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Las luces de San Petesburgo

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Vladimir Vladimirovich Stropovich pasó toda la mañana en su gabinete bajo la pálida luz de una bujía de gas, repasando un manuscrito en el que venía trabajando en los últimos días. Por la ventana del estudio y la salita contigua se veía la amplia avenida F., bordeada por largas barandillas de metal, los árboles del parque. A lo lejos, la cúpula bizantina de una vieja iglesia ortodoxa. El paisaje de siempre, el mismo color terroso de la tarde glacial, el olor del carbón de la calefacción. En los últimos meses, sin embargo, todo estaba recubierto por una tenue película de incertidumbre y espanto.

Stropovich notó todas esas cosas en los ojos aceitunados de su mujer, Ana Fedorova, detenida en el dintel de la puerta del estudio, con la capa de agua entre los brazos. Él le brindó una sonrisa de medio lado a la que Ana Fedorova no correspondió. Un momento después, el reloj de la sala dio la campanada de la una de la tarde. Stropovich tomó el saco de paño oscuro del respaldo de la silla con un gesto de torero, acomodó como mejor pudo algunas páginas en su portafolio y, al pasar junto a Ana Fedorova, y recibir la capa de aguas le estampó un sonoro beso en la boca.

La polémica que suscitó su último cuento le había dado más de una cana antes de tiempo. No era la mejor época para escribir el tipo de historias que llovían sin remedio en su imaginación. (“Poi piovve dentro a l’alta fantasía”, como diría un verso de Dante Allighieri). En los círculos literarios de San Petersburgo, ciudad distendida, en comparación con otros rincones de la república, se rumoraba entre risitas significativas el pertinaz interés de Stropovich por los parajes exóticos, las aves de colores y la selva crepitante de las Américas, abiertos con la forma de un abanico hecho de sueños. Naturalmente, ésa era una liebre demasiado llamativa como para no ser acusado de melindroso y escapista por parte de los escritores comprometidos. Al menos ése era el parecer del célebre Iván Leontiev, un vejete enjuto, con el corazón prendido de dos hojillas afiladas, articulista prolífico y fatídico, quien ahora encontraba un curul apolillado en la Academia desde el que blandía el magro espolón de la vieja gramática de Lomonósov, inventándose inquisiciones furiosas contra cualquier traición al idioma, que era como decir la patria, las estepas, quien sabe si hasta el cristal encantado de la verdad, encarnado entre caracteres de textos untosos. Stropovich es un falso escritor, decía Iván Leontiev, arrebujado en su curul, al tiempo que la lúgubre tarde de la ciudad llena de brumas se asomaba por la ventana, como la amenaza de un fantasma.

Era cierto que la pasión por los paisajes exóticos en la obra de Stropovich tendía a ser juzgada por todos como algo exagerada. Para Iván Leontiev, en cambio, era el signo fatídico del artista desprovisto de ecuanimidad. Otra cara más del simbolismo preconizado por el nefasto Soloriov y, por tanto, ajeno a los intereses del proletariado: ¿Por qué gasta el poco talento que tiene en describir lugares que ni siquiera conoce?, se preguntaba Leontiev, pensar que nuestra patria cuenta con una realidad tan viva y tan rica, solía decir, furioso, los puños cerrados, sus afilados dientecillos muy juntos. Poco a poco, Stropovich pasaba a engrosar la negra lista de los pestilentes escritores conceptistas. En algunos lugares, los perros trajinaban la ciudad en busca de desperdicios.

Ya fuera de casa, bajó con los ojos cerrados las escaleras mal iluminadas del edificio, como era su costumbre, y en un momento apareció el portal de la avenida F.; a la carrera, atravesó la amplia avenida. Dejó pasar algunos coches de alquiler y sólo cuando divisó una berlina guiada por dos caballos con penachos rojos, asolados por el rocío de las lluvias otoñales, le hizo señas ostensibles. Una vez adentro, descorrió las cortinas de tafetán, miró la ventana del segundo piso: la figura de Ana Fedorova se veía recortada entre el fondo amarillo de la habitación. Tenía una mano sobre el cristal y parecía decirle adiós con la nostalgia de quien asiste a un puerto solo en los días de invierno.

