hombre sentado en medio de todo, como iluminado por una luz muy potente. Sabía que era músico y ya no solo por intuición. Algo le trajo a la memoria una imagen: esa espalda, esa camisa blanca tan planchada moviéndose imperceptiblemente por la ejecución de algún instrumento. Ahora no le quedaba ninguna duda: ese de la mesa vecina era un músico de esos que se visten de negro como mesoneros, un músico de escuela, de aquellos que nunca llegan a ser famosos, pero que viven para la música toda su vida, con dedos elásticos y reverencias de director de orquesta. Un músico como el que él había estado buscando. Por eso lo agarró de la camisa almidonada apenas el griterío amainó un poco y lo sacó a rastras de ese barullo en el que ya había comenzado a brotar la sangre y la policía anunciaba su llegada entre tiros y sirenas. Lo salvó y se salvó de la culpa que comenzaba a crecer en su interior, o al menos eso era lo que creía.

Raymond Andrade siempre se había sentido culpable de sus silencios, como si la ausencia de palabras solo se debiera a su espíritu cerrado y no tuviera nada que ver con el carácter de los demás, con el mutismo de los otros, o sus ganas de permanecer callados, sus problemas de incomunicación, su apatía. Así, creía que los silencios eran su culpa, eran sus silencios, eran el mutismo de su persona y su carencia. Por eso se empeñaba en llenarlos con chistes fuera de lugar o risitas nerviosas pero de boca abierta en las que dejaba ver unas muelas muy emplomadas y unas encías color berenjena. Él solo comprendía los silencios del pentagrama, los de la vida lo herían exageradamente. Mientras corría, arrastrado por Hofman al principio, y luego por pie propio, era poco lo que podía decir o preguntar. Corría esquivando pozos salados y azules como luces alimentadas por la luna. Evadiendo gatos nocturnos, declinando y desfalleciendo en cada esquina. Eludiendo su propio silencio en la carrera como quien brinca vallas cada vez más elevadas. La noche del puerto se había quedado solitaria tras la sirena policial, pero se sentían los ojos detrás de las ranuras del bahareque de las casas más viejas. Esas que rodeaban al puerto y que algunas alojaban en su interior otros bares esperando por otras historias. En una prolongación de la avenida Bermúdez ya no se escuchaban los gritos, los tiros, por eso desaceleraron el paso. Fue entonces cuando el silencio comenzó a pesarle a Raymond Andrade. Como un esclavo llevando una piedra enorme a cuestas, siguió a Hofman a paso cargado por calles cada vez más pobladas. El silencio —pensaba— era su falta y su derrota. En algún punto decidieron tomar una última cerveza. O tal vez esto lo decidió Hofman, pues se sabe que Andrade iba luchando con sus silencios. En algún lugar se sentaron frente a dos botellas heladas y hablaron.

A Hofman no le costaba nada hablar, su voz era un río de corrientes subterráneas, caudaloso, que arrastraba a los demás a un viaje sin retorno. Su discurso era ese río sin atracaderos en el que, sin embargo, el mandolinista comenzó a sentirse muy a gusto, muy cómodo. Andrade era llevado por la descarga de palabras y podía estar callado sin sufrir por ello, como el hombre que toca el platillo o el triangulito en una orquesta, esperando su leve momento. Sin embargo, esto no lo supo desde el principio: al inicio de la conversación, él pretendía intervenir, sudaba buscando reacciones y respuestas, abría la boca en esa risa amarga de dientes y muelas expuestos. Al rato se dio cuenta de que solo se esperaba de él respuestas de una palabra o dos, pequeñas informaciones para moldear el curso del agua, remos débiles que esculpieran el cauce con delicadeza. Desde entonces se anidó en su reserva y su mudez dejó de avergonzarlo. Así, tocaba su triangulito muy de vez en cuando, mientras Hofman llevaba el peso de los instrumentos principales. Trago tras trago, silencio tras silencio, monosílabo tras monosílabo, fue descubriendo al argentino, a ese músico de calle y fracaso que lo había salvado del caos del Sargento Preston o de su destino. No sabía si agradecerle. Y en cada silencio, Hofman también lo fue adivinando y aunque mientras huía de la hecatombe del Sargento Preston se había prometido no volver a convidar sus famosas pastillas, no pudo evitarlo. Su mano, ciega, entró en el morral y sacó una al azar. El mandolinista la recibió en su palma decolorada, la miró unos segundos como sopesando devolverla, pero finalmente la pasó con un trago de cerveza. Así que era esto, se dijo y agradeció finalmente ser digno de recibir aquella ofrenda. Entonces habló un poco más, se rió sin amargura. Dijo que tenía frío, pero que era ese frío delicado de las noches pasadas a la intemperie. Recordó su primera noche en el mar, punteaban los dedos en cuerdas doradas y sacaban melodías de madrugada sobre un muelle:

