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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar
¿Qué es sustitución? Sustitución es
colocar en el lugar de la incógnita su propio valor.
Manuel Poy y Comes. Llave aritmética y algebraica.
Mamá pide ayuda desde el cuarto, tía deja el martillo y el cincel en el piso de la salita y corre hasta allí. Con los dientes ya he sacado el esmalte y molido las uñas de la mano derecha hasta hacer sangrar la punta de algunos dedos. Las veo salir repartiéndose la carga del baúl, cuidadosamente lo dejan caer en medio de la habitación con la misma delicadeza con la que hacía un rato habían movido el cadáver de nono. Tía se enjuga las lágrimas y abraza a mamá para que sean los hombros quienes ahoguen el coro de su llanto. En mí la impaciencia se sobrepone al duelo; sentada sobre el mueble no soporto la espera y cambio de mano. He ahí la única herencia que nos legó. A criterio ajeno parece poca cosa, no es así. En el interior esperamos encontrar el pasado que él nos privó de la mirada y el pasado de quién sabe cuántas más. En ese cajón de gruesa madera, con la tapa de piel azul ajada por pequeños cortes, y con el candado propio para un cepo para gigantes, se custodian las fotos que fue reuniendo a lo largo de su vida. Allí habrían de estar las nuestras –¡por supuesto!– y las otras tantas que robó en casas ajenas.
Hace una semana, cuando discutíamos qué haríamos con el baúl cuando él ya no estuviese, me arrojé a decir con rabia que nono era un auténtico fetichista. Mamá me abofeteó, más que por el significado, porque sabía que esa palabra la había leído en una carta suya que enviaría a un desconocido. «Mejor, digamos que su nono es egoísta», repuso tía juzgando mi indiscreción con la mirada rabiosa y terminó por rematar aquel asunto: «habrá que esperar a que papá muera, hasta ese día nadie lo toca. Ha sido así y así es». En fin, fetichista o egoísta, ahora estábamos frente al depósito de su gran colección y él, yacente, esperaba en el cuarto cubierto con una sábana. Ese baúl y su contenido tenía una explicación que cualquiera intuía cuando escuchaba la historia de nono corriendo por sus propios labios. Sin embargo, esta explicación, una historia de aliento rancio, en lugar de ayudarlo a destripar lo obcecado de su práctica parecía haberlo hundido más en ella.
Su madre, la nona Narcisa, había muerto cuando apenas tenía unos meses y por supuesto que no la recordaba. No le bastaron las descripciones de su padre, ni de sus tíos, ni la de sus hermanos mayores, o incluso la confesión de su hermana que decía ver y conversar con su fantasma, porque también por esas palabras supo desde el principio que de su mamá existieron muchos retratos. Ella, en tiempos de muchacha y hasta su matrimonio, había servido como conchabada en la casa y almacén de una solterona del pueblo. La dueña hacía mortajas, vendía zapatos, cuadernos y telas, recetaba purgantes al tiempo que sus manos ágiles despachaban sobre la balanza libras de arroz. Pero, de todos las mercancías y servicios que ofrecía, en lo que más se regocijaba era en hacer fotografías. Sin competencia, por su equipo y calidad, en la pared externa del almacén había compuesto un mural. Arriba, un par de ángeles estiraban una cinta en que se leía FOTOGRAFÍAS AL MINUTO, debajo, un cielo despejado se interrumpía por la cresta de una cordillera que, a la altura del páramo, dejaba brotar un hilito de agua ya convertido, en el último tercio de la pared, en el barrullo de una catarata. Frente él, la dueña, arropada por un trapo negro que cubría cabeza y cámara, había hecho deslizar a todos los paisanos del pueblo mientras la nona Narcisa prestaba asistencia componiendo poses estatuarias; ojos clavados en el infinito, labios rectos, mentón alto y las extremidades dobladas como si en lugar de huesos las personas fuesen atravesadas por esqueletos de alambre. Así, con «un para siempre» ambas habían congelado en el papel a hombres armados, niñas trajeadas de comunión, parejitas de recién casados y a no pocos muertos con los deudos a su lado.
Según él sabía, la nona había posado allí como los otros. Pero también, y a diferencia de estos, la cantidad y sofisticación de sus retratos era superior. «Recostada sobre el mueble de la sala mordiendo un cigarrillo. A las afuera de la caballeriza, escopeta en brazos y con un becerro descansando a sus pies. En la cocina, coronada por una guirnalda de hiedra, medio torso cubierto con una pieza de crehuela mientras, con su mano izquierda, guardaba el equilibrio de una copa de vino y con la derecha abrazaba una canasta de naranjas, higos, cambures y un flaco ramillete de uvas. Ella y la dueña, vestidas de vírgenes o santas. Otra, también de las dos, con trajes de gala y sus manos reposando unidas sobre una columna de yeso. Y quién sabe cómo lucirían aquellas –repetía nono– que no recordaban o nadie conoció». Todo, todo llegó a su fin cuando la nona Narcisa le comunicó a la dueña que se casaría, entonces la echó acusándola de ladrona y cualquiera, y puso en venta la casa y el almacén para irse a morir lejos. La nona Narcisa, ya desposada, presumía de su privilegio en ocasiones muy especiales, un cofre, guardado en el altillo, que arropaba con la cosecha seca del maíz. Pero con el quinto parto ella perdió su asiento, la razón como dicen ahora. En uno de sus no pocos arrebatos que le siguieron tiró al fogón todas las fotografías. Tampoco quedó nada en la casa y almacén, al poco tiempo reconvertido en casa de partido político en la que los cuadros más conspicuos se habían repartido entre sí hasta el mínimo cachivache, mientras, aquellos comprometidos con la causa, habían pintado en las manitos libres de los ángeles un machete y, en la cinta que estiraban, rescrito: ¡Viva la patria! ¡Abajo la oligarquía!
