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I
B I L D U N G S R O M A N
«Mi albergue estaba en la Osa Mayor»
RIMBAUD
2
Cuando Arvo Páez narró lo que le había ocurrido en París en el otoño del 85 para explicar cómo se había puesto en su chaqueta más mundana, no tuve el valor de referir que a mí me había acontecido exactamente lo mismo. ¿Quién me lo iba a creer? El suceso era contundentemente idéntico, pero no quise ser aguafiestas. Sin embargo, los músculos se me tensaban escuchando el relato, tan similar al que yo había vivido. Un minúsculo detalle diferenciaba ambas versiones: a Arvo le había ocurrido en la avenue Kléber, frente al café Fleurus. A Tadeo y a mí en la avenue d’Iena, camino del Museo del Hombre. El resto era exacto.
París estaba radiante. El otoño dejaba los árboles sin hojas, pero aún llameaba la gama ocre en ciertas frondas. Comentaba con mi compañero de viaje —físico de profesión e hipocondríaco de convicción— la incidencia que tenía convulsionada la ciudad: la desaparición en Le Marais de un joven con síndrome de Down. De pronto, un Volvo se sube a la acera y nos cierra el paso. Porque tenía la suela del zapato rota y cuando llovía se metía el agua, arqueo el pie derecho. Del auto saltan dos sujetos. Instintivamente retiro la muñeca donde llevo el viejo Mulco de oro rosado, regalo de mi padre.
Sûreté? ¿Inmigración?, me pregunto. En medio del desconcierto, observo que los acicalados señores no hablan francés. Parlan italiano, y lo que sea que se propongan van a ejecutarlo en el acto. Uno se queda al volante. Los otros abren la maleta del Volvo.
Nos van a meter ahí, le susurro a Tadeo.
Estás yendo mucho al cine, responde mi amigo, ocultando el nerviosismo.
Me estoy resignando a no sé qué, cuando uno de los sujetos explica que eran los responsables de una feria de moda masculina en Champs Élysées. Las cosas se complicaron, la exhibición se abortó y están rematando la mercancía para volver a Italia. Los colores vuelven a nuestros rostros.
Nos gustaría ayudarlos, digo, pero se han tropezado con los turistas más menesterosos de París.
¿De dónde son?, preguntan.
De Venezuela, responde Tadeo.
Ho uno zio nel Venezuela!, grita el que va tras el volante.
Tienen que ver los abrigos, agrega otro.
¡Imposible!, contesto. ¡No tenemos dinero!
Pero no se arredran. Nos empujan a la maleta del carro y nos muestran su contenido. Gabanes de todas las lanas, chaquetas de todas las pieles se mezclan en un solo amasijo. Atrabiliariamente van sacando piezas. Y para hacer la escena más absurda, sacan cintas métricas para tomarnos las medidas.
No money!, insisto, y para probarlo les muestro las fundas vacías de los bolsillos.
Sin dejar de parlotear, los hombres despliegan más prendas y nos las echan sobre el cuerpo, calculando al ojo nuestras tallas. Los precios eran ridículos, incluso para nosotros. Pero no estábamos de compras. Intento apartarme, cuando uno de ellos me toma del brazo y me devuelve al improvisado ventorrillo. De pronto, Tadeo remueve y saca una imponente chaqueta de vera pelle marrón con cuello de chinchilla. Dicen ellos que de vera pelle. Dicen ellos que de chinchilla. Bien podría ser una gloriosa imitación, ingenio de la industria química.
Mi compañero se despoja de su gastada parka, heredada del guardarropa de quién sabe quién, y se cancha la nueva.
Se parece a Lord Byron embutido en un ciervo muerto.
¿Cómo me veo?, dice guiñándome un ojo.
Splendido!, afirma el de ojos zarcos.
¡Europa por 9 dólares diarios!, le advierto, tratando de devolverlo a su guía predilecta: la de Arthur Frommer. La que indicaba, a mochileros paupérrimos como nosotros, los puentes bajo los que podían pasar la noche si cometían la pendejada de feriarse el raquítico presupuesto.