—Dormimos sobre cuerdas y redes de pescar —dijo—. Atrás, la montaña. Acá, una playa que no existe en ningún manual turístico, en ningún mapa. Apenas salió el sol, una manada de cochinos entró al agua, jugaban blancos como niños gringos, algunos mordían peces y arenas. Los miramos, con ese frío delicado de la noche todavía en los ojos. Era como si del mar saliera un vaho, como si los cochinos nadaran en charcos blancos y vaporosos, gordos niños extranjeros. Los pescadores regresaron, con esa misma neblina en las venas, con ese mismo frío suave que habían tratado de espantar a fuerza de aguardiente. Se bajaron del bote, ahuyentaron a la piara. Los cochinos lloraron como niños, y como niños se fueron cabizbajos a jugar en otra parte. Sentimos el escozor en la espalda, escozor de cuerdas, de mecates muy gruesos, de olor a sal y a fibras. Fue la primera expedición a Canchunchú, queríamos conocer a Luis Mariano Rivera, ese gran músico, pero veníamos de tierra adentro y nos perdimos. Una expedición que terminó mal, que despertó con la resaca del anís frente a una playa en la nada, en un caserío cuyo nombre bien podría haber sido hambre, frente al mar más hermoso del universo. Nunca llegamos a la casa del maestro —continuó Andrade—. Habíamos perdido el rumbo en algún bar a orillas de la carretera, entre el anís y una muchacha de gran escote. Un camión nos llevó por el camino equivocado, no teníamos plata para tomar un autobús. No había autobuses. Nadie iba hasta allí, además de cierta peregrinación de mandolinistas y cuatristas que querían escuchar al músico. Dimos vueltas en círculo hasta llegar a esa playa en la madrugada. Como cochinos que se creen focas o morsas o leones marinos, nos creímos elegidos. Como esa piara fuimos ahuyentados con violencia, nos sacaron del mar y nos fuimos cabizbajos sin haber podido estrechar la mano de aquel músico legendario que vivía en Canchunchúflorido. Contaba la leyenda que si un mandolinista llegaba hasta su casa, era tocado por su gracia. Pero nosotros éramos tan solo cochinos equivocados.

Hablaba Andrade con la torpeza de quien no está acostumbrado a hacerlo. Escuchaba Hofman con la delicadeza y el asombro de quien lo hace por vez primera. Con el brillo del amanecer descubrieron las analogías que marcaban sus vidas. Aquel disco de Los Beatles, la edad, los instrumentos de cuerda. En el último sudor de los químicos, Raymond Andrade se autodenominó «corazón solitario del Sargento Preston». Y Hofman sintió que las cosas cobraban sentido, que no en vano había salvado a ese músico desconocido que tenía ante sí. Sus ojos azules se abrieron como estrellas en un firmamento amoratado y de su boca salió una historia, más bien un plan. Hofman invitó al mandolinista a formar parte de su banda imaginaria. Probablemente una agitación de reflujos químicos y cebada mal fermentada se comenzó a formar en el estómago y en el cerebro de Andrade.

—Una banda —dijo el mandolinista, entusiasmado, completando una idea que se le había hecho propia y ya no por llenar ningún silencio ni responder a ninguna pregunta— que rescatará la mandolina con una música alucinada como la que hizo Vytas Brenner hace mil años.

—A Vytas Brenner lo conocí en Salzburgo, antes de venirme a Cumaná —comenzó a contar el argentino, pero la historia fue interrumpida por las arcadas y el subsiguiente vómito del mandolinista.

No tuvo tiempo de levantarse de la silla y mucho menos llegar al baño, así que vomitó sobre sus propios zapatos negros de trenza, brillantes de betún y ahora también de ácidos estomacales. Era el único par de zapatos que se había traído cuando huyó de Maturín, los que solía usar para los conciertos, ahora cada vez más escasos, incluso inexistentes. También sobre sus pantalones cayeron algunas gotas gruesas y blancas. Hofman lo miró atónito, con arcadas de asco y de risa lo llevó al baño y le propuso que siguiera vomitando sobre el lavamanos, que él lo esperaría afuera, pero Andrade ya no tenía nada más que vomitar, con gusto hubiese vomitado también su vergüenza, pero era imposible, esa tendría que tratar de digerirla. En el baño, intentó limpiar con las manos, infructuosamente, sus zapatos, el ruedo de sus pantalones, el borde de su boca, la lengua. Finalmente metió toda la cara debajo de un chorro de agua cálida y rojiza. Todo está oxidado en este lado del mundo, incluso el agua, aquel baño, las baldosas amarillas. No había papel, así que se secó como pudo.