Empezó desde pequeño con «el vicio», así se refería él a la práctica de robar fotografías de mujeres y sólo de mujeres. Quería conseguir en las ajenas una imagen de la madre. «Tal vez existió una confusión en algún momento. Por qué no, mamá podría hallarse en un retrato entregado a una portadora equivocada. Quizá, lo que era resultado de un disfraz, ahora alguien la tiene por una postal religiosa proveedora de milagros». No la encontró, porque su manía no se corrigió nunca. Fueron incontables las palizas que llevó de niño, las amistades rotas, las citas a la prefectura, su señalamiento público de loco pervertido, los pleitos con su esposa y, no menos, los nuestros, porque incluso aquellas que mamá o tía llegaron a colocar en portarretratos desaparecían rápidamente de las mesas. Era tal su «vicio» que llegaba a escudriñar en nuestra ausencia hasta el mínimo rincón para verificar que ninguna guardase una imagen propia o de sus allegados y, como si no fuese suficiente, tampoco permitía que nadie nos fotografiase si al final no iba a ser él quien conservase hasta los mismos negativos. Para procurar esto, en cada oportunidad, él estuvo con su Kodak, él con su egoísmo, él, que tampoco dejó nunca examinar los resultados de las imágenes que capturaba. Cuando llegaba del laboratorio, al igual que cuando traía alguna fotografía robada, pasaba rápidamente a la habitación, cerraba la puerta, pasaba el pestillo y, desde fuera, se escuchaba cómo caían sobre otras antes que la tapa y el candado volviesen a silenciar la rutina. Decía que no permitiría nuevamente que se escaparan nuestras imágenes y menos aún que, caídas en manos ajenas o las nuestras, se perdieran para siempre. Un juicio absurdo con efectos aún más absurdos: su custodia suponía eso que él decía evitar.
Entenderán, el interés compartido por todas nosotras. Las fotografías de nuestra primera infancia, la de las fiestas familiares, las de ocasión, las de cada momento en las que hizo posar a sus hijas con su mamá, también rápidamente fallecida. Deseaba tener dientes de acero para saltar sobre el cajón y, en lugar de atorarme con mis uñas, roer las argollas. Para consolarse ellas se habían ido a la habitación. Me levanto para alcanzarlas y las encuentro plantadas frente al bulto blanco que ahora es nono en su lecho. «¿Qué habría querido…?», «Tía, por favor, nuestras fotos». «Está bien jovencita». Avanzamos nuevamente a la sala. Sostengo el cincel mientras ellas se intercalan para dar golpes contundentes. Quién lo diría, el candado cede, quebrándose como una cáscara de huevo. Mamá se deja llevar por la impaciencia, echa la tapa hacia atrás y retira de una manotada el papel seda que cubre el contenido. Arrodillada tomo un álbum mientras ellas observan con la mirada de un gavilán puesta sobre su presa. Sí, como se esperaba, dentro están las viejas imágenes y las de la familia, aunque para nuestra sorpresa todas estropeadas en un raro divertimento. Él había recortado las caras de nuestros propios retratos y las había pegado sobre los rostros de las fotografías robadas. Así, en un caso, la cara aún pueril de mamá está sobrepuesta a la de una mujer de faldas negras y manos con abundantes anillos grises, la niña que la acompaña con vestido tachonado luce el anacronismo e hipertrofia que da el collage, mi rostro del carnaval en que me disfracé de guerrera azteca. Extrañadas, mamá y tía van examinado los otros álbumes y algunos sobres; ninguno es la excepción. Corro hasta el cuarto, retiro la sábana de un tirón mientras paso páginas de un álbum frente a su cara. «¿Es esto cierto?, ¿por qué nos destrozaste a todas? ¡Fetichista!». «Está muerto», aclara tía recostada en el dintel para dejarme despejada la obviedad y la estupidez de mis preguntas.
No puedo contener el llanto por la rabia. Sé que todas nos sentimos burladas como aquel a quien un hábil carterista desnuda en medio de una plaza concurrida. «¿Qué opinas si toda esta basura se le coloca en la urna? Tal vez sirva de consuelo», reflexiona tía llegando hasta donde estoy. Mamá también entra a la habitación, con la mirada busco su respuesta. «Tal vez no sea necesario este teatro. ¿Quién dijo que esto era todo nuestro pasado y, por angustiante que les parezca, que este pasado no es también posible? Las conservaremos. Cuando pase el tiempo podremos ir hurgando en álbumes ajenos buscando cuerpos más convenientes o divertidos a nuestros rostros». «¡Maldita sea! Que se vayan dentro de la urna», replica tía. Mamá, vuelve, «ya habrá tiempo para decidir. Por ahora, importa cómo quedará él. ¿Qué camisa le ponemos a papá?». «La blanca de manga corta. Jovencita, conecte la plancha y alise la mortaja».
Cuento ganador del Premio Santiago Anzola Omaña, edición 2023
6/10.