No te preocupes, dice Tadeo, inoculado por la euforia, y me invita a escoger una.
No puedo más que mirarlo con sorpresa. Sorpresa que va mutando a inquina. ¿Que no me preocupe? ¿Quién es el que va con la perorata de vieja objetando cualquier gasto?
Anda, dice reblandecido. ¡Hazte con una de estas maravillas!
Es él quien devuelve mis botellas de vino en la caja. Quien me trueca el encebollado de liebre del Allard por los deleznables panini de los quioscos. Quien me obliga a tragar el melancólico petit déjeuner compris de la pensión de los Abattu —café aguado y pan con mermelada—, en lugar del desayuno triunfal de tres yemas del café Daguerre.
Conque de shopping, ¿eh?, le enrostro.
Anda, pruébate algo, me insta. Y más vale que sea rápido: nos espera lo mejor de la antropología, la prehistoria y la etnología en el Museo del Hombre.
Entonces, como no soy muy de rogar, caigo.
Dos ilusos atraviesan, arrebujados en sus chaquetas nuevas, el paso de cebra de la place de Trocadéro, para ver los fragmentos del esqueleto de Lucy, la bella australopiteca de tres millones de años.
3
Conforme a lo planeado, Tadeo continuó el periplo hasta Madrid, mientras yo no pude abandonar París. Un mes debió durar la estancia entre las dos capitales, pero a mí se me hizo cuesta arriba destetarme de la ciudad. Es difícil explicarlo, porque la urbe no me atraía especialmente y porque había sido yo el abanderado de Madrid. Madrid era la ciudad amada de mi madre muerta. Por su predilección era el tipo de destino al que, sin haber ido nunca, quería volver. Fue Tadeo quien escogió París, obnubilado por su historia. Algo muy fuerte debió operar en mí para que no lo acompañara a la ciudad que yo había seleccionado y me quedase en la que había elegido él.
Era pero no era la París gentrificada de ahora. El sueño americano sitiaba pero no franqueaba del todo los muros, y los carteles del metro resistían con su añeja estética el cerco globalizante, el estatuto común. Conservaba vestigios de aquel pasado en el que el arte estampó su sello y donde la pobreza tuvo glamur. La París que yo traía promediaba la fascinación de unos con la decepción de otros. Y acarreaba el celaje triste de una canción, «La complainte de la Butte». Una pieza que contaba que, en lo alto de Montmartre, en la rue Saint-Vincent, un poeta vive un amorío con una bella pordiosera a la que nunca vuelve a ver. Afligido, compone la tonadilla, a la espera de que algún día la desconocida logre escucharla.
No había celular ni internet. No existían el euro, el Viagra ni el Nespresso. No había trascendido la inclinación pedófila de la Iglesia. Aún rondaban acordeonistas por los andenes. Nadie apostaba al bótox ni se auguraba el boom de los implantes de silicona. Si bien el fundamentalismo musulmán rugía contra Occidente en guerras de liberación y desde hacía poco abrazaba el terrorismo, no se degollaban periodistas frente a cámaras de vídeo ni se derruían tesoros arqueológicos de culturas más antiguas que el islam, en nombre de la Sharia.
1985. Nunca olvidaré ese año. Fue cuando Rock Hudson anunció que tenía Sida. Estados Unidos y la Unión Soviética iniciaban conversaciones para el desarme nuclear tras décadas de Guerra Fría. Se descubrieron los restos del Titanic, y Nelson Mandela, preso en Pollsmoor, renunciaba a la libertad que le ofrecía Botha si abandonaba la lucha armada. Eso recuerdo de 1985. Eso, y que por ser venezolano, la gente me asociaba con el Chacal. Era octubre, y aunque había finalizado en julio, aún se topaba uno con los carteles de «Les immatériaux», la rara exposición que curó Lyotard en el Pompidou, y que sin ver me signaría.