Cuando regresó, Alberto Hofman se había mudado de mesa y un mesonero refunfuñando limpiaba la mancha del piso con un trapo gris. Que no le pagaban para eso, decía, con el billete que el argentino le acababa de dar bien doblado en el bolsillo de su camisa. Sentado en una mesa limpia, parecía que Hofman había olvidado el episodio del vómito, no así la idea de la banda.

— Los corazones solitarios del Sargento Preston —dijo, alucinado— comenzarán haciendo música en barcos trasatlánticos como la banda de aquella mujer que conocí en mi adolescencia y luego sacarán discos. Fusionaremos tu música y la mía que ni Vytas Brenner… —no continuó el argentino, en cambio dejó vagar su mirada por los intersticios de una persiana viejísima.

Los primeros rayos de sol del 2 de junio de 2007 los encontraron en aquella mesa de aquel bar que quién sabe cuál era ni dónde quedaba, seguramente en la misma zona. Hofman con el ojo morado que traía desde el día de su cumpleaños —su verdadera fecha—, un morral todavía lleno de pastillas y las cuatro cosas importantes que había salvado de su último naufragio. Andrade con los zapatos llenos de su propio vómito, o del rastro de su propio vómito que infructuosamente había tratado de limpiar en el baño oscuro y minúsculo de aquel bar, el vómito de toda la cerveza y los químicos con los que había pretendido celebrar su cumpleaños, sus cuarenta años o los de los corazones solitarios, de quienes su madre en el Maturín del 67 jamás escuchó hablar. Probablemente durmieron sobre la mesa, probablemente la superficie de la mesa estaba pintada con una pintura de aceite que imitaba el color de la caoba, probablemente no fueron los únicos en ese bar que llegaron hasta el otro día con la frente sobre el dorso de la mano o las cervezas calientes.

Esa mañana regresaron al Sargento Preston para ver de lejos los restos de la batalla. El puerto de día era otra cosa. Los charcos antes iluminados por la luna, en la mañana eran opacos círculos, tal vez verdosos, donde nadaban larvas diminutas, en eufórica celebración de la biología. El ferry se había llevado la larga fila de carros, ya no había gente deambulando por allí. Ya los barcos habían partido y los pescadores habían regresado con su escándalo, vendían la carga en la boca del río, tal vez, a un kilómetro más allá. El Sargento Preston parecía una oscura cabaña perdida en los bosques del hambre de los viejos cuentos rusos. Callada y negra. El mesonero barría la acera con la esperanza de encontrar un pez de oro. Las chicas no estaban, probablemente durmieron en una comisaría luego de todo lo que pasó la noche anterior. ¿Dónde habrían pasado la noche los viejos? Tal vez se salvaron por viejos, precisamente, y ahora se despertaban por los gritos de los nietos o el crujir de los huevos friéndose para el desayuno. El ojo de Alberto apenas soportaba el resplandor de la luz. Los zapatos de Andrade resplandecían de vómito mal limpiado.

—No hay turismo en este puerto —musitó Andrade en un tono monocorde, como tratando de esquivar la resaca. Miró las costras del pescado putrefacto y las redes de pescas envolviéndolo todo como telas de araña.

—La música y los barcos están en otro lado —dijo Alberto frente a un café negro hirviendo que le acababan de servir. Andrade vio barcos oxidados por todas partes y escuchó la música de las radios que ya a esa hora tenía un volumen estridente, pero no contestó, no tenía ánimo de llevar la contraria, ya ni siquiera hincaba sus leves remos en la corriente espesa de ese río de palabras, ya había vomitado hasta la felicidad de las pastillas. Se miró los zapatos y buscó en el suelo algo con que seguir limpiándolos. Estaban sentados en una cafetería minúscula y crepitante, a un lado del muelle, bajo el sol de la mañana de un 2 de junio particularmente caliente.

 

Primer capítulo de la novela La música de los barcos (Ígneo Editorial, 2019)

 

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