La ciudad despertaba entre la bruma de los largos días de aguaceros. Mujeres rollizas con pañuelos atados a la cabeza salían de sus oscuras buhardillas en busca de harinas y provisiones, caminaban con pasos de muñecas de cuerda por las aceras, evadiendo de cuando en cuando las manchas cenizas de los pelotones que llegaban de los más disímiles frentes de guerra.

Al pasar sobre uno de los puentes del centro, decorado con figuras de leones y altas farolas de luz eléctrica, Stropovich observó el chato paso del río Neva, colorado por una franja turbia y rota. Por las amplias caminerías de piedra los eternos poetas enamorados veían pasar la corriente con la mirada abstraída, con un semblante vagamente estúpido. Pensarían en una rolliza campesina de Kiev o de Nagorno—Karabakh, supuso Stropovich. De seguro, imaginó, esa misma noche compondría tediosos poemas en los que no faltarían los símiles entre la tez pálida de sus amantes y el albor de la patria. Era imposible prever los desatinos que podrían leerse a cada rato en las páginas literarias de los periódicos, entre los lirismos patrióticos y los versos encumbrados al proletariado. Si al menos imitasen el lirismo de Pushkin o la visión sintética de Chéjov o Tolstoi, juzgado ahora por excéntrico misticismo y no por su obra, pensaba con abatimiento; o si tuviesen el tino de inventar una poesía irreverente como la de Charles Baudelaire con sus Fleurs du Mal, que bien le habrían valido un juicio absurdo por parte de funcionarios y críticos mediocres en el pasado siglo. Pero no, los bardos de su tiempo parecían solazarse sin remedio en esas patéticas obras progresistas, parecidas más bien a una obtusa proclama bolchevique. Como si la literatura tuviese el compromiso de ser chapucera y panfletaria.

Pensaba en estas cosas al tiempo que, con la mano apoyada en el mentón, veía pasar ante sus ojos la vieja y triste ciudad. Edificios chatos, tejados diluidos por el humo de las chimeneas, oscuros pórticos abarrotados por volutas, falsas flores de primavera. Era así como impulsado por una ráfaga o un encanto que su imaginación salía volando a lugares remotos y desconocidos. Era el escándalo mínimo y oblongo de lo cotidiano. Cómo no dejar volar entonces la imaginación a lugares nunca vistos. Viajar, con los ojos abiertos, al fastuoso encuentro de una isla de los mares del Sur. Escurrirse entre sus árboles desmesurados, la selva húmeda, el sonido de los pájaros. Soñaba que al mirar estos paisajes el paso de los animales terminaba por revelarle una historia de fábula. Sólo fábula. Imaginación al servicio de lo sencillamente hermoso. Claro que no esperaba que todo el mundo se diese al gusto de narrar historias en tales escenarios exóticos, tan cerca de las sirenas de los griegos, los pájaros habladores de las tierras de ultramar, las indómitas cosmovisiones de las culturas del Nuevo Mundo. Pero al menos se creía en el derecho de contar sus imaginaciones sin necesidad de pedir excusas por no palpar su triste y chata realidad circundante. Para la vida obtusa de la ciudad ya tenía bastante con los folletines de los escritores realistas, empeñados en cantar a viva voz los más horribles escarceos de lo que, ante sus ojos, debía ser el nuevo arte. La imprenta al servicio de los ignorantes y fanáticos. Parecían no comprender que al actuar de tal modo, liquidaban la razón de ser de todo arte: levantar la mirada del mundo, echar a volar la imaginación con las alas de Ícaro, impulsado por la simple, la elemental maroma de querer contar.

Con la vista fija en las tres cúpulas doradas de la iglesia de San Nicolás, se preguntaba, ¿Una joven de Ucrania pierde su gran amor en una tarde de cacería y no lo encuentra más ni para un remedio? Pues pobre muchacha, en verdad, pero esa no es razón suficiente para lanzarse a redactar un desmesurado mamotreto sobre la fragilidad de los buenos corazones, el cultivo de los tubérculos y las ceremonias de primavera. Seiscientas páginas de belfos, costumbrismos y añoranzas por un suceso tan simple. Me dirán escapista, incluso con razón, pero prefiero mil veces imaginar las travesías de Simbad el Marino, antes de ponerme a llorar a esa pobre campesina por su enamorado perdido. Mejor para ella, al final casi es seguro que terminaría por darle malos tratos.