4
Luego del intempestivo gasto de las chaquetas, no acepto más exhortaciones ni regañinas de Tadeo. Se acabaron las homilías sobre la frugalidad. Su traspié me facultó a andar por la libre. Lo bueno era que me sentía a mis anchas. Lo malo, que en pocos días me hallé sin un céntimo. Mi amigo hizo un último intento: siempre que moderara mi conducta y siguiera sus lineamientos, estaría dispuesto a sufragar el resto del recorrido. Pero ya no había vuelta atrás. Mi decisión de trajinar esas calles en lugar de encaramarme en el Talgo estaba tomada. Me crispaba la posibilidad de someterme al amparo del gran Tadeo. De aceptar el esquema Viernes/Robinson Crusoe. Entonces imperaron los desacuerdos y la amistad se agrió. El sólo verlo firmar —hacía una suerte de floreo antes de estampar su rúbrica en el voucher— me causaba repulsión. Por cualquier tontería surgían discrepancias y salían los trapos sucios. Mi inconsciencia se peleaba con sus modales robóticos y su falta de intuición. Y un físico sin intuición, le espetaba, es un guía turístico.
Eso lo ponía verde.
¿Cuándo vamos a subir a la torre Eiffel?, lo interpelaba ex profeso.
¡Sobre mi cadáver!, respondía. ¡Eso es lo que haría un turista!
¿Y nosotros qué somos?
Tadeo enmudecía.
¿Por qué no reconocer que formábamos parte de esa plebe? ¿Por qué acomplejarse por una foto al pie del Arco de Triunfo?
¡Nosotros vinimos a otra cosa!, berreaba.
Eso es exactamente lo que piensa un turista.
En absoluto. Para eso diseñamos un programa.
¿Diseñamos?
¡Para eso le metí cabeza a este viaje! Si no me hubiese tomado el trabajo, ¿habrías conocido las catacumbas? ¿Los passages de Benjamin? ¿Los mercados de calle? ¿Las égouts de París? ¡Investigué precisamente para eso!, decía y ondeaba la guía de Frommer: para perpetrar otro tipo de incursión.
¿Y para quién crees que escribió Frommer la guía? ¿Para marcianos, venusinos? Yo no sé tú, pero lo que soy yo, mañana mismo hago mi cola, compro mi ticket y me disparo los tres niveles de la torre. Yo soy turista hasta en mi casa.
Su rostro se enfurruñaba.
Por cierto, antiturista: en Nueva York no pasarías de incógnito. Los trotamundos se reconocen porque, a diferencia de los locales, caminan viendo hacia arriba como tú.
Di lo que quieras, me respondía. ¿Sabes qué opinaban tus admirados Maupassant y Verlaine de la bendita torre?
¡Me sabe a mierda!
5
Razón tenía mi hipocondríaco amigo. De no ser por sus oficios no hubiésemos franqueado el bulevar Périphérique. Al no ocurrir esto, me hubiese perdido los dos mil quinientos ventorrillos del mercado de pulgas de Saint-Ouen, y no hubiese dado con mi fantasía de aquel viaje: en un alto para picar y beber algo, aterrizamos en Le Voltaire, un bistrocito frente al Marché Dauphine. Ahí extendí la vista y casi se me cae la mandíbula al divisar aquella planta alta astrosa, con la canaleta desprendida pero acogedora como un lecho: el nido perfecto donde un artista podía instalarse con la mujer de sus sueños a crear y a ser feliz. Conteniendo la emoción, se la mostré a Tadeo. ¿No te parece un lugar estupendo para consagrar la vida al arte?
Como era de esperar, a mi compañero le pareció un asco, y su reprobación me confirmó que ese era el sitio. Desde entonces constituyó la forma tangible de mi sueño. Muchas veces haría el trayecto para fantasear: acera sur, segunda ventana a la derecha, número 2 de la rue Voltaire.
§
Una noche, cuando aún me quedaba dinero, invité al físico a cenar en un restaurante de la rue du Commerce que recomendaba su inefable guía. Desde el principio le dije que me haría cargo de la cuenta.
¿Con qué?, respondió sardónico.
Lo más fluido de la velada fue la inevitable referencia al caso que traía de cabeza a París: el paradero de Jérôme, el chico con síndrome de Down desaparecido en la rue de Jarente. Resultaba confuso por la gama de testimonios. Desde los que afirmaban que había sido introducido en un auto por la fuerza, hasta los que creían que se había extraviado. En televisión vimos distintos relatos de parroquianos sobre el muchacho y su padre: «Los conocemos de toda la vida en el quartier. Desde que nació Jérôme y su madre los abandonó», refirió una anciana ante las cámaras. Otro lugareño declaró: «Suelo conseguirlos en la place de la rue Caron. Una vez, sentados en un banco, Didier daba de comer una manzana a su hijo. Jérôme la rechazaba. El muchacho, que tenía una flor en la mano, la olía y la olía. Parecía molesto por no dar con el olor. El padre llevaba los trozos de la fruta a la boca de su hijo, hasta que el chico comenzó a escupirla y a darle bofetadas a Didier. Inocentes pero terribles bofetadas que el padre recibía con serenidad. De pronto, Jérôme se contuvo y abrió la boca. Se quedó así, suspendido, hasta que la saliva comenzó a chorrearle. Luego obsequió la flor a su padre y comenzó a besarlo atropelladamente».
6
Prescindamos de las entradas: del aguacate en salsa diabla, los langostinos o el jamón seco de las Ardenas. Prescindamos de las aceitunas o de la dulce flatulencia que organiza un huevo a la mayonesa. Dejémonos de saluditos porque la verdad sea dicha: hay hambre pareja.
Tadeo me mira dubitativo. Los precios lo intimidan, pero le insisto: yo pago. Después de un día de incursiones se debe cerrar con consistencia. Este es el tema de conversación, este y una alabanza de mi amigo a Parmentier, el hombre que llevó la papa a Francia y que por su gesto fue considerado héroe nacional, cuando el garçon de pajarita, camisa blanca y delantal negro nos trae los pedidos. Efectuamos la ingesta en trance, como si degustásemos la última comida. Al estilo compulsivo de nuestros antepasados. Como hacemos el amor. Apurados. Perentorios. Sin tiempo. Como la raza de eyaculadores precoces que somos.
Tadeo sigue preocupado y lo tranquilizo: ¡que yo pago, coño! De modo que, aunque no termina de creerme, cenamos. En otra mesa, una llama azul flambea un pato. Al final despachamos nuestras viandas con una botella de tinto bordelés. Mi amigo recupera la entereza y se lo zampa todo. Lo veo estirarse satisfecho, como un héroe micénico. Pleno de cordialidad y compañerismo, eructa con elegancia, con los labios amartelados detrás de la servilleta de tela. Al terminar —él su filete de ternera, yo mis costillas a la parrilla—, y luego de engullir los postres, pedimos el pousse-café. Engreídos, doblamos la cuota de digestivos, mientras mi compañero discurre sobre la salsa bernesa y el estragón. La sobremesa se alarga. El fragor del restaurante amaina. Poco a poco nos vamos quedando solos. Los comensales se retiran. Parecemos dos enzimas citopancreáticas en el estómago de una ballena. En chanza, le digo al físico que aliste las piernas. Que pidamos otra ronda de Marc de Bourgogne, y cuando el mozo los busque, marquemos la milla.
No podemos hacer eso, objeta nervioso.
Entonces saca uno de tus cheques, bromeo.
Tadeo me mira como si hubiese ingerido agente naranja.
O dibuja algo en el mantel y abajo le pones Picasso, tonteo.
El físico calla, pero se le contraen las pupilas y efectúa un conspicuo cambio de nalgas. Puedo apreciar un tic en su párpado izquierdo. Cabizbajo, luego de acariciar su copa y al final de un largo silencio, me anuncia que va al baño. Pero la rigidez de su rostro y la respiración acompasada no me dan buena espina.
En efecto, no regresa. Pasan minutos y no regresa.
Para mis cojones, me digo.
Huyó como un conejo, hubiese dicho Hemingway.
Para celebrarlo, alzo mi copa y la termino. Luego llamo al mozo y pido otra, luego otra y otra.
De la edición de ABediciones (2021)