Distraído, echó una mirada a su reloj de bolsillo. Llevaba tiempo de sobra para asistir a la cita con León Turguenev. En un momento, sintió que el avance de la berlina por la tarde recién despierta de la ciudad era, a su manera, un cristal pulido después de los nubarrones de tormenta en los días anteriores. De pronto, Stropovich notó que en una esquina un hombre alto, barbado, con el porte característico de los nuevos insurgentes, hablaba a gritos con una pálida mujer de vestidos andrajosos. Ella, con la cara delgada de la hambruna, los ojos grandes y vidriosos, miraba a ninguna parte; él, gritaba como loco, le reclamaba, de tanto en tanto le sujetaba por la manga del vestido, como si sus gritos, su alboroto, no fueran suficientes para atestiguar su presencia. Al verlos, Stropovich pensó con amargura que de eso se trataba la pretendida realidad que querían asegurar sus críticos de siempre. Más que lectores y escritores, se comportaban como coleccionistas desaforados de lo verosímil, cultores de la fatalidad positivista. Casos al estilo de: el día recién se despeja. Los transeúntes recorren las calles. Un hombre alto y fuerte riñe con su mujer. No deberían, por supuesto, pero el peso de la larga explotación, la amenaza diaria de la guerra, la mirada fraticida de la coalición germanófila, el afán imperialista del Ejército Blanco le tiene los nervios de punta. Moraleja: una pareja se pelea en las queridas calles de nuestra ciudad, lo que está mal. Pero la patria se pelea con otros monstruos, lo que está peor. Resultado: una sonrisa orgullosa en la cara de más de un nuevo funcionario.

Bastaba mirar alrededor de los esposos para descubrir otra óptica. Los transeúntes pasaban junto a la pareja y en sus gestos esquivos delataban el propósito de no querer mirarlos. La vida de cada cual ya sería demasiado ardua entre los fantasmas del hambre y la escasez en mitad de la insensata guerra, como para detenerse a contemplar un accidente cotidiano, naturalmente. Si casi todo el mundo podría encontrar la realidad opresiva en sus propias vidas, ¿entonces para qué trocarla en cuento o novela?

La berlina de alquiler seguía su camino. Atrás quedaban los amantes en guerra. Ahora aparecían las suntuosas fachadas de los edificios ministeriales, repletas de banderillas, soldados casi niños del recién creado ejército rojo, apostados en sus puertas, la mirada perdida, el fusil terciado sobre los ponchos mojados por el rocío, la piel de un pingüino. Apenas a media cuadra, las columnas románicas de la Academia se erigían, fastuosas, desde el mármol veteado de las escalinatas. Pese a la tensión de los días de guerra, San Petersburgo mantenía intacta su cansado porte de ciudad de viejos imperios.

La berlina se detuvo frente a la redacción del periódico. Dejó un par de rublos en las manos del cochero y se dispuso a entrar al edificio. En la puerta debió sortear con un brinco un charco de agua sobre el que se reflejaba el cielo plomizo de esos días. Adentro, los pasillos eran lúgubres; al final del corredor principal, bajo la pálida luz de una bombilla y apoyados sobre un viejo banco de madera, dos pobres soldaditos se reponían de la guardia de las últimas horas. En los últimos meses, todos los periódicos estaban tomados por los bastiones del Ejército Rojo. Propaganda, censura, eran la nueva cara de un sitio que parecía recrudecer cada día, después de tantos años en guerra con la coalición y, además, con el convulso mundo de los sucesos políticos en el interior del país. Stropovich pensó que más que un periódico, el edificio daba la impresión de un hospital de guerra. Cruzó la sala de recepción, se internó por los pasillos, subió en volandas la escalera de madera ruinosa y se detuvo ante la puerta de León Turguenev. Al entrar a la oficina, le sorprendió el ámbito enrarecido de todas las cosas. Tras el escritorio repleto de papeles y torres de libros, encontró el rostro leonino de Turguenev, ensombrecido por la contrariedad.

Para Turguenev, bien enterado de los acontecimientos, los días tumultuosos recién estaban por comenzar. Era obvio, decía Turguenev, que los bolcheviques acabarían por abrir un frente de mayor radicalidad. Era difícil predecir qué resultados podría tener la guerra civil.

—Corren tiempos difíciles, mi querido Vladimir —decía Turguenev, con la mirada sombría.

De pie, junto a la ventana, Vladimir Stropovich le escuchaba con la vista fija en los intricados tejados de los edificios aledaños entre los que las chimeneas exhalaban el humo cansado de los apartamentos. El espectáculo silencioso de la ciudad en otoño.

Con un suspiro, Turguenev fijó un cambio en la conversación. Esa no es la única mala noticia, dijo, entonces le lanzó el original de su última historia entregada a la redacción del diario. Ninguna tachadura, ninguna enmienda. No puede ser publicado, Vladimir, musitó Turguenev, con un movimiento de ojos que le dio a entender que se trataban de órdenes superiores. En silencio, Stropovich tomó el manuscrito y lo depositó en su portafolio. Aquí está lo que me pediste, agregó, refiriéndose a un pequeño artículo sobre el genio de Tolstoi quien en el mes de noviembre cumpliría ocho años de muerto. Turguenev negó con un gesto abatido. Ni te preocupes en entregármelo, Vladimir, le dijo, aquí se cerraron las puertas para ti. No hacía falta explicar más. Estaba claro que Trevlinka, astuto director del diario, comenzaba a jugar sus cartas de guerra. Se podía sobrevivir con los mencheviques de Kerenski, a fin de cuentas, tímidos, torpes idealistas deseosos de lograr algún acuerdo con la burguesía, más aún en una ciudad como San Petersburgo, donde la libertad relativa de los periódicos era, si no indiscutible, al menos ventajosa. Con lo que sí no podrían enfrentarse era con el ascenso del reciente radicalismo. Expropiación, censura, amenazas, eran las caras lúgubres de un futuro que, si no evitarse, al menos podría mitigarse con la exclusión de los colaboradores más incómodos.

—Seguramente esto debe estar recomendado por Iván Leontiev —musitó Stropovich, comprendiendo el curso que tomaban los acontecimientos.

Turguenev asintió.

—No te aprecia, Vladimir, y te apreciará aún menos cuando cambien las cosas.

Salió de la oficina de Turguenev con una vaga sensación de naufragio. Afuera, en la calle, una brigada de voluntarios del ejército rojo pasaron entonando las últimas melodías compuestas por los bolcheviques. Vladimir Stropovich les vio pasar en silencio. Estaba abatido. Poco a poco se estrechaban las puertas de lo que, en otros tiempos, podía ser una vida de normal, de lo que hasta entonces era su púdico y espacioso mundo de ciudadano. La jugada está clara, se decía, sin ánimos de creerse, a la vez que veía hondear algunas banderas rojas.

Miró su reloj. Todavía era temprano. Decidió caminar hasta una taberna cercana. Llegado a cierto punto del recorrido, se encontró con un remolino de personas a las puertas de un mercado. No le hizo falta detallar más. Debían tratarse de las provisiones que viajaban desde los campos convulsionados y que, cuando mucho, podrían alimentar a unos cuantos centenares de familias obreras por el curso de unos días. A partir del decreto de expropiación dictado por Lenin, la situación de las siembras era confusa y del todo azarosa. No hacía falta demasiado discernimiento para comprender que, de continuar las guerras y los cambios introducidos por los bolcheviques, toda Rusia acabaría por sumergirse en un abismo de hambre y miseria.

Después de recorrer algunas calles (en ciertos lugares, todavía podían verse los vidrios apedreados de comercios de lujo, el único vestigio de los saqueos esporádicos), llegó una de las tabernas cercanas a la redacción del periódico. En una mesa, junto a un ventanal ambarino, encontró a Boris Gorin, un viejo conocido de la escuela de Derecho y bolchevique furibundo, discutiendo en tono aireado con otro hombre, flaco y desgarbado. Le hizo una seña de saludo y pensó seguir de largo, pero Boris Gorin se levantó precipitadamente y tomándole por los hombros le llevó hasta su mesa.

—Este es el camarada Vladimir Stropovich —dijo, risueño, al otro hombre—. Vladimir es escritor, Pavel. Un buen escritor, creo yo. El tipo de hombre con el que tendremos que contar para construir el nuevo Estado.

Stropovich sonrió, entre dientes.

—¡Qué te tiene tan contento, Boris? —preguntó, con un tono de voz que no dejaba dudas de un doble sentido.

Boris Gorin lo entendió así, lanzó una carcajada fingida y luego, con los ojos chispeantes de risa se quedó mirando la ventana de la taberna en la que, con dificultad, se dibujaban las siluetas de las personas que pasaban por la calle. Al final, habló:

—Tengo noticias confiables y sorprendentes —dijo, confiriéndose un aire confidencial.

Se detuvo en el momento en que apareció la mesera. Una joven alta, regordeta, con tipo de mujick. Boris Gorin se adelantó y pidió otra botella de vodka. Al irse la mesera, continuó:

—No está confirmado, pero todo parece indicar que ayer mismo las tropas de los blancos recibieron un fuerte revés en su avance. Están perdidos. Ni siquiera con el apoyo de los franceses y los ingleses podrán llegar a Piter.

—He escuchado lo mismo —comentó el compañero de Gorin— ¿Qué se puede esperar de esos viejos zaristas conservados en formol?

Se trataba de la anticipación demasiado precipitada del triunfo. Un par de meses atrás, los blancos habían tomado la pequeña ciudad de Ekateriumburgo donde, según se decía, habían fusilado al Zar junto a toda la familia Romanov. Después de su entrada, el ejército blanco, bajo el mando del general Krasnov, acababa de formar el Gobierno Provisional de los Urales, una peligrosa amenaza contra los sólidos baluartes bolcheviques ubicados más hacia el centro de Rusia. Aún así, el optimismo de los bolcheviques era total y, por ello, Boris Gorin estaba exultante. Poco o nada de su reciente pasado menchevique parecía manifestarse en el tono confiado y optimista con el que miraba el futuro. Olvidaba, querría olvidar que sólo unos meses atrás, durante el efímero gobierno de Kerenski, fustigó con malevolencia la decisión de los bolcheviques de levantarse de la constituyente, en una jugada agresiva que terminó de echar por tierra el frágil equilibrio alcanzado por la Duma. La llegada bolchevique al poder le confería, ahora, un amplio escenario de complacencias y fuertes adhesiones.

Stropovich permaneció en silencio. Miró a su alrededor. Los demás hombres de la taberna reían, hablaban con voces roncas y fuertes. No parecían existir todos los años de la guerra contra la coalición germanófila, la amenaza cierta de imprevisibles combates entre los bandos políticos rusos. Sólo parecía existir el olor penetrante del alcohol, la risa de sus conversaciones, el ánimo de olvidar las miserias humanas.

Boris Gorin le trajo de vuelta de sus pensamientos.

—¡Qué tienes ahí? —preguntó, de un modo indiscreto, señalando el portafolio de gamuza verde.

—¡Ah!, algunos relatos que estoy haciendo rodar por los periódicos —respondió Stropovich, intentando restarles importancia.

El rostro de Boris Gorion adquirió un semblante lúgubre que cambió, de inmediato, a un tono complaciente:

—Mi querido Vladimir. El mundo está a punto de transformarse y tú sólo piensas en los relatos.

Todos rieron, incómodos, con el comentario paternal de Gorin. El acompañante de Gorin intervino:

—No debes verlo así, Boris. Tú eres un hombre poco habituado a la buena literatura. Deberías comprender la utilidad que, en un futuro, habrán de tener los escritores en la nueva república —se interrumpió para apurar su copa de vodka, después continuó—: en unos años, nuestra república será la tierra de los hombres realmente libres. Hasta ahora sólo pensamos en los camaradas obreros, pero está claro que necesitaremos de escritores que sepan relatar las inefables transformaciones de estos tiempos y componer la poesía del hombre nuevo.

Gorin guiñó un ojo cómplice a Stropovich. Después dijo:

—Pavel es un humanista. Un erudito, además. Conoce muy bien la obra entera de Pushkin, siempre cita hermosos pasajes de Ana Kerenina.

—Ana Karenina fue escrita por Tolstoi —corrigió Stropovich, sin verle a la cara.

—Como sea —continuó Gorin, algo exaltado—, lo que quiero decir es que, que, digamos así: pongamos, qué pasaría si escritores como este mismo Tolstoi, comprendiendo las fuerzas irrebatibles de la historia, digamos, respondiesen al llamado del proletariado, el verdadero corazón de nuestro pueblo, y compusiese para ellos, sólo para ellos, un hermoso canto de esperanza. Nada demasiado complicado. La tarea del buen revolucionario es siempre pedagógica, Vladimir. La historia es la madre de todas las ciencias. Es importante que nuestros obreros comprendan que el largo camino de la opresión ha llegado a su fin, que estamos ante un nuevo orden. El soviet será en el futuro el verdadero humanismo de nuestra patria.

Stropovich escuchaba sin interés. El compañero de Gorin lo notó:

—Perturbas a nuestro buen amigo Stropovich con tus palabras, Boris. Cuéntenos, ¿qué cosas escribe en los últimos tiempos?

—Escribo una serie de relatos sobre América. Los indios de América —respondió Stropovich, mirándole fijo a los ojos. Casi debió contener una sonrisa de satisfacción al ver la mueca que se dibujó en el rostro de delgado y lánguido del otro.

—Interesante —respondió, al tiempo que tomaba su pipa y la detallaba con aire sombrío.

Boris Gorin, cada vez más borracho, intervino en la conversación:

—Pues, allí está precisamente, amigo Vladimir. Allí está lo que intentamos decirte. Mira a tu alrededor ¿Qué ves?

Vladimir Stropovich dio una mirada significativa en torno a la taberna. Detalló una pareja de funcionarios, antiguos zaristas, de seguro, abrazados en una esquina, junto a las barricas de vino, entonando una fea canción de moda sobre un barco que se pierde en los helados mares del ártico. Vio el rostro de tres cosacos tumbados en sus sillas, semiinconscientes. Vio la barra, los cansados bultos humanos que reposaban junto a la barra como inmensos cetáceos olvidados en un mar de orines y fragancias turbias.

—Borrachos. Veo borrachos —respondió.

La reacción de Boris Gorin y su compañero fue mecánica, idéntica, instantánea: ambos entornaron los ojos y miraron a las alturas. Después, Gorin fijó sus pesados ojos enrojecidos en el rostro de Stropovich. Los mechones de su cabello escaso y rubio caían junto a sus orejas. Mantenía con dificultad el aparatoso peso de su cabeza:

—El pueblo ruso, Vladimir. Te presento al pueblo ruso —dijo Gorin, extendiendo sus manos en un gesto ostensible, teatral.

Stropovich no pudo evitar una mueca de cansancio involuntario.

—El pueblo ruso, borracho —corrigió.

Esta vez, el compañero de Gorin se atrevió a intervenir:

—No es su culpa, Boris. Así obra la fuerza de la burguesía.

Al salir a la calle, el efecto del vodka le hizo percibir un remolino de luces. Las luces vertiginosas de San Petersburgo en otoño. Las fachadas melancólicas de los edificios, el murmullo de una ciudad entrañable sumida en la borrasca de los tiempos, en la ciénaga de las contradicciones.

Poco o nada podía saber respecto al futuro. Imposible saber que los próximos meses serían el inicio de una persecución encarnizada contra todo vestigio del antiguo régimen zarista, pero también contra todo aquél burgués que no respondiese a los intereses de la revolución. No era capaz de saber que algunas de sus amistades habrían de ser batidas por los pelotones de fusilamiento. Que una súbita migración habría de llevarlo a él mismo a las fronteras de Finlandia en mitad de un invierno arduo y tenebroso. Miraba las luces de San Petersburgo y asistía, sin saberlo, al final de una vida